REGRESÓ AL ATARDECER. Abrió puertas y ventanas. Parecía feliz. Tan feliz como yo que me he pasado el día reconociendo el mundo, respirando a través de todas las hojas de este cuerpo nuevo. ¡Quién me hubiera dicho que esto sucedería! Cuando los ancianos hablaban de paraísos tropicales para los que morían en el agua, bajo el signo de Quiote-Tláloc, imaginaba regiones transparentes, hechas de la sustancia de los sueños. La realidad es, a menudo, más fantástica que la imaginación. No vago por jardines. Soy parte del jardín. Y este árbol vive de nuevo con mi vida. Estaba todo maltrecho pero yo he puesto savia en todas sus ramas y cuando venga el tiempo, dará frutos y entonces el ciclo empezará de nuevo.
Me pregunto cuánto ha cambiado el mundo. Mucho ha cambiado, sin duda. Esta mujer está sola. Vive sola. No tiene familia, ni señor. Actúa como un alto dignatario que sólo se sirve a sí mismo. Vino a echarse en la hamaca, cerca de mis ramas. Estira su cuerpo y piensa. Goza de tiempo para pensar. Para estar así, sin hacer nada, pensando.
Me rodean altos muros y escucho sonidos extraños; estruendos de cientos de carretas, como si hubiese una calzada cercana.
Extraña esta paz ruidosa. Me pregunto qué pasaría con los míos.
¿Dónde estará Yarince? ¿Estará tal vez albergado en otro árbol o recorriendo el cielo como lucero, o convertido en colibrí? Todavía me parece oír su grito, aquel grito largo y desesperado horadando el aire como una saeta envenenada.
Me pregunto qué quedaría de nosotros, de mi madre a quien nunca más volví a ver después que me fui con Yarince. Nunca entendí que no podía simplemente quedarme en la casa. Jamás le perdonó a Citlalcoatl que me enseñara a usar el arco y la flecha.
Cuando Lavinia abrió la puerta de la casa, sintió de nuevo la fragancia, el olor de los azahares, el olor a limpio. La casa relucía. Lucrecia había llegado. Encontró la nota con su letra tosca, diciéndole que llegaría temprano el miércoles para verla antes de que se fuera al trabajo y hacerle el desayuno. Sonrió pensando en los mimos de Lucrecia. La forma como su presencia, tres veces a la semana, le arreglaba la vida. Entró en la cocina y se sirvió un trago de ron. Después se dirigió a la hamaca en el corredor. Se dejó caer sobre la manila suave acomodándose a su cuerpo. El corredor se diluía en la penumbra del atardecer. Las sombras descendían silenciosas sobre los objetos quietos. Las flores blancas del naranjo diríanse fosforescentes en la penumbra. Se mecía suavemente con el pie. Era bueno estar allí, en paz. Sola consigo misma. Aunque ahora le hubiera gustado comentar el día con la tía Inés, pensó. Ver la ilusión en sus ojos claros y dulces. Ver el amor que se le derramaba en la mirada cuando ella le contaba éxitos infantiles. O debía tal vez haber visitado a Sara. Pero Sara no entendería que ella se sintiera tan contenta, pensó. Ella no entendía el placer de ser uno mismo, tomar decisiones, tener la vida bajo control. Sara había pasado del padre-padre al padre-marido. Adrián se jactaba delante de ella de llevar los pantalones en la casa. Y Sara podía escucharlo sonriendo. Para ella eso también era "natural". Las fiestas donde los exhibían eran "naturales"; necesidades del apareamiento. Igual que las danzas del cortejo del reino animal. Sara se había casado con tarjetas de cartulina. Letras y redacción recomendadas por Emily Post. Lavinia la recordaba saliendo como una nube vaporosa de tul de la iglesia, con un ramo de orquídeas blancas en la mano. Los guantes largos. Se reproduciría por los siglos de los siglos en nietos bulliciosos y gordos. Esa sería su vida. Su realización. Eso también habrían deseado sus padres para ella. Pero las fiestas del club la aburrían. Prefería otras diversiones.
Quizás algún día le gustaría casarse. Pero no ahora. Casarse era limitarse, someterse. Tenía que aparecer en el camino un hombre muy especial. Y tal vez ni aun así. Se podía vivir juntos. No necesitaban papeles para legalizar el amor.
El aire refrescaba. La luna asomaba su luz amarillenta. El sonido del silencio a ratos le parecía casi amenazante. Quizás debió haber ido a ver a Sara, después de todo, pensó, escuchando el silencio oculto en las ramas del naranjo. Sara la quería y ella quería a Sara. Eran amigas desde muy niñas. Intimas amigas. Se aceptaban a pesar de ser diferentes. Se arrepintió momentáneamente de haber escogido la soledad. Pero se había propuesto aprender a estar sola. Era su manera de rendir homenaje a la tía Inés. "Hay que aprender a ser buena compañía para uno mismo", solía decirle.
Se levantó y encendió la televisión. En la pantalla pequeña, en blanco y negro, pasaban el juicio. El alcaide aparecía condenado. Los guardias del tribunal miraban al médico que lo implicó tan contundentemente. Victoria pírrica de la justicia. Pocos meses después, el alcaide saldría de la prisión por buen comportamiento y asesinaría al médico en un camino desierto.
Hubo una época en que Lavinia pensó que las cosas podían ser diferentes. Una época de efervescencia cuando ella tenía dieciocho años y estaba pasando vacaciones con sus padres. Se encontró las calles cubiertas de afiches del partido de la oposición. La gente cantaba la canción del candidato verde con verdadero entusiasmo. Surcaban ilusiones de que la campaña electoral podría resultar en una victoria opositora. Todos los sueños quedaron dispersos el último domingo de la contienda. Una gran manifestación recorrió las calles demandando la renuncia de la familia gobernante, el retiro del candidato hijo del dictador. Los líderes opositores arengaban a aquella marea humana. Nadie debía moverse. Nadie retirarse a sus casas. Resistencia pacífica contra la tiranía. Hasta que los soldados empezaron a bajar por la avenida con sus cascos de combate hacia el grupo multicolor que se agitaba enervado por los discursos. No hubo quién pudiera contar después cuándo dieron comienzo los disparos, ni cómo aparecieron los cientos de zapatos que Lavinia vio dispersos por el suelo mientras corría en una estampida de caballos desbocados hacia donde su tía Inés agitaba las manos y la llamaba.
Esa noche, las familias esperaron ansiosas escuchando los disparos de los francotiradores en la noche. La madrugada amaneció en medio de un pesado silencio. Las radios anunciaron que el candidato verde y sus colaboradores se habían refugiado en un hotel y solicitado la protección del embajador norteamericano. Se hablaba de trescientos, seiscientos, incontables muertos. Nunca se sabría exactamente cuántas personas murieron ese día llevándose a la tumba la última esperanza de muchos por liberarse de la dictadura.
La represión arreció.
Desde entonces, habían empezado las papeletas: "Sólo queda la alternativa de la lucha armada". Papeletas apareciendo furtivas por debajo de las puertas. Grupos tomándose cuarteles alejados de las ciudades, en los poblados del norte; diciendo encendidos discursos en la universidad; el poder cada vez más compacto y las muertes de "subversivos" a la orden del día.
"Locuras -comentaba su padre- sólo nos queda la resignación" -mientras su madre asentía con la cabeza.
Incluso su tía Inés se desanimó. Lavinia sólo recordaba con escalofríos lo cerca que había estado de una muerte tan inútil. Las noticias concluyeron con un anuncio de medias nylon. "Provocativa libertad que cuesta solamente nueve pesos", proponía el locutor. Sonrió pensando cómo la modernidad en Paguas había ahora llegado a las piernas femeninas, proponiendo panty-house a precios "populares", liberación a través de las medias. Apagó el televisor y se metió a la cama con un libro hasta que la venció el sueño y otra vez apareció el abuelo invitándola a ponerse las alas.
Es de noche. La humedad de la tierra me penetra por estas largas venas de madera. Estoy despierta. ¿Será que nunca más volveré a dormir, nunca más abandonarme a los sueños, nunca más conocer los augurios descifrados de la ensoñación? Seguramente habrá muchas cosas que nunca más volveré a sentir. Mientras miraba a la mujer tan pensativa en el jardín, hubiera querido saber qué meditaba y hubo momentos que me pareció sentirla cerca, como si sus pensamientos se mezclaran con los murmullos del viento.
¡Ah! Pero bien pronto me distraje con la luna. Salió lejos. Se veía grande y amarilla, una fruta madura elevándose en el firmamento, aclarándose, brillando blanca en la medida que se remontaba hacia el punto más alto del cielo. Y las estrellas, otra vez, y su misterio. La noche siempre fue para mí el tiempo de la magia. Volver a verlo después de tantos katunes (cuántos, me pregunto) fue suficiente para despojarme de la tristeza que empezaba a sentir por todos los "nunca más" que me esperan. Debería agradecer a los dioses el haber emergido de nuevo y respirar en tantas ramas, en este ancho vestido verde que me dieron para volver.
Me puse a mecerme en el aire, a columpiarme sintiéndome liviana. Ya más de alguna vez había pensado que los árboles se veían tan erectos y gráciles, a pesar de los grandes troncos, como si éstos no les pesaran. Y es que las raíces dan una sensación muy distinta a la de los pies, son diminutas piernas extendidas en la tierra: una parte de mi cuerpo está sumida en la tierra dándome una firme sensación de equilibrio que nunca sentí cuando andaba apoyada en la superficie, cuando sólo tenía pies. Es de noche entonces y las luciérnagas revolotean alrededor de pájaros dormidos. La vida bulle en mí como un estar preñada; un telar de mariposas, el lento gestar de frutas en las corolas de los azahares. Divertido pensar que seré madre de naranjos. Yo que tuve que negarme los hijos.
Al día siguiente, Lavinia salió más temprano y se dirigió al sitio de la construcción indicado en los planos del Centro Comercial. Era un día cálido. El viento de enero soplaba levantando polvo. El taxi bajó por avenidas en dirección de las cercanías del lago. Al acercarse al lugar, vio desde la ventana la parte del proyecto ya en proceso. Las bases de incontables casas de modelo único. Se bajó del taxi y empezó a caminar en medio de las calles recién trazadas, sacudiendo la cal que, mezclada con el polvo insistía en blanquearle los pantalones. Aquí y allá encontró grupos de obreros afanados colocando bloques para marcar las bases donde se levantarían las paredes. La miraban al pasar, haciendo alarde en abandonar el cemento y silbar o dejarle ir un "adiós mamacita". Debería ser ilegal, pensó Lavinia, ese asedio al que se veían expuestas los mujeres en la calle. Lo mejor era hacerse la desentendida, aunque en algún momento se detendría y les preguntaría sobre el trabajo. Se detuvo para consultar los planos. No lograba ubicar el sitio donde se levantaría el Centro Comercial. Sólo al revisarlos, se percató de que las indicaciones apuntaban claramente el otro lado de la calle. Levantó la vista y miró de nuevo la sucesión de viviendas de cartón y tablas. Barrios como aquel ocupaban la periferia de la ciudad y, en ocasiones, lograban infiltrarse a zonas más céntricas.
Al menos cinco mil personas debían vivir allí, se dijo. La barriada lucía tranquila. Tranquilidad de la pobreza. Niños desnudos. Niños de pantaloncitos cortos llenando baldes de agua en un grifo común. Mujeres descalzas tendiendo ropas de telas delgadas y curtidas en los alambres. Allá una mujer molía maíz. En la esquina, un hombre gordo atendía un taller de vulcanización.
Según los planos, la esquina del Centro Comercial, hipotéticamente, aplastaría el taller de vulcanización. Lo sustituiría por una sorbetería. Las paredes de la nueva construcción atravesarían los pequeños jardines con matas de plátanos y almendros.
¿Y la gente? ¿Qué pasaría con la gente?, se preguntó. Más de alguna vez había leído de desalojos en el periódico. Jamás pensó que le tocaría participar en uno.
Miró a su alrededor. El viento de enero movía la maleza creciendo en las aceras a medio construir. Un grupo de obreros chorreaba cemento en las bases de una de las nuevas viviendas. Se acercó.
– ¿Ustedes saben que allí al frente se construirá un Centro Comercial? -preguntó.
Los obreros la miraron de arriba abajo. Uno de ellos se secó el sudor con un pañuelo sucio, celeste, que llevaba anudado al cuello. Movió la cabeza afirmativamente.
– Pero, ¿y esa gente? -preguntó Lavinia.
El grupo la miró sin expresión. Muchacha blanca y bien vestida haciendo esas preguntas. Ellos eran obreros fornidos. Los pechos desnudos y morenos brillaban por el sudor. Iban descalzos. Los pies blanquecinos de cal, igual que las manos.
El que antes señalara, hizo un gesto despectivo con la cara. Levantó los hombros en una expresión elocuente de "quién sabe", "a quién le importa". -Los van a trasladar a otro lado -afirmó, rompiendo el mutismo, un obrero de pañuelo rojo amarrado a la frente-. Se los van a llevar allí porque son precaristas.
– ¿Y desde cuándo viven allí? -preguntó ella.
– ¡Uhhhh! -Exclama el del pañuelo rojo-, desde hace años. Desde que se inundó el lago.
– ¿Y ellos qué dicen?
Otra vez el gesto. Ahora de parte de todo el grupo; una reacción simultánea y unísona.
– Pregúnteselo a ellos -dijo el del pañuelo rojo-. Nosotros no sabemos nada.
– Gracias -respondió, alejándose, sabiendo que no le dirían nada más. Al atravesar la calle, sintió los ojos del hombre del pañuelo rojo sobre la espalda.
Sudaba. El sudor corría por sus piernas ajustándole los pantalones a la piel, la camiseta roja a la espalda. El maquillaje manchaba el kleenex con que se secaba la cara. Lavinia fue hacia la caseta de madera que servía de taller de vulcanización. El hombre gordo metía un neumático en el agua, en un barril; observaba el agua esperando las burbujas que indicarían dónde estaba la rotura. Métodos primitivos, pobres, certeros, de diagnóstico. Ella saludó. Más adentro un hombre delgado, que sacaba a porrazos un neumático de la cobertura de caucho de la llanta, la miró.
– Usted sabe que en este terreno se está pensando construir un Centro Comercial -preguntó Lavinia al gordo.
– Sí -respondió él, deteniéndose. El neumático echaba burbujillas por todas partes. Él se puso alerta.
– ¿Y está conforme?
Otra vez el mismo gesto de los obreros. Lavinia se preguntó por qué estaría haciendo preguntas; qué deseaba saber.
– Dicen que nos van a trasladar a otro lado; que nos van a dar otras tierras. Yo tengo cinco años de estar aquí. Allá -y señaló hacia dentro de las calles de tierra de la barriada- queda mi casa. Discutimos con la empresa lotificadora, pero ellos sostienen que estas tierras no nos pertenecen. ¡Como si no supiéramos que no somos dueños de nada! Nos metimos aquí cuando nos sacó el agua del lago de más para allá -dijo, señalando un lugar indeterminado en dirección al lago-. En cinco años, nadie nos molestó. Invertimos aquí. Hasta una escuela levantamos entre todos. ¡Pero a ellos, no les importa! Nadie nos oye. Si no nos vamos nos echan la guardia. ¡Eso es lo que dijeron! ¿Y usted quién es? -requirió el hombre, mirándola de pronto desconfiado, como arrepintiéndose de hablar más de la cuenta-. ¿Es periodista?
– No, no -aclaró Lavinia, incómoda-. Yo soy arquitecta. Me pidieron revisar los planos. Yo no sabía de esta situación.
– En este país nadie sabe lo que no le conviene -dijo el gordo, percatándose de los planos debajo del brazo, volviendo al neumático en el agua.
Lavinia se alejó. Caminó un rato más por la vereda frente al asentamiento, viendo las calles de tierra perderse hacia dentro franqueadas por casas de tablas, biombos forrados con periódicos, techos de palma, tejas, zinc, madera. Variaciones de más y menos pobreza. Chavales panzones, sucios y desnudos, parados en el umbral de las puertas al lado de perros enclenques. Siembras de plátanos, gallinas paseándose. A lo lejos, el galerón de la escuela. Los niños sentados en el suelo. La maestra de vestido raído y sandalias plásticas, de pie frente al pizarrón. Sintió lástima y malestar. No era la manera más agradable de conocer la "práctica", pensó, sentirse parte del aparato demoledor que obligaría a una nueva migración de aquellos eternos gitanos. ¿Por qué no se lo advertiría Felipe?, se preguntó, dirigiéndose a la avenida en medio del calor sofocante, el viento levantando polvo.
En taxi Mercedes Benz, regresó a la oficina.
Detrás de las grandes puertas de madera, la recibió el soplo del aire acondicionado. Silvia, la recepcionista, la notó sudada. Le dijo que era peligroso un cambio de clima tan violento. Se iba a resfriar.
Ella se metió al baño y se secó con la toalla la piel. El polvo en sus brazos se hacía lodo al contacto con el agua. Se veía pálida en el espejo. Sacó el colorete para recomponerse el maquillaje antes de hablar con Felipe.
Golpeó la puerta.
– Adelante -dijo la voz de Felipe-. Lavinia pasó. Estaba consciente de la blusa aún mojada, pegándosele a la piel; los pezones alzados en el frío del aire acondicionado.
– ¿Te echaron un balde de agua? -preguntó él, jocoso, sonriendo a todo lo ancho de su boca gruesa de dientes ligeramente irregulares.
– Un balde de agua fría -dijo Lavinia- ¿Por qué no me dijiste lo del terreno del Centro Comercial?
– Yo creía que a las muchachas como vos esas cosas no les importaban -respondió Felipe, de nuevo con su mirada burlona.
– Pues ya ves, te equivocaste. Estás muy prejuiciado por mi partida de nacimiento. Claro que me preocupa esa pobre gente. No me gusta la idea de empezar la "práctica" diseñando construcciones que van a desalojar a casi cinco mil almas, como dicen los curas… -se sacudió la blusa, soplándose dentro, ventilándose los pechos. Estaba acalorada.
Sentía que se le encendían las mejillas y la piel se le enrojecía por el contraste entre la temperatura de su cuerpo y el ambiente frío artificial. Se recostó en la silla. No le gustaba la actitud de Felipe.
– Creo que es bueno que pierdas algunas de tus ideas románticas sobre la arquitectura -dijo él.
– Me podrías haber dado más tiempo…
– Puede ser. Yo pienso que más tarde es más difícil. El golpe es más duro… Déjame que te pida un café. Estás muy sudada y el frío te puede hacer daño.
Lavinia lo miró. Su expresión se había dulcificado ligeramente. Salió de la oficina y regresó con la taza humeante. Sabía bien el café. Se lo agradeció, pensando para sus adentros en la mezcla de ferocidad y suavidad que Felipe desplegaba, pasando de una a la otra en forma abrupta.
– Lo que más me impresionó fue la gente tan resignada -dijo Lavinia, recordando los gestos de impotencia, sorbiendo el café lentamente.
– No tienen otra alternativa -dijo Felipe-. O se van, o les echan la guardia.
– Así me dijo uno de ellos.
Se quedaron conversando hasta la hora del almuerzo. Felipe la invitó a almorzar en una cafetería cercana.
– Otro día vamos a ir juntos- dijo ella. Ahora debía ir a cambiarse. No quería pescar un resfrío con la camisa mojada y el frío de invierno de la oficina.
Era extraño Felipe, pensó, mientras se dirigía a su casa. Le había largado una extensa charla sobre las "realidades del oficio". Según decía, trató de disuadir a los dueños del reparto de cambiar la ubicación del Centro Comercial, sin resultado. Las tierras, compradas a la alcaldía a precio de ganga, eran tierras "nacionales". El alcalde ganaba en la transacción. Y los planos ya estaban terminados. "Sólo quería tu opinión", le dijo. No sería ella quien tendría que diseñar las paredes que aplastarían al gordo y su taller de vulcanización. Sólo quería "aterrizarla". Era mejor caminar con los pies sobre la tierra, le dijo.