Capítulo 12

EL MIÉRCOLES, SEBASTIÁN Y FLOR no sólo estuvieron de acuerdo. Le orientaron dar todo su atención al proyecto, introducirse cuanto pudiera en aquel entorno, reportar todo lo que viera y averiguara de los Vela.

"Todo", dijeron. Ningún detalle debía parecerle carente de significado.

Pensaban igual que Felipe. Sus argumentos finalmente, la convencieron.

Ella no se atrevió a continuar esgrimiendo reticencias.

Insistieron, además, en la necesidad de que siguiera frecuentando la vida social, sus amistades, los círculos del club; que asistiera al próximo baile. No debía aislarse, dijeron. Era fundamental que se hiciera visible. Cuando el general Vela indagara sobre ella, no le debía caber duda que era una socialité practicante, acostumbrada a la compañía que le correspondía por derecho de cuna.

"Paradójico", pensó Lavinia, después de la reunión, que su "trabajo" en el Movimiento, lo que pensó le cambiaría la existencia, sería precisamente jugar al rol de su propia vida.

Al regresar a su casa, la encontró sucia. Olía a encierro y desorden. Lucrecia no había llegado a hacer la limpieza. Las tazas de café de la mañana estaban aún sobre la mesa y la cama sin hacer.

La lluvia se había metido por las ventanas entreabiertas. Minúsculas partículas de agua brillaban en el piso cuando encendió las luces de la habitación. El naranjo se mecía de un lado al otro arañando las ventanas.

– Hola -le dijo- ¡Ahora si te remojaste!

Ya le era usual hablarle al árbol. Estaba convencida, viéndolo verde y cuajado de naranjas, que quienes decían que era bueno hablar a las plantas, no se equivocaban. Este árbol, al menos, parecía agradecer sus saludos.

Se quitó los zapatos, y se puso las pantuflas; recogió las tazas vacías, el vaso de agua a la orilla de la cama y se puso a lavar platos en la cocina.

¿Qué irá a pasar con los Vela?, se preguntaba, mientras fregaba y metía la esponja dentro y fuera de los vasos y las tazas; y qué pasaría con Lucrecia, siempre cumplida. ¿Estaría enferma?

Trabajó hasta ver la casa ordenada. No estaba de humor para el desorden. Ojalá Lucrecia no fallara al otro día, pensó, habría tenido algún contratiempo.

Lucrecia no llegó al día siguiente. Ni al otro.

– Deberías ir a averiguar qué le pasa -dijo Felipe por la mañana en la oficina.

– Ya lo había pensado -dijo Lavinia- voy a ir al salir del trabajo.

Tenía en su bolso el pedazo de papel donde Lucrecia anotara la dirección donde vivía. Era difícil entender la letra rústica y elemental (apenas si había logrado cursar dos años de primaria), pero Lavinia pudo descifrar el nombre del barrio y la calle. Pensó que sería suficiente. Los vecinos la conocerían.

Al acercarse por la carretera principal, vio a lo lejos la barriada de calles irregulares, las casas de tablones, la lejana silueta de una iglesia en el atardecer.

Salió de la carretera y se internó en la calle sin asfaltar. Las luminarias terminaban al iniciarse las casas. Las puertas abiertas de las viviendas pobres y amontonadas proveían la única iluminación de las callejuelas. Almendros y matas de plátanos crecían en los patios.

Desembocó en la plazoleta de la iglesia, el único edificio de concreto en los alrededores y se internó por las calles traseras. Al pasar, los niños la miraban. El carro daba tumbos en las irregularidades del terreno; cerdos y gallinas cruzaban la vereda lodosa. A través de las puertas vio los interiores pequeños e insalubres de las viviendas de una sola habitación. En ese pequeño recinto, vivían familias de hasta seis o siete miembros; hacinadas. Con frecuencia los padres violaban a las hijas adolescentes bajo los efectos del alcohol.

¿Cómo harían para vivir así? pensó, incómoda, sintiéndose culpable.


Apenas unos cuantos kilómetros fuera del área de arboledas y barrios residenciales cómodos e iluminados, uno entraba en este mundo rural, mísero y triste. Imaginó a Lucrecia caminando estas calles de tierra en la madrugada, saliendo a la vía principal a tomar el bus, buses destartalados, apretujados; manoseo, carteristas. De nuevo pensó en las injusticias de los nacimientos. La muerte era mucho más democrática. En la muerte todos se igualaban; cripta o tierra, todos las personas se descomponían. ¿Pero de qué servía la democracia entonces?

Se detuvo ante un grupo de jóvenes que platicaban en la esquina. Preguntó por la calle donde vivía Lucrecia. La conocían. Debía seguir más adelante, le dijeron; era la casa al lado de la venta, más al fondo.

Ya la luz solar se extinguía totalmente. Una mujer aceituna, descalza, subía trabajosamente la pendiente del camino, empujando una carreta de leña con varios niños encaramados sobre la madera vieja.

Pasó a su lado en el automóvil. Los niños la miraron extrañados. A esa hora, sin duda, pensó Lavinia, eran pocos los automóviles que pasaban por allí.

Llegó a la casa de Lucrecia. Desde la distancia, vio a la mujer de la carreta mirarla cuando se bajó del vehículo. Ella se sintió mal, fuera de lugar con su traje-pantalón de lino y los zapatos de tacones altos. Golpeó la puerta.

Una niña de aproximadamente doce años, la entreabrió.

– ¿Aquí vive Lucrecia Flores? -preguntó Lavinia.

– Sí -dijo la muchachita, escondiéndose tras la puerta, mirando para dentro de la casa como si buscara protección-. Sí. Aquí vive. Es mi tía.

– ¿Y está? -preguntó ella.

– Tía, la buscan -gritó la niña volviéndose hacia el interior. La puerta se abrió un poco más. Lavinia pudo ver el techo sin cielo raso, los cables eléctricos cruzando el zinc y una sola bujía balanceándose atada a una viga. Colchones colgados, doblados sobre un travesaño. Los descolgarían a la hora de dormir. Había una silla desvencijada en el rincón.

– ¿Quién me busca? -dijo la voz de Lucrecia.

– Soy yo, Lucrecia. Lavinia -dijo ella desde la puerta.

– Déjala pasar, déjala pasar -se escuchó.

Obediente, la niña se hizo a un lado. Lavinia entró al cuarto pequeño que parecía servir de sala y dormitorio a la vez; a uno de los costados de la habitación, detrás de un tabique de madera y una cortina sucia y deshilachada, oyó a Lucrecia diciéndole que pasara. La estancia olía a trapos sucios y encierro.

Lavinia abrió la cortina y encontró a Lucrecia tendida en un catre de lona, cubierta la cabeza con una toalla que despedía un fuerte olor a alcanfor.

– Ay, niña Lavinia -dijo la mujer-, qué pena me da que haya venido a buscarme. No he podido llegar porque estoy enferma. ¡Viera las calenturas que me han agarrado!

Lavinia se aproximó y vio sus ojos enrojecidos. Lucrecia se veía pálida con los labios extrañamente azules.

– ¿Pero qué es lo que tenés, Lucrecia? -preguntó- te veo muy mal. ¿Ya te examinó un médico?

Lucrecia se tapó la cara con las manos y se puso a llorar

– No -dijo, entre sollozos- no me ha visto nadie. No quiero que me vea nadie. Rosa, traele una silla, anda -dijo a la niña, mientras seguía llorando.

Lavinia se sentó a su lado en la silla, la misma que vio al entrar, la única que se veía en todo la casa.

– ¿Pero cómo es eso que no quieres que te vea nadie? -dijo, mientras Lucrecia sollozaba-. Vamos, deja de llorar. ¿Cuándo fue que te empezó esto?

La mujer, joven pero avejentada por la pobreza, se tapaba con las sábanas mientras ordenaba a la niña que fuera a buscar a su mamá.

– Lucrecia -insistía Lavinia-, decime qué te pasa, para poder llevarte donde un doctor. No llores más. El doctor te puede curar. Ya nos podemos ir, si querés…

– ¡Ay, niña Lavinia! ¡Usted tan buena! -dijo Lucrecia- ¡pero no quiero que me vea nadie!

– No quiere que la vea nadie y se va a morir de esas calenturas -dijo una voz a espaldas de Lavinia.

Ella se volvió y vio al lado de la cortina, una mujer gorda con el delantal amarrado en la cintura; la hermana de Lucrecia, la madre de la niña.

– Decile a ella. Decile de una vez -continuó la mujer- no te podés quedar así en esa cama, sólo llorando y encendida en fiebre hasta que te mueras. Si no le decís vos, le digo yo.

Arreció el llanto de Lucrecia.

– Yo le dije que no lo hiciera -dijo la hermana- pero no hubo manera de convencerla.

Por fin, Lucrecia, interrumpiéndose de rato en rato para llorar, le contó con detalles a Lavinia, lo del aborto. No quería tener el niño -Dijo-, el hombre había dicho que no contara con él y ella no podía pensar en dejar de trabajar. No tendría quién lo cuidara. Además quería estudiar. No podía mantener un hijo. No quería un hijo para tener que dejarlo solo, mal cuidado, mal comido. Lo había pensado bien. No había sido fácil decidir. Pero por fin, una amiga le recomendó una enfermera que cobraba barato. Se lo hizo. El problema era que la hemorragia no se le contenía. Ya toda ella olía mal, a podrido, dijo, y estaba con esas fiebres… Era un castigo de Dios, decía Lucrecia. Ahora tendría que morirse. No quería que la viera nadie. Si la veía un médico, le preguntaría quién se lo había practicado y la mujer la amenazó si la denunciaba. Los médicos sabían que era prohibido. Se darían cuenta. Hasta presa podía caer si iba a un hospital, dijo.

Lavinia trató de que no la abrumara la visión de las mujeres con las caras tensas, el llanto de Lucrecia arrebujada entre las sábanas, la ignorancia, el temor, el cuartito sin ventilación, el olor a alcanfor, la niña asomando la cara asustada por la cortina.

– Anda jugá, Rosa, te dije que te fueras a jugar -decía la madre, perdiendo la paciencia, empujando a la niña, levantando la mano amenazadora que hizo a la muchachita salir corriendo.

Debía pensar qué se podía hacer, se dijo Lavinia. No quería sentir el malestar en el estómago, las ganas de llorar junto a Lucrecia. Que, por fin, callaba, sollozando apenas.

– Tengo una amiga enfermera -dijo Lavinia-. Voy a ir a buscarla.

Traería a Flor, pensó. Flor podría, al menos, decirle qué hacer.

Se levantó. Se sobrepuso al olor del alcanfor, de la fiebre, al pesar, la rabia por la pobreza.


– Gracias, niña Lavinia, gracias -decía Lucrecia, empezando de nuevo a llorar.

Al salir a la calle oscura, Lavinia aspiró una gruesa bocanada de aire. La noche se acomodaba en los tablones de las casas vecinas. El cielo, lavado de lluvia, estaba lleno de estrellas. Ninguna luz competía con su esplendor. La hermana de Lucrecia, enhiesta en la puerta, se alisaba el pelo con las manos.

– Ahora vuelvo -le dijo a la mujer-. Ahora mismo regreso -y entró en su automóvil con olor a nuevo.

En la carretera, Lavinia se detuvo porque lloraba. Las lágrimas en sus ojos creaban halos irisados en los faros de los vehículos que se le cruzaban en el camino.

Dos horas más tarde, Flor desapareció con Lucrecia detrás de la puerta de emergencias. A través del cristal las vio perderse en el interior. Lavinia caminó hacia la sala de espera, arrastrando los pies.

El techo era alto y las luces de neón dispersas en el cielo raso -la mayoría apagadas- alumbraban tenuemente el lugar. Se dejó caer en una de las bancas de madera. De no ser por el olor a medicinas y angustia, el olor típico de los hospitales, la sala de espera podría haberse confundido con el salón de una iglesia protestante. Filas de rústicos bancos de madera ocupaban el centro y los lados del salón. Mujeres con niños sucios y enfermos, otras solas, unos cuantos hombres esperaban silenciosos. Lavinia apoyó el brazo en la esquina de la banca y se frotó los ojos. Le dolía la cabeza. Sentía tensión en la nuca.

Afortunadamente, Flor había tomado control de la situación con su serenidad habitual. Tenía amigos en el hospital. Médicos acostumbrados a situaciones como la de Lucrecia. "Miles de casos parecidos", había dicho Flor.

Estuvo con los ojos cerrados un buen rato, esperanzada en poder dormitar para acortar la espera. Pero el sueño no llegó. Abrió los ojos y los extendió a través del salón. Notó que las demás personas en la sala la observaban. Habían apartado la mirada no bien ella levantó los ojos, pero la habían estado mirando, observándola cual si se tratase de un teatro y una luz cenital se posara sobre ella.

Se sintió incómoda. Para distraerse miró hacia el suelo. Recorrió con la vista la hilera de pies frente a ella. La suciedad se acumulaba debajo de las bancas. Unos pies de mujer mayor se movieron. Eran gruesos. Las venas varicosas asomaban por encima del cuero negro y tosco. La punta del calzado había sido cortada para que el tamaño insuficiente no estrujara los dedos de la nueva dueña. Los dedos de uñas quebradas y violáceas eran grotescos. Lavinia miró los de al lado. Mujer más joven. Tendría a lo sumo treinta años. Sandalias que en algún tiempo fueron blancas. Pies morenos. Ásperos. Las uñas exhibían esmalte casi púrpura descascarado, viejo. Venas protuberantes. Y más allá, las suelas gastadas de zapatos masculinos. Calcetines cortos. El elástico ya flojo. Una rotura asomaba por el borde. Recorrió hipnotizada la hilera de pies tristes. Levantó los ojos. La miraban. Los bajó de nuevo. Sus pies entraron en foco. Sus pies finos, blancos asomando por la sandalia de tacón, la sandalia marrón suave, cuero italiano, las uñas rojas. Eran lindos sus pies. Aristocráticos. Cerró de nuevo los ojos.

Ella se había comprometido a luchar por los dueños de los pies toscos, pensó. Unirse a ellos. Ser una de ellos. Sentir en carne propia las injusticias cometidas contra ellos. Esa gente era el "pueblo" del que hablaba el programa del Movimiento. Y, sin embargo, allí, junto a ellos en la sala de emergencia sucia y oscura del hospital, un abismo los separaba. La imagen de los pies no podía ser más elocuente. Sus miradas de desconfianza. Nunca la aceptarían, pensó Lavinia. ¿Cómo podrían aceptarla alguna vez, creer que se podía identificar con ellos, no desconfiar de su piel delicada, el pelo brillante, las manos finas, las uñas rojas de sus pies?

Flor la sacó de sus meditaciones. Apareció con el médico. Un hombre de mediana edad, robusto, de cara bonachona. Lucrecia estaba bien, le dijeron. Habían tenido que ponerle sangre, hacerle un legrado. Era una suerte que la hubiera llevado hoy al hospital. Un día más y ningún esfuerzo la habría salvado.

Entró con Flor al pabellón de ginecología. La sala "J" era larga y angosta, con hileras de camas a ambos lados. Mujeres de rostros sombríos la siguieron mientras caminaba por el medio hacia la cama donde Lucrecia dormía. Midieron su ropa, su bolso; la observaron, otra vez, de arriba abajo. Ella caminó en puntillas, deseando que la tierra la tragara, sintiéndose tímida, ofensiva, culpable, intrusa en esos padecimientos ajenos.

Sólo Flor sonreía mientras la animaba a acercarse, a inclinarse sobre Lucrecia y pasarle la mano por la frente. Le indicó que anotara el número de la cama para informar a la hermana. Mañana estaría mucho mejor, dijo Flor, podían visitarla de tres a cinco de la tarde.

Días después, en la oficina Lavinia luchaba contra la depresión, el desgano, dibujando posibilidades para la casa de Vela.

Sentía que la vida se le enredaba incontrolablemente; sus dos existencias paralelas chocaban estremeciéndola, amenazando con borrarle todo vestigio de identidad.

La noche en la sala de emergencia no se le borraba del recuerdo, la perseguía. Se agudizó con las visitas al hospital en la tarde, los tres días siguientes, sentada al lado de Lucrecia con la hermana y la niña, en la gran sala de ventanas altas del pabellón de ginecología. No podía olvidar las caras de mujer enmarcadas por blancas sábanas, mirándola con extrañeza, incómodas de verla aparecer allí entre ellos.

Era terrible situarse, con sólo buenas intenciones, en ese mundo dividido arbitrariamente. Cargar con privilegios frente a la injusticia, sentirse marcada por la riqueza como por un herraje que la separaba de los dueños de las manos y los pies toscos, de aquellas mujeres yaciendo en las camas con las entrañas desgarradas por abortos mal practicados, o acurrucando niños que, como ella, no habían escogido dónde nacer y que, por el azar de los nacimientos y las desigualdades sociales, crecerían en cuartos oscuros, olorosos a trapos sucios, hacinados al lado de hermanos y tíos y padres y madres.

El lápiz de Lavinia dejó de dibujar arcos y puertas. Se deslizó dibujando manos y pies. Levantó la cabeza y escuchó el zumbido de las lámparas de dibujo, las conversaciones de los aprendices, el tintineo de las tazas de café, el ronroneo del aire acondicionado. A estas horas, Lucrecia estaría de regreso en su casa, feliz de haber sobrevivido. Estaría tomando un tazón de caldo de hígado, lavando el alcanfor de las sábanas, esperando que la hermana regresara de su puesto de venta en el mercado a amasar las tortillas que Rosa, la niña, saldría a vender por el barrio en la tarde, chillando con su vocecita:

– "Tortillas, laas tortillaas."

A lo largo de su vida, Lavinia recordaba fogonazos de esta otra realidad insinuándose solapada, avergonzada; retratos inmóviles desde los cuales el dolor la miraba. Instantes desleídos, amarillentos, guardados en silencio hasta ahora que empezaban a flotar en su conciencia como botellas arrojadas al mar. Mensajes en las playas de su mente, sacudiéndola. "Si fuera uno de ellos, se decía, no creería nada de alguien como yo, alguien que tuviera mi apariencia. Nada bueno."

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