LAS NUEVE DE LA NOCHE. El cielo limpio de marzo alardeaba su luna amarilla. El taxi corría veloz, sorteando el escaso tráfico. Las calles, más vacías que de costumbre a esa hora, eran la única señal visible del efecto de los recientes sucesos.
Con la espalda recostada al lado de la puerta del vehículo, Lavinia miraba hacia atrás, según le indicara Sebastián, para cerciorarse de que ningún automóvil inoportuno le seguía la pista. Tomaban el rumbo de los barrios orientales. Los barrios, pobremente iluminados, aparecían en la ventana en una sucesión de viviendas rosas, verdes, amarillas; casas humildes e iguales, adornadas únicamente por el color chillante de sus paredes y alguno que otro jardín.
Dentro del vehículo, el chófer, fumando, escuchaba atento un programa deportivo.
Lavinia, alerta, no se reconocía en esta mujer vigilante. Con suerte, la pesadilla concluiría al día siguiente. Se mordió las uñas. Viajar en taxi de noche siempre le producía incomodidad, la sensación de riesgo. Sólo que esta vez no temía al taxista sino la oscuridad rodeándolos en las avenidas mal iluminadas, la posibilidad de que la siguieran… Rezó calladamente porque nada le pasara, por encontrar a aquella "Flor" y regresar a su casa sana y salva.
Pasando un puente, a la izquierda, entraron en una calle sin asfaltar. A ambos lados, casas de tablones irregulares, precariamente acomodados unos sobre los otros, separándose aquí y allá para formar puertas y ventanas flanqueaban la calle. Al fondo, vio unas cuantas casas de concreto. La de Flor era una de las últimas. Observó desde el taxi el techo de tejas, la estructura de pequeña hacienda de la construcción y el tosco muro que describiera Felipe.
Al entrar a la calle, miró atentamente a todos los lados. Sebastián y Felipe la alertaron sobre aparentes transeúntes inocentes, borrachos durmiendo en las aceras, vehículos estacionados con parejas romanceando: cualquiera de esas señales podía significar peligro, vigilancia de agentes de seguridad. No vio nada. (Felipe tampoco vio nada, pensaba, rogando que nada anormal sucediera.)
– Aquí es -dijo al taxista.
Pagó y bajó del carro.
El timbre dejó oír un chirrido estridente. Poco después se oyeron pasos, sonido de chinelas aproximándose.
La mujer al otro lado de la cancela de hierro, la miró. Lavinia vio sus ojos seguir al taxi que levantando polvo salía de la calle hacia la avenida asfaltada.
– ¿Sí? ¿A quién busca? -preguntó la mujer, aproximándose a ella.
– A Flor -dijo Lavinia.
– Soy yo -dijo la mujer-. ¿Qué se le ofrece?
Lavinia extendió el papel que Felipe redactara sobre la mesa del comedor y luego doblara en forma curiosa.
Él había dicho que, con sólo ver la forma del doblaje, Flor entendería. Sin embargo, la mujer lo abrió y leyó antes de abrirle la puerta. La débil luz de la bujía en el alero de la casa, permitió a Lavinia observarla; tenía el pelo oscuro ondulado, hasta los hombros; sus facciones eran morenas y finas, debía andar cerca de los treinta años; fisonomía de enfermera adusta.
Aún conservaba el uniforme blanco. Sólo se había despojado de las medias y los zapatos, calzaba chinelas plásticas.
– Pasa -dijo, iniciando una sonrisa que suavizó sus facciones casi módicamente.
La cancela se abrió con un ruido de sarro, de goznes clamando por aceite.
– Perdona que te hiciera esperar -dijo Flor- En estos días, hay que redoblar las precauciones.
Cruzaron un corredor de abundantes maceteros. Plantas de grandes hojas, helechos, violetas, begonias, prestaban gracia y calor a la casa vieja y decrépita. Flor la hizo pasar a una sala acogedora y juvenil, que hizo pensar a Lavinia en posibles equívocos con la primera impresión de persona adusta que se había formado de ella. Había discos, libros, mecedoras, más plantas, pinturas y un afiche de Bob Dylan en la pared. Sobre la ventana que daba al corredor, se derramaba una enredadera de huele noche.
Sólo algunos gruesos libros de medicina en uno de los anaqueles y el modelo anatómico de mujer, indicaban la profesión de la dueña de la casa.
– Espérame un momento -dijo Flor-. Sólo me pongo los zapatos, recojo mis cosas y nos vamos.
Le indicó a Lavinia que se sentara y desapareció detrás de una cortina floreada. Meciéndose, tamborileando sobre el brazo de la butaca, Lavinia esperó. Le dolía la cabeza.
Flor salió al poco rato, vestida con un traje holgado y sencillo, celeste, y un maletín de médico en la mano. Se notaba preocupada.
Apagó luces y cerró ventanas. Lavinia la siguió hacia el pequeño garaje donde un viejo automóvil Volkswagen estaba aparcado.
– ¿Te contrachequeaste viniendo para acá? -dijo Flor, abriendo la puerta del vehículo.
– ¿Qué? -preguntó Lavinia, sin entender.
– ¿Chequeaste que nadie te seguía? -aclaró Flor.
– Sí, sí. No vi a nadie.
Abrumada por el cúmulo de sensaciones de las últimas horas, reaccionaba lentamente, advenediza en ese mundo ajeno y peligroso. En nada se parecía a todos ellos, tan expertos en la conspiración, pensó. Observó a Flor sacar el vehículo, cerró las puertas del garaje. Al igual que Sebastián, emanaba un aire de árbol sereno.
Se le hacía irreal estar súbitamente en contacto con estos seres. Siempre los imaginó de rostros agudos, ojos iluminados por visiones quiméricas, fanáticos, especie de samurais. Ridículos clichés del cine, se recriminó con vergüenza. Jamás sospechó que serían seres normales, personas corrientes.
Felipe, nada menos, resultó ser uno de ellos. Quizás era sólo su romanticismo el que atribuía a Sebastián y Flor un aire de paz, firmeza y equilibrio. Sería su imaginación la que los dotaba de miradas penetrantes, aunque no podía negar el matiz de camaleón de Flor que ahora, mientras subía al vehículo y encendía el motor, ya no se parecía en nada a la enfermera de la puerta.
Dejaron las calles oscuras de los barrios orientales y salieron a la avenida que conducía al barrio de viejos de Lavinia.
– Es una suerte que Sebastián esté bien -dijo Flor-. Yo estaba muy preocupada. No sabíamos nada de él.
– ¿Lo conoces de hace mucho? -preguntó Lavinia.
– Más o menos -dijo Flor, evasiva-. Y vos ¿sos amiga de Felipe, verdad?
– Sí. Trabajamos juntos.
– Pero no sabías nada de esto…
– No.
– Te debiste asustar…
– Nunca me lo imaginé.
– Así es esto -dijo Flor- cuando uno menos se lo imagina…
Sí, pensó Lavinia, cuando uno menos lo imagina resulta que se traspasa el espejo, se entra en otra dimensión, un mundo que existe oculto a la vida cotidiana; sucede esto de ir en automóvil conversando con una mujer desconocida, que ha transgredido la línea de fuego de la rebelión. Para Flor, sin duda, las rebeliones de ella, su rebelión contra destinos casamenteros, padres, convenciones sociales, eran irrelevantes capítulos de cuentos de hadas. Flor escribía historias con "h" mayúscula; ella, en cambio, no haría más historia que la de una juventud de rebelde sin causa. La miró mientras conducía. Flor hablaba. Comentaba sobre el tráfico, los semáforos. Trivialidades. No parecía del todo nerviosa. Lavinia sintió un ribete de admiración por ella. ¿Cómo se sentiría? pensó ¿cómo sería vivir el lado "heroico" de la vida? Recordó su vieja admiración por las hazañas heroicas, nacida de los libros de Julio Verne. Admiración adolescente. En el mundo real y moderno no era fácil convertirlos a ellos en seres míticos. Igual que Adrián, admirándolos por su valentía. Debía tener cuidado, pensó. Sobre todo con Felipe tan cercano. No se le ocurriera acariciar la idea de ser uno de ellos. Nada tenía en común con "los valientes", que sabían, como Flor, ir tranquilos en un automóvil por la noche en medio de una ciudad de calles oscuras por donde transitaban los FLAT (jeeps de las Fuerzas de Lucha Antiterroristas), camino a curar a un guerrillero herido, con una persona totalmente extraña que le entregó un papel doblado.
Flor le hacía preguntas. Lavinia cedió a la tentación de hablar sobre sí misma; hablar con alguien que la escuchaba con tanta atención, hablar con una mujer, un ser sujeto como ella a programaciones ancestrales y que, sin embargo, vivía en un plano tan insólito de la realidad, inserta en la conspiración como en un habitat natural, lejos de todos los preconcebidos destinos de la feminidad. Pensó que podría preguntarle cómo era ese tipo de vida, pero el camino no fue lo suficientemente largo.
– Aquella es la casa -dijo, señalándola.
Flor pasó frente a la casa sin detenerse, aparcándose varias cuadras más adelante, explicándole a Lavinia que no era conveniente estacionar el vehículo en el propio lugar, no podían arriesgarse a que los detectaran.
Caminaron. Sus pasos resonaban en las aceras vacías. Los fantasmas señoriales se ocultaban dentro de los dormidas residencias. Algunos perros merodeaban las latas de basura.
Lavinia miraba a la mujer silenciosa, pensativa, caminando a su lado con el maletín negro de médico en la mano. Nada sabía de Flor. Hábilmente había evadido hablar sobre sí misma. Así funcionaban seguramente, pensó. Cuando entraron en la sala de la casa, donde esperaban los hombres, Lavinia se preguntó si Flor habría conocido a los otros tres, los muertos, los que flotaban en el ambiente de su casa. El periódico estaba nítidamente doblado sobre la mesa del comedor. Se abrazaron. Primero la abrazó Sebastián y luego Felipe; un abrazo de náufragos sobrevivientes y Flor con los ojos cerrados.
Después los tres rompieron el tenue círculo de afecto y silencio, hablando acerca del brazo de Sebastián. Flor dijo que la mano se veía un poco hinchada. Pasaron al dormitorio con el maletín de la enfermera.
Lavinia entró con ellos. No quería quedarse afuera, aparte, sola.
Pretextó para sí misma que quizás la necesitarían para los algodones, el agua oxigenada. No parecieron evitar su presencia.
Se quedó de pie, mientras Sebastián, sentado en la cama, dejaba que Flor descubriera el improvisado vendaje.
– Está bastante inflamado -dijo- ¿Le dieron algún antibiótico? -preguntó volviéndose a Felipe.
– Sí -dijo éste- ampicilina -y le explicó la dosis.
Con precisión profesional, Flor abrió el maletín negro y sacó algodón y vendas. Lavinia no pudo evitar el salto de su sangre cuando vio, en medio de ampolletas, jeringas y frascos, dos pistolas negras sobre el fondo blanco. ¡Y ella había atravesado todo la ciudad con aquella mujer en el carro, pensó, con las pistolas sólo cubiertas por la gasa y las vendas…!
– ¡Ah!, qué bueno. Las trajiste -dijo Sebastián sin inmutarse. El también las había visto.
A Lavinia las dudas, los reproches la asaltaron de nuevo. Tuvo ganas de reclamarles que la hubieran envuelto en todo eso. Pensó en el aire inocente y sereno de Flor cuando venían en el carro; cuando le preguntó sobre Italia, los resabios del fascismo, lo que discutían los estudiantes. Ella, ignorante del contenido del maletín, lo llevaba a sus pies todo el trayecto y hasta le ofreció a Flor cargarlo mientras caminaban hacia la casa.
La negra silueta de las pistolas la devolvió al miedo; al miedo diluido en la curiosidad de observarlos.
Es un esfuerzo mantener su miedo anclado, no permitir que se derrame libremente por su sangre. El miedo es oscuro y a la vez brillante. Rodea sus pensamientos cual una red que se atenazara hasta provocar la inmovilidad, igual que la picadura de las serpientes amarillas de nuestras selvas. Yo sentí miedo muchas veces. Recuerdo la primera visión de las bestias sobre las que llegaron los españoles. Al principio creímos que juntos formaban un solo cuerpo. Los pensamos dioses del inframundo. Pero morían. Ellos y sus bestias morían. Todos éramos mortales. Cuando por fin lo descubrimos, era tarde. El miedo nos jugó sus trampas.
Flor terminó de limpiar la herida, el corte abierto de la piel mostrando un boquete rojo. La bala había penetrado desde atrás del brazo, donde el agujero era menor, saliendo un poco arriba del codo en un corte irregular. Todo el área circundante, incluyendo la mano, lucía una coloración profunda.
Después de pedirle a Sebastián que realizara una serie de movimientos con el brazo -cosa que él hizo sin ocultar el dolor que le causaba-, Flor, convencida de que la bala no había afectado seriamente el movimiento, dijo que debía suturar la herida para asegurar la cicatrización y evitar el peligro de una infección de graves consecuencias.
– Lavinia, podrías hervir un poco de agua, por favor -pidió. En el agua hirviente, esterilizaron las curvas agujas de suturar. Flor las sacó, cuidadosa.
– ¿Podes ayudarme? -dijo a Lavinia- en estas cosas me entiendo mejor con las mujeres. Los hombres se ponen nerviosos.
Asintió con la cabeza. Cuando decidió su carrera, la medicina fue otra de sus posibilidades. De adolescente devoraba las novelas sobre médicos y hospitales. Pero la oposición del padre fue rotunda. Demasiados años de estudio, argumentó. Se quedaría solterona, decía, o, en el mejor de los casos, el marido la abandonaría ante las salidas a atender emergencias a medianoche.
Ayudó a Flor a disponer sobre la cama lo que iba a necesitar, extendiendo una toalla limpia. Las manos finas y pulcras de la enfermera trabajaban eficientemente pasando el hilo negro de un lado al otro de la herida, juntando la piel. Debía dolerle, pensó Lavinia, pero Sebastián apenas si contraía la cara. Sólo su cuello dejaba ver la tensión; los finos haces de las venas resaltando cual delgados cables en la nuca.
Felipe observaba en silencio la operación. De vez en cuando hacía bromas para distraer a Sebastián.
Sosteniendo la toalla con los instrumentos, Lavinia tenía la sensación de vivir una vida que no le pertenecía. "Es irreal", se decía; le era inconcebible el hecho de encontrarse en su propia habitación (los discos, el colchón en el suelo, las mantas de colores ovilladas en la esquina) y ver las manos de Flor atravesando y volviendo a atravesar la piel de Sebastián con el hilo de suturar.
A excepción de Felipe, estas personas le eran totalmente desconocidas. Podrían haberse cruzado por la calle y ella no los hubiera mirado; quizá sólo habría compartido el instante transeúnte, efímero, en que uno encuentra los ojos de otro ser humano en la multitud y las miradas se cruzan como barcos lejanos en la niebla, y los rostros desaparecen sin dejar rastro, perdidos para siempre al llegar a la esquina y distraerse los ojos en los dulces colores de la batea apoyada sobre las piernas de la mujer vendedora de cajetas.
Jamás hubiera imaginado esta noche con ellos, pensó, el calor espeso de marzo, el silencio de camaradería, de preocupación por el brazo de Sebastián, por el sufrimiento de Sebastián. Algo se había creado entre ellos; intimidad, como si los conociera desde hacía mucho tiempo. El tejido del peligro, la muerte rondando afuera en las avenidas quietas y oscuras, agazapada, los hacía una familia, un grupo humano necesitándose para la sobrevivencia; los hombres de las cavernas adivinándose en la oscuridad, sintiendo afuera la respiración de los bisontes. Levantó la cabeza, alerta al ruido proveniente de la calle. Era sólo un automóvil. Se miraron los cuatro y continuaron en silencio observando a Flor. No necesitaban saber mucho los uno de los otros, pensó Lavinia. La preocupación se encargaba de las convenciones; los ojos sintonizaban la misma frecuencia; la vulnerabilidad y la fuerza convivían lado a lado, alternándose en flujos y reflujos, marea de un mar en el que nadaban juntos, náufragos de este instante, esta pompa de jabón.
Flor concluyó. Sebastián miró su brazo, el diseño negro de crucetas de las puntadas. Felipe tomó a Lavinia suavemente por los hombros y timoneó su cuerpo fuera de la habitación.
– Deberías acostarte en el otro cuarto -dijo Felipe, cuando ya estaban afuera-. Ya no te preocupes más. Nosotros tenemos que hablar sobre el traslado de mañana. Se hará tarde. Es mejor que durmás un poco.
– Felipe -dijo Lavinia-, si es necesario, Sebastián puede quedarse. No quisiera que le pasara nada por sacarlo de aquí…
– Gracias -sonrió Felipe- pero no creo que sea conveniente. La movilidad es importante en situaciones como esta. No sabemos si realmente nadie delató a Sebastián, no sabemos si lo andan buscando. Tal vez no dijeron nada para que bajáramos la guardia y nos delatáramos…
Le dio un beso paternal en la frente y desapareció tras la puerta del dormitorio.
Ella se tendió sobre el colchón con olor a sueño viejo de la otra habitación de la casa.
Se tendió boca arriba, vestida, con la luz apagada. Las sombras de los objetos guardados en el cuarto la rodeaban como iconos silentes; las voces submarinas desde el otro cuarto se deslizaban ininteligibles, por la ranura de la luz debajo de la puerta del baño.
Pensó que debía dormirse, no pensar más en ellos; no pensar en la posibilidad de que Sebastián aceptara quedarse. No supo por qué lo ofreció, cómo salieron las palabras de su boca; quizás porque le daba pena que se fueran, verlos abandonar esta isla, la isla donde habían estado juntos como si se conocieran desde tiempo atrás. Por eso lo dijo, pensó, aunque no fuera razonable, aunque mañana, sin duda, se arrepentiría, le daría miedo otra vez. Pero no pensaría en nada, se dijo, se dormiría. Casi no había dormido.
Se sintió sola. Felipe estaba con ellos, les pertenecía; se pertenecían los tres. Sólo ella estaba en el cuarto vacío, inmerso en un vaho denso de imágenes y pensamientos que no la dejaban resbalarse hacia el sueño. Trató de borrarlos pensando en el mar. Cuando no podía dormir, pensaba en el mar.
Caminaba en la playa, escuchando las gaviotas, las olas soltaban su rizada cabellera blanca; ella andaba sobre la playa desierta con una leve túnica de gasa. Y el batir de alas, el vuelo. Volaba otra vez. Su abuelo le hacía gestos mientras la inmensidad del mar se empequeñecía en el ancho espacio.
Cuando abrió los ojos al día siguiente, la claridad entraba por la alta ventana. A su lado, totalmente vestido, Felipe fumaba un cigarrillo.
– Ya se fueron -dijo.
Lavinia se sentó en el colchón. Se frotó los ojos. "Ya se fueron", pensó. "Ya pasó el miedo" y sintió ganas de llorar.
– Ahora deberíamos bañarnos e irnos a trabajar -continuó Felipe-. Me encargaron que te diera las gracias. Dicen que fuiste muy valiente.
Ella no dijo nada. Se levantó y recogió las sábanas, doblándolas cuidadosamente sin saber por qué. Regresarían al trabajo. Sebastián y Flor se habían ido. Volvería la normalidad. No había pasado nada. Todos sanos y salvos. Respiró hondo para controlar las ganas de llorar.
Felipe la miraba expectante. "Pensará que ahora todo terminará entre nosotros", pensó, entrando sola en el baño de su habitación. Cerró los ojos bajo la ducha, dejando que el agua cayera en un chorro fuerte sobre su cabeza. Tenía la sensación de estar convaleciendo de una larga enfermedad.
Cuando salió, Felipe terminaba de arreglar el cuarto. Las sábanas ensangrentadas estaban nítidamente apiladas sobre la cama.
– Sería mejor botarlas -sugirió Lavinia, mientras se vestía. Felipe fumaba otro cigarrillo de pie al lado de la ventana.
– Es peligroso -dijo Felipe-. Las pueden encontrar y usarlas como pista. Es mejor dejarlas escondidas; en alguna parte y lavarlas cuando estés sola. Yo te puedo ayudar.
Las escondieron en lo alto del closet, detrás de las maletas viejas.
Antes de salir, Lavinia recorrió la casa cerrando puertas y ventanas.
– Espero que Sebastián no tenga más problemas -le dijo a Felipe antes de salir, asaltada de pronto por el remordimiento, la vehemencia con que había deseado que se fuera para recuperar la calma de su casa, los días intranscendentes, la bendita rutina.
– Esperemos que no. Gracias -y la abrazó. Lavinia lo abrazó fuerte. Le daba pena verlo preocupado, observándola, temiendo que ella le dijera que no quería volver a verlo.
– Te quiero -susurró. Y pensó que, a pesar de todo, no podría dejarlo.
Lavinia pasó el día envuelta en una rara y tranquila felicidad. La rutina de los planos, los dibujantes inclinados sobre sus mesas de dibujo, Mercedes contoneándose por la oficina, el café humeante sobre su escritorio, le semejaban acontecimientos. Experimentaba la sensación de haber retornado de un largo viaje. Durante el día recordó varias veces a Flor y Sebastián. Le parecieron tan lejanos que el recuerdo era ya nostalgia. Pensó en el discurso del zorro en El Principito, lo de los vínculos. En tan corto tiempo, les había tomado afecto. No quería que nada malo les sucediera. Si algo les llegara a suceder sentiría una profunda pena, se dijo. No la pena que se siente por dos personas casi desconocidas. Porque algo químico se había producido entre ellos; una cierta complicidad en las miradas, un sentirse cercanos. La solidaridad del peligro.
Pero era mejor que el tiempo hubiese doblado ya la esquina, poder recordar el momento sabiendo que formaba parte del pasado. No se sentía capaz de volver a vivir nada semejante.
Cuando regresó a la casa, la encontró limpia. Era miércoles. Lucrecia había llegado. Encendió las luces del patio. Miró el naranjo cargado de frutos. Se sirvió un trago y se dejó caer en la hamaca.
Estuvo así un largo rato, escuchando la música, sintiendo el fresco de la noche, atesorando la calma. Sólo al levantarse para llamar por teléfono a Sara, a Antonio, tuvo un momento de desasosiego. Aquí estaba su ansiada normalidad y, sin embargo, sentía como si su casa y su vida se hubieran vaciado de repente. Con el auricular en la mano, fumando un lento cigarrillo, imaginó la conversación intranscendente a punto de suceder y se preguntó qué era lo que realmente amaba de esta "tranquilidad"; ¿sería que realmente la amaba o era que la noción de independencia, de mujer sola con trabajo y cuarto propio, eran opciones incompletas, rebeliones a medias, formas sin contenido?
Ahora nada sucedería, pensó; podía predecir sus días uno tras otro.
Este espacio era una isla, una cueva, un encierro benevolente de estatua ciega en un jardín romano: el dominio de la soledad, su más brillante conquista. Aquí podría permanecer mientras el mundo se desataba en lluvia y Sebastián y Flor y Felipe y quién sabe cuántos más estaban allá afuera peleando contra molinos de viento, con su aire de árboles serenos.
Está detenida en el umbral de las preguntas. No se responde. Sólo yo que estoy aquí, oculta, puedo soñar, vislumbrar conjunciones, caminos que se bifurcan. Sólo yo siento los imperativos de la herencia, mientras ella intuye vuelcos en su corazón, sin poder nombrarlos.
Los españoles decían haber descubierto un nuevo mundo. Pero nuestro mundo no era nuevo para nosotros. Muchas generaciones habían florecido en estas tierras desde que nuestros antepasados, adoradores de Tamagastad y Cippatoval, se asentaron. Éramos nahuatls, pero hablábamos también chorotego y la lengua niquirana; sabíamos medir el movimiento de los astros, escribir sobre tiras de cuero de venado; cultivábamos la tierra, vivíamos en grandes asentamientos a la orilla de los lagos; cazábamos, hilábamos, teníamos escuelas y fiestas sagradas.
¿Quién podrá saber cómo sería ahora todo este territorio si no se hubiera dado muerte a chorotegas, caribes, dinones, niquiranos…?
Los españoles decían que debían "civilizarnos", hacernos abandonar la "barbarie". Pero ellos, con barbarie nos dominaron, nos despoblaron.
En pocos años hicieron más sacrificios humanos de los que jamás hiciéramos nosotros en la historia de nuestras festividades.
Este país era el más poblado. Y, sin embargo, en los veinte y cinco años que viví, se fue quedando sin hombres; los mandaron en grandes barcos a construir una lejana ciudad que llamaban Lima; los mataron, los perros los despedazaron, los colgaron de los árboles, les cortaron la cabeza, los fusilaron, los bautizaron, prostituyeron a nuestras mujeres.
Nos trajeron un dios extraño que no conocía nuestra historia, nuestros orígenes y quería que lo adoráramos como nosotros no sabíamos hacerlo.
¿Y de todo eso, qué de bueno quedó?, me pregunto. Los hombres siguen huyendo. Hay gobernantes sanguinarios. Las carnes no dejan de ser desgarradas, se continúa guerreando.
Nuestra herencia de tambores batientes ha de continuar latiendo en la sangre de estas generaciones.
Es lo único de nosotros, Yarince, que permaneció: la resistencia.