Capítulo 23

SE PARÓ FRENTE A LA CONSTRUCCIÓN. La casa del general Vela estaba terminada. Una multitud de hombres se movía alrededor de la nueva edificación, desalojando el terreno circundante de los vestigios del trabajo. El camión de la compañía constructora trasladaba sobrantes de la madera, cemento, grandes tarros de pintura.

Otro grupo de obreros desmantelaba el cobertizo que había servido de oficina a los supervisores y maestros de obra. Allí, Lavinia había pasado numerosas horas los últimos meses, con el ingeniero Rizo y don Romano, con Julián y Fito.

Era el 15 de diciembre de 1973. El calendario de trabajo había sido cumplido con exactitud suiza.

La casa, ya construida, ocupaba un área de seiscientos cincuenta metros cuadrados de construcción, distribuidos en cuatro niveles, al estilo de terrazas babilónicas, con grandes ventanales en los tres niveles superiores.

Las áreas sociales más relevantes -las variadas salas solicitadas por la señora Vela-, el comedor y el cuarto de música del general, contaban con vista panorámica. Sólo el dormitorio gigantesco de los dueños de casa, el estudio privado, los cuartos de los niños y la cuñada, habían sido acomodados en el interior de la casa, por miedo a los ladrones y a los atentados.

El área de servicio ocupaba el cuarto nivel. Allí no había ventanales, pero Lavinia logró instalar amplias ventanas con persianas, que, a pesar de todo, permitían una cierta contemplación y buena ventilación.

Todas las paredes exteriores se pintaron de blanco, combinándose con trechos de construcción de ladrillos de barro, correspondientes a jardines interiores.

A pesar del mal gusto de los dueños, la casa era una hermosa obra arquitectónica. Parecía colgada, acomodada, en el abrupto declive del terreno. Su interior espacioso era claro, con múltiples espacios de luz y estancias fluidas para el tráfico de sus habitantes.

La decoración ostentosa era lo único que molestaba a Lavinia. Fue imposible lograr que la señora Vela accediera a confiar la construcción de muebles a carpinteros nacionales. Sólo el numeroso mobiliario empotrado se construyó localmente; los muebles de sala, de dormitorio, el comedor, las alfombras, cortinas y accesorios, en fin, todo lo demás, fue traído de Miami. Las dos hermanas se pasaron los últimos meses viajando constantemente, fascinadas en las tiendas de departamentos de Florida, enviando por avión cojines de floripondios, candelabros de cristal, jarrones y portaplantas de bronce, cubrecamas de motas, sillones de rattan, silletas plásticas y paraguas de la piscina…

Pero desde el exterior, donde se encontraba Lavinia, la casa era un gozo visual, un armónico nido de aguiluchos en lo alto de la colina. El paisaje, su amado paisaje, se entregaba indiscriminado a los habitantes sórdidos de aquel palacete a través de los ojos de cristal de las estancias.

"Algún día recuperaremos esto", se dijo. Algún día, con esperanza, aquella casa sería sede de una escuela de arte o estaría habitada por personas sensibles cuyo corazón armonizaría con la belleza circundante.

– Parece mentira, ¿verdad? -dijo la voz de la señorita Montes detrás de ella.

– Me asustó -dijo Lavinia, reponiéndose del sobresalto-. No la sentí llegar.

– Estaba usted totalmente absorta -dijo la señorita Azucena-. Mi hermana y yo llegamos hace un momento. Ella está dentro de la casa. Trajo los jardineros para empezar el arreglo de los jardines interiores.

"Trajimos muchísimas plantas de Miami… También van a arreglar los jardines de afuera. La casa debe estar lista, con jardines y todo para el 20 de diciembre. Ese día la inauguraremos. Será la primera gran fiesta de la temporada navideña…

– ¿En cinco días solamente? -preguntó Lavinia sorprendida.

– Inicialmente, pensábamos inaugurarla para Año Nuevo, pero el Gran General no va a estar en el país. Se va de vacaciones navideñas a Suiza, a St.-Moritz, así que decidimos hacer antes la fiesta. Por eso compramos la grama y muchísimas plantas en Miami. Allá venden la grama como si fuera alfombra. Lo único que hay que hacer es extenderla. ¡Ya va a ver qué maravilla!

– Me imagino -dijo Lavinia, pensando la cantidad de dinero que debían haber gastado en el transporte, el peso; pensando que el general Vela no le había dicho nada sobre el adelanto de la fecha. Casi no lo veía últimamente. Se pasaba la mayor parte del tiempo en la zona norte.

– Va a venir a la fiesta, verdad. Usted es invitada de honor.

– Claro, claro que sí -dijo Lavinia-. Y el general, ¿cuándo regresa?

– Creo que mañana. Usted sabe, el pobre se ha pasado yendo y viniendo al norte. Menos mal que mi hermana ha estado viajando también. Siempre se angustia mucho cuando él tiene que salir en esas misiones… esos subversivos son terribles… y lo odian, sabe. Varias veces han anunciado que lo van a "ajusticiar", como dicen ellos cuando asesinan a la gente.

– Esperemos que no le pase nada y que pueda asistir a su fiesta -dijo Lavinia-. Él se cuida mucho, de todas formas. No creo que tengan que preocuparse demasiado.

– Déjeme que le busque la invitación -dijo la señorita Montes-, ya empezamos a repartirlas. Creo que mi hermana tiene la suya…

Lavinia la siguió al interior de la casa. Encontraron a la señora Vela, en un frenesí de actividad, dando instrucciones a una cuadrilla de hombres que la seguían de aquí para allá.

– ¡Señorita Alarcón! -dijo, cuando la vio llegar-. ¿Cómo está? ¿No le parece mentira que esté la casa lista? ¡Quedó bellísima! ¡Mucho mejor de como jamás pensé! Y ahora que pongamos todas las plantas que traje, ¡se va a ver sensacional! Ya le dijo mi hermana lo de la fiesta. Espere. Aquí en mi bolso tengo su invitación…

Estaba eufórica. Hablaba en un monólogo interminable. La casa, la fiesta, eran, sin duda, la culminación de sus sueños sociales. Sus amistades las envidiarían, sería el acontecimiento del año, el pináculo del status del general Vela. Y ella, como su esposa, llevaría el mérito de haber puesto su mano de mujer en estos salones, en los jardines, en el decorado.

Mientras la señora Vela le extendía su invitación, una tarjeta de cartulina "Halimark" con una casa en el anverso, surgiendo con rayos de novedad desde el centro de un paquete de regalo y anotada por dentro con la letra puntuda de la señorita Montes, los hijos del general aparecieron en el vestíbulo.

La niña de nueve años, gordita, de facciones simpáticas, con un gesto tímido, pero de criatura acostumbrada al mimo excesivo y a la atención, se acercó despacio, mirándola, y tocó el cinturón de cuero de Lavinia.

– ¿Me lo regalas? -le preguntó, con la expresión dulce que usaría seguramente para encantar y obtener cuanto quisiera. Lavinia sonrió. A pesar de ser hija de Vela, era simpática gordita. Niña, al fin. Era una lástima pensar en qué llegaría a convertirse.

– Salude a la señorita -dijo la señora Vela-, no sea tan maleducada.

– Hola -dijo la niña, sonriéndole.

– Y vos, Ricardo, saluda. Ella es la arquitecta que diseñó la casa.

El muchacho, recién entrado en la adolescencia, desgarbado, con aire de pajarraco tímido, extendió su mano larguirucha. Se parecía un poco a la señorita Montes, pero tenía los ojos tristes y aire de quien necesita protección, en un entorno demasiado violento para sus sueños de volar. Mientras diseñaba su cuarto, más de una vez, Lavinia se preguntó si tendría, como ella, sueños en los que volaba.

– ¿Así que vos sos el que sueña con volar? -le preguntó. El muchacho asintió con la cabeza. -¿Y alguna vez has tenido sueños donde te ves volando de verdad?

– Sí -dijo el muchacho, mirándola con los ojos brillantes.

– Vive soñando -dijo la señora Vela-, ese es su problema… La expresión del adolescente recuperó su aire opaco y lánguido, momentáneamente iluminado por las preguntas de Lavinia.

– No es malo soñar -dijo ella, mirando al muchacho, solidarizándose con él, compadeciéndolo. Quizás, en otro ambiente, podría seguir soñando, pensó.

– Bueno -dijo Lavinia, mirando aquel cuadro familiar con sentimientos confusos-, creo que debo irme. Cualquier cosa que necesiten, me pueden llamar a la oficina. Mañana, a las once de la mañana, vendremos Julián y yo para hacer la entrega formal de la casa, con los ingenieros.

– Muy bien -dijo la señora Vela-, espero que mi marido pueda estar. Supuestamente regresa mañana a primera hora.

– Si no, podemos hacerlo más tarde -dijo Lavinia-, usted nos avisa.

– Perfecto -dijo la señora Vela, acompañándola a la puerta.

– Espere un momento -dijo Lavinia antes de salir-. Quisiera revisar los últimos toques del estudio privado. No se atrase por mí.

– Por supuesto -dijo la señora Vela-. Yo voy a continuar con mis jardineros, si no le importa.

Al entrar en la armería, sintió un ligero y extraño sentimiento de desasosiego. Durante la construcción de la casa, trató de olvidar aquella habitación que tanto gozo causaba a Vela. Era mediano tamaño, con alfombras naranjas y una sola ventana con cortinas marrón que daba hacia uno de los patios interiores.

Los muebles, dos sofás de cuero con una mesa de madera entre ellos, se hallaban recostados contra la pared cercana a la puerta. Vio, en el suelo, varias cajas de madera cerradas. Seguramente contendrían las armas destinadas a exhibirse.

A primera vista, el cuarto parecía terminar en la pared de madera opuesta a los sillones: la pared formada por los tres paneles de caoba, con bellos jaspes. Se acercó al extremo de la pared, donde estaba el mecanismo, casi invisible, que liberaba los paneles, los soltó y empujó suavemente una de las hojas. El panel de madera se desplazó sobre su eje, revelando el reducido espacio interno, la "cámara secreta", con anaqueles y una caja fuerte empotrada en el centro. En el lado, antes oculto, del panel que acababa de hacer girar, se podían apreciar los soportes adosados a la madera, donde se colocarían las armas. Enderezó el panel y luego hizo girar los otros dos, tocando otra vez el mecanismo para fijarlos en su lugar. Funcionaba perfectamente. Ahora, desde la sala privada del general, podía verse la pared de madera que antes lucía lisa, transformada en esta otra que mostraba los soportes para la colección de fusiles y pistolas. Soltó de nuevo el mecanismo que permitía el movimiento giratorio y volvió a hacer surgir, del lado de la sala, los paneles perfectamente lisos.

Antes de cerrar el último, permaneció un momento en el pequeño cuarto "secreto". Sintió frío. El lugar mantenía la temperatura del aire acondicionado central como si se tratase de un refrigerador. Pero no importaba. De todas formas, nadie la ocuparía por largos períodos de tiempo.

– ¿Usted sueña?

El muchacho estaba parado en el dintel de la puerta.

– Sí-respondió ella-. Sueño que mi abuelo me pone unas alas blancas y grandotas y me echa a volar desde un monte alto.

– Yo sueño que vuelo sin alas -dijo el muchacho-, como Superman. A veces también sueño que me convierto en pájaro. Pero mi papá se pone furioso. Dice que la única manera de volar es siendo piloto. Él quiere que sea piloto de la Fuerza Aérea.

– Los padres muchas veces se equivocan con los hijos -dijo Lavinia-. Yo que vos, me dedicaría a la aviación comercial. Ser piloto de guerra es muy triste. Se vuela para matar. No tiene nada que ver con tus sueños de volar.

Sobre todo, si llegas a ser piloto de la Fuerza Aérea del Gran General, pensó para sus adentros, preguntándose si no estaría cometiendo una imprudencia al hablarle así al muchacho.

– Adiós -dijo él, y salió corriendo, desapareciendo tan abruptamente como había aparecido.

Al salir de la casa, Lavinia recibió el resplandor del mediodía sobre los ojos. Se frotó los brazos para quitarse el escalofrío. ¡Qué ojos más tristes los del hijo de Vela!

Felipe acomodaba papeles sobre su mesa, cuando Lavinia entró a la oficina. Había sido muy difícil cambiar el ritmo de su relación. Se encontraban como amantes clandestinos en la calle, escondiéndose en moteles extraños y sórdidos para hacer el amor, casi siempre a la hora del almuerzo.

– Los Vela decidieron hacer su fiesta de inauguración el veinte -dijo, sentándose en la silla frente al escritorio de Felipe, después de darle un beso largo, mientras buscaba la invitación horrible en su bolso.

– Esta es la invitación -añadió, poniéndola sobre la mesa. Felipe la tomó sin decir nada. La leyó y se la devolvió.

– ¿Y por qué harían eso? ¿No sabes?

– Porque quieren que el Gran General asista. Y como él se va a pasar Navidad con su familia a Suiza, tuvieron que adelantarla.

– ¿Y cómo quedó la casa? -dijo Felipe, quien se había sentado y lucía una expresión entre distraída y preocupada.

– Por fuera, se ve bellísima. Por dentro… es un adefesio. Casa de guardia, de nuevo rico. Hasta la grama trajeron de Miami. Sólo los muebles empotrados se ven bonitos y algunas combinaciones de colores que logré que la Vela respetara.

– Bueno, era de esperarse…

– Sí, ni modo. Mientras veía la casa se me ocurrió que quizás en el futuro, cuando las cosas cambien, podremos ocuparla para una escuela de arte…

– Me gusta tu optimismo -dijo Felipe, sonriendo.

– ¿Vamos a almorzar juntos? -preguntó Lavinia.

– Hoy no -dijo Felipe, buscando algún papel en la mesa- tengo que salir.

– Pero vos me habías dicho… -desilusionada.

– Sí, pero se presentó algo…

– ¿Algo malo?

– No, no. Sólo urgente -dijo mientras se aproximaba a darle un beso-, nos vemos más tarde.

No volvió a verlo. Ni esa tarde, ni al día siguiente. Encontró sólo una nota en su casa diciendo que estaba bien, que no lo buscara.

Dos días sin saber nada de nadie. Era de noche y el viento de diciembre soplaba alborotando las ramas del árbol de naranjo en el jardín.

De pronto se había quedado sola en el mundo. Sola y angustiada. Se dio cuenta hasta dónde el Movimiento representaba la casi totalidad de su vida: su familia, sus amigos. Durante meses, ni siquiera había pensado en ir al cine, divertirse. Todas las fiestas a las que había asistido, fueron para ella misiones encomendadas.

El amor y la rebelión la habían logrado absorber completamente. Se había hundido con gusto, con entusiasmo nunca antes experimentado, en esa red de llamadas, contactos, viajes a llevar y traer compañeros. Ahora, de pronto, este silencio. No tenía ningún medio para comunicarse con ellos. Ningún número de teléfono, nada. Sólo la dirección de la casa misteriosa, adivinada en la oscuridad.

Para colmo, el trabajo frenético de los últimos meses con la casa de Vela se había detenido simultáneamente. El día anterior se realizó la entrega formal, con la presencia del general, la esposa, la cuñada, los niños. Toda la familia recorriendo cuarto tras cuarto, estancia tras estancia, tocando los botones de la luz, revisando enchufes, grifos de agua, detalles. Y los jardineros colocando plantas, extendiendo la grama en el jardín; los de la compañía de piscinas, ocupándose de llenarla, ponerle químicos al agua para que luciera cristalina.

Y el hijo de Vela, con la expresión más opaca que nunca frente al padre.

Julián le dijo que se tomara una semana de descanso, pero Lavinia declinó el ofrecimiento para después. No sabía cuándo. Cualquier otro tiempo menos éste sin Felipe, sin los demás. ¿Qué haría ella ahora en su casa silente, ocupada por el viento de diciembre, donde la soledad se le venía encima? Prefería salir a la oficina, aunque no hiciera nada más que quedarse sentada, ausente, angustiada, expectante.

Aun la cercanía de Navidad, el ambiente navideño parecía haberse esfumado para ella. Le causaba malestar. Lo único que le subía el ánimo entre los artificios de gigantescos Papá Noel con nieve fingida en los escaparates de los almacenes, eran las pintas aparecidas en las paredes, producto de madrugadas de desvelo de compañeros desconocidos, invisibles. Pintas exigiendo "una navidad sin presos políticos", brotadas de repente por todas partes hacía unas cuantas semanas.

Su madre la había estado llamando, preguntándole si llegaría a cenar con ellos. "Por favor, hijita, por favor." A lo mejor no tendría otra alternativa que ir a cenar con esos dos desconocidos que, después de todo, la habían engendrado. No tenía ni padres, pensaba, lamentándose. Nunca le perdonaron el amor por su tía Inés. Ni ella, en el fondo, les perdonó que la abandonaran a ese amor conveniente que les alivió sus responsabilidades paternales cuando eran jóvenes y no tenían tiempo para dedicarse a una niña curiosa, juguetona, amante de los libros, absorta en su mundo imaginario de casitas y maquetas.

¡Qué cúmulo de incomprensiones y malentendidos! ¿Y dónde estaría Felipe? ¿Dónde Flor y Sebastián? Adrián y Sara también la llamaron para invitarla a pasar nochebuena con ellos. "Con Felipe." Sara le había comentado que ahora salían menos por la noche porque Adrián, de caritativo, decidió prestarle el carro a un compañero de trabajo para que fuera a clases nocturnas tres veces a la semana. Con la pesadez del embarazo, no le importaba demasiado aminorar el ritmo de su vida social. Así Lavinia se dio cuenta de que Adrián cumplió el trato. Entre los dos, desde el día que le pidió colaboración, se había establecido, por fin, el silencio del respeto. Ya no la bromeaba sobre su feminismo o su inestabilidad. Ella casi lo echaba de menos. Ahora se limitaban a conversaciones aburridas y sin sustancia. Paradójico, pensó, cuando más debieron haber hablado, cuando podían, al fin, comunicarse en términos más igualitarios, menos paternalista de parte de Adrián… Su machismo, de nuevo. Las distancias, ¡otra vez!

El mundo cambiaría. Tenía que cambiar, meditó, evocando a los compañeros sin rostros peleando en la montaña, la esperanza de estas tristezas que sentía. ¿Qué eran estos malos momentos comparados con el heroísmo cotidiano de otros?. En alguna parte de la ciudad, un grupo se preparaba para asestar "el golpe"; la acción que no lograba imaginar claramente. Los envidió juntos. Sin duda Felipe, Flor, Sebastián, estaban con ellos, eran parte del grupo. Todos menos ella.

Ella que estaba sola, abandonada a su soledad, al crujido de ramas del naranjo en el viento.


Aquel día nos despertamos cuando aún estaba oscuro.

Debíamos cruzar el río antes de la salida del sol. La noche anterior, Yarince y yo hablamos largamente, como ancianos al lado de la lumbre, recordando los tiempos de nuestra infancia, recordando los años de amor y guerra, las nubes tormentosas. Hicimos recuento de nuestras vidas, un dibujo tenue de palabras aglomeradas.

Quizás moriríamos pronto, había dicho Yarince. Quería recordar el pasado ya que no contábamos con la certeza del futuro.

Lo acuné en mis brazos delgados. Con esas alas, podrías abrazar el mundo, me dijo. Nos acurrucamos el uno en el otro. Durante cuántas jornadas, nuestros cuerpos habían sido fuente de gozo inagotable. Eran, a veces, la única fuerza que nos quedaba para no rendirnos.

Estábamos reducidos a un grupo de diez guerreros. Lucíamos flacos y ojerosos, con mirada de animales perseguidos. Aquella mañana, hacía fresco, un viento suave soplaba doblando las cañas, a la orilla del río. Andábamos muy cerca del campamento de los invasores, así que debíamos cruzar con mucha cautela para no ser descubiertos.

Llevábamos poca carga, tan sólo algunos conejos salvajes que cazamos el día anterior, las hamacas y petates que usábamos para acampar y algunas vasijas de barro. Tixtlitl marchaba al frente, seguido por mí, luego iban tres guerreros y Yarince de último. Marchábamos a reunimos con los viejos sacerdotes para la ceremonia de invocación, para leer los augurios y saber lo que nos depararía el porvenir. Sentíamos la necesidad de orar, encomendarnos a nuestros totems para reconfortarnos de tanta desgracia.

Tixtlitl había soñado con Tláloc. Lo había visto como una mujer de ojos húmedos, sonriendo mientras el agua la cubría. Era un sueño confuso que sólo después pude interpretar.

Íbamos Tixtlitl y yo a mitad del río, cuando salieron los españoles.

Nos habían esperado agazapados entre la maleza. Quizás nos observaban desde el día anterior. Giramos en el agua, desesperados porque estábamos indefensos. Oí los disparos de sus bastones de fuego, cayendo en el agua, muy cerca. Mis ojos buscaron a Yarince, mientras mis pies trataban de asirse en el fondo del río, en las rocas que nos ayudaban al cruce. Lo divisé corriendo al otro lado. Había logrado salirse del agua. No corrió la suerte de Tixtlitl, cuya sangre formó una mancha roja a mi alrededor, cuyo cuerpo vi flotar río abajo. No corrió mi suerte. No murió como yo.

Sentí un golpe en la espalda, un calor espeso que me paralizó los brazos. Fue un instante. Cuando de nuevo abrí los ojos, ya no estaba en mi cuerpo: flotaba a poca distancia del agua, viéndome desangrar, viendo mi cuerpo irse también río abajo. Escuché los gritos de alerta de los españoles y de pronto, de entre los árboles de la ribera, donde por última vez vi a Yarince, escuché aquel alarido largo y profundo de mi hombre, herido, por mi muerte.

Fue un sonido espeluznante que silenció a los enemigos. Los aterrorizó y los hizo salir del agua corriendo, regresando a esconderse entre las malezas.

Yo flotaba con mi cuerpo en la corriente río abajo. Apenas si adiviné a Yarince corriendo, venado enloquecido, por la ribera, persiguiendo el rastro de mi sangre.

Abrí la boca para gritar y el viento bramó. Me di cuenta, entonces, que ya me estaban vedados para siempre los sonidos y visiones humanas; sentía sonidos y visiones, pero eran sólo sensaciones que mi espíritu registraba, imágenes diluidas reconstruidas por la memoria de la vida. Ah, dioses, qué dolor fue sentir a Yarince sin que me viera, sin poder siquiera mover un músculo para tocarlo, para secarle las lágrimas.

En un recodo del río me alcanzó, gracias a que allí el agua se arralaba entre las rocas.

Él y Natzilitl me sacaron, me arrastraron a la ribera.

El amor de Yarince me cayó encima como un huracán de gritos y lamentos. Me sacudía con furia los hombros, me abrazaba. Decía "Itzá, Itzá" con el confuso lenguaje de la desesperación, de la vida frente a la muerte.

Casi no podía resistirlo.

Fue entonces que empecé a perder el sonido. Seguía sintiendo a Yarince, pero sólo escuchaba las ondas del agua, el sonido del agua rebotando contra las piedras, el agua lamiendo la orilla del río.

Sé que Tláloc me concedió estar junto a Yarince en la ceremonia, cuando los sacerdotes oraban junto a mi cuerpo al anochecer. Los ancianos, sabios, condujeron la ceremonia a la orilla del agua, hasta que Tláloc me cedió a los jardines.

Luego Yarince tomó mi cuerpo y me trajo aquí, a este lugar donde aguardé por siglos, por designio de mis antepasados.

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