Capítulo 30

Nadie tenía nada que añadir a ese comentario.

– ¿Quién coño son estos lunáticos? -la voz de Ryan rompió el silencio.

McMahon se encargó de responder a su pregunta.

– El Grupo de Inversiones H amp;F está enterrado debajo de más capas que el australopithecus Olduvai, George. Veckhoff está muerto, de modo que no habla. Siguiendo tus sugerencias, Tempe, buscamos el paradero de Rollins y Birkby a través de sus padres. Rollins vive en Greenville y es profesor de inglés en un colegio universitario. Birkby es propietario de una cadena de tiendas de muebles de segunda mano y tiene casas en Rock Hill y Hilton Head. Estos dos caballeros cuentan la misma historia: heredaron su participación en H amp;F, no saben absolutamente nada acerca de la propiedad, nunca han estado allí.

Una puerta se abrió en alguna parte y el sonido de unas voces llegó hasta nosotros.

– W. G. Davis es un banquero asesor de inversiones retirado que actualmente vive en Banner Elk. F. M. Payne es profesor de filosofía en Wake Forest. Warren, por su parte, es abogado en Fayetteville. Encontramos al asesor legal de camino al aeropuerto, tuvo que postergar su pequeña escapada a Antigua.

– ¿Admitieron que se conocían?

– Todos cuentan la misma historia. H amp;F es simplemente un negocio, jamás se han visto. Nunca han puesto sus pies en la casa del bosque.

– ¿Qué hay de las huellas dactilares en la casa?

– El equipo de huellas las recogió a millones. Las estamos examinando pero llevará tiempo.

– ¿Antecedentes?

– Payne, el profesor, fue arrestado por posesión de marihuana en el setenta y cuatro. Aparte de eso, nada. Pero estamos comprobando cada lugar en el que estos tíos pudieron coincidir. Si uno de ellos orinó en un árbol en Woodstock, conseguiremos una muestra. Estos cabrones están de mierda hasta el cuello y caerán por asesinato.

En ese momento Larke Tyrell apareció en la puerta. Unas líneas profundas arrugaban su frente. McMahon le saludó y fue a buscar una silla para él. Tyrell se dirigió a mí.

– Me alegra que estés aquí.

No dije nada.

McMahon regresó con una silla metálica plegable. Tyrell se sentó, la espalda tan recta que no tocaba el respaldo.

– ¿Qué puedo hacer por usted, Doc? -dijo McMahon.

Tyrell sacó un pañuelo, se enjugó el sudor de la frente y luego volvió a doblarlo formando un cuadrado perfecto.

– Tengo información, es sumamente delicada.

La mirada tipo Andy Griffith pasó de un rostro a otro, pero no dijo lo evidente.

– Estoy seguro de que ya sabéis que Parker Davenport murió ayer a causa de un disparo. Aparentemente la herida se la hizo él mismo, pero hay algunos elementos inquietantes, por ejemplo un nivel extremadamente alto de trifluroperazina en su sangre.

Los tres nos quedamos mirándole.

– El nombre común es Stelazine. Es una droga que se emplea en el tratamiento de la ansiedad psicótica y las depresiones profundas. A Davenport nadie le había recetado este medicamento y sus médicos ignoran por qué lo estaba tomando.

– Un hombre en su posición no tiene ningún problema en conseguir cualquier cosa que necesite -sentenció McMahon.

– Eso es verdad, señor.

Tyrell carraspeó.

– También se detectaron diminutos restos de trifluroperazina en el cuerpo de Primrose Hobbs, pero la inmersión y la descomposición lo complicaron todo, de modo que no fue posible sacar conclusiones definitivas.

– ¿La sheriff Crowe sabe todo esto? -pregunté.

– Sabe lo que se refiere a Hobbs. Le comunicaré lo que sabemos de Davenport en cuanto me marche de aquí.

– Entre las pertenencias de Hobbs no había Stelazine.

– Tampoco tenía una receta.

Sentí que se me formaba un nudo en el estómago. Nunca había visto que Primrose tomase siquiera una aspirina.

– Igualmente inquietantes son las llamadas telefónicas hechas por Davenport la tarde de su muerte -continuó Larke.

Tyrell le dio una lista a McMahon.

– Tal vez reconozca algunos de los números.

McMahon examinó la lista y luego alzó la vista.

– Hijo de puta. ¿El vicegobernador del Estado llamó a las oficinas de H amp;F pocas horas antes de volarse la tapa de los sesos?

– ¿Qué? -exclamé.

– O que se la volaran -sugirió Ryan.

McMahon me pasó la lista. Seis números, cinco nombres. W. G. Davis, F. M. Payne, F. L. Warren, C. A. Birkby, P. H. Rollins.

– ¿Y la sexta llamada?

– El número nos llevó a una cabaña alquilada en Cherokee. La sheriff Crowe lo está investigando en este momento.

– Tempe, muéstrale al doctor Tyrell lo que acabas de mostrarnos a nosotros.

McMahon cogió el teléfono.

– Es hora de que estos cabrones muerdan el polvo.


Larke quería examinar las marcas personalmente de modo que ambos nos dirigimos al depósito. Aunque yo no había probado bocado desde el café de las siete de la mañana, y ya pasaban de la una, no tenía hambre. Seguía viendo a Primrose, y me preguntaba qué había podido descubrir. Qué amenaza representaba. Y una nueva pregunta: ¿Estaba su asesinato relacionado con la muerte del vicegobernador?

Larke y yo pasamos una hora estudiando los huesos, el forense miraba y escuchaba atentamente, haciendo una pregunta de vez en cuando. Mi teléfono sonó justo cuando habíamos acabado.

Lucy Crowe se encontraba en Waynesville pero había algo de lo que necesitaba hablar conmigo. ¿Podíamos encontrarnos en High Ridge House alrededor de las nueve? Le dije que sí.

Antes de colgar me hizo una pregunta.

– ¿Conoce a un arqueólogo llamado Simon Midkiff?

– Sí.

– Puede estar implicado con esta banda de H amp;F.

– ¿Midkiff?

– Él era el sexto número al que Davenport llamó antes de morir. Si trata de ponerse en contacto con usted, no le diga nada.

Mientras hablábamos, Larke fotocopió los artículos y las fotos. Una vez que hubo terminado, le dije lo que Crowe me había comunicado. Me hizo una sola pregunta.

– ¿Por qué?

– Porque están locos -contesté, aún distraída por el comentario de Crowe acerca de Midkiff.

– Y Parker Davenport era uno de ellos.

Tyrell guardó las fotocopias en su maletín y me empaló con los ojos exhaustos.

– Intentó el sabotaje profesional para mantenerte alejada de esa casa. -Larke abarcó las mesas con un gesto del brazo-. Para apartarte de esto.

No contesté.

– Y yo caí en la trampa como una novata. -Permanecí en silencio.

– ¿Hay alguna cosa que pueda decirte?

– Hay algunas cosas que puedes decirles a mis colegas.

– Las cartas dirigidas a la AAFS, el ABFA y el NDMS saldrán inmediatamente -me cogió de la muñeca-. Y llamaré personalmente a cada uno de los jefes de cada organización el lunes por la mañana para explicarles lo que ha pasado.

– ¿Y la prensa?

Aunque sabía que Larke estaba sufriendo no podía expresar ninguna calidez en mi voz. Su deslealtad me había herido, profesional y personalmente.

– También me encargaré de ello. Debo decidir cuál es la mejor manera de manejar esa cuestión.

¿Mejor para quién? me pregunté.

– Si te sirve de consuelo, Earl Bliss actuó bajo mis órdenes. Jamás creyó una sola palabra de lo que se decía sobre ti.

– La mayoría de los que me conocen no lo creyeron.

Me soltó el brazo pero no dejó de mirarme. De la noche a la mañana se había convertido en un hombre viejo y cansado.

– Tempe, fui entrenado como un militar. Creo en el respeto a la línea de mando y en cumplir las órdenes legítimas de mis superiores. Esa predisposición me llevó a no cuestionar algunas cosas que debía haber cuestionado. El abuso de poder es algo terrible. No resistirse a la presión corruptora es igualmente censurable. Ha llegado el momento en que este perro viejo se levante y abandone el porche.

Mientras le observaba marcharse sentí una profunda tristeza. Larke y yo habíamos sido amigos durante muchos años. Me pregunté si alguna vez podríamos volver a serlo.

Cuando estaba preparando café mis pensamientos se desviaron hacia Simon Midkiff. Por supuesto. Todo encajaba. Su exagerado interés en el lugar del accidente. Las mentiras acerca de la excavación en el condado de Swain. La fotografía en compañía de Parker Davenport durante los funerales de Charlie Wayne Tramper. Él era uno de ellos.

Un recuerdo súbito. El Volvo negro que había estado a punto de arrollarme. El hombre que estaba al volante me había resultado vagamente familiar. ¿Podría haber sido Simon Midkiff?


Estaba terminando mi informe sobre Edna Farrell cuando el móvil volvió a sonar.

– Sir Francis Dashwood era un tío realmente prolífico.

La afirmación procedía de una galaxia diferente de aquella en la que mi mente estaba en ese momento.

– ¿Perdón?

– Soy Anne. Estaba organizando el material que trajimos de nuestro viaje a Londres y encontré un folleto que Ted compró en las cuevas de West Wycombe.

– Anne, no creo que esto…

– Aún hay un montón de Dashwood dando vueltas por ahí.

– ¿Un montón?

– Descendientes de sir Francis, conocido más tarde como lord El Malgastador, naturalmente. Sólo por curiosidad introduje el nombre de Prentice Dashwood en una página web genealógica en la que estoy apuntada. No podía creer la cantidad de información que encontré. Uno de los datos era especialmente interesante.

Esperé. Nada.

Me di por vencida.

– ¿Jugamos a las preguntas, o qué?

– Prentice Elmore Dashwood, uno de los muchos descendientes de sir Frank, abandonó Inglaterra en 1921. Abrió una mercería en Albany, Nueva York, hizo un montón de pasta y, finalmente, se retiró.

– ¿Eso es todo?

– Durante sus años en Norteamérica, Dashwood escribió y publicó docenas de panfletos, uno de los cuales recogía historias de su tal y tal algo, sir Francis Dashwood segundo.

– ¿Y los otros panfletos?

Si no lo preguntaba, esta situación podía durar eternamente.

– Elige lo que quieras. Las canciones de los aborígenes australianos. Las tradiciones orales de los indios cherokee. Acampada. Pesca con mosca. Mitología griega. Una breve etnografía de los indios caribe. Prentice era todo un hombre del Renacimiento. Escribió tres folletos y numerosos artículos que hablaban exclusivamente de la Ruta de los Apalaches. Por lo visto el Gran P fue uno de los impulsores de que la ruta volviese a abrirse en los años veinte.

Vaya. Una verdadera Meca para senderistas y excursionistas, la Ruta de los Apalaches comienza en el Monte Katahdin en Maine y discurre a lo largo de la cadena de los Apalaches hasta Springer Mountain en Georgia. Gran parte de esta ruta se halla en territorio de las Great Smoky Mountains. Incluyendo el condado de Swain.

– ¿Sigues allí?

– Sí, estoy aquí. ¿Pasó Dashwood algún tiempo aquí, en Carolina del Norte?

– Escribió cinco folletos sobre las Great Smokies. -Oí ruido de papeles-. Árboles. Flores. Fauna. Folclore. Geología.

Recordé lo que Anne me había contado acerca de su visita a West Wycombe, imaginé las cuevas debajo de la casa de H amp;F. ¿Era posible que este tío del que Anne me estaba hablando fuese el Prentice Dashwood del condado de Swain, Carolina del Norte? Era un nombre llamativo. ¿Habría alguna conexión con los Dashwood británicos?

– ¿Qué más descubriste acerca de Prentice Dashwood?

– Nada. Pero sí puedo decirte que el viejo tío Francis se relacionaba con gente bastante extravagante en el siglo dieciocho. Se hacían llamar los Monjes de Medmenham. Escucha la lista. Lord Sandwich, quien en una época dirigió la Marina Real, John Wilkes…

– ¿El político?

– Sí. William Hogarth, el pintor, y los poetas Paul Whitehead, Charles Churchill y Robert Lloyd.

– Una lista impresionante.

– Mucho. Todos eran miembros del Parlamento o de la Cámará de los Lores. O poetas o algo por el estilo. Nuestro Ben Franklin solía frecuentarlos, si bien nunca fue un miembro oficial.

– ¿A qué se dedicaban esos tíos?

– Algunos relatos afirman que practicaban ritos satánicos. Según el actual sir Francis, autor del folleto que cogimos en nuestro viaje, los monjes no eran más que un puñado de tíos divertidos que se reunían para venerar a Venus y a Baco. Supongo que eso significa mujeres y vino.

– ¿Celebraban orgías en las cuevas?

– Y en la Abadía de Medmenham. El actual sir Francis admite los juegos sexuales de sus antepasados pero niega de forma terminante la adoración al demonio. Él sugiere que el rumor acerca del satanismo procedía de la actitud irreverente de los muchachos hacia la cristiandad. Se llamaban a sí mismos Caballeros de Saint Francis, por ejemplo.

Pude oír cómo mordía una manzana y luego la masticaba.

– Todos los demás los llamaban Hell Fire Club [20].

El nombre me golpeó como si fuese un martillo.

– ¿Qué has dicho?

– El Hell Fire Club. Famoso en Irlanda en las décadas de 1730 y 1740. El mismo rollo. Devotos privilegiados que se mofaban de la religión y se dedicaban a emborracharse y acostarse con todas las mujeres que podían.

Anne tenía un don especial para ir al grano.

– Hubo algunos intentos de prohibir esos clubes, pero fracasaron. Cuando Dashwood reunió a su pequeño grupo de tenorios, la etiqueta de Hell Fire naturalmente se transfirió al grupo.

Hell Fire. H amp;F.

Tragué con esfuerzo.

– ¿Es muy largo ese folleto?

– Treinta y cuatro páginas.

– ¿Puedes enviarme una copia por fax?

– Claro. Puedo incluir dos páginas en una hoja.

Le di el número del fax y volví a mi informe, me obligué a concentrarme en lo que estaba haciendo. Pocos minutos después oí el pitido del fax y la máquina comenzó a escupir páginas. Continué con mi descripción del trauma facial de Edna Farrell. Poco más tarde, la máquina volvió a pitar después de una pausa. Resistí nuevamente el impulso de correr hasta el fax para juntar las páginas enviadas por Anne.

Cuando acabé el informe de Edna Farrell, comencé otro, con un millón de pensamientos agitándose en mi cabeza. Aunque intenté concentrarme, las imágenes volvían una y otra vez. Primrose Hobbs. Parker Davenport. Prentice Dashwood. Sir Francis. El Hell Fire Club. H amp;F. ¿Había alguna conexión? La coincidencia era cada vez mayor. Tenía que haber una conexión.

¿Acaso Prentice Dashwood había reavivado la idea de su antepasado de un club de chicos de élite aquí, en las montañas de Carolina? ¿Habían sido sus miembros algo más que hedonistas diletantes? ¿Cuánto más? Recordé las marcas de los cortes en los huesos y tuve que hacer un esfuerzo para reprimir un escalofrío.

A las cuatro el guardia vino a verme para decirme que uno de los ayudantes de Crowe estaba enfermo y que otro había quedado inmovilizado por una avería en su coche patrulla. Crowe lo sentía pero le necesitaba a él para controlar una situación interna. Le aseguré que podía marcharse, que yo estaría bien.

Cuando el guardia se marchó, continué con mi trabajo, el silencio del depósito vacío me envolvía como si fuese una criatura viva, excepto por el zumbido de uno de los frigoríficos. Mi respiración, mis latidos, mis dedos golpeaban suavemente el teclado. En el exterior del edificio las ramas arañaban los cristales de las ventanas en las plantas superiores. Un tren silbó a lo lejos. Un perro. Grillos. Ranas.

Ninguna bocina. Tampoco ruidos de tráfico. Ningún ser vivo en kilómetros a la redonda.

Mi sistema nervioso simpático mantenía la adrenalina en primera fila, en el centro. Cometía frecuentes errores, saltaba ante cada chirrido. En más de una ocasión deseé la compañía de Boyd.

Hacia las siete ya había acabado con Farrell, Odell, Tramper y Tucker. Me ardían los ojos, me dolía la espalda y un intenso dolor de cabeza me confirmó que mi nivel de azúcar estaba en el sótano.

Copié los archivos en un disquete, apagué el ordenador portátil y fui a buscar el fax que me había enviado Anne.

Aunque me sentía ansiosa por leer la historia de sir Francis en el siglo XVIII, estaba demasiado cansada, demasiado hambrienta y demasiado nerviosa para ser objetiva. Decidí regresar a High Ridge House, dar un paseo con Boyd, hablar con Crowe y luego leer el folleto en la tranquilidad y seguridad de mi cama.

Estaba juntando las páginas cuando oí el sonido de lo que parecía el crujido de la gravilla. Me quedé inmóvil, escuchando.

¿Neumáticos? ¿Pisadas?

Quince segundos. Treinta.

Nada.

– Hora de largarse -dije en voz alta.

La tensión hacía que mis movimientos fuesen torpes y varios papeles cayeron al suelo. Al recogerlos vi que uno de ellos no coincidía con los demás. La letra era más grande, el texto estaba ordenado en columnas.

Examiné el resto de las hojas. La cubierta de Anne. La portada del folleto. El resto era el texto del folleto, dos páginas por cada hoja de fax, numeradas por orden.

Recordé la pausa que había hecho la máquina del fax. ¿Habría llegado esa página diferente como una transmisión separada? Busqué pero no encontré ningún número de fax.

Lo llevé todo a la oficina, guardé el material de Anne en el maletín y dejé la hoja diferente sobre el escritorio. Al leer el contenido mi adrenalina se disparó como un cohete.

La columna izquierda contenía nombres en clave, la del medio nombres reales. Unas fechas aparecían después de algunos individuos, formando una tercera columna incompleta.

Ilos Henry Arlen Preston 1943

Khaffre Sheldon Brodie 1949

Omega A. A. Birkby 1959

Narmer Martin Patrick Veckhoff

Sinué C. A. Birkby

Itzamna John Morgan 1972

Arrigatore F L. Warren

Rho William Glenn Sherman 1979

Chac John Franklin Battle

Ometeotl Parker Davenport

Sólo uno de los nombres no me resultaba familiar. John Franklin Battle.

¿O sí? ¿Dónde había oído ese nombre?

Piensa, Brennan. Piensa.

John Battle.

No. No es correcto.

Franklin Battle.

Nada.

Frank Battle.

¡El juez que había negado la autorización de la orden de registro de la casa de Arthur!

¿Podía un simple magistrado reunir las condiciones necesarias para aspirar a ser miembro de la organización? ¿Había estado protegiendo Battle la propiedad de H amp;F? ¿Había sido él quien me había enviado el fax? ¿Por qué?

¿Y por qué la fecha más reciente se remontaba a más de veinte años? ¿Estaba incompleta la lista? ¿Por qué?

En ese momento me asaltó un pensamiento horrible.

¿Quién sabía que yo me encontraba aquí?

Sola.

Volví a quedarme inmóvil tratando de descubrir la más leve señal de otra presencia en aquel lugar. Cogí un escalpelo y salí de la oficina en dirección a la sala de autopsias principal.

Seis esqueletos miraban hacia el techo, con los dedos de manos y pies extendidos, las mandíbulas en silencio junto a las cabezas. Comprobé las secciones de rayos X y de ordenadores, la pequeña cocina del personal y la sala de conferencias provisional. Los latidos de mi corazón eran tan fuertes que parecían resonar en el absoluto silencio que reinaba en el depósito.

Estaba asomando la cabeza en el lavabo de los hombres cuando mi teléfono sonó por tercera vez. Estuve a punto de ponerme a gritar.

Una voz, como una sierra.

– Estás muerta.

Luego el aire pareció vaciarse.

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