Capítulo 27

INSTANTES DESPUÉS DESCENDÍAN de los vehículos frente a la casa de Vela. Tomaron por sorpresa a los agentes de seguridad que, como dijo Sebastián, jugaban naipes y apenas ahora, al acelerar ellos y cruzar el límite proscrito, se habían alertado empezando a correr en desorden.

La escuadra uno con Sebastián a la cabeza, hacía los primeros disparos.

Lavinia debía lanzarse hacia el lado derecho y abrir fuego con la subametralladora. "La agarras con fuerza" -había dicho Lorenzo-. Se bajó en medio del sonido ensordecedor. Los disparos sonando por todas partes. Corrió hacia adelante, se volvió calculando estar en su área de fuego y presionó el gatillo. Tuvo un momento de pánico cuando sintió la embestida del arma levantándole las manos, el ruido infernal zumbándole en los oídos. Recordó que debía estar firmemente asentada en el suelo y sostener la Madzen a la altura de su cintura con fuerza. La descarga la había desequilibrado por un instante, pero no llegó a perder pie. Si se quedaba en un solo lugar podrían darle, pensó.

Corrió hacia adelante zigzagueando, como le indicara René en los entrenamientos de la finca y, de nuevo, se asentó firme sobre sus piernas y descargó otra ráfaga. Los oídos le zumbaban. Los disparos silbaban por todos lados. Divisó a Sebastián y René, empujando la puerta. Quitó el dedo del gatillo y corrió otra vez en cuclillas y zigzag hasta llegar a la entrada del servicio a reunirse con los demás. Sebastián y la primera escuadra ya habrían penetrado por la puerta principal al interior de la casa.

– ¡Las máscaras! -oyó que Flor decía- ¡Las máscaras!

El corazón le latía espantosamente. Estaba aturdida por el ruido de los disparos. Le parecía que todo aquello era una confusión. No sabía si estaba saliendo bien o no. Sentía desesperación por entrar a la casa. No quería quedarse afuera. Ser "hombre muerto".

Lorenzo empujaba la puerta con el hombro, embistiéndola con fuerza.

– Rápido "Cinco", rápido -decía Flor, con urgencia-, dale con todas tus fuerzas.

Sobre la grama, a poca distancia, vio dos agentes de seguridad, guayaberas blancas, pantalones negros, tendidos, muertos. Habían estado custodiando la puerta que finalmente se abría, por donde finalmente penetraban al interior de la casa de Vela.

Lorenzo cerró. Él y la "Ocho", movieron una macetera grande y pesada. La pusieron contra la puerta. Aseguraron los cierres. Flor indicó a Lavinia que la siguiera, se movían hacia la entrada del segundo nivel, mirando para todos lados; las armas listas para disparar.

Afuera sonaban tiros dispersos. El silencio empezaba a hacerse en la calle.

Habían logrado penetrar en la casa.

Alcanzaron a escuchar el motor de un automóvil, que arrancó a toda velocidad.

– Rápido -dijo Flor, volviéndose hacia los otros dos-, rápido, peinemos esta zona.

Se habían puesto las máscaras. Sus facciones lucían desfiguradas y extrañas bajo la media de nylon.

Recordó cómo bromeó con Sebastián cuando le dijo que comprara dos docenas de medias de nylon.

Se sentían casi seguros, cuando un disparo silbó al lado de Lavinia. Provenía de un arbusto en el jardín. Todos se dejaron caer de bruces sobre el suelo. Se tendieron. Lavinia sintió que la sangre se le había trasladado a los pies.

– Cúbranme -gritó Lorenzo, mientras, zigzagueba en dirección al arbusto, disparando. La "Ocho" y Flor, abrieron fuego. Lavinia apretó el gatillo entrecerrando los ojos, esperando la descarga; pero no pasó nada. La Madzen hizo un sonido seco. El gatillo no bajaba. Se había quedado sin arma. Sin defensa. Trató de manipular la subametralladora.

Lorenzo llegaba al arbusto disparando su UZI. Una de las descargas arrancó un quejido detrás del arbusto y el sonido de un cuerpo desplomándose.

Sigiloso, Lorenzo se acercó, arrastrándose. Miró. Se puso de pie.

– Este no dará más problemas -gritó, corriendo a unírseles de nuevo.

– "Cinco" -dijo Lavinia-. Mi arma no dispara. Lorenzo la tomó. La miró un instante y tratando de ser amable, le dijo:

– Tenés que cambiarle el cargador. No es nada.

En el nerviosismo, el susto del disparo pasándole tan cerca, había olvidado lo más elemental. Dos días de no dormir producían su efecto.

Siguieron avanzando. Dentro de la casa se escuchaban gritos de mujeres, sonidos atropellados. La zona del jardín por donde avanzaban lucía ominosamente quieta, alumbrada pálidamente por faroles y una luna menguante y tímida.

Divisaron al fondo de la piscina, a la escuadra tres avanzando. Dos compañeros llevaban a dos o tres invitados, con las manos arriba. Poca gente había estado en el jardín a la hora del asalto. Seguramente debido a la noche fría y ventosa, oscura.

Alcanzaron finalmente la cancela que, desde el jardín, daba acceso al segundo nivel. Estaba cerrada. Asegurado por un pesado candado.

– ¿Qué hacemos? -dijo la gordita, volviéndose con cara de aflicción hacia Flor.

– Apártate -dijo Flor, apuntando al candado con la pistola, disparando. El disparo, tan cercano, los aturdió aún más. Lavinia sentía que le zumbaban miles de abejas en la cabeza.

– "Cinco", tírate contra la puerta -dijo Flor.

– Lo voy a agarrar de oficio -dijo Lorenzo, sonriendo un instante y luego embistió la puerta, cerrada detrás de la cancela recién abierta, con toda su fuerza de nervios y músculo.

La puerta se abrió. Desordenadamente, irrumpieron en el segundo nivel.

La escena habría sido jocosa, a no ser por el contexto y la tensión extinguiendo el humor y la risa: Hombres y mujeres de trajes brillantes y planchados, estaban contra la pared con las manos en alto. Lavinia vio también a varios con uniforme de altos oficiales. Uno de ellos, yacía muerto en el suelo. No pudo evitar que un escalofrío le recorriera la espalda.

"Siete" y "Seis" se movían por entre los invitados, cateándolos, cuidadosamente acercándose a los militares, a los tobillos de donde salieron dos o tres pistolas, mientras Sebastián y René mantenían vigilancia con las armas en posición de tiro. Lavinia vio a la señora Vela y la hermana. Pálidas. Los ojos redondos en las órbitas. Y los hijos de Vela. La niña lloraba desconsolada. Al muchacho le castañeteaban los dientes. Se pegaba a la madre como venado asustado.

Eran unas treinta personas. Muchas en aquel ambiente. Sintió pena por los niños.

Miró rápidamente hacia la puerta abierta del estudio. Las armas habían estado en exhibición. Sebastián y los demás las habían tomado de sus lugares. Se preguntó si habrían descorrido los paneles.

"Nueve" y "Diez", entraron en ese momento, desde el tercer nivel, llevando seis músicos, varios meseros y empleadas domésticas, así como tres invitados.

– ¡Contra la pared! -gritó Sebastián, sólo para percatarse que ya no había pared libre-. ¡Aquí! -corrigió, señalando el centro de la sala.

– Regresen al jardín -gritó a "Nueve"-. Llévense a ése de aquí -añadió, señalando el oficial muerto.

Los dos compañeros salieron, llevándose el cadáver. Sólo quedaban los invitados, el personal y los músicos.

– ¡Catéenlos! -indicó "Cero" a Flor.

Se acercaron. Lavinia había visto cateos en las calles de la ciudad. Sabía cómo los hacía la guardia. Lo hizo procurando ser menos brutal, recordando que ellos debía demostrar que eran diferentes. No eran esbirros, no eran guardias.

Los músicos y las muchachas de servicio gemían casi llorosos. "No nos hagan nada, por favor. ¡Nosotros no tenemos nada que ver!" decían plañideramente.

– ¡Silencio! -dijo Flor, autoritaria.

Lavinia miró alrededor del salón, una vez que terminaron de catearlos y situarlos alrededor y al medio del mismo. Las caras, ahora vueltas hacia ellos, reflejaban miedo. Los oficiales, que aparecían tan seguros de sí mismos, tan sonrientes en la televisión, movían su mirada de un lado al otro. Eran profesionales de la guerra. Con seguridad estarían pensando qué podían hacer. En el rincón, las hermanas Vela, con las caras lívidas y desfiguradas por el terror, abrazaban al hijo y la hija. El muchacho ahora gimoteaba. La niña seguía gritando. Una ola de lástima por aquellos niños la anegó. Ellos tampoco escogieron donde debían nacer. Cargaban la culpa del padre despiadado. La cargarían quizás para siempre. Aún no podían entender. Y, sin embargo, debían sufrirlo.

Lavinia se percató de que Vela no estaba. "Se fue con el Gran General. Fue a acompañarlo a su casa", decía la señora Vela, lloriqueando, mientras Sebastián la interrogaba. "¿Qué otra cosa se podía esperar de él? ", pensó Lavinia. "Todavía tiene los hábitos de cuando era escolta."

De pronto, se escucharon afuera descargas descomunales. Los seis se miraron. Los oficiales hicieron un movimiento, en el momento en que Flor musitaba "morterazos", suavemente, hablándole a Lorenzo.

– ¡Nadie se mueva! -ordenó Flor, percatándose del sutil desplazamiento de los oficiales- "Cinco" -ordenó-, sácame a esos guardias del grupo y los llevas a aquella habitación -dijo, señalando el dormitorio del hijo de Vela. Deja la puerta abierta y te quedas con ellos. "Ocho", acompáñalos.

El muchacho miró hacia su cuarto. Había empezado a llorar. "Cinco" encañonó a los guardias y los condujo a la habitación, acompañado por la "Ocho".

– A dividirse en dos escuadras -dijo Sebastián-. "Dos" y "Cuatro", vayan al jardín. ¡Aseguren la defensa del lugar! -ordenó.

La voz de Sebastián era un rayo. Le recorrió la columna vertebral, enderezándola. La escuadra uno quedó integrada por "Cero", Flor, Lorenzo, la "Ocho" y ella.

La rapidez de los acontecimientos la tenía mareada, con náuseas. La adrenalina le había producido una terrible resequedad en la boca. Tenía sed, los labios partidos cual si hubiera transcurrido un duro y gélido invierno. Miró de nuevo a su alrededor. Reconoció algunas caras. No había casi nadie de los círculos que acostumbraba frecuentar. Sólo reconoció a dos parejas, una era el gerente de la Easo y su esposa, la otra un rico industrial que dominaba el negocio de la madera en el país. La esposa lloraba. Él, con la mano, le hacía gestos para acallarla, nervioso.

Algunas caras le eran familiares por haberlas visto en el periódico y los noticieros de televisión.

Las descargas afuera detonaban más seguidas. Se oyeron ruidos de motores. Serían FLAT, pensó Lavinia. Los rodearían y asesinarían a todos.

– "Doce" -dijo Sebastián-, ¡acércate!

Se acercó. Le dolía moverse. El cuerpo le pesaba. Experimentaba la sensación de estar observando la escena desde fuera de sí misma. Al oído, Sebastián le dijo que sacara al centro de la sala a la cuñada de Vela y a dos invitados más. Los mandarían afuera con un pañuelo blanco, con la orden de no disparar o mataban a todos los rehenes. "Si no, se nos va a armar una carnicería" -dijo Sebastián.

Sin decir palabra, se acercó a la esquina de la habitación donde la señorita Montes, aterrorizada, abrazaba a la hija de Vela. "¿Me reconocerán?", pensaba, diciéndose que no, que a ella misma le costaba reconocer bajo la media los rostros de sus compañeros. No quería que la reconocieran. Temía verse descubierta.

Tomó de la muñeca a la señorita Montes, sin decir palabra, empujándola al centro de la habitación. La señorita Montes la miró con expresión de pánico.

– No, no. ¡Por favor! -suplicaba.

– ¡Vamos! -dijo, tratando de sonar autoritaria, lográndolo.

Llevó a los tres al lado de Sebastián. La señorita Montes no la había reconocido.

Sólo al volverse para revisar el resto de la sala, el grupo apretujado del centro, los invitados contra la pared, su mirada se tropezó con la cara asombrada, incrédula, del muchacho adolescente, pálido y larguirucho. La miraba fijamente. Había dejado de llorar y parecía no poder apartar sus ojos de ella. La había reconocido. Estaba segura. Apartó la mirada, sobresaltándose de su propia reacción de susto y miedo.

– Ustedes -dijo Sebastián, dirigiéndose a la señorita Montes- van a salir, van a salir por la puerta del garaje. Van a decirles que no sigan disparando o los matamos a todos. ¿Entendieron? ¡A todos!

La señorita Montes, asintió con la cabeza. Temblaba. En el rincón, con su madre, la niña gimoteaba descontrolada. El muchacho parecía que iba a desmayarse. Miraba a Lavinia como hipnotizado.

Los sonidos afuera eran amenazantes. Se oían guardias corriendo.

Morterazos. Disparos. La escuadra del jardín disparaba. Los guardias disparaban afuera. Estarían tratando de rodear la casa. Oyeron el sonido lejano de un helicóptero.

– ¡Rápido! -dijo Sebastián- ¡rápido! "Uno", llévalos a la puerta. ¡"Seis" acompáñalos! -Y volviéndose a los de la sala, ordenó a las mujeres que gritaran "no disparen". -Griten -les decía- griten con todas sus fuerzas; griten que no disparen.

Entregó un pañuelo blanco a Flor.

La confusión crecía por momentos. El helicóptero había sobrevolado.

Sebastián, la gordita, Lavinia y la "Siete", mantenían el control sobre aquel grupo de ojos abiertos de pánico, las mujeres gritando a todo pulmón.

Flor salió. Pasaron varios minutos de tensión. Los disparos sonaban por todas partes. Los morterazos.

De pronto, silencio.

Flor y "Seis" regresaron. La cuñada de Vela y los otros dos se encontraban ya fuera de la casa.

El muchacho no dejaba de mirar a Lavinia. Habían transcurrido dos horas desde el inicio de "Eureka".

Apoyada en la pared del estudio, Lavinia custodiaba a los rehenes, tratando de evadir la mirada del hijo de Vela.

La estancia era grande, pero aun así, la cantidad de gente era peligrosa. Demasiada gente, pensaba, apretando la subametralladora. Le dolían las manos y la quijada de la tensión. Le seguía doliendo la cabeza.

El silencio se fue extendiendo.

– "Seis" -dijo Sebastián-, anda al jardín. Traeme un reporte de la situación de la escuadra tres.

Sebastián miraba los rostros en la habitación. Hablaba muy cerca de ella con Flor. Era obvio que Vela se había marchado, decía, escoltando al Gran General. Cuando regresara, encontraría su casa tomada. La cuñada le daría detalles. Pero tenían a su mujer, a sus hijos -soltarían a los niños no bien se permitiera la entrada del mediador- dos empresarios, varios miembros del Estado Mayor, los embajadores de Chile y Uruguay, el ministro de Obras Públicas, el ministro de Relaciones Exteriores, y lo que era más importante, el cuñado del Gran General, esposo de su única hermana, uno de sus primos… Tenía suficientes "peces gordos", todo saldría bien.

Pero había demasiada gente.

– Vamos a dejar salir otro grupo -anunció Sebastián en voz alta, y empezó a seleccionar algunas mujeres, los músicos, las domésticas.

– Van a salir de cuatro en cuatro -dijo- ¡rápido!

Se repitió la operación de formarlos para ir hasta la puerta. La habitación quedaría más despejada. El helicóptero sobrevoló de nuevo.

– Les dicen a esos hijos de puta que si ese helicóptero vuelve a pasar, ¡vamos a empezar a sacar muertos! -vociferó Sebastián a los que iban saliendo. En ese momento, sonó el teléfono. Los miembros del comando se envararon.

– "Doce", contesta -dijo Sebastián.

Lavinia se dirigió al teléfono. Era terriblemente cursi, blanco con dorado, semejante a los viejos aparatos de principios de siglo.

Levantó el auricular. La voz del otro lado, autoritaria, acostumbrada al mando desde hacía generaciones, la sobresaltó. Era el Gran General, quien decía:

– Habla el Presidente ¿Quién habla allí?

– Usted habla con el Comando "Felipe Iturbe" del Movimiento de Liberación Nacional -respondió Lavinia con voz firme.

– ¿Qué quieren? -preguntó el Gran General. Lavinia no respondió. Indicó a Sebastián que se acercara. "Cero" tomó el auricular. El helicóptero sobrevoló de nuevo.

– ¡Detenga toda agresión contra esta casa o nadie se salva! -dijo Sebastián-. Dígales a sus pilotos que dejen de sobrevolar la casa.

En la habitación, se hizo silencio. Todos escuchaban el intercambio telefónico.

– Demandamos al sacerdote Rufino Jarquín, como mediador. También queremos un médico, el doctor Ignacio Juárez.

Las dos personas eran conocidas por "apolíticas", pero de trayectoria honesta.

Sebastián escuchaba.

– Demandamos la liberación de todos los presos políticos y la difusión, sin censura, por todos los medios, de los comunicados que entregaremos al mediador -dijo Sebastián-. De lo contrario, usted será el único responsable de lo que les suceda a los rehenes. Tiene una hora para enviar al mediador.

Y cortó la comunicación.

Mientras Sebastián hablaba, Lavinia se paró en el centro de la sala, a pocos metros del grupo de los Vela.

El muchacho la seguía viendo, pero ahora la miraba de forma diferente. Ella le evadía la vista. Sin embargo, sentía algo extraño en la forma en que insistía en mirarla. Parecía determinado a lograr que ella lo viera, se fijara en él.

Flor y los que salieron a dejar a los músicos a la puerta, estaban de regreso. Afuera se escuchaban voces, automóviles.

Flor se acercó a Sebastián. Lavinia oyó la conversación de susurros.

– "Nueve" está pegado -dijo Flor-. La escuadra tres lo tiene en los vestidores de la piscina. Tiene herida la pierna a la altura del femoral. Ya se le aplicó un torniquete, pero está perdiendo mucha sangre.

– Esperaremos al médico -dijo Sebastián, con los ojos inconmovibles.

Habían pasado cuatro horas.

El muchacho seguía mirando a Lavinia fijamente. Ya no le castañeteaban los dientes, aunque lucía pálido, más enclenque que nunca.

¿Por qué la miraría así el hijo de Vela?, se empezó a preguntar. Parecía querer decirle algo con la mirada. Sintió calor. La media le estorbaba. Estaba sudando. Sufría consecuencias de la tensión, la larga vigilia. Aún estaba aturdida por los disparos. En el oído derecho continuaba oyendo un zumbido.

Cada vez que se abría la puerta, por la que entraban y salían al jardín los compañeros del comando, contenía la respiración. Esperaba la descarga. Pero no sucedía nada afuera. Un silencio tenso flotaba en la noche, interrumpido por pisadas y comunicaciones de radio, sonidos de vehículos.

El muchacho la seguía mirando. Lo miró. Los ojos se encontraron reconociéndose. Lavinia estuvo a punto de sonreírle, darle seguridad. No debía temer, no le pasaría nada, quería decirle. Pero continuó seria. Una vez que captó su atención, el muchacho lanzó su mirada detrás de ella insistentemente. Parecía querer indicar algo de espaldas de Lavinia.

Ella no se movió. Quizás era un truco. Querría distraerla. Después de todo, era hijo de Vela. El muchacho insistía. De vez en cuando, casi imperceptiblemente, acompañaba la dirección de su vista con un movimiento de la barbilla. La señora Vela, a su lado, no le prestaba atención, sumida en su propio miedo; ocupándose de la niña que lloraba a intervalos.

El muchacho insistía en que ella mirara para atrás.

Lavinia hizo un esfuerzo mental que se llevó casi sus últimos fuerzas, para visualizar lo que tenía a sus espaldas.

Los rehenes, a órdenes de Sebastián, se sentaron en el suelo. "Cero" había salido con "Seis" a constatar el estado de Pablito.

Lavinia proyectó los planos en la memoria. Al lado izquierdo, la cancela de salida al patio, el cuarto de música y billar… A la derecha, el estudio privado de Vela, donde habían estado las armas. "Uno" y "Cero" las habían distribuido entre todos. Algunas armas viejas, pistolas antiguas y armas de cacería que ellos llevaban, se habían estropeado. A no ser por las armas de Vela, varios estarían ya desarmados. Ahora cada uno andaba con dos armas. Lavinia tenía una pistola Magnum en el cinto.

¿Por qué miraría tanto el muchacho el estudio?

Sebastián regresó. Pablito se encontraba muy malherido. Por lo demás, en el jardín la situación estaba bajo control.

Lavinia se dio vuelta para retornar a su posición.

Загрузка...