Capítulo 1

Miré a la mujer que había volado a través de los árboles. La cabeza por delante, la barbilla alzada, los brazos extendidos hacia atrás como la pequeña diosa de cromo sobre el capó de un Rolls Royce. Pero la dama del árbol estaba desnuda y su cuerpo acababa en la cintura. El torso sin vida estaba aprisionado por ramas y hojas cubiertas de sangre.

Bajé la vista y eché una mirada a mi alrededor. Excepto por el estrecho camino de grava donde había aparcado, hasta donde alcanzaba la vista se extendía un bosque denso y abigarrado. Los árboles eran en su mayoría pinos, tan sólo unos robles indicaban, como festones, la muerte del verano con una paleta de rojos, amarillos y anaranjados en el follaje.

Aunque en Charlotte hacía calor, aquí arriba el clima de principios de octubre era muy agradable. Pero pronto haría frío. Cogí la cazadora que estaba en el asiento trasero, permanecí en silencio y escuché.

Trinos de pájaros. Viento. La huida precipitada de un pequeño animal. Luego, a lo lejos, un hombre que llamaba a otro. Una respuesta apagada.

Sujeté la cazadora alrededor de la cintura, cerré el coche y me dirigí hacia las distantes voces, arrastrando los pies a través de un lecho de hojas muertas y pinaza.

Cuando había recorrido una decena de metros en el interior del bosque, pasé junto a una figura que estaba recostada en una piedra cubierta de musgo, las rodillas flexionadas contra el pecho y un ordenador portátil a su lado. Le faltaban ambos brazos y de su sien izquierda sobresalía un pequeño chichón.

La cara descansaba sobre el ordenador, en los dientes llevaba aparatos de ortodoncia, le atravesaba una ceja un delicado anillo de oro. Los ojos estaban abiertos y las pupilas dilatadas le daban al rostro una expresión de alarma. Sentí un temblor en todo el cuerpo y apuré el paso.

Pocos metros más adelante vi una pierna, el pie aún calzado con una bota de excursionista. La pierna había sido cercenada a la altura de la cadera y me pregunté si pertenecería al torso del Rolls Royce.

Junto a la pierna había dos hombres, sentados uno al lado del otro, con los cinturones de seguridad abrochados y los cuellos impregnados de sangre. Uno de los hombres estaba sentado con las piernas cruzadas, como si leyera una revista.

Reanudé la marcha y me interné aún más en el bosque, oía gritos y llamadas que el viento, caprichosamente, me enviaba de entre los árboles. Continué avanzando apartando con los brazos las ramas bajas y sorteando grandes piedras y troncos caídos.

Equipajes y trozos de metal estaban esparcidos entre los árboles en una amplia zona. La mayoría de las maletas se habían quemado, derramando su contenido al azar. Ropa, secadores de pelo y máquinas de afeitar se mezclaban con botes de crema para manos, champú, loción para después del afeitado y perfume. Una pequeña maleta había vomitado cientos de artículos de tocador robados de los hoteles. El olor a productos de perfumería y combustible de avión se mezclaba con el aroma de los pinos y el aire de la montaña. Y, a lo lejos, un rastro de humo.

Avanzaba a través de un profundo barranco de laderas empinadas cuya densa cubierta de ramas y hojas apenas permitía que la luz del sol alcanzara el suelo formando un dibujo moteado. Hacía frío en la sombra, pero tenía la frente perlada de sudor y sentía la ropa pegada a la piel. Tropecé con una mochila y caí rasgándome la manga con una rama cortada por los restos que habían caído del cielo.

Permanecí unos momentos tendida en el suelo, con las manos temblando y la respiración agitada. Aunque me había entrenado durante años para ocultar las emociones, sentí claramente que me invadía la desesperación. Tanta muerte. Dios mío, ¿cuántas víctimas habría?

Cerré los ojos, hice un esfuerzo para centrarme y me levanté.

Minutos más tarde salté un tronco putrefacto, rodeé un grupo de rododendros y, como no parecía encontrarme más cerca de las voces, me detuve para intentar orientarme. El sonido apagado de una sirena me confirmó que la operación de rescate se estaba desarrollando en alguna zona más allá de una colina que se alzaba hacia el este del bosque.

Excelente forma de encontrar el camino, Brennan.

Pero no había tenido tiempo de informarme. Los primeros en responder a los accidentes aéreos o desastres similares, son habitualmente personas bien intencionadas pero escasamente preparadas para tratar con gran cantidad de víctimas. Yo viajaba de Charlotte a Knoxville, cerca de la frontera estatal, cuando me pidieron que me dirigiera de inmediato hacia el lugar donde se había producido el accidente. Entonces giré en un cambio de sentido en la I-40, tomé un atajo hacia el sur en dirección a Waynesville, luego al oeste a través de Bryson City, una pequeña población de Carolina del Norte situada aproximadamente a 280 km al oeste de Charlotte, 80 km al este de Tennessee y 80 km al norte de Georgia. Había seguido por la autopista del condado hasta donde acababa el mantenimiento estatal, luego había continuado por un camino de grava del Servicio Forestal que ascendía serpenteando por la montaña.

Aunque había recibido instrucciones bastante precisas, sospechaba que debía haber una ruta mejor, tal vez un estrecho camino forestal que me permitiera un mejor acceso al valle contiguo. Por un momento consideré la posibilidad de regresar al coche pero luego decidí seguir el camino. Tal vez las personas que ya se encontraban en el lugar del accidente habían llegado caminando a través del bosque igual que yo. El camino del Servicio Forestal no parecía continuar hacia ninguna parte más allá del punto donde había dejado el coche.

Después de una agotadora ascensión, me aferré al tronco de un pino, apoyé un pie con fuerza y conseguí izarme hasta un saliente rocoso. Al incorporarme me topé de golpe con los ojos de una muñeca de trapo, una Raggedy Ann. La muñeca colgaba boca abajo con el vestido enganchado en las ramas bajas del voluminoso pino.

Una imagen de la muñeca de mi hija cruzó por mi cabeza y extendí la mano.

¡No lo hagas!

Bajé el brazo, consciente de que todos y cada uno de los objetos debían ser clasificados y registrados antes de recogerlos. Sólo entonces alguien podría reclamar el triste recuerdo.

Desde mi posición en el saliente tenía una excelente visión de lo que probablemente era el lugar donde se había estrellado el avión. Podía ver un motor, medio enterrado entre la hoja rasca junto a otros restos, y lo que parecían ser piezas de una ala. Una sección del fuselaje tenía la parte inferior arrancada, como un diagrama en un manual de instrucciones para maquetas de aviones. A través de las ventanillas se podían ver los asientos, aunque algunos de ellos estaban ocupados, la mayoría estaban vacíos.

Trozos de cuerpos y del aparato cubrían el paisaje como si fuesen desechos en un vertedero. Desde donde me encontraba, los fragmentos humanos cubiertos de piel parecían asombrosamente pálidos, contrastaban con el fondo compuesto por el suelo del bosque, visceras y partes del avión. Diversos objetos colgaban de los árboles o se esparcían enredados en ramas y hojas. Tela. Alambre. Planchas de metal. Material aislante. Plástico.

Los efectivos de la policía local y los voluntarios ya habían llegado y estaban acordonando el lugar y buscando supervivientes. Algunos buscaban entre los árboles, otros extendían una cinta amarilla alrededor del perímetro del terreno donde se encontraban los restos del aparato accidentado. Llevaban chaquetas amarillas con la leyenda «Departamento del Sheriff del Condado de Swain» en la espalda. Otros sólo vagaban por el lugar o estaban reunidos en pequeños grupos, fumando, hablando o mirando el desolador espectáculo que tenían ante los ojos.

Más allá, entre los árboles, se veían destellos de luces rojas, azules y amarillas, marcando la ubicación de la ruta de acceso que yo no había sido capaz de encontrar. Imaginé los coches patrulla, los camiones de bomberos, las ambulancias, los furgones de los equipos de rescate y los vehículos de los voluntarios que mañana obstruirían esa carretera.

En ese momento el viento cambió de dirección y el olor a humo se hizo más intenso. Me volví y descubrí una delgada columna de humo negro que ascendía un poco más allá de la siguiente colina. Sentí que se me formaba un nudo en el estómago, ya que me encontraba lo bastante cerca como para detectar otro olor que se mezclaba con el olor ácido y penetrante del humo.

Como antropóloga forense, mi trabajo consiste en investigar las muertes violentas. He examinado centenares de víctimas del fuego para jueces y forenses y conozco muy bien el olor a la carne carbonizada. En el siguiente barranco había cuerpos humanos que todavía se estaban quemando.

Hice un esfuerzo para tragar saliva y volví a concentrarme en la operación de rescate. Algunas de las personas que habían permanecido inactivas se movían ahora por la zona del desastre. Vi que uno de los ayudantes del sheriff se inclinaba para inspeccionar unos restos esparcidos a sus pies. Se irguió y un objeto lanzó destellos en su mano izquierda. Otro de los ayudantes había comenzado a apilar otros restos.

– ¡Mierda!

Comencé a descender la colina, aterrándome a las ramas bajas y zigzagueando entre árboles y grandes rocas para mantener el equilibrio. El terreno era muy empinado y un tropezón podía convertirse en una peligrosa zambullida de cabeza.

A pocos metros del pie de la colina tropecé con una plancha de metal que se deslizó y me lanzó por los aires como si fuese uno de esos crios que se tiran en sus tablas entre dos toboganes. Caí pesadamente a tierra y comencé a rodar colina abajo, arrastrando conmigo una avalancha de piedras, ramas, hojas y pinaza.

Para frenar la caída busqué desesperadamente algún punto donde asirme, me desgarré las palmas de las manos y me rompí algunas uñas antes de que mi mano izquierda chocara contra algo sólido y consiguiera aferrarme con los dedos a ello. Sentí un dolor agudo en la muñeca cuando soportó todo el peso de mi cuerpo interrumpiendo mi movimiento descendente.

Me quedé colgada un momento, luego giré sobre un costado, me apoyé en ambas manos y conseguí sentarme. Alcé la vista sin soltarme de mi providencial punto de apoyo.

El objeto que había conseguido frenar mi caída era una larga barra de metal que formaba un ángulo recto desde la roca que se apoyaba en mi cadera hasta un tronco cortado unos metros colina arriba. Me afiancé con ambos pies, hice una prueba para ver si podía levantarme y me las arreglé para recuperar la posición vertical. Me limpié la sangre de las manos en las perneras del pantalón, volví a sujetarme la cazadora a la cintura y continué descendiendo hasta llegar a terreno llano.

Una vez allí aceleré el paso. Aunque la superficie distaba bastante de ser firme, al menos ahora la fuerza de la gravedad estaba de mi parte. Al llegar a la zona acordonada, levanté la cinta amarilla y pasé por debajo.

– Un momento, señora. No tan rápido.

Me detuve y me volví. El hombre que había hablado llevaba una chaqueta del Departamento del Sheriff del Condado de Swain.

– Estoy con el DMORT.

– ¿Qué demonios es el DMORT?

– ¿Está el sheriff en el lugar de accidente?

– ¿Quién lo pregunta?

El ayudante del sheriff tenía una expresión tensa y los labios, apretados, formaban una delgada línea. Llevaba una gorra de caza anaranjada encasquetada hasta las cejas.

– La doctora Temperance Brennan.

– No vamos a necesitar a ningún médico por aquí.

– Mi trabajo consiste en identificar a las víctimas.

– ¿Tiene alguna credencial?

Cuando se produce un desastre de proporciones masivas, cada agencia gubernamental tiene responsabilidades específicas. La Oficina de Preparación para Emergencias, OEP, gestiona y dirige el Sistema Médico para Desastres Nacionales, NDMS, que proporciona la respuesta médica, la identificación de las víctimas y los servicios funerarios en el caso de un accidente con gran número de víctimas.

Para hacer frente a sus misiones, el NDMS decidió crear los sistemas Equipo de Respuesta Operativa Funeraria en Desastres, DMORT, y el Equipo de Asistencia Médica en Desastres, DMAT. En los casos oficialmente declarados como desastres, el DMAT se hace cargo de las necesidades de los supervivientes, mientras que la función del DMORT es encargarse de los fallecidos.

Extraje mi identificación del NDMS y se la mostré al ayudante del sheriff.

El hombre la estudió detenidamente y luego hizo un gesto con la cabeza señalando el fuselaje del aparato siniestrado.

– El sheriff está con los jefes de bomberos.

Su voz se quebró y se pasó el dorso de la mano por los labios. Luego bajó la vista y se alejó, avergonzado de no haber podido reprimir su emoción.

No me sorprendió el comportamiento del ayudante del sheriff. Los policías y miembros de los equipos de rescate más duros y capaces, no importa el grado de entrenamiento o experiencia que puedan tener, nunca están preparados psicológicamente para su primer major [1].

Majors. Así es como el Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte califica a estas catástrofes. Yo no estaba segura de qué es lo que se necesita para merecer esa calificación, pero había trabajado en muchas de ellas y había algo que sabía con certeza: todas eran terribles. Tampoco yo estaba preparada para ese espectáculo y compartía la angustia que sentía ese hombre. La diferencia estaba en que yo había aprendido a ocultarla.

Mientras iba hacia el fuselaje del avión, pasé junto a otro ayudante del sheriff que estaba cubriendo un cadáver.

– Quite eso -ordené.

– ¿Qué?

– No cubra los cadáveres.

– ¿Quién lo dice? -Volví a sacar mi credencial-. Pero están al descubierto. -Su voz sonaba plana, como la grabación de un ordenador.

– Todo debe permanecer en su sitio.

– Tenemos que hacer algo. Está oscureciendo. Los osos percibirán el olor de esta… -se interrumpió buscando la palabra adecuada- gente.

Yo había visto lo que un Ursus era capaz de hacer con un cadáver y comprendí la preocupación de aquel hombre. Sin embargo, no podía dejar que cubriese los restos de las víctimas.

– Todo debe ser fotografiado y clasificado antes de que se pueda tocar y mover.

Apretó la manta con ambas manos y una expresión de dolor se dibujó en su rostro. Yo sabía exactamente cómo se sentía en aquel momento. La necesidad de hacer algo, la incertidumbre de no saber qué. La sensación de impotencia en medio de aquella abrumadora tragedia.

– Por favor, haga correr la voz de que nada debe moverse de su sitio. Luego busque supervivientes.

– Debe estar de broma. -Sus ojos recorrieron la escena que nos rodeaba-. Nadie podría haber sobrevivido a esto.

– Si alguien está vivo tiene más motivos para temer a los osos que esta gente. -Señalé el cadáver que estaba a sus pies.

– Y a los lobos -añadió con voz hueca.

– ¿Cómo se llama el sheriff?

– Crowe.

– ¿Cuál de ellos es?

El hombre desvió la mirada hacia el grupo que se encontraba junto al fuselaje.

– Es la persona más alta del grupo, la que lleva la chaqueta verde.

Dejé al ayudante y me dirigí rápidamente hacia Crowe.

El sheriff estaba examinando un mapa con media docena de bomberos voluntarios cuya vestimenta sugería que habían llegado desde varias jurisdicciones diferentes. Incluso con la cabeza inclinada, Crowe era la persona más alta del grupo. Bajo la chaqueta sus hombros se adivinaban anchos y fuertes, lo que indicaba sesiones regulares de gimnasia. Esperaba no encontrarme con el típico sheriff macho de las montañas.

Cuando me acerqué al grupo, los bomberos dejaron de prestar atención y desviaron la vista hacia mi.

– ¿Sheriff Crowe?

Crowe se volvió y comprendí que la cuestión del macho no sería un problema. Crowe era una mujer.

Sus pómulos eran altos y marcados, la piel color canela. El pelo que escapaba por debajo de su sombrero de ala ancha era rizado y de un rojo zanahoria. Pero lo que me llamó poderosamente la atención fueron sus ojos. El iris era del mismo color del vidrio de las viejas botellas de Coca-Cola. Realzado por el naranja de las pestañas y las cejas, el verde pálido era extraordinario. Calculé que rondaría los cuarenta años.

– ¿Y usted es? -La voz era grave y profunda y sugería con claridad que su dueña no estaba para tonterías.

– Doctora Temperance Brennan.

– ¿Y tiene alguna razón para estar aquí?

– Trabajo con el DMORT.

Nuevamente la credencial. Crowe estudió la tarjeta y me la devolvió.

– Viajaba en mi coche de Charlotte a Knoxville cuando escuché por la radio un boletín que informaba de un accidente aéreo. Llamé a Earl Bliss, el jefe del equipo de la Región Cuatro, y me pidió que me desviara de mi ruta y acudiese para ver si necesitaban ayuda.

Fui algo más diplomática de lo que había sido Earl.

La mujer no dijo nada. Luego se volvió hacia los bomberos, les dio unas breves instrucciones y los hombres se dispersaron. Acortando la distancia que nos separaba, Crowe me tendió la mano. El apretón podía causar daños.

– Lucy Crowe.

– Por favor, llámeme Tempe.

La sheriff separó los pies, cruzó los brazos y me miró con sus ojos de botella de Coca-Cola.

– No creo que ninguno de estos desdichados vaya a necesitar atención médica.

– Soy antropóloga forense, no médico. ¿Ha buscado supervivientes?

Asintió con un breve movimiento de cabeza, el tipo de gesto que había visto en la India.

– Pensaba que de estas cosas se encargaba el forense.

– De estas cosas nos encargamos todos. ¿Ha llegado el NTSB?

Yo sabía que el Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte nunca tardaba demasiado en presentarse en el lugar de los hechos.

– Están en camino. He tenido noticias de todas las agencias del planeta. NTSB, FBI, Oficina de Tráfico Aéreo (ATF), Cruz Roja, Agencia Federal de Aviación (FAA), Servicio Forestal, Agencia del Valle del Tennessee (TVA), Ministerio de Gobierno. No me extrañaría en absoluto que se presentara el papa en persona.

– ¿Ministerio del Gobierno y TVA?

– Los federales son los dueños de la mayor parte de este condado; alrededor de un ochenta y cinco por ciento como parque nacional, un cinco por ciento como reserva. -Extendió la mano a la altura del hombro y la movió describiendo un círculo en el sentido de las agujas del reloj-. Nos encontramos en lo que se conoce como Big Laurel. Bryson City está hacia el noroeste, el Parque Nacional de las Great Smoky Mountains se extiende más allá de Bryson. La reserva india de los cherokee está en el norte y el Nantahala Game Land y el National Forest se extienden hacia el sur.

Tragué saliva para aliviar la presión en los oídos.

– ¿A qué altura estamos?

– A un poco más de mil doscientos metros.

– Sheriff, no es mi intención decirle cómo debe hacer su trabajo, pero hay un par de sujetos a los que quizá le gustaría mantener apartados de…

– El tío de la compañía de seguros y el abogado listillo. Puede que Lucy Crowe viva en las montañas, pero ha hecho algunos viajes.

No tenía ninguna duda con respecto a eso. También estaba segura de que nadie se pasaba de la raya con Lucy Crowe.

– Probablemente sea una buena idea mantener a la prensa fuera de esto.

– Probablemente.

– Tiene razón en cuanto al forense, sheriff. Llegará en cualquier momento. Pero el plan de emergencia diseñado por Carolina del Norte requiere la actuación del DMORT cuando se produce una catástrofe de esta magnitud.

En ese momento oí un estallido apagado, seguido de órdenes impartidas a gritos. Crowe se quitó el sombrero y se pasó la manga de la chaqueta por la frente.

– ¿Cuántos fuegos siguen ardiendo?

– Cuatro. Los estamos sofocando pero resulta complicado. En esta época del año la montaña está muy seca. -Golpeó ligeramente el sombrero contra un muslo casi tan musculoso como sus hombros.

– Estoy segura de que su equipo está haciendo todo lo que puede. Han acordonado el área y están combatiendo los incendios. Si no hay supervivientes, no se puede hacer nada más.

– La verdad es que no están entrenados para este tipo de cosas.

Por encima del hombro de Crowe vi que un hombre mayor con una chaqueta de los Voluntarios Cherokee del Departamento de Policía removía unos desechos con un palo. Decidí actuar con discreción.

– Estoy segura de que le ha advertido a su gente de que la escena de un accidente debe tratarse como si fuese la escena de un crimen. No deben tocar nada.

Repitió su gesto característico asintiendo con la cabeza.

– Probablemente se sienten frustrados, quieren ser útiles pero no saben qué hacer. Pero recordárselo nunca hace daño.

Hice una señal en dirección al tío que hurgaba entre los desechos.

Crowe maldijo en voz baja, luego se dirigió hacia el voluntario con unas zancadas propias de una velocista olímpica. El hombre se alejó y un momento después la sheriff volvió a reunirse conmigo.

– Esto nunca es fácil -dije-. Cuando llegue el NTSB asumirá la responsabilidad de toda la operación.

– Sí.

En ese momento el teléfono móvil de Crowe comenzó a sonar. Esperé mientras hablaba.

– Noticias de otra agencia -dijo, enganchando el teléfono al cinturón-. Charles Hanover, presidente de TransSouth Air.

Aunque nunca había volado en ella, había oído hablar de esa línea aérea, una pequeña compañía de transporte regional que conectaba una docena de ciudades en ambas Carolinas, Georgia y Tennessee con Washington, D. C.

– ¿Es uno de sus aviones?

– El vuelo 228 salió con retraso de Atlanta con destino a Washington, D. C, tuvo que esperar en la pista unos cuarenta minutos, despegó a las doce cuarenta y cinco de la noche. El avión volaba a unos dos mil metros de altura cuando desapareció de la pantalla del radar a la 1.07. Mi oficina recibió la llamada del 911 a las dos.

– ¿Cuántas personas iban a bordo?

– El avión era un Fokker-100, transportaba ochenta y dos pasajeros y una tripulación de seis miembros. Pero eso no es lo peor.

Sus siguientes palabras vaticinaban el horror de los próximos días.

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