Capítulo 8

LEVANTÓ LOS ojos del plano y miró el paisaje al atardecer, el cielo enrojecido por las quemas de abril.

Le dolía el vientre y estaba cansada. Se ponía así con la menstruación; sensible, lánguida. Hubiera querido estar en otra parte, en otro tiempo, pensó, ser una dama del siglo XVIII, amiga o amante de alguno de los poetas románticos, derrumbada, leve, junto a la chimenea en un mes de abril invernal. Pero nada romántico le sucedía últimamente.

Estaba de mal humor. Hacía poco, Felipe había entrado a explicarle por qué no le fue posible llegar el día anterior a su casa: una reunión urgente, no pudo avisarle, no había teléfono en el lugar.

Ella lo esperó toda la noche. Primero, vestida, arreglada, con el pelo bien cepillado, leyendo la impaciencia en un libro cualquiera. Después, acostada, despierta aún en la madrugada, temerosa de dormirse y no oír los golpes en la puerta, hasta que el sueño finalmente la venció.

Desde los días de Sebastián, Felipe evadía hablar con ella sobre el Movimiento. Se había convertido en un tema tabú entre ellos. A las preguntas de Lavinia, deseos de entender, débiles intentos de aproximarse, respondía con evasivas, con aire paternal. Al principio a ella le vino bien. No sabía qué habría podido pasar si Felipe hubiera intentado involucrarla en el Movimiento inmediatamente después de lo acontecido. Le tomó semanas recuperarse del impacto, sobreponerse a las dudas de si continuar o no su relación con él, volver a sentir pleno el espacio de su casa, productiva su soledad, satisfactoria la amistad de los de siempre; volver a asumir su relación con Felipe a pesar de…

Muy dentro de ella, sin embargo, no lograba comprender la actitud de él; le producía rechazo. Felipe había aceptado con demasiada mansedumbre sus miedos, sus argumentos de que era mejor mantener cada cosa en su lugar: no contaminar la relación con discusiones o acciones que eran propias de opciones individuales… Había permanecido receptivo a la andanada de razones que ella le esgrimiera, cuando temerosa de que él intuyera la vulnerabilidad de sus dudas, lo sentó las noches siguientes a la partida de Sebastián, en el corredor junto al naranjo, lanzándole argumentos tras argumentos para convencerlo de que desistiera de un empeño que él ni siquiera había intentado.

Recordó cómo Felipe la había escuchado silencioso, asintiendo; de acuerdo con ella en todos los puntos planteados.

– Sé que no podemos nadar juntos -había dicho él por fin-. Vos sos la ribera de mi río. Si nadáramos juntos, ¿qué orilla nos recibiría?

Admitió -para desmayo de Lavinia- necesitar el oasis de su casa, de su sonrisa, de la tranquila certeza de sus días.

"Lo de Sebastián fue una emergencia. No lo hice para involucrarte. Créemelo", le decía.

Convencerlo de desistir había sido, pensaba Lavinia, excesivamente fácil. Era evidente que Felipe no deseaba en lo absoluto verla involucrada y ella, sin sospecharlo, le había allanado el camino.

No era lógico, pensaba Lavinia. Lo lógico habría sido que él intentara compartir con ella lo que daba sentido y propósito a su vida. Que lo intentara, aun cuando ella insistiera en negarse.

En el fondo, culpaba a Felipe de su propio miedo, de que no la ayudara a luchar contra el agudo temor que la posibilidad de involucrarse le producía (aunque Sebastián había dicho que era valiente, y a ella le hubiera gustado creer aquello) y que más bien lo atizara con relatos terribles de torturas y persecuciones. O sería su espíritu de contradicción, pensaba, porque tampoco estaba segura que el intento de parte de Felipe de reclutarla no la hubiera apartado, puesto en guardia, ahuyentado, no sólo del Movimiento, sino de él mismo.

Últimamente Lavinia no se entendía. No entendía por qué le producía mal humor que Felipe no le hablara del Movimiento. Ella no quería estar en el Movimiento, se repetía. Y, sin embargo, hablar, preguntar sobre eso, se le había convertido en una atracción irracional. Una constante tentación, una incitación inexplicable. Y jamás imaginó a Felipe refrenándola, conteniéndola, negándole el conocimiento.

Lo único cierto era que estaba confundida. Se sentía sola aun cuando él la acompañara; sola con una soledad existencial, cámara de vacío.

Estaba con un hombre que pertenecía a propósitos que en nada se parecían a los suyos. Un hombre que, obviamente, la consideraba tan sólo un "remanso amable" de su vida. Un hombre que podría desaparecer cualquier día, tragado por la conspiración. Debía dejarlo, pensaba. Pero no podía. Si antes la atraía, ahora la atracción era doble. El halo de misterio y peligro la atraía muy a su pesar. No quería quedarse al margen pero tampoco se atrevía a dar el salto mortal. Quizás si él insistiera lo consideraría. A veces deseaba que lo hiciera. Se preguntaba si no debía ella darle más a la vida que independencia personal y cuarto propio. Pero Felipe evadía toda referencia y últimamente casi no lo veía.

La ciudad estaba alborotada de protestas. El Gran General había ordenado el alza de los precios del transporte colectivo y la leche. La población, azuzada por grupos de estudiantes y obreros, se lanzaba en manifestaciones, mítines nocturnos en los barrios. Además de protestar por los nuevos precios, la gente exigía la liberación de un profesor acusado de colaborar con el Movimiento, quien había iniciado una huelga de hambre en la prisión.

En la universidad se quemaban buses, se organizaban fogatas por la noche; el Gran General había ordenado la censura de prensa: el clima de las calles era bélico y fogoso.

Felipe participaba de aquellas revueltas, estaba segura; mientras a ella no le quedaba en esos días, nada más que esperarlo luchando en su interior, tratando de no sentir que el amor se convertía en angustia y opresión.

No quería hacer de Felipe el centro de su vida; devenir en Penélope hilando las telas de la noche. Pero aun a su pesar, se reconocía atrapada en la tradición de milenios: la mujer en la cueva esperando a su hombre después de la caza y la batalla, amedrentada en medio de la tormenta, imaginándolo atrapado por bestias gigantescas, herido por el rayo, la flecha; la mujer sin reposo, saltando alerta al escuchar el gruñido llamándola en la oscuridad, gruñendo, también, sintiendo júbilo en su corazón al verlo regresar a salvo, contento de saber que al fin comería y estaría caliente hasta el día siguiente, hasta que de nuevo el hombre saliera a cazar, hasta el próximo terror, el miedo, la foto en el periódico, la respiración de las fieras.

Penélope nunca le simpatizó. Quizás porque todas las mujeres, alguna vez en su vida, se podían comparar con Penélope. En su caso, no era asunto de temer que Ulises no se tapara los oídos a los cantos de sirenas, como sucedía con la mayor parte de los Ulises modernos. El problema de Felipe no eran las sirenas; eran los cíclopes. Felipe era Ulises luchando contra los cíclopes, los cíclopes de la dictadura.

Y el problema de ella, moderna Penélope a su pesar, era sentirse encerrada en la casilla limitada de la amante, sin otro derecho al conocimiento de la vida que el de su propio cuerpo; la abundante sensualidad compartida, los pétalos de vergüenza que Felipe deshojaba cada vez que entraba más y más profundamente en su intimidad, arrodillándose para abrirle las piernas y mirar su sexo húmedo, bebérselo copa de polen, abeja detenida sobre la corola de la flor, sorbiendo el perfume salobre hasta que ella aflojaba los goznes de la puerta, le entregaba los pasillos subterráneos, los fosos del castillo rodeando la pequeña torre del placer que la boca de él asediaba con su ejército de lanzas, rindiéndole todas las pieles, metiéndose en su vientre hasta que la ola final los arrojaba jadeantes, vencidos, en el maullido de la claudicación.

Pero ella no podía penetrarlo. No podía siquiera recriminarle su actitud, su deseo de confinarla, de guardarla para crearse la ilusión del oasis de palmeras. No podía reclamarle que la utilizara para satisfacer su necesidad de hombre común y corriente de tener un espacio de normalidad en su vida: una mujer que lo esperara. Hacerlo significaría tomar una decisión para la cual no estaba ni convencida, ni madura; o dejarlo de una vez. No se decidía por las alternativas y la falta de decisiones la sometía a la espera.

En balde, pensó Lavinia, los siglos habían acabado con los espantos de las cavernas: las Penélopes estaban condenadas a vivir eternamente, atrapadas en redes silentes, víctimas de sus propias incapacidades, replegadas, como ella, en Itacas privadas.

Sintió rabia contra sí misma. Últimamente era el sentimiento que predominaba. No tenía humor siquiera para ver a Antonio, Florencia y los demás, que se cansaban de llamarla. El mundo de ellos se había empequeñecido, nublado por los conflictos que ella no osaba resolver.

La noche había descendido a su alrededor. La oficina se había quedado silenciosa y oscura. El sonido de la quietud, rompió su ensimismamiento. Se sobresaltó de estar allí, sola, tan tarde.

Salió rápidamente, recogiendo su bolso, atravesando asustada los pasillos, hasta llegar al ascensor, a la calle donde finalmente se despojó de la extraña sensación de trampa y encierro.

"Son apenas las siete de la noche" pensó, mirando su reloj mientras caminaba al parque a buscar su automóvil recién comprado. No quería irse a su casa pero tampoco sentía deseos de visitar a Sara o al grupo. La imposibilidad de compartir sus dudas con ellos aumentaba la sensación de soledad. Recordó lo mal que se sintiera el domingo anterior, en el paseo a la finca propiedad del padre de Florencia. Le había dado por sentirse incómoda frente a los campesinos que observaban al grupo de jóvenes ricos de la ciudad. No pudo apartar de sus pensamientos las imágenes de Sebastián y Flor. No pudo dejar de preguntarse qué pensarían si la vieran en esas algarabías de muchachos mimados.

Y le sucedía con frecuencia. Veía a Sebastián y Flor como en un filme. Era como si la irrupción de aquel episodio en su vida se hubiese convertido en una fractura resquebrajando el orden de un mundo tan aparentemente inalterable. ¿Por qué la alteraría tanto?, se preguntó. Hasta sus sueños habían invadido. Soñaba con guerras y hombres y mujeres morenos.

Se le estaba convirtiendo en un tema obsesivo, un vértigo cuya atracción resistía.


Se debate con las contradicciones. Uno y otro día la he sentido bambolearse sin poder evadirse, sin poder huir, asomándose como quien contemplara un precipicio. No sé si debo insistir. No sé si puedo. No me son claras aún las relaciones. Sé que ciertas imágenes de mi pasado han entrado a sus sueños; que puedo espantar su miedo oponiéndole mi resistencia. Sé que habito su sangre como la del árbol, pero siento que no me está dado cambiar su sustancia, ni usurparle la vida. Ella ha de vivir su vida; yo sólo soy el eco de una sangre que también le pertenece.


Lo peor era no poder hablar con nadie de todo aquello, no poder discutir sus sentimientos, sus dudas. Las conversaciones con Sara habían adquirido una calidad etérea, de realidades a medias. Lavinia no podía siquiera mencionarle su insatisfacción en la relación con Felipe, sin explicar las razones. Por otra parte, tampoco podía responder a las preguntas de Sara sobre planes y expectativas habituales en relaciones de pareja, aun cuando este aspecto era más fácil de justificar con criterios de "modernidad". Lavinia pensaba en cuan paradójico era para ella desear ahora seguridad y estabilidad, lo tradicional, en una relación que no permitía más futuro que el instante. Felipe le había advertido las posibilidades de tener que "pasar a la clandestinidad" en algún momento. Ella le respondió citando un soneto de Vinicius de Moráis, el poeta y músico brasileño, sobre el amor: "Que no sea inmortal puesto que es llama, pero que sea eterno mientras dure", defendiendo la belleza del instante, de vivir el presente. Pero había que reconocer lo difícil que era vivir con el futuro sumido en la incertidumbre, sin ser parte del propósito, sin poder compartir las inseguridades con nadie.

No le quedaría más remedio que guardarse sus dudas, pensó, mientras entraba en el olor a nuevo de su automóvil. Arrancó el motor sin saber qué rumbo tomar; pensando en ir a dar vueltas, subir por la carretera; disipar la sensación de abismo, de soledad, de quedarse en terreno de nadie, sin remedio.

Recorrió calles y avenidas, añorando a su tía Inés, añorando un ser humano que la entendiera, con quien poder hablar.

La imagen de Flor, el pelo ondulado, las facciones morenas, la empatía de una mujer a mujer sentida la única noche que estuvieron juntas, se le vino a la cabeza con el fulgor de un faro lejano.

Pero… ¿debía ir?, pensó. La noche que ella estuvo en su casa ni siquiera se despidieron. Flor no era una persona sin complicaciones de esas que uno conocía y podía visitar a voluntad, sin tener siquiera que llamar por teléfono. Pertenecía a otro mundo. Pero, ¿por qué no?, se decía, si ella considera que no es conveniente que la visite, me lo dirá sin duda, argumentaba consigo misma.

Decidida, Lavinia giró el timón a la derecha, alejándose de la carretera que estaba a punto de tomar, concentrando su atención en hacer memoria de la dirección de la casa.

Tomó el rumbo de los barrios orientales. Los viejos buses destartalados recogían gente en las paradas; hombres y mujeres con los rostros confundidos en la noche, se aglomeraban con aire de cansancio bajo las casetas de vibrantes colores con anuncios de jabón, café, ron, pasta de dientes.

"Pude haber sido cualquiera de ellos", pensó desde el mullido asiento de su carro; "de haber nacido en otra parte, de otros padres, yo podría estar allí, haciendo fila para el bus esta noche." Nacer era un azar tan terrible. Se hablaba del miedo a la muerte. Nadie pensaba en el miedo a la vida. El embrión ignorante toma forma en el vientre materno, sin saber qué le espera a la salida del túnel. Se crea la vida y sin más, se nace. "Menos mal que no somos conscientes, entonces" pensó. Porque uno podía nacer al amor o al desamor; al desamparo o la abundancia; aunque ciertamente la vida misma no era responsable, el principio vital hacía su trabajo de unir al óvulo y el espermatozoide; eran los seres humanos los que creaban las condiciones en los que la vida seguía su curso. Y los seres humanos parecían marcados por el destino de atropellarse unos a otros, hacerse difícil la vida, matarse.

"¿Por qué seremos así?", pensaba, cuando llegó a la esquina cercana al puente; una esquina donde se alojaba un establecimiento comercial, especie de pulpería grande, con el rótulo: "Almacén la Divina Providencia ". ¿Cómo no recordarlo?, sonrió.

Dobló a la izquierda y encontró el puente, la entrada a la calle de Flor.

De nuevo la asaltaron las dudas; dudas sobre el recibimiento que le dispensaría Flor. Pero ya estaba tan cerca, se dijo. No podía permitir que las dudas la poseyeran, congelaran todos sus actos. No podía permitirse perder la seguridad en sí misma de la que, desde adolescente, se sintió tan orgullosa.

Las ruedas entraron al camino sin asfaltar. Reconoció las viviendas de madera. Algunas tenían ahora las puertas abiertas. Mirando a través de ellas se divisaba toda la casa: la única habitación, el fogón al fondo, la familia sentada en sillas de madera, afuera, tomando el fresco de la noche. Niños jugando descalzos.

Aparcó el carro al lado del tosco muro de la casa de Flor. Vio que el carro de ella estaba en el garaje y había luz en la casa. El timbre dejó oír su chirrido y de nuevo Lavinia oyó el sonido de las chinelas aproximándose. Mentalmente rogó que Flor la pudiera recibir. Flor se acercó a la puerta y su rostro se mostró agradablemente sorprendido cuando la vio.

– Hola -le dijo, abriendo el candado de la cancela- ¡qué sorpresa!

– Hola -dijo Lavinia-. Antes de entrar, quería preguntarte si está bien que te visite… no sabía si hacerlo o no…

– Ya que estás aquí -dijo Flor- no seas tan ceremoniosa; pasa adelante.

Y le sonrió cálida.

Entraron en la sala; el afiche de Bob Dylan en la pared.

– ¿Querés café? -preguntó Flor-. Lo tengo listo.

– Bueno, gracias -dijo Lavinia.

Flor entró tras la cortina floreada. Lavinia se sentó en la mecedora, balanceándose y encendiendo un cigarrillo para dar tiempo al regreso de Flor con el café. Miró los estantes de libros: Madame Bovary, Los condenados de La tierra, Rajuela, La náusea, Mujer y vida sexual… títulos conocidos y desconocidos… Lecturas poco usuales en una enfermera. ¿Quién sería esta mujer?, se preguntó.

Esa que regresaba con dos pocilios esmaltados que puso sobre la mesa.

– ¿Y cómo es que se te ocurrió visitarme? -dijo Flor, revolviendo el azúcar en el café, mirándola con su mirada de árbol.

– Pues no sé cómo se me ocurrió -respondió Lavinia, ligeramente intimidada- tenía necesidad de hablar con alguien… Pensé que tal vez no era lo más indicado; aparecerme aquí sin más, pero también pensé que vos me lo dirías…

– Bueno, usualmente es mejor que no vengas así, sin avisar -dijo Flor- ¿Pero no tenías dónde avisarme, de todas formas, verdad? Así que no nos preocupemos de eso ahora. Ya estás aquí, y me da mucho gusto volver a verte.

¿Y qué diría ahora, pensó Lavinia, cómo empezar a hablar, qué era lo que necesitaba hablar?

– ¿Cómo está Sebastián? -preguntó, por decir algo. Flor dijo que estaba bien. Se había repuesto mejor de lo que ella esperaba. Podía mover bien su brazo. No se había infectado.

– La verdad -dijo Lavinia- es que no sé por qué vine. Me sentí sola. Pensé en vos, en que vos me entenderías.

Flor la miraba dulcemente, animándola con la mirada a seguir, pero sin ayudarle mucho en la conversación.


– Siento que estoy en terreno de nadie -dijo Lavinia-. Estoy confundida.

– ¿Y no hablas con Felipe?

– Últimamente lo veo poco. En las noches, no hago nada más que esperarlo, por si aparece. Me siento como Penélope. Flor rió.

– Debe andar ocupado, ¿no? -dijo.

– O sea -dijo Lavinia- que, ¿con cualquier hombre que uno esté, sea guerrillero o vendedor de refrigeradores, el papel de una mujer es esperarlo?

– No necesariamente -dijo Flor, sonriendo de nuevo-, depende de lo que uno, como mujer, decida para su vida.

– ¿Y vos cómo llegaste a decidir ser lo que sos? -preguntó Lavinia.

Entre sorbos de café, gestos expresivos y silencios de nostalgia, Flor le relató su historia. Ella también había tenido un tío definitorio, le dijo; pero no en el sentido positivo de la tía Inés de su historia. El tío de ella se la había llevado del rancho perdido en la montaña, donde vivía con su madre y sus hermanos analfabetos, a "educarla" en la ciudad. Era un hombre que hizo fortuna durante el apogeo del café, solterón y degenerado. La llevó en viajes al extranjero a conocer museos y gentes inquietas y estrafalarias. "Me adoptó, prácticamente", decía Flor, "pero no con buenas intenciones". Ya ella había notado cómo la miraba cuando, entrando en la adolescencia, la observaba bañarse en el río. "Esperó que yo creciera para convertirme en su amante. Aquí donde me ves, yo dejé en San Francisco la virginidad", dijo Flor, fumando y sorbiendo café con expresión inexpugnable.

Ella lo odiaba, siguió diciendo. Y para contrariar su lujuria, entró a la universidad y se dedicó a coquetear y acostarse con quien estuviera dispuesto a hacerlo ("nunca faltaban", añadió, mirando a Lavinia casi desafiante). El único que no había estado dispuesto fue Sebastián. Flor recordó cómo la había confrontado; cómo la zarandeó para lograr que ella viera el proceso de autodestrucción en que se había empeñado, confundiendo la rabia visceral contra el tío con el odio contra sí misma.

"Me resistí", dijo, "pero empecé a pensar, a llorar". Y, entre encontronazo y llanto con Sebastián, continuó Flor, sucedió que un día la guardia allanó la universidad. "Esconde esta pistola en tu bolso", recordó que le dijo Sebastián en el momento espantoso en que oyeron las sirenas acercándose al mitin, cuando la discusión rompió en golpes de un bando estudiantil contra el otro. "Salí rápido. Te vas a tu casa. Espérame que llego en la noche", le dijo. Salió atolondrada, relataba Flor, deslumbrada de que él pudiera confiar en ella; que no pensara que podía denunciarlo si la agarraban con la pistola en el bolso. "Confió en mí, y me hizo pasar uno de los peores momentos de mi existencia", añadió. Horas después, Sebastián había aparecido en la casa de ella como si nada, reclamando la pistola que guardaba en la gaveta de ropa interior. Sin mucho preámbulo, la convenció de dejar la casa del tío, comprar con dinero ahorrado esta casa donde ahora vivía y colaborar de lleno con el Movimiento.

"Me convenció su confianza" -dijo Flor-. "O la aceptaba o seguía siendo la cosa ridícula que era, supuestamente para vengarme del tío."

Después había tenido que atravesar incontables pruebas de fuego; convencerse de que el Movimiento no era -y así se lo decía Sebastián constantemente- un grupo de "terapia sicológica"; que no debía verse únicamente como un mecanismo para tener algo "por qué vivir"; logró por fin, no sólo reconciliarse consigo misma, sino asumir una responsabilidad colectiva. "Si tan sólo para que ninguna madre campesina tenga que 'regalar' a sus hijos a parientes ricos, creyendo que sólo así logrará hacerlos alguien", dijo.

Flor recostó la cabeza contra el espaldar de la silla. Lavinia había escuchado en silencio su relato, conmovida; asombrada de que Flor hubiese confiado en ella.

– No fue fácil -añadió Flor-. Estas decisiones nunca son fáciles. Sólo que a veces las cosas suceden y lo encuentran a uno en el momento preciso… pero nadie decide por uno. Tu problema no es Felipe.

– Yo sé -dijo Lavinia, defensiva- pero me parece que él tiene alguna responsabilidad, siendo como es, la persona más cercana a mí.

– Obviamente, lo que él quiere es el "reposo del guerrero" -sonrió Flor- la mujer que lo espere y le caliente la cama, feliz de que su hombre luche por causas justas; apoyándolo en silencio. Si hasta el Che Guevara decía, al principio, que las mujeres eran maravillosas cocineras y correos de la guerrilla, que ese era su papel: "Esta lucha es larga”.

– Pero yo no quiero ser solamente la ribera de su río… -dijo Lavinia.

– Pues, si querés, yo te puedo dar algunos materiales para que conozcas mejor qué es y qué pretende el Movimiento -dijo Flor-. Así no tendrás que recurrir a él, si eso es lo que te inquieta; así vas a poder tomar tus propias decisiones. Así lo podrás esperar en la tal "ribera de su río", con un arco y una flecha.

Lavinia rió y rió. La risa le sacó lágrimas de los ojos. Ni ella misma sabía por qué la súbita carcajada naciéndole del pecho, incontenible, borboteando risa: visiones de mujer tensando el arco, divertida, juguetona, esperando ver surgir del agua, la cabeza del hombre.

Se calmó con dificultad.

No sabía si encontraría en los materiales las respuestas, dijo Lavinia, pero estaba bien; los leería. Felipe se merecía un flechazo.

– Cuidado -dijo Flor-. Esto es un asunto tuyo, no de Felipe. Salió de la casa de Flor con los "materiales" en el bolso. ¿Era eso lo que había llegado a buscar?, se preguntó. Estuvo a punto de decirle a Flor que no, que no se los diera. Ella no era para eso, no se sentía capaz, el miedo; pero no pudo negarse. Había ido ya demasiado lejos. Sin saber por qué, había estado coqueteando con la idea, persiguiéndola como gato tras su propia cola. A fin de cuentas, al menos tenía que aclararse consigo misma; saber si su inquietud era legítima o sólo su manera de disfrazar el desencanto de que Felipe no la incorporara a lo que ella consideraba era algo tan fundamental en su vida.

Debía cuidar los materiales. Si la descubrían con ellos podía caer presa, había dicho Flor, entregándole varios folletos impresos en mimeógrafo: la historia del Movimiento, su programa y estatutos, las medidas de seguridad (no estaba mal que las conociera -dijo- sobre todo por su reciente experiencia con lo de Sebastián). Después de leerlos, Lavinia debía devolvérselos.

Apretó el bolso al entrar al carro, lo puso cerca de ella, a su lado, sobre el freno de emergencia. Flor la despedía desde la puerta levantando la mano. Lavinia pensó otra vez en los árboles; hasta la voz de Flor, al final, cuando le daba instrucciones sobre los materiales, crujía un poco, como alguien caminando sobre hojas.

Encendió el motor y salió hacia la avenida. Avanzaba a través de la noche rumbo a su casa, cuando vio la patrulla de policía en la esquina. El corazón le dio un vuelco. La circulación de la sangre la invadió de calor. Apretó el timón, bajó la velocidad y rogó a todos los santos que no la detuvieran. "¿Qué he hecho? ", pensaba, acalorada. ¿Y si el policía, mientras le pedía la licencia, veía los papeles en su bolso? ¿Y si notaban su nerviosismo?

Pasó al lado de los policías, despacio, sin mirarlos. No la detuvieron. Siguió su camino. Apenas podía controlar el temblor de las piernas, las ganas de llorar.

"Esto no es juguete", pensó mientras tocaba y volvía a tocar el bolso con los papeles; mientras se cercioraba de que nada irremediable había sucedido. "No es una muñeca lo que llevo", se dijo, continuando la regresión infantil provocada por el miedo, lentamente calmándose con pensamientos dispersos.

Recordó las muñecas sacadas del armario pulcramente arreglado por su tía Inés, las que ella llevaba a escondidas al mueble donde se guardaba la máquina de coser, su escondite favorito, para escudriñarlas y buscarles el corazón. "Es una destructora" -decía su madre-; porque las bañaba hasta que la pintura se les borraba y quedaban con las bocas pálidas o con un ojo azul y otro café; las peinaba hasta que se les caía el pelo; las revisaba de arriba abajo buscándoles algún rasgo humano; algo que diera sentido a los acurrucos que les dispensaba, a sus cariños de niña sola, hija única, tratando de encontrar compañía de su edad.

Recordó su desilusión cuando, muñeca tras muñeca, sus ojos encontraron los pechos huecos; cuando comprendió que malgastaba mimos y caricias, canciones de cuna; cuando comprendió que ninguna muñeca tenía corazón.

¿Qué diría su madre si la viera?, pensó Lavinia, acelerando nerviosa en el semáforo en verde, ansiando llegar a su casa, sintiendo que toda la ciudad sabía que la cruzaba con su cargamento de papeles clandestinos.

Cuando llegó, encontró a Felipe dormido frente al televisor. No esperaba verlo. Recientemente le había dado copia de la llave de la casa para evitar las esperas inútiles por la noche, el temor de no escuchar los golpes en la puerta. Pero era la primera vez que él la usaba. Se movió sigilosamente para no despertarlo y entró al dormitorio pensando en un buen lugar donde esconder los papeles.

Miró a su alrededor y sus ojos alcanzaron la vieja muñeca empolvada en lo alto del armario. Asociándola a sus recientes reflexiones, la bajó, le removió la cabeza, metió los papeles en el pecho hueco y volvió a cerrarla con la cabeza. "Ahora tendrá corazón", pensó. Regresó a la sala donde la luz proveniente de la televisión alumbraba únicamente. Los actores seguían su representación, indiferentes al espectador dormido.

Miró a Felipe. Parecía una estatua derrumbada, indefenso. Le gustaba verlo dormir. Era un curioso estado el del sueño, se dijo, cómo apagarse, salirse del aire; una "pequeña muerte". Según las creencias orientales, en el sueño, el espíritu se separa del cuerpo y hace viajes astrales a otros planos de la existencia. ¿Dónde estaría Felipe ahora?, se preguntó. Se recostó en los cojines, entreteniéndose en contemplarlo. La televisión pasaba el noticiero de medianoche: el Gran General inauguraba un supuesto programa de reforma agraria para los campesinos. Hablaba de "revolución" en el campo. Trataba de despojar de significado a la palabra, apropiársela, descontaminarla. Era un hombre repulsivo, de mediana estatura, barrigón, blanco, de pelo negro, con sonrisa artificial de dientes cuidadosamente pulidos, manos finas. Se movía con aire de poder, de superficialidad benevolente y a su alrededor el séquito de ministros, sonriendo sonrisas serviles.

Nada se mencionaba de los mitines en los barrios, los buses quemados en las calles…

Lavinia pensó en los papeles dentro de la muñeca. Miró a Felipe.

No le diría nada, decidió. Lo apartaría del ámbito de sus decisiones; lo condenaría -como hacía él- al margen de la página; a estar ausente él también de uno de los nudos de la vida de ella; a la ignorancia inocente, tan común en la historia del género femenino. Porque si bien era cierto que de no haber sido por él, de no haber Felipe llevado a Sebastián a su casa, ni siquiera tendría ella dudas, como ahora; era también evidente que para Felipe, lo sucedido había sido nada más que un episodio fortuito; una alteración sutil de la cotidianeidad, que no debía tener mayores consecuencias. Él, sin proponérselo seguramente, la había llevado al umbral de esa otra realidad, buscando luego como apartarla. "Tu problema no es Felipe", había dicho Flor. Y precisamente por eso, ella debía tomar las decisiones por sí misma, se dijo, no decirle nada, marginarlo de su incorporación…

"¿En qué estoy pensando?", se preguntó de pronto, asustada de sí misma. ¿Cuál "incorporación"? Si sólo se trata de informarme mejor, se dijo, sin lograr engañarse totalmente.

Felipe continuaba durmiendo. Lavinia, distraída en sus reflexiones, miraba el naranjo mecido por el viento. La noche seguía su curso. En el corazón de la muñeca, los papeles emanaban su presencia, flotaban en el aire quedo de la casa.


Me miró. Sentí en sus ojos la fuerza de la batalla desencadenada en sus pulmones e intestinos. El viento me mece de un lado al otro. Pronto lloverá. La tierra ha empezado a soltar el recuerdo del olor de la lluvia; llama a Quiote-Tláloc, con el agua guardada.

Pienso ahora que quizás también mis antepasados remotos, los que huyendo de la explotación de Ticomega y Maguatega, llegaron a poblar estos parajes, permanecieron en la tierra, en los frutos y las plantas durante mi tiempo de vida. Quizás fue alguno de ellos el que pobló mi sangre de ecos; quizás alguno de ellos vivió en mí; hizo que dejara mi casa; me llevó a los montes a combatir con Yarince.

La vida tiene maneras de renovarse a sí misma


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