Capítulo 13

MIRANDO SU JARDÍN DE HELECHOS y jalacates, Sara hablaba, sin detenerse, de su tiempo ocupado en verduras que comprar, cuartos que arreglar, muebles que tapizar… "Soy una buena esposa -dijo-. Y me gusta serlo. Es una felicidad como cualquier otra: arreglar la casa, recibir al marido." Lo curioso, decía, era sentirse encerrada en una especie de modorra, en el espacio de un tiempo propio en el que Adrián apenas intervenía. Cuando él llegaba por las noches, con sus noticias del trabajo y los acontecimientos mundiales, a ella le costaba cambiar el rol; tener una conversación "interesante". Le costaba más aún, siguió diciendo, irse a la cama y jugar los juegos seductores que a él le gustaban; romper todas los noches la crisálida, el refugio manso de los quehaceres domésticos y volar como mariposa: ser una mujer sensual. "Casi siento que debo fingir. Tengo que esforzarme por romper la modorra, acelerar el ritmo, escuchar lo que dice con cara de interés." Era más fácil, decía, cuando él se marchaba y ella quedaba guardada en su mundo callado, en el jardín, los quehaceres domésticos.

A veces pensaba que "su mundo" le permitía encontrar sosiego y sentido en las tareas diarias, tan aparentemente irrelevantes y sencillas; o era que quizás realmente gustaba de la exquisita vida en cámara lenta de su reino: el imperio de la domesticidad.

Lo que más le llamaba la atención, agregaba, era que la sensación parecía ser común a las mujeres en su misma situación: pasaban el día dedicadas aparentemente a la felicidad del marido, pero aquellos hombres apareciendo de noche y saliendo por la mañana, eran extraños en el entorno.

Las "amas de casa", se preguntaba Sara mirando a Lavinia, ¿no estarían desde hacía siglos acomodadas en un universo personal, fingiéndose rostros a los intrusos de la noche, para retornar a sus dominios durante el día?

– No sé si me explico -decía Sara- para la gente como vos, la vida doméstica es un desierto. Así también la ven los hombres. El asunto es que uno se inventa el oasis. Uno se divierte con lo que hace. A mí me gusta hablar con el carnicero, me divierte discutir precios en el mercado, arreglar el jardín, ver crecer las begonias. Disfruto la cotidianidad. Lo que uno empieza a sentir extraño es el compartir la cama, el baño, la ducha, con un ser que viene de noche y se va en la mañana; que lleva una vida tan distinta…

– Bueno -dijo Lavinia- de eso se trata precisamente. A las mujeres se les asigna la cotidianidad, mientras los hombres se reservan para ellos el ámbito de los grandes acontecimientos…

– Lo que estoy tratando de decirte, Lavinia, es que, aunque no lo parezca, las esposas también, a su manera, relegan al marido. Los maridos se convierten en intrusos del mundo doméstico…

– No te engañes, Sara -dijo Lavinia-, si el marido no estuviese de por medio, las amas de casa no existirían, ese mundo del que hablas, sería diferente…

– No estoy hablando de que dejen de existir los maridos. Compréndeme. El hecho es que existen. Lo que estoy diciendo es que, así como el hombre tiene una vida satisfactoria en su trabajo, las "amas de casa" tenemos nuestras propias maneras de funcionar…

– No lo dudo -dijo Lavinia-, sin salario, ni reconocimiento social…

– A mí todos en el barrio me quieren -dijo Sara-, me conocen y me respetan. Tengo reconocimiento social entre mis amistades…

– Como cualquier ama de casa -dijo Lavinia.

– No me molesta -dijo Sara-. Ser ama de casa es una condición respetable. No trato de decirte que no me gusta lo que hago, sino esto de descubrir…

– Lo único que has descubierto es la división del trabajo -interrumpió Lavinia, exasperada.

– No, Lavinia. Te sorprendería oír a las "amas de casa" hablar entre sí sobre los mandos. Se les atiende como seres extraños, como si nada tuvieran que ver con nosotras; con las discusiones sobre las manchas en los manteles, el tiempo de cocción de la carne, el cuido de los jardines… Lo curioso es que los hombres creen que es un mundo que existe para ellos y, honestamente, creo que no hay otro lugar donde sean menos importantes, aunque todo parezca girar a su alrededor. El de las amas de casa es un espacio que, contrario a lo que todos suponen, sólo vuelve a la normalidad cuando los hombres se van por la mañana al trabajo. Ellos son las interrupciones.

– Y la razón de ser de ese espacio -dijo Lavinia-. Cualquier feminista que te escuchara, se enfurecería…

– ¿Vos no lo ves como una manera de las mujeres de abarcar algún territorio…?

– No -dijo Lavinia, categórica-. A mí me parece que la "Modorra" de la que vos hablas y eso de ver al hombre como un "intruso", son nada más formas de una rebelión inconsciente.

– ¿Pero no crees que las mujeres tenemos primacía sobre un territorio de la mayor importancia, con un poder real inimaginable… Lo que se ha llamado "el poder detrás del trono"?

– Eso es un invento de los hombres…

– Lo que pasa es que nunca hemos ejercido ese poder como poder, sino como sumisión. Lo que me ha impresionado es darme cuenta que bajo toda su aureola de sometimiento, el imperio de la domesticidad tiene estructuras sólidas. Te digo que los hombres son sólo referencias inevitables.

– Puede ser -dijo Lavinia-. Yo lo que pienso es que estás entrando en contacto con la realidad femenina de las "amas de casa"; con sus mecanismos de defensa. Eso ha sido así desde siempre. Y la verdad es que nada hemos cambiado para nuestro beneficio en el mundo…

– Vos tenés tus ideas; yo tengo las mías -dijo Sara.

Lavinia optó por no discutir más con Sara. Su mente está ocupada en otras preocupaciones. En otra ocasión, ahondaría más en el problema. Quizás Sara empezaba a sentirse infeliz con Adrián y temía reconocerlo.

Atardecía. La luz crepuscular bañaba el jardín y las ramas bajas del árbol de malinche en medio del patio. Las dos amigas se quedaron en silencio, sumida cada una en sus propias reflexiones, sorbiendo el té helado en los altos vasos de cristal.

– ¿Y qué tal la vida social? -preguntó finalmente Lavinia.

– Muchas despedidas de soltera -dijo Sara-. Parece que todas nuestras amigas se casarán pronto… y dentro de dos semanas es la fiesta anual del Social Club. Al fin te decidiste a ir, o seguís empeñada en no pisar esos salones, ¿en "retirarte del mundanal ruido"?

– Es probable que vaya -respondió Lavinia-. Últimamente me he estado sintiendo sola. Pienso que no me haría mal un poco de vida social otra vez.

– Por supuesto que no te haría mal -dijo Sara-. Y este año, dicen que el club va a echar la casa por la ventana; van a participar más de veinte debutantes. Te vas a divertir. Es diferente a las discotecas, pero también es divertido.

– Es un gran espectáculo -dijo Lavinia-. Eso es lo que nunca me gustó. La sensación de estar en escaparate, ofrecida al mejor postor.

– Yo nunca sentí eso -dijo Sara-. Es la manera acostumbrada, natural, de que los jóvenes se conozcan y encuentren pareja. Pero ahora, probablemente ya no te vas a sentir así. Vas a disfrutar más. La gente pregunta dónde te has metido vos.

"Si lo supieran", pensó Lavinia, "se morirían."

Después de su experiencia con Lucrecia, el cuartucho, los pies en el hospital, sería difícil poder disfrutar del baile. Pero no valía la pena decírselo a Sara. No sería conveniente incluso, para la imagen que Sebastián afirmaba ella debía mantener. Él insistía en la importancia de que frecuentara los círculos estirados del club. No sólo para su "cobertura" de "socialité" impecable. En esos círculos, podría obtener información valiosa para el Movimiento. "Nos interesa saber qué piensan y qué planes tiene esa gente", había dicho.

– Puede ser que me sienta mejor ahora -dijo Lavinia, tratando de sonar convincente-. Ahora que puedo tomar distancia. No sentirme como la "oferta" del año.

– Nos podemos ir juntas al baile si querés -dijo Sara-. Estoy segura que Adrián estará encantado de llevarnos a las dos… y Felipe, ¿no se irá a molestar? No creo que él pueda acompañarnos…

No, claro, pensó Lavinia. Felipe no sería admitido. Ser admitido en el club era todo un procedimiento. No sólo se requería el dinero para pagar la cuantiosa suma de ingreso; era necesario pasar el escrutinio de la Directiva del Club. Se reunían y discutían largamente el pedigree de los solicitantes. Votaban con bolas negras y bolas blancas. Ni siquiera los altos mandos del Gran General eran admitidos. La mayor parte de la aristocracia era "verde". El partido "Azul" del Gran General y sus miembros eran considerados "chusma", "guardias sin educación", "nuevos ricos". Al menos en la vida social, los "verdes" conservaban el poder. Parecía bastarles. Sonriendo, recordando los absurdos parámetros de la elección, Lavinia dijo:

– Ni pensarlo. Felipe sólo recibiría bolas negras si solicitara ser admitido. Pero, claro, a él ni se le ocurre. No creo que le interese en absoluto -y sonrió imaginándose los comentarios de Felipe.

– Nunca se sabe -dijo Sara- las personas de extracción humilde como Felipe, que llegan a ser profesionales, generalmente, darían cualquier cosa por ser socios. Claro que él no lo admitiría, sabiendo, además que no tiene la menor posibilidad. Sería diferente si ustedes se casaran…

– Vos pensás que a toda la población le gustaría pertenecer al Social Club, ¿verdad Sara? -dijo Lavinia, sin poder ocultar el malestar que las palabras de la amiga le produjeron.

– No veo por qué no iba a gustarles -dijo Sara- pero, en el caso de Felipe, siendo un profesional joven, sería una gran ventaja para su carrera. Nadie ignora que al club, van todas las personas que cuentan en este país.

– A lo mejor -dijo Lavinia- si le hago comprender que casándose conmigo puede ser admitido en el club, me propondrá matrimonio.

– No podes negar que le convendría -dijo Sara- a él más que a vos.

Sara no tenía remedio, pensó Lavinia y ella no quería seguir escuchándola; no quería seguir viéndola empequeñecerse.

– Ya debo marcharme -dijo poniéndose de pie-. Son casi las seis y todavía tengo que pasar por el supermercado. No tengo nada de comer en mi casa.

– ¿Quedamos de acuerdo en que irás con nosotros al baile? -preguntó Sara.

– No sé si tengo vestido apropiado -dijo Lavinia, sarcástica-. Todos los que tengo, ya me los conocen…

Sara la acompañó hasta la puerta. No debía preocuparse por el vestido le dijo, sin acusar el sarcasmo de Lavinia. Era lo de menos. Ella podía permitírselo porque todos estarían tan contentos de verla que ni se fijarían en eso.

Sí, pensó Lavinia deprimida, entrando al supermercado, ella podía permitírselo: Sara y Flor; una vida y la otra.

Miró el interior aséptico y luminoso del supermercado. Su reciente inauguración había constituido todo un acontecimiento social. "El más surtido de la capital." "No tiene nada que envidiarle a un 'súper' norteamericano", dijeron los periódicos. Tomó el carrito reluciente y nuevo y se deslizó por los pasillos, recibiendo la oleada de atracción de las cosas, las latas con leyendas en francés e inglés, las jaleas de colores en delicados envases de cristal, las ostras ahumadas, calamares en su tinta, caviar rojo y caviar negro.

Compró pan, jamón y queso. A esa hora había poca gente. Unas cuantas mujeres discutían sobre alimentos de niños en el pasillo de los bebés.

Las mujeres de Sara, pensó, recordando las teorías de su amiga. La cajera la despachó rápidamente, sonriendo, comentando lo poco que había comprado. No dijo nada. Podría haberle dicho, se preguntó Lavinia que estaba cansada, deprimida de sentir que se alejaba velozmente de Sara, de lo que acostumbraba a considerar "normal" sin saber dónde iría a parar, sintiendo que la gente por la que ahora quería luchar, tampoco la aceptaría. Por supuesto que no, se dijo. La mujer sólo la miraría, incómoda, sin saber qué decirle, considerando su confidencia fuera de lugar, desquiciada. Salió. Un niño descalzo con pantalones remendados, vino corriendo hasta su automóvil. "Le cuidaré el carro" -dijo, extendiendo su mano. Lavinia sacó unas cuantas monedas y se las dio. El niño tenía ojos negros y vivaces. "Tal vez tendrá la oportunidad de ser médico o abogado", pensó Lavinia, acomodando esta imagen junto a las otras. No entendía claramente qué le estaba ocurriendo. La calle entera daba gritos, el paisaje se transformaba. Todo eso había estado allí desde que ella era niña, pensó: aquel estado de cosas. Ella siempre lo había visto. Recordó incluso a la tía Inés, señalándole los contrastes, a partir de la caridad cristiana. Y ella se había paseado por esas calles, indiferente, en medio del bullicio de sus amigos, yendo y viniendo a fiestas y paseos. Si despreció clubes y salones encopetados fue desde una actitud de "viva el escándalo". Pero ahora, las sensaciones eran diferentes, agudas, penetrantes. Era como si, en el inmenso teatro, ella hubiera cambiado la butaca cómoda del espectador, por el tinglado de los actores, el calor de las luces, la responsabilidad de saber que la obra debía concluir con éxito, con aplausos.

La oscuridad descendía sobre los robles de la calle. Entró en la penumbra de la casa, pensando en las nuevas sensaciones sobrevenidas al haber pasado a ser parte del tejido subterráneo e invisible de los hombres y mujeres sin rostro, los seres agazapados. Pensó en lo distinto que resultaría asistir al baile ahora, lo paradójico de que le ordenaran asistir, infiltrarse entre los suyos.

Puso la bolsa del supermercado en la mesa de la cocina. Antes de guardar las compras en el refrigerador, sacó una bolsa de pan, jamón y queso y se preparó un sandwich. Salió al corredor del patio, para comer y leer el periódico.

Felipe no vendría hoy. Lo sentía en las hojas y en el aire. Confiaba en sus presentimientos, en su capacidad de leer posibilidades en el peso de la atmósfera, la manera de moverse de las flores, la dirección del viento.

Felipe no vendría hoy y era mejor así, pensó. Estaba cansada.

Las estrellas parpadeaban a lo lejos, ojos pícaros abriendo y cerrando los agujeros del universo. "Estoy sola", pensó ella, mirando al abismo extenso de la oscuridad. "Estoy sola y nadie puede decirme certeramente si mis acciones son un error o un acierto." Era lo tremendo de conducir la propia vida, pensó: esa sustancia claroscura alternándose en un tiempo cuya duración individual era un azar como todo lo demás.


Ya no se irá de la tierra como las flores que perecieron, sin dejar rastro. Oculta en la noche en que me mira hay presagios y ella avanza, desenvainando por fin la obsidiana, el roble. Poco queda ya de aquella mujer dormida que el aroma de mis azahares despertó del sueño pesado del ocio. Lentamente, Lavinia ha ido tocando fondo en sí misma, alcanzando el lugar donde dormían los sentimientos nobles que los dioses dan a los hombres antes de mandarlos a morar a la tierra y sembrar el maíz. Mi presencia ha sido cuchillo para cortar la indiferencia. Pero dentro de ella existían ocultas las sensaciones que ahora afloran y que un día entonarán cantos que no morirán.

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