Capítulo 9

AL DÍA SIGUIENTE, Lavinia despertó al calor del sábado.

Pronto llovería, pensó, añorando el frescor de la estación lluviosa, las mañanas tenues, el acurruco de los días nublados. Felipe ya no estaba. En la mesa de noche encontró la notita: "No quise despertarte. Tengo trabajo. Trataré de regresar por la tarde. Besos. Felipe". Vagamente recordó haberlo llevado a la cama. El no despertó más que para quitarse los zapatos… Se durmió al lado de ella como pareja de matrimonio aburrido.

Se desperezó restregando las piernas en el extremo fresco de las sábanas. Su mirada se posó sobre la muñeca en lo alto del armario: redondos ojos azules, nariz respingada, colochos oscuros. Única sobreviviente digna de la destrucción del ejercicio infantil del amor maternal. Sus ojos de cristal reflejaban la ventana donde el naranjo extendía sus ramas. Inclinada hacia un lado, lucía impúdicamente desmadejada.

Debía leer los papeles, pensó Lavinia. Esta mañana no habría desayuno con Sara. Se quedaría en su casa leyendo. Llamó a la amiga para decirle que tenía que hacer un trabajo urgente. Mintió otra vez con aplomo. Sara, comprensiva, la relevó de disculpas.

Sin bañarse, acompañada de jugo de naranja, café y un pedazo de pan, se acomodó en la cama, quitó la cabeza de la muñeca y sacó los papeles.

El reloj marcaba las dos y quince de la tarde, cuando dio vuelta a la última hoja. Sobre la cama, tendidos como insectos blanquinegros, yacían los folletos clandestinos impresos en mimeógrafo, con toscos dibujos a stencil.

Cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared.

¿Sería lícito soñar así?, se preguntó, ¿recrear el mundo, rehacerlo de la nada? Peor, pensó, peor que de la nada; ¿rehacerlo desde el lote donde se echa la basura, el terreno baldío triste donde se acomoda la chatarra y los desperdicios? Sería lícito, racional, que existieran en el mundo, personas capaces de inventarlo de nuevo con tanta determinación; desglosando la tristeza en menudos párrafos, delineando la esperanza punto por punto, como en el programa del Movimiento, donde se hablaba con tanta seguridad de todas las cosas inalcanzables que se debían alcanzar: alfabetización, salud gratis y digna para todos, viviendas, reforma agraria (real; no como el programa de televisión del Gran General); emancipación de la mujer (¿Y Felipe?, pensó, ¿Y los hombres como él, revolucionarios pero machistas?, pensó); fin de la corrupción, fin de la dictadura… fin de todo, como cuando se encienden los luces y se acaba una mala película; eso querían, encender las luces, pensó. Lo decían: "fin de la oscuridad; salir de la noche larga de la dictadura". Encender las luces y no sólo eso, sino los ríos de leche y miel -le gustó el lenguaje bíblico-, la utopía del mundo mejor, Don Quijote cabalgando de nuevo con su larga lanza desenvainada. Las reglas para los nuevos quijotes; los estatutos, los incontables deberes, los reducidos derechos… Los estatutos de un hombre nuevo, generoso, fraterno, crítico, responsable, defensor del amor, capaz de identificarse con los que sufren. Cristos modernos, pensó Lavinia, dispuestos a ser crucificados por difundir la buena nueva… pero no dispuestos a fallarse entre sí. Habían sanciones, penas para los traidores, hasta el fusilamiento estaba contemplado (¿lo harían realmente?, se preguntó, sentada en la cama, viendo sin ver la cabeza de la muñeca a su lado, los ojos azules redondos, abiertos, de pestañas negrísimas).

Pero uno se podía olvidar de las angustias y esperanzas de la mayoría, pensó. Aquí en su casa, con los cojines, las plantas, la música; en la discoteca con los amigos; en la cama, con Felipe; mañana en la oficina de aire acondicionado. Tantos lo hacían. Todas sus amistades lo hacían. La pobreza colectiva no empañaba el brillo de las lámparas de cristal del club o las boítes; la vida leve y dulce de Sara; la asidua y agitada vida social de sus padres.

Ella podía escoger vivir en el mundo paralelo en que había nacido. No ver el otro mundo más que de paso, desde el automóvil, volteando el rostro en las barriadas de tablas y piso de tierra, para mirar las nubes hermosas del horizonte, el borde de los volcanes a la orilla del lago.

Tanta gente se las ingeniaba para ignorar la miseria, aceptando las desigualdades como ley de la vida.

Y así habían sido las cosas desde siempre, pensaba. ¿Quién se atrevía a soñar en cambiar todo aquello? ¿Por qué pensar que estos deseos trabajosamente escritos (el mimeógrafo funcionando a medianoche bajo peligro de arresto) podrían cambiar el estado -"natural", diría Sara- de las cosas?

¿Y hasta cuándo deliberaría consigo misma?, se preguntó Lavinia. Sería mejor aceptar de una vez que no podía dejar que el romanticismo la envolviera. Es verdad que a ella también le gustaba soñar. Lo hacía desde niña, desde Julio Verne. ¿Quién no lo hacía? ¿Quién no soñaba con un mundo mejor? Era lógico que le atrayera la idea de imaginarse "compañera", verse envuelta en conspiraciones, heroína romántica de alguna novela; verse rodeada por esos seres de miradas transparentes y profundas, serenidad de árboles. Pero nada tenía eso que ver con la realidad, con su realidad de niña rica, arquitecta de lujo con pretensiones de independencia y cuarto propio Virginia Woolf. Debía romper este interrogatorio constante, se dijo, este ir y venir de su yo racional a su otro yo, inflamado de ardores justicieros, resabio de una infancia demasiado aglomerada de lecturas heroicas, sueños imposibles y abuelos que la invitaban a volar.


¡Ah! ¡Cómo duda! Su posición se lo permite. Piensa demasiado. Son tupidas las vendas sobre sus ojos. En nuestro tiempo, cuando llegó la guerra, muchas mujeres hubo que debieron despertar, reconocer la desventaja de haberse pasado tanto tiempo cultivando el ocio y la docilidad.

Fui afortunada. Aunque mi madre se enfurecía, yo siempre tuve inclinación por los juegos de los muchachos, los arcos y las flechas.

Ella no concebía que las mujeres pudieran guerrear, acompañar a los hombres.

Aquella tarde cuando Yarince llegó con sus hombres a Taguzgalpa, el día que nuestros ojos quedaron engarzados para siempre, ella lo supo. Supo que al amanecer, yo me iría con él a combatir contra los invasores.

Me esperó al lado del fogón. Al acercarme, me miró; una mirada triste que le había aparecido desde que los combates con los españoles dejaron de ser noticias lejanas.

Sus manos fuertes apelmazaban la masa del maíz, dándole forma redonda. -Has estado con los guerreros -me dijo. Y su voz decía: cometiste falta; no es lugar de mujer; te alborotaron la sangre.

– Vienen de lejos -dije- son caribes. Dicen que debemos alzarnos, luchar. De lo contrario, todo terminará. Nos matarán para quedarse con las tierras, los lagos, el oro. Destruirán nuestro pasado, nuestros dioses. Muchos hombres se irán mañana con ellos a combatir. Saldaremos las viejas enemistades. Nos uniremos contra los hombres rubios. Yo también quiero ir.

– Te he dicho que la batalla no es lugar para mujeres. Sabiamente ha sido dispuesto el mundo. Tu ombligo está enterrado debajo de las cenizas del fogón. Este es tu lugar. Aquí está tu poder.

– Yarince, el jefe, dijo que me llevaría.

– Sí -dijo mi madre-. Vi cómo te miraba en la plaza. Te vi mirarlo.

Bajé los ojos. Nada quedaba oculto del corazón de mi madre.

– Es destino de mujer seguir al hombre -dijo-. No es maldición. Si te ama, deberá arreglar ceremonia con tu padre. Hacer las ofrendas. Obtener la bendición de la tribu.

– Estamos en guerra. Eso ahora ya no es posible. Debemos salir mañana al alba. Madre, no me maldigas. Dame tu bendición -dije, arrodillándome en la tierra.

– No te guía más que el instinto -me dijo- Itzá, ¿será posible que me des más razones para maldecir a los españoles?

– Sólo nos quedan dos caminos, madre -dije, enderezándome-, maldecirlos o combatirlos. Es preciso que parta. No es sólo por Yarince. Yo sé usar el arco y la flecha. No soporto la placidez de los largos días. La espera de lo que habrá de sobrevenir. Siento muy dentro que es mi destino partir.

Recuerdo que extendió las manos, las palmas blancas de batir la masa del maíz y redondear las tortillas. Las alzó y volvió a bajar. Inclinó la cabeza desistiendo de hablar más. Me hizo arrodillarme e invocó a Tamagastad y Cipaltomal, nuestros creadores; a Quiote-Tláloc, dios de la lluvia, a quien yo había sido dedicada.

Fuerte como un volcán al amanecer, con sus suaves líneas recortadas a contra luz de la puerta, aún me parece verla, esa última madrugada de mi partida, despidiéndome con la mano extendida; una mano cual rama seca y desesperada.

Ella fue mi única duda. Ella, la que me enseñó, el amor.


El teléfono sonó.

– Hola, ¿sí? ¿Quién llama? -dijo Lavinia.

– ¿Lavinia?

– Sí. Soy yo -dijo. No reconocía la voz del otro lado, aunque sonaba extrañamente familiar.

– Lavinia, soy yo, Sebastián.

El nombre la devolvió de golpe al desorden de la cama. ¿Qué querría Sebastián?, se preguntó. ¿Qué sucedería?

– ¿No está con vos Felipe?

El corazón bombeó una gruesa descarga. No, Felipe no estaba con ella, había salido a trabajar; le dejó una nota.

– ¿A trabajar? ¿En sábado? ¡Si yo quedé con él de vernos para tomarnos una cerveza, hace más de una hora! -respondió Sebastián, sonando frívolo.

¿Felipe dejar plantado a Sebastián?, pensó Lavinia, mientras el miedo la confundía.

– Me dijo que iba a trabajar -insistió Lavinia, sin percatarse de los intentos del otro por camuflar la conversación; su cerebro iniciando la fabricación de terribles especulaciones.

No pudo entender la risa de Sebastián a través del teléfono; su comentario sobre "este Felipe" que no se componía; a quién se le ocurría que iba a trabajar hoy. Suficiente trabajaban los días de semana.

Lavinia empezó a comprender que debía pretender una conversación normal. No lo lograba. Las palabras no fluían.

Sebastián, finalmente, pareció darse cuenta.

– No te pongas así -le dijo él-. Vamos a hacer una cosa. Yo estoy en un teléfono público cerca del Hospital Central. Vení, recógeme y platicamos. En diez minutos te espero. Acordate que no me puedo asolear mucho -añadió con ironía.

Cuando colgó el auricular, a Lavinia le temblaban las piernas. Imágenes atropelladas le golpeaban el estómago y formaban un vaho nebuloso en sus ojos.

"No debo pensar", se dijo, sin poder evitar la visión del periódico y las fotos de los cadáveres acribillados. Se levantó rápida, echándose encima la ropa ajada del día anterior. "Me tengo que calmar", se decía, mientras se pasaba un cepillo por el pelo, tomaba su bolso, las llaves y salía a montarse al automóvil.

Encendía el motor cuando agotó, en sus intentos de calmarse, los argumentos del atraso y los inconvenientes del transporte, que su mente producía en un intento de relevarlo de la angustia. Recordó el párrafo sobre la puntualidad como máxima inviolable de los contactos clandestinos. Lo acababa de leer en las medidas de seguridad: el margen de espera no podía rebasar los quince minutos. Y Sebastián había esperado una hora.

Aceleró en las calles holgadas de sábado por la tarde; el sonido rítmico de su pecho, era la única interrupción en el silencio del miedo.

Vislumbró a Sebastián, de pie, en la esquina, con un periódico bajo el brazo y gorra de camionero. Conversaba tranquilamente con una vendedora de frutas, gorda, de delantal blanco. La acera estaba llena de transeúntes con atados y paquetes; visitas de los enfermos.

Acercó el carro a la acera y lo llamó: "Sebastián" -gritó; era prohibido tocar el claxon.

Él levantó la cabeza. Se despidió de la mujer y entró al vehículo con una expresión seria, alterada, en la cara.

– Nunca volvás a hacer eso -dijo, acomodándose en el asiento.

– ¿Qué? -preguntó Lavinia, sorprendida, olvidando por un instante la angustia por Felipe.

– Llamarme por ese nombre en la calle, en público. No sabes si realmente me llamo así…

Ella recordó los folletos, los seudónimos. Sebastián, entonces, no se llamaba Sebastián, era un seudónimo; quizás Flor no se llamaba Flor; Felipe no era Felipe… Quizás mañana, en el periódico, la foto, encontraría que Felipe se llamaba Ernesto o José. ¡Qué ajeno le era todo! ¡Ella no servía para esto!, pensó, aumentando la pesadumbre.

– Lo siento – dijo, resignada-. ¿Y Felipe tampoco se llama Felipe?

– Felipe sí se llama Felipe -dijo Sebastián-. Su nombre es "legal".

Porque había "legales" y "clandestinos", como recién había aprendido Lavinia.

Preguntó a Sebastián si lo llevaba a la casa de ella; él asintió. Se veía preocupado.

– ¿Y qué crees que haya sucedido? -preguntó Lavinia.

– No sé. No sé -respondió Sebastián-. Es extraño. Felipe siempre es muy puntual. Bueno, es una regla nuestra, la puntualidad. Por lo mismo, no sé qué le puede haber pasado. Vamos a ir a tu casa y esperaremos una hora más. Si no aparece entonces, te voy a decir lo que vamos a hacer. Trata de calmarte -dijo, tocándole el brazo.

Mientras Lavinia se concentraba en manejar con cuidado (hay que asegurarnos que no nos pare la policía por una infracción de tránsito, había dicho Sebastián) y trataba de no sentir la preocupación de él, congelándola; Sebastián empezó a hablar con voz calma.

Era necesario controlar al temor, dijo, no darle rienda suelta; así había logrado sobrevivir él los años de clandestinidad en el Movimiento. Uno debía ser optimista. Tener fe, le dijo, esperanza. De eso vivían ellos, añadió. Porque él comprendía que estuviese angustiada. Conocía las esperas angustiosas. Y además escondido, dijo, sin movilidad; teniendo que trasladarse de un lado al otro; disfrazado de hippie, de visitador médico. "Vieras qué bien me veo con algunos disfraces", decía para hacerla reír. Y no le diría que no se angustiara, añadió, sólo que tuviera calma. Uno no podía evitar esa clase de sentimientos; como no se podían evitar otros. Aún más, era importante, sobre todo para ellos, no permitir que los mecanismos de defensa los insensibilizaran, los convirtieran en seres mecánicos y fríos, los endurecieran. Los peligros, la muerte, no podían convertirlos en seres invulnerables. Aunque se pagaba un alto precio por conservar la sensibilidad. Pero era necesario no alejarse de los sentimientos cotidianos: eso sería como alejarse de la gente, del pueblo, dijo.

Lavinia lo escuchaba en silencio. Sebastián parecía propuesto a hablarle como si ella fuera ya una "compañera". Ella no era una compañera. No quería sufrir. No quería que mataran a Felipe. Si algo le pasaba a Felipe los odiaría, pensó. A él, a Flor, al Movimiento entero, por ilusos, por andar regalando sus vidas, disponiendo de ellas cual si nada significaran.

Se acercaban a la casa. Sebastián le indicó que diera varias vueltas antes de aparcarse en el garaje. Debían estar seguros que nadie los seguía.

Y ella siguió las instrucciones. Alternaba entre la rebelión furiosa contra el sacrificio y aquel sentirse cerca. Cerca como quiso estar el último día de Sebastián herido en su casa. Pertenecer.

Todo el camino, entre embate y rebate de las contradicciones poseyéndola, había rogado a los santos de su tía Inés, encontrar a Felipe al abrir la puerta. Ahora, mientras introducía la llave en la cerradura, cerró los ojos, pensando que al abrirlos lo vería sentado en el corredor del jardín, en la penumbra producida por la copa del naranjo. Pero la puerta del jardín continuaba cerrada. La casa en silencio. Igual que cuando ella salió. Las cosas inmóviles. Nadie aguardaba en la penumbra.

Entraron. Dijo a Sebastián que se sentara mientras ella iba al baño. No quería que viera sus ojos humedecidos por la desilusión; quería calmar el llanto oprimiéndole el pecho. Se sentía frenética, con ganas de salir a las calles a buscar a Felipe. A no ser por Sebastián, pensó, se iría a recorrer las avenidas; iría por todos partes a buscar a Felipe.

Salió del baño después de echarse agua, sin permitirse llorar, pensando que si empezaba a llorar no podría detenerse; lloraría sin parar. Y le daba vergüenza, a pesar de lo que había dicho Sebastián en el carro.

Tenía miedo de acompañar las lágrimas con improperios.

Condenarlos por la vocación suicida. Pasó a la cocina argumentando sed, un vaso de agua.

– Me das un vaso de agua a mí también, por favor -escuchó la voz de Sebastián desde la sala.

Lavinia regresó con los vasos. Los puso sobre la mesa.

– Sentate -dijo él- tenés que hacer un esfuerzo y calmarte. Felipe pudo haber tenido algún problema. Este retraso no quiere decir, necesariamente, que esté muerto o capturado.

Ella asintió con la cabeza. Se sentó. Pensó si no habría nada que hacer; nadie a quién llamar; ninguna persona con "conexiones" que pudiera indagar sobre el paradero de Felipe.

– Deberías traer la radio -dijo Sebastián- a ver si hay alguna noticia.

Él también está nervioso, pensó Lavinia.

Pusieron la radio en la mesa del centro. Radio Nacional -la emisora oficial, la de los comunicados sobre las acciones subversivas, transmitía un programa de jazz. Duke Ellington soplando magistralmente la trompeta.

Afuera los coches rodaban por el pavimento de vez en cuando, interrumpiendo el silencio que ambos guardaban, apoyados en los cojines que hacían de sofá.

Amigos con conexiones, pensó Lavinia. Recordaba uno sobre todo; un amigo de sus padres. Cada Navidad, les enviaba regalos caros y extravagantes: radios diminutas, plumas con relojes.

Ese hombre podría hacer algo, sin duda, pensó. Tenía negocios con el gobierno. Era amigo del Gran General. Pero, ¿cómo hacer?, se preguntó. Significaría llamar a sus padres, explicarles. Lo descartó. No podría explicarles nada. "Ella nada tenía que hacer con esa gente" -diría su madre.

¿Y Julián?, pensó Lavinia, sin desistir, quizás Julián conocía a alguien. Felipe y Julián se querían. Ella sospechaba, además, que Julián estaba en el secreto. Cuando Felipe incrementaba demasiado sus salidas misteriosas, lo llamaba a su despacho.

"A veces me desespera" – le decía Felipe- hablándole de Julián, a quien conocía desde la adolescencia, cuando viajaba a la ciudad a casa de unos parientes. Juntos habían compartido la aventura de la primera mujer. Entraron, uno después del otro, en la habitación mal iluminada del "Moulin Rouge" -un prostíbulo de luz roja y altos muros misteriosos que Lavinia recordaba haber mirado con curiosidad desde la carretera-. Felipe le relató vividamente el olor a encierro, la mujer medio abotonándose el vestido cuando él entró, después de Julián.

Una mujer joven y atractiva, le contó Felipe. Pareció gozar de verlo desabrocharse los pantalones, nervioso, como si ella se sintiese poseedora de un antiguo poder. Lo observó con cara de quien mira un niño hacer sus primeros palotes en el cuaderno lleno de tachaduras.

Él siempre se había imaginado mujeres tristes y ajadas en los prostíbulos, pero Terencia tenía una sonrisa hermosa y decía que en ese negocio había que tener sentido del humor.

Sólo cuando ya estaba encima de ella, derramándose casi inmediatamente con la sola idea de estar entre las piernas de una mujer, sintiendo el túnel húmedo y caliente rodearle el sexo como una telaraña, una mano misteriosa naciéndole a Terencia del vientre, Felipe recordaba que la sintió tencirse, ponerse agresiva, gruñir con una rabia oculta. Le contó que lo había empujado diciéndole "ya sabes como es pues, ya te podés sentir hombre" y Felipe reconocía que, aunque había sido una manera triste de sentirse hombres, Julián y él salieron orondos, crecidos, de aquel prostíbulo.

Julián podría hacer algo, pensó Lavinia.

– Felipe tiene un amigo, el jefe de la oficina, Julián. Tal vez pueda averiguar algo -dijo inclinándose hacia Sebastián, ocupado en buscar noticias en el dial de la radio.

– No es conveniente despertar sospechas, alborotar el avispero antes de tiempo -dijo Sebastián-. En estas cosas no se puede ser impulsivo. Es peligroso… No hay nada en las noticias -dijo, sintonizando de nuevo Duke Ellington y la Radio Nacional -. Toca bien ese negro. Es bueno con su trompeta. ¿Te gusta la música? -preguntó, volviéndose hacia Lavinia.

Trata de distraerme, pensó Lavinia, diciendo que sí, le gustaba la música.

– ¿No viste en el cine esa película, Woodstock? -preguntó Sebastián.

– Sí -dijo ella- la vi con Felipe.

– ¡Ah! Entonces eras vos… Felipe me contó que la vio con una muchacha que le gustaba. ¿Fue como hace dos meses, verdad? Debí haber imaginado que eras vos. ¿Cuánto tiempo tienen de andar juntos?

– Un poco antes de tu balazo -dijo Lavinia.

– ¿Así que mi balazo les sirve de recordatorio? -sonrió Sebastián, tocándose el brazo ya sano. (Llevaba camisa manga larga ocultando la cicatriz.)

– Sí -dijo Lavinia-. Así es. Es más, yo podría decir que mi vida se divide en antes y después de tu balazo.

– Es un honor -dijo Sebastián- pero yo fui sólo un susto pasajero.

– No -dijo Lavinia, enfática-, no fue sólo eso. Desde entonces, estoy cuestionándome la vida, dudando…

– ¿Sobre qué? -preguntó Sebastián.

– No sé… estoy confundida. A veces los odio por valientes. A veces quisiera ser como ustedes. Lo que yo creía que era mi rebelión me parece insulsa. Ustedes parecen tener tanta determinación, estar tan seguros de quiénes son, para dónde van… Pero me da miedo involucrarme. Yo no soy así.

– Uno no "es" de ninguna manera. Uno se hace a sí mismo. Yo te veo de lo más involucrada -dijo Sebastián, con una sonrisa que a ella le pareció ligeramente irónica-. No importa si primero te dio por rebelarte a tu modo. Para muchos es el primer paso. En Paguas, no es posible mantenerse con los ojos cerrados, aunque uno quiera. Por mucho que no se quiera ver la violencia, la violencia te busca. Aquí todos tenemos una dosis asegurada por derecho de nacionalidad. A uno le hacen o uno hace. O, en todo caso, si a uno no le hacen nada, se lo hacen a los otros… y allí es donde entra la conciencia. Porque si uno deja que les hagan a otros, se convierte explícitamente o no, en cómplice.

Duke Ellington terminaba un solo. La nota larga se extendió por la sala. El tenía razón, pensó Lavinia. Estaba dudando frente a un hecho consumado a su pesar. Porque la realidad es que vivía las angustias de la participación, aun cuando creyera seguir deliberando sobre si involucrarse o no. La violencia había llegado hasta su casa. Servicios a domicilio, cortesía del Gran General y de Felipe.

En tiempos de guerra, nadie vive en comarcas apartadas. Los invasores quizás tardarían en llegar, pero finalmente llegarían. Eso decía Yarince. Eso decíamos nosotros por donde pasábamos. Se lo decíamos a los que creían que su mundo nunca sería tocado. ¡Ah! -¡Pero muchos no nos escucharon! Sebastián habla con sabiduría. Sus palabras penetran las alzadas resistencias, los debilitados muros que ella ha levantado.

– Ayer fui donde Flor -dijo Lavinia-. Me entregó unos materiales sobre el Movimiento para que los leyera. Hoy los leí.

La cara de Sebastián mostró sorpresa. Ella se preguntó si le traería problemas a Flor.

– ¿Y es la primera vez que lees materiales sobre el Movimiento?-inquirió Sebastián.

– Sí -respondió Lavinia.

Y la conversación inevitablemente condujo a Felipe, el círculo cerrándose en Felipe. Sebastián no comprendía que él no la hubiese puesto en contacto al menos con la literatura del Movimiento. Fue inevitable el retorno a la ribera del río.

En este momento no me importaría, pensó Lavinia, ser siempre la "ribera del río". Ribera del río por los siglos de los siglos con tal que Felipe apareciera. Hasta lo justificó.

– Yo comprendo su necesidad de un espacio de vida normal-dijo ella, mirando su reloj.

Cuarenta y cinco minutos habían transcurrido. Le costaba, cada vez más, concentrarse en otra cosa que no fueran las implacables manecillas del reloj.

Sebastián empezó a decir algo sobre "los problemas de los compañeros", pero de pronto se detuvo. Levantó la cabeza como un animal que alzara las orejas. Ella también escuchó los pasos acercándose, los pasos que conocía tan bien de esperarlos en la noche, el talón golpeando sobre el pavimento. No se movieron hasta que la llave entró en la cerradura y Felipe apareció en la sala intacto, sano y salvo, parpadeando, acostumbrándose a la luz.

Miró a Sebastián y a Lavinia sin comprender.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó a Sebastián. Veía a Lavinia, cual si no existiera. Ella no emitió sonido, incapaz de recuperarse de su presencia repentina.

– Me preguntas que hago aquí -dijo Sebastián, obviamente molesto por el tono de Felipe- cuando no apareces a la hora de la cita; te espero una hora; te llamo creyendo que estás con Lavinia y no apareces por ninguna parte… ¡Creíamos que te había pasado algo!

– Pero si yo fui al punto -dijo Felipe- a la hora indicada. También te estuve esperando. También estaba preocupado. Di muchas vueltas para regresar aquí porque pensé que habría sucedido algo…

Los dos hombres se contradecían, cada uno aludiendo la confusión sobre el punto donde debían reunirse. Felipe argumentaba la esquina del parque; Sebastián, la entrada del hospital. Ella, invisible, desaparecía, se disolvía en una confusa mezcla de ganas de reír y llorar.

Una confusión y el mundo se alteraba totalmente. Así era esa vida al filo del precipicio. Alguien se confunde, demora más de lo establecido y el olor de la muerte empieza a filtrarse en cada bocanada de aire. Pero Felipe estaba vivo. No habría foto en el periódico. Sólo había sido una confusión.

Ellos seguían discutiendo sobre la nota que Sebastián envió con el "correo".

– Estoy seguro de que me escribiste en la "esquina del parque". Lástima que quemé el papel -decía Felipe.

Poco a poco, los dos se fueron calmando, hasta finalmente reírse y abrazarse, diciéndose que menos mal, habían pasado un buen susto y mira a Lavinia, cómo está la pobre, dale un abrazo.

Horas más tarde, en el rincón de los brazos de Felipe -plácidamente dormido- Lavinia no podía dormir.

Después de la espera, después de aclarar a medias las confusiones (porque no quedó claro quién de los dos se confundió, alterando el equilibrio del mundo), Felipe aún tuvo que salir a llevar a Sebastián. Ella se quedó sola en la casa. Y cuando se vio sola pensó haber imaginado el retorno de Felipe. El pánico la alcanzó de nuevo hasta que él regresó.

Hicieron un amor tierno y lento en el que ella lloró, por fin, la idea, la posibilidad de su muerte; esa criatura material rondándoles los besos, el tacto. Lloró por ella misma, por la figura de la muchacha despreocupada que había sido ella hasta hacía pocos meses, disolviéndose, dejándola desconcertada, posesionada de una mujer que aún no encontraba identidad, propósito, seguridad. Lloró su indefensión ante el amor, ante la disyuntiva de la violencia, la responsabilidad que ya no podía seguir evadiendo de ser una ciudadana más. Y, sin aviso, en el momento más profundo del enfrentamiento, cuando sus cuerpos sudados entraban a saco en el agitado aire próximo al desenlace, su vientre se creció en el deseo de tener un hijo. Lo deseó por primera vez en su vida con la fuerza de la desesperación, deseó retener a Felipe dentro de ella germinando, multiplicándose en su sangre.

Apaciguada, sin poder dormir, evocaba la sensación animal, el instinto posesionándose, imperativo, de la razón, construyendo la imagen de aquel niño -lo vio tan claramente- aparecido de pronto en su imaginación. ¿Por qué se le habría ocurrido?, se preguntó. Para ella la maternidad había sido una noción postergada para un futuro sin diseño preciso. Con el rumbo que tomaba ahora su vida, aquello era aún más impreciso. Su existencia, día a día, parecía confundirse en acontecimientos impredecibles. La mañana y la noche eran territorios inciertos; la desaparición, la muerte, una posibilidad cotidiana. En esa situación, no quedaba más alternativa que renunciar al deseo de prolongarse. Un hijo no cabía en semejante inseguridad. Era un pensamiento disparatado. Mientras amara a Felipe no sería posible. No debía ni pensarlo. Tendría que renunciar. Renunciar como tantos desde antes y después, renunciar mientras Felipe fuera esa figura apareciendo y desapareciendo, esa luz intermitente.

Le dolió el vientre. El dolor se convirtió paulatinamente en rabia. Rabia desconocida brotando de la imagen de un niño que jamás existiría.

¿Cuántos niños andarían por el éter, pensó, negados de la vida por estos menesteres? ¿Cuántos en América Latina? ¿Cuántos en el mundo?

Miró a su alrededor tratando de recobrar el principio de realidad. Felipe dormía pesadamente. La habitación a oscuras dibujaba sombras en la luz lunar que se filtraba por la ventana; afuera, las ramas del naranjo, inclinadas, se mecían en el viento. En alguna parte había leído que el deseo de parir sobrevenía más fuerte en momentos de catástrofes naturales, cuando la muerte hacía sus muecas.

Eso debía estarle sucediendo, pensó. No era racional que se le hubiese ocurrido la idea en estas circunstancias y sin embargo había visto la imagen del niño sonriente; sentía en sus entrañas la rabia y el instinto desatados en la calma nocturna.

Sebastián tenía razón, se dijo. Ya estaba involucrada. ¿A qué engañarse en largas luchas internas sobre si debía o no hablar con Flor o simplemente devolverle los papeles como quien devuelve un libro ya leído a su dueño? No podía más que sentir deseos de burlarse de sí misma por su incertidumbre, su miedo, el peregrino engaño de creer que aún podía escoger. La verdad es que el sonido de la muerte cabalgaba sus noches, la violencia de los grandes generales había irrumpido en su entorno como una sombra maligna y gigantesca, pensó. Ya no le era posible evadirse: ya era dueña de su propia dosis de rabia, del "derecho de nacionalidad" de su cuota de violencia, como dijera Sebastián.

Iniciaría la travesía, se dijo. La ribera del río se desdibujaba en la bruma del sueño. Apaciguada se durmió junto a Felipe.


Nos negamos a parir.

Después de meses de recios combates, uno tras otro morían los guerreros. Vimos nuestras aldeas arrasadas, nuestras tierras entregadas a nuevos dueños, nuestra gente obligada a trabajar como esclava para los encomenderos. Vimos a los jóvenes púberes separados de sus madres, enviados a trabajos forzados, o a los barcos desde donde nunca regresaban. A los guerreros capturados se les sometía a los más crueles suplicios: los despedazaban los perros o morían descuartizados por los caballos.

Desertaban hombres de nuestros campamentos. Sigilosos desaparecían en la oscuridad, resignados para siempre a la suerte de los esclavos.

Los españoles quemaron nuestros templos; hicieron hogueras gigantescas donde ardieron los códices sagrados de nuestra historia; una red de agujeros era nuestra herencia.

Tuvimos que retirarnos a las tierras profundas, altas y selváticas del norte, a las cuevas en las faldas de los volcanes. Allí recorrimos las comarcas buscando hombres que quisieran luchar, preparábamos lanzas, fabricábamos arcos y flechas, recuperábamos fuerzas para lanzarnos de nuevo al combate.

Yo recibí noticias de las mujeres de Taguzgalpa. Habían decidido no acostarse más con sus hombres. No querían parirles esclavos a los españoles.

Aquella noche era de luna llena; noche de concebir. Lo sentí en el ardor de mi vientre, en la suavidad de mi piel, en el deseo profundo de Yarince.

Regresó de la caza con una iguana grande, color de hojas secas. El fuego estaba encendido y la cueva iluminada de rojos resplandores. Se acercó después de comer. Acarició el costado de mi cadera. Vi sus ojos encendidos en los que se reflejaban las llamas de la hoguera.

Quité su mano de mi costado y me resbalé más lejos, hacia el fondo de la cueva. Yarince vino hacia mí creyendo que se trataba de un juego para excitar más su deseo. Me besó sabiendo cómo sus besos eran pulque jugoso en mis labios; me emborrachaban.

Lo besé. En mí surgían imágenes, agua de los estanques, tiernas escenas, sueños de más de una noche: un niño guerrero, rebelde, inclaudicable, que nos prolongara, que se pareciera a los dos, que fuera un injerto de los dos cargando las más dulces miradas de ambos.

Me aparté antes de que sus labios me vencieran.

Dije: No, Yarince, no. Y luego dije "no" de nuevo y dije lo de las mujeres de Taguzgalpa, de mi tribu: no queríamos hijos para las encomiendas, hijos para las construcciones, para los barcos; hijos para morir despedazados por los perros si eran valientes y guerreros.

Me miró con ojos enloquecidos. Retrocedió. Me miró y fue saliendo de la cueva, mirándome cual si hubiese visto una aparición terrible. Luego corrió hacia afuera y hubo silencio. Sólo se escuchaba el crepitar de las ramas en la hoguera, muñéndose encendidas.

Más tarde escuché los aullidos de lobo de mi hombre.

Y más tarde aún regresó arañado de espinas.

Esa noche lloramos abrazados, conteniendo el deseo de nuestros cuerpos, envueltos en un pesado rebozo de tristeza.

Nos negamos la vida, la prolongación, la germinación de las semillas.

¡Cómo me duele la tierra de las raíces sólo de recordarlo!

No sé si llueve o lloro.

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