Capítulo 6

CÓMO HUBIERA DESEADO SACUDIRLA; hacerla comprender. Era como tantas otras. Tantas que conocí. Temerosas. Creyendo que así guardaban la vida. Tantas que terminaron tristes esqueletos, sirvientas en las cocinas, o decapitadas cuando se rendían de caminar, o en aquellos barcos que zarpaban a construir ciudades lejanas llevándose a nuestros hombres y a ellas para el descargue de los marineros.

"El miedo es un mal consejero" decía Yarince, cuando le discutían la audacia de sus estratagemas. Sus imágenes eran tibias, la sangre se disolvía por dentro como cuando uno se hace una herida en el agua. Se aferra a su mundo como si el pasado no existiera y el futuro fuera solamente una tela de brillantes colores. Es como los que se bautizaban creyendo que el agua lava el corazón; que no podrían con los caballos, los bastones de fuego, las duras y relucientes espadas; que no había más que rendirse y esperar, porque sus dioses parecían más poderosos que los nuestros.

Todavía me parece oír sus lamentos después de la batalla a cinco días de camino de Maribios… Habíamos tenido noticias de la expedición de los capitanes españoles. Querían conquistar las poblaciones alrededor del lugar donde construían sus casas y templos. Una ciudad estaban levantando para asentarse en nuestro territorio. Fue un momento de gran desesperación. En ese tiempo no dejábamos de atacarlos de noche y de día, por sorpresa, aprovechando el conocimiento que teníamos de la tierra y sus escondrijos. Pero perdíamos muchos guerreros. Después de la primera reacción, sacaban sus bestias y tiraban fuego con sus bastones. Se nos abalanzaban y nos obligaban a dispersarnos.

Entonces a Tacoteyde, el anciano sacerdote, se le ocurrió una estratagema que, seguramente, haría retroceder a los españoles.


Por dos días y sus noches discutimos entrados en el monte, alrededor de las hogueras. Yo no estaba de acuerdo. Se me hacía un sacrificio inútil, si bien no dejaba de pensar en el efecto que causaría en los españoles. Pero nuestros ancianos merecían mejor suerte. Yarince, Quiavit y Astochimal se imprecaban a voces. Unos en favor, otros en contra.

Finalmente vino Coyovet, el anciano que todos respetábamos, el del pelo blanco, e hizo que echáramos a suertes la decisión.

Me parece estar viendo, en la noche, el círculo apretado de guerreros alrededor de los tres principales. Las teas de ocote puestas en la horquilla de los árboles. Coyovet y Tocoteyde sentados en el suelo, fumando su tabaco.

Lanzaron las flechas. El aire vibró en los arcos. Los de Yarince y Quiavit se posaron lejos. Astochimal perdió. Bajó la cabeza y profirió grandes lamentos.

Esa noche los guerreros escogieron en las comunidades a cuarenta hombres y mujeres ancianos. Los llevaron a nuestro campamento todavía con las caras soñolientas, envueltos en sus mantos. Se pusieron a mascar tabaco sentados en un círculo. Tacoteyde les habló. Les dijo que el Señor de la Costa, Xipe Totee, le había hablado en un sueño, diciéndole que para sacar a los invasores del mar había que hacer el sacrificio de hombres y mujeres sabios. Los guerreros debían después vestirse con la piel de los sacrificados, ponerlos en la primera línea de combate y así se asustarían y huirían los españoles. Así renunciarían a construir sus ciudades en Maribios. Ellos, les dijo, habían sido escogidos para el sacrificio. Serían sacrificados al alba.

Yo miraba, ocultada, desde unos matorrales porque a las mujeres no se nos permitía estar en los oficios de los sacerdotes. Debía haberme quedado en la tienda, pero de todas formas, había desafiado lo que es propio para las mujeres, yéndome a combatir con Yarince. Era considerada una "texoxe" bruja, que había encantado a Yarince con el olor de mi sexo.

Vi, así, esta escena en la bruma del amanecer. Los ancianos envueltos en sus rebozos, juntos los unos a los otros, con sus rostros surcados de arrugas, escuchando a Tocoteyde. Se quedaron en silencio. Luego, uno a uno se postraron sobre el suelo dando grandes lamentos. "Sea, sea" decían. "Sea, sea" hasta que sus voces parecían un canto.

Yo sentía en el pecho una vasija rota. Veía las figuras de nuestros ancianos que debían morir al día siguiente. Con ellos moriría la historia de nuestro pueblo, sabiduría, años de nuestro pasado. Muchos eran padres o parientes de nuestros guerreros que miraban con caras de obsidiana todo aquello.

¡Sufrimos tanto estos sacrificios! Cuando en la madrugada del día siguiente, Tocateyde fue sacando uno a uno sus corazones en el improvisado altar a Xipe Totee, todos teníamos un peso en nuestras espaldas y el odio a los españoles como fuego en nuestra sangre.

Tacoteyde les quitó la piel. Uno a uno, cuarenta de nuestros guerreros, se vistieron con aquellos mantos terribles, algunos liberando, por fin, profundos gemidos. Cuando todos estuvieron así vestidos, era una visión que a nosotros mismos nos estremecía.

Nuestra pena se hizo a un lado cuando imaginamos a los españoles mirando lo que nosotros veíamos. Sin duda no podrían soportarlo. Sin duda sus bestias se espantarían. Lograríamos vencer. No sería vano el sacrificio de los ancianos parientes.

No calculamos la dureza de sus entrañas. Ciertamente se asustaron. Los vimos retroceder y en este movimiento, cayeron muchos atravesados por flechas envenenadas. Pero después parecieron llenarse de furia. Nos embistieron gritando que éramos "herejes", "impíos". Armaron terrible algarabía de muerte con sus caballos y sus lenguas duras, sus palos de fuego.

Esa noche, ocultos de nuevo en la montaña, no queríamos ni vernos las caras. Esa fue la noche que muchos dijeron que sus "teotes" dioses, eran más poderosos que los nuestros.

Yarince se tumbó con la cara sobre la tierra. Se enlodó el rostro y no permitía ni que me le acercara. Era un animal herido. Tal como Felipe pensando en sus muertos. Pero también se levantó del derrumbamiento de su cuerpo.

Reconozco mi sangre, la sangre de los guerreros en Felipe, en el hombre que yace en la habitación de Lavinia, revestido de serenidad y con actitud de cacique. Sólo ella se bambolea como la mecha en el aceite y no puede contenerme dentro de su sangre, tuve que llamarlo, esconderme en el laberinto de su oído y susurrarle. Ahora se siente culpable.


Poco antes de las siete de la mañana, Lavinia se sobresaltó ante la súbita noción del lunes. El trabajo, la normalidad de la semana continuarían indiferentes al tiempo detenido dentro de la casa. Lucrecia estaría por llegar. Tendría que detenerla. Inventar una excusa para alejarla. Se incorporó sobre el colchón con olor a trapos viejos. Felipe la había mandado a descansar en la habitación que algún día ella pensaba habilitar como estudio pero que aún era nada más almacén de objetos inútiles. Apenas si logró dormitar. Por la puerta entreabierta, lo observó paseándose por la casa en la madrugada, vigilando la calle y al herido.

Escuchó el rumor de su voz desde la otra habitación. Hablaba con Sebastián. Se incorporó, dobló las rodillas y posó su cabeza sobre el ángulo de sus piernas, apretándoselas contra el pecho. De día era peor la realidad, pensó. Ya nada era igual. Su vida, tan tranquila hasta ayer, ya no sería la misma. Le habría gustado quedarse en la posición fetal, buscar un refugio donde poder sentirse segura, lejos del peligro de aquellas voces arrastrándose hacia ella a través de las paredes, las ranuras de las puertas. Pero se levantó rápido. Se vistió y fue a pararse al lado de la ventana. Eran las siete de la mañana. La humedad del rocío brillaba sobre el césped. Afuera todo lucía tranquilo.

Lucrecia se aproximaba puntual. Llegaba temprano a prepararle el desayuno. Lavinia abrió la puerta, fingiendo mirar el jardín. Pensaba y descartaba excusas, pretextos. Finalmente aparentó percatarse de la presencia de Lucrecia, acercándose. La saludó y tratando de sonar segura, le explicó que gente de la oficina vendría a trabajar a su casa en un proyecto especial. No valía la pena que limpiara, dijo, tendrían que poner papeles en el suelo, ensuciar. Sería mejor que regresara el miércoles. Lucrecia insistió, diciendo que entre tanto, podía preparar café, ordenar. No valía la pena, repitió ella. Llegarían en media hora. "Nos vemos el miércoles", sonrió Lavinia, "me tengo que bañar rápido". Con expresión de no entender lo que sucedía, Lucrecia debió aceptar y alejarse.

Lavinia regresó a la casa. No había sido nada convincente, pensó; pero Lucrecia no se sorprendería demasiado. Pensaría que eran extravagancias del trabajo. Pudo captar la figura de Felipe escondido mirando por la ventana. Seguramente se había asustado al oír abrirse la puerta. Cuando entró, ya no estaba en la sala.

¿Y ahora qué tendría que hacer? ¿Ir a trabajar? Tendría que consultarlo con ellos. Entró al baño a lavarse la cara. Se echó agua y mas agua.

¿Debía ir a trabajar?, se preguntó otra vez, sintiendo de nuevo el miedo. Era difícil imaginar que afuera todo estaría igual. Nada habría cambiado: los buses, los taxis, la gente en el ascensor, en la oficina. Y ella sintiéndose desnuda, frágil, temiendo las miradas, que se le notara la noche anterior, el secreto, la sangre.

Preferiría quedarse en la casa, se dijo. Lo de Lucrecia estaba arreglado, pero alguien podría tocar a la puerta. ¿Qué pasaría si Felipe abría… y Sebastián, el herido en su cama?

Vio sus ojeras en el espejo. Su cara; su misma cara, ligeramente cansada tan sólo, como tras una noche de juerga. Viéndola no se podía saber en qué lío estaba metida, pensó.

Salió y se decidió a golpear la puerta de su dormitorio.

– Pasa -oyó la voz de Felipe, que no bien entró, le preguntó quién era la persona con la que conversaba. Lavinia explicó.

El herido estaba sentado en la cama. Tenía un vendaje limpio sobre el brazo. La hemorragia se había detenido. Su rostro estaba pálido aún.

– ¡Buenos días compañera! -dijo. (Insistía en llamarla "compañera".)

– ¡Buenos días! -Respondió ella- ¿cómo se siente?

– Mejor, mejor. Gracias.

– Quería preguntarles si les parece que debo ir a trabajar o quedarme aquí…

Las miradas de los hombres se cruzaron interrogándose.

– ¿Sería mejor que se quedara, no te parece? -dijo Felipe, dirigiéndose a Sebastián.

– No -dijo Sebastián-. Creo que es mejor que vaya. No es conveniente que falten los dos a la oficina.

– Pero si se necesita algo -dijo Lavinia-, si algo sucediera…

– ¿Espera a alguien más hoy? -preguntó Sebastián.

– No. Nadie más.

– Entonces no se preocupe. Aquí, estamos relativamente seguros. Es mejor que usted vaya a la oficina… Si te llegaran a buscar, se van a dar cuenta. Nos puede avisar -dijo, volviéndose hacia Felipe-. Puede traer los periódicos y enterarse de lo que se comenta. Si la casa queda cerrada, parecerá que no hay nadie. Es mejor que vaya -y volviendo a mirar a Lavinia, agregó: -no conviene que relacionen su ausencia con la de Felipe.

El tono de Sebastián era reposado, sereno. Hablaba como si se tratara de asuntos cotidianos o de ir a la playa el domingo, y no eso que había dicho: traer los periódicos (las fotos de los compañeros muertos, pensó Lavinia); indagar si llegaron a buscar a Felipe (¿y si habían llegado, qué haría ella?) poner atención a los rumores, los comentarios.

Lavinia prefería quedarse. No se consideraba capaz de "indagar" aquello. Se le notaría en la cara. Su cara era transparente. Era fácil adivinarla. Se ponía nerviosa. Pero no dijo nada; la mirada de Sebastián, su serenidad, le daban vergüenza.

– Podes también pasar por una farmacia y comprar antibióticos, cualquier antibiótico fuerte. La herida se puede infectar -dijo Felipe.

– ¿Y no van a buscar un médico hoy tampoco? -preguntó Lavinia.

No los comprendía, dijo, una herida de bala en el brazo afectaría el movimiento. Podían pretender un accidente.

La tranquilizaron. Buscarían un médico pero no podía ser cualquier médico. Hablarían de eso a su regreso.

Sebastián le pidió la radio para escuchar las noticias.

Lavinia sacó su ropa y salió de la habitación.

En la calle hacía calor. Salía de todos partes el aliento húmedo y cálido de la tierra, mezcla de viento y polvo. Cada año era peor el verano. Cada año más despale. Los árboles de roble lucían cenizos. Lavinia aceleraba el paso, mirando las casas vecinas. A lo lejos, un jardinero podaba la grama con su largo machete. Todo seguía igual, pensó. Sólo ella era extraña en la atmósfera tranquila de día de semana. Ella caminando ya tarde a la oficina; caminando rápido, sintiendo las piernas moverse como si pertenecieran a otra persona.

El miedo le abría ojos en el cuerpo. Recordaba como pesadilla la frase que tantas veces repitiera la noche anterior Felipe, mientras le relataba la circunstancia de la huida de Sebastián: "No detecté nada; no detecté nada". ¿Y si estaban por allí? ¿Si los agentes de seguridad rondaban la casa esperando el momento propicio para rodearla?

Llegó al ascensor y subió sola. A esa hora el vestíbulo del edificio estaba vacío. Vio su reflejo en las paredes metálicas. "Nadie lo va a notar", se aseguraba. "Soy la misma. La misma de todos los días." Pero no estaba muy convencida; en su interior, la sangre se mecía de un lado al otro en una tormenta de adrenalina.

Dio los buenos días a Silvia. Siguió hasta su cubículo, saludando a los dibujantes al pasar. La normalidad. "Actúa con naturalidad", había dicho Felipe. La abrazó antes de que ella saliera. Volvió a repetirle que sentía haberla involucrado. Y, sin embargo, pensó la seguían involucrando, pidiéndole que averiguara los rumores, la terrible perspectiva de que la Seguridad llegara buscando a Felipe (era muy remoto, aseguraba Sebastián); pidiéndole que les llevara los periódicos, que comprara medicinas.

Ella hubiera querido no volver a su casa. Quedarse con Sara o Antonio hasta que ellos se marcharan. Dejar de ser responsable, "humanitaria", no sentir esa fuerza que la obligaba a cumplir lo que pedían; aquella voz interior que le decía "no seas cobarde"; "no podés dejarlos solos", "no podés correr el riesgo de que los maten", la fuerza de su amor por Felipe… aunque era algo más, pensó, algo más que su amor por Felipe. Después de todo, ni siquiera sabía si ese amor existía; si podía llamarse amor a una relación tan recién iniciada y que quizás, después de lo sucedido, sería mejor no continuar.

Llamó a Mercedes. Pidió los periódicos. Se sorprendió mintiéndole.

– Felipe no va a venir a trabajar. Me llamó para pedirme que avisara que está enfermo del estómago.

Mercedes la miró con cierta malicia. Salió a buscar la taza de café y los periódicos, moviéndose coqueta como siempre, balanceándose sobre los talones. La imaginó atravesando el salón de los dibujantes, sonriendo al pasar, consciente de que la miraban. ¿Estaría en el secreto?, pensó Lavinia. ¿Quiénes más estarían en el secreto? ¿Quiénes de aquellas personas, aparentemente tan normales y cotidianas, llevarían también una doble vida?

La muchacha regresó con el café y los periódicos. Los puso sobre su mesa.

– ¿Ya supo lo que pasó? -le preguntó.

– No -dijo Lavinia, sin mirarla, temiendo desatarse (la pregunta le provocó un vuelco en el corazón) empezando a hojear los periódicos.

– Es que usted vive lejos de allí -dijo Mercedes- pero desde mi casa, se oían los tiros. Hubiera visto; aviones, tanques… parecía guerra. ¡Los guardias se volvieron locos! ¡Y sólo eran tres muchachos! ¡Imagínese! Tres muchachos… -y dio la vuelta cerrando la puerta tras ella.

Se recostó en la silla. Cerró los ojos. El desvelo le provocaba la sensación de estar debajo del agua. Sorbió el café en grandes bocanadas, bendiciendo el refugio, la privacidad de su pequeña oficina, postergando la lectura del periódico.

¿Qué haría todo el día allí?, se preguntó, ¿fingir que trabajaba? Esto no era para ella, se repitió, no podía soportar la tensión, el estómago anudado, un puño en el centro del pecho; la sensación de ahogo.

Finalmente, se inclinó y miró las fotografías de los guardias apostados frente a la casa, el titular. "Se descubre nido de terroristas. G. N. en exitosa acción de limpieza" y más abajo, la foto de los tres guerrilleros muertos. ¿Cuál sería Fermín?, pensó mirando los cadáveres: dos hombres y una mujer, jóvenes, destrozados; sangre y agujeros por todas partes; la fotografía de la casa llena de boquetes.

Los amigos de Felipe, pensó. Y Sebastián estuvo entre ellos y ahora estaba en su casa. Uno de ellos. En su casa. Leyó ávidamente para ver qué se decía de él. Nada. No se decía nada. Y, sin embargo, había pasado por encima de las tapias de los casas vecinas, por los patios. Pero nadie lo había delatado.

Se acortaban las distancias. No sentía ya el pesar lejano que le producían siempre esas fotos de jóvenes acribillados; éstas eran muertes cercanas, peligrosamente cercanas. Los rostros desconocidos, desfigurados, extraños, habían entrado a su vida. Sus fantasmas eran reales. La noche anterior, abrazada a Felipe, había sufrido estas muertes; de no ser por el miedo, sin duda hasta habría llorado por ellos. Sintió, como otras veces, el reproche; el silencioso reclamo a los muertos por dejarse matar, por morir, por creer que podrían enfrentar al ejército del Gran General con esas caras jóvenes. Las armas escuálidas al lado de los cadáveres, contrastando con los cascos, radios, ametralladoras, aviones y tanques de la guardia.

Y ahora la tenían a ella envuelta en esa valentía suicida.

Doña Nico, la mujer que se encargaba de los refrescos y la limpieza, entró llevándole el jugo de zanahoria con naranja que Lavinia acostumbraba a tomar a media mañana. Al poner el vaso sobre la mesa, miró de reojo los periódicos.

– Pobres muchachos -dijo, en voz muy baja, casi inaudible-. Fue en mi barrio -añadió como justificando el comentario.

– ¿Y cómo fue? -preguntó Lavinia, sin saber muy bien cómo abordarlo, cómo hacer aquello de "recoger los rumores".

– No sé -dijo la mujer, nerviosa, pasando las manos por el delantal-. No sé cómo fue. Yo estaba tranquila en mi casa lavando una ropa cuando oí los tiros. Fue una balacera horrible. Duró casi hasta medianoche.

"Nosotros creíamos que había un montón de gente en la casa, pero eran sólo esos tres. Eso es lo que yo sé…

– ¿Y los conocía? -preguntó Lavinia.

– No. Nunca los había visto.

– ¿Y cómo se habrá dado cuenta la guardia de que estaban allí?

– No sé. No tengo ni idea -dijo la mujer, retrocediendo hacia la puerta, saliendo apurada.

Eso era la dictadura, pensó Lavinia, el miedo; la mujer diciendo que no sabía nada. Ella diciendo que no quería involucrarse. No saber nada era lo mejor, lo más seguro. Ignorar el lado oscuro de Paguas. Salir como salía doña Nico, claramente indicando que no quería hablar del tema. Más fuerte la necesidad de sobrevivencia que la pesadumbre en su voz diciendo "pobres muchachos". ¿Y cómo reprochárselo si tenía cuatro hijos y era sola?

Pero Sebastián escapó y nadie había dicho nada.

Después de leer los periódicos, trató de trabajar, de concentrarse en los planos de la lujosa casa que diseñaba: los baños de azulejos, los jardines interiores. No podía apartar de su mente las fotos de los muertos. Se le cruzaban entre las líneas del diseño; le aparecían en las recámaras amplias, entre las vigas aparentes del techo, la fachada. Imaginaba la reacción de Felipe y Sebastián cuando las vieran, cuando abrieran el periódico y encontraran las fotos de sus amigos muertos.

A pesar de todo, se sentía más tranquila. El ambiente quieto y sin acontecimientos de la oficina, paulatinamente le fue devolviendo la sensación de normalidad. Nadie llegaba a buscar a Felipe. Todo está bien, se decía, nada ha cambiado. Pero las manecillas del reloj avanzaban sobre las horas. Ya pronto serían las cinco de la tarde. Tendría que salir, caminar a la farmacia, comprar los antibióticos, volver a su casa; volver a su casa con los periódicos.

Uno de los arquitectos, asomó la cabeza por la puerta, preguntando si no sabía cuándo llegaría Felipe.

– ¿Qué pasó? -preguntó ella, tensándose, disimulando el sobresalto.

– Nada especial. Necesitaba hacerle una consulta.

– Llamó para avisar que estaba enfermo del estómago -dijo Lavinia, recuperando el aplomo-. Parece que comió algo que le hizo mal -añadió con una sonrisa.

Mintió al instante, casi sin pensar.


No deja de enternecerme su miedo, ahora que logro distinguir el pasado y el presente en las blancas dunas de su cerebro. Al principio era difícil saber distinguir. Un suceso, para ser asimilado por ella, se mueve en medio de referencias pasadas. Estas constantes comparaciones me confundían hasta que me di cuenta del color. Cuando experimenta una sensación inmediata, el color es vivo, reluciente. No importa si es oscuro o claro. El negro del presente es un ala de cuervo a la luz de la luna; el rojo es sangre o sol de algunos atardeceres. En cambio, el pasado aparece opaco: negro de piedras volcánicas, rojo de nuestras pinturas sagradas. En el pasado, los objetos y las personas emanan un eco apagado y redondo, que contiene nostalgias superpuestas y olores cóncavos. En el presente, las imágenes y los sonidos son lisos, planos y tienen el olor rotundo de las puntas de lanza antes del combate. Así he aprendido a leer las huellas y guiarme en su laberinto de sonidos y figuraciones.

Muchos asuntos me son incomprensibles, debido al tiempo que ha recorrido el mundo. Pero hay gran cantidad de relaciones inmutables; lo primario sigue siendo esencialmente semejante. Comprendo, sin temor a equivocarme, la paz y el desasosiego; el amor y la inquietud; el anhelo y la incertidumbre; la vitalidad y la pesadumbre; la fe y la desconfianza; la pasión y el instinto. Comprendo el calor y el frío, la humedad y lo áspero, lo superficial y lo profundo, el sueño y el insomnio, el hambre y la saciedad, el acurruco y el desamparo.

Es el paisaje intocable. El hombre con sus obras puede cambiar rasgos, apariencias: sembrar o cortar árboles, cambiar el curso de los ríos, hacer esas grandes calzadas oscuras que marcan dibujos serpenteantes. Pero no puede mover los volcanes, elevar las hondonadas, interferir en la cúpula del cielo, evitar la formación de las nubes, la posición del Sol o de la Luna. Igual paisaje intocable tiene la sustancia de Lavinia. Por eso puedo comprender su temor, teñirlo de fuerza.


En la esquina, la farmacia emanaba su olor a frascos viejos: el dúlcete olor de las vitaminas, los frascos de alcohol y agua oxigenada. Los estantes de madera mostraban las pequeñas cajas rotuladas con nombres extraños. Los tarros de cristal con brillantes tapaderas de latón exhibían sus estómagos repletos de galletas, dulces, alka-seltzer. El boticario de bigotes engomados, un charro mexicano con bata blanca, leía el periódico sentado en una mecedora de mimbre, aletargado en la penumbra del atardecer.

Lavinia pidió al boticario un antibiótico "fuerte" inventando la cortadura de una vecina con una tijera de podar.

– ¿Ya está vacunada contra el tétano? -preguntó el boticario, acariciándose los bigotes.

Dijo que sí; solamente era necesario prevenir la posibilidad de una infección. Dado lo profundo de la herida, pensaban que debía ser un antibiótico poderoso.

En Paguas los boticarios, a menudo, hacían funciones de médico. La población los prefería porque no cobraban por la consulta, sólo por las medicinas. Ejercían con gran dignidad el poder de las recetas.

Lo vio caminar hacia las gavetas del fondo y llenar un cartucho de papel con gran cantidad de cápsulas negras con amarillo, moviéndose con la parsimonia propia de su profesión.

Se las entregó explicándole que su amiga debía tomar una cada seis horas, por un período no menor de cinco días. Le había preparado la dosis completa.

Salió con las medicinas en su bolso. La tarde lentamente se convertía en noche. Cada uno de aquellos atardeceres tropicales eran un espectáculo de nubes enrojecidas, cortes extraños en el cielo, resplandores naranjas.

Se bajó del taxi en la avenida. A medida que los pasos la acercaban a la casa, el cuerpo se le fue poniendo tenso, los músculos envarados; alertas, nerviosos, los latidos del corazón. Si pudiera saber que ya iba a terminar todo esto, pensó, que llegaría con las medicinas y encontraría a Sebastián y Felipe listos para marcharse, para decirle adiós en la puerta y devolverlo a la cotidiana tranquilidad de sus noches. Pero no sería así. Calculaba que al menos se quedarían dos días más y ella tendría que andar con esa doble personalidad dos días más, quizás tres.

Y, sin embargo, se dijo, había traspasado otro límite. La tía Inés solía decir que crecer en la vida era un asunto de traspasar límites personales: probar capacidades que uno creía no poseer. Nunca habría pensado que podría sobrevivir un día como éste. Mentir sin culpa, con sorprendente sangre fría. Sin calcular, zas, como si las palabras estuvieran archivadas, preparadas, listas para que les diera uso. En la oficina, en la farmacia, nadie lo habría adivinado.

Ella siempre tuvo conflictos con la mentira. De niña, al confesarse, siempre se acusaba de mentir. Le había costado un gran esfuerzo dejar de hacerlo. Se divertía mintiendo. Y era así; un impulso rápido. No sabía ni cómo fabricaba las mentiras. Se le salían de la boca como peces de colores que vivieran en su interior con vida propia: mentiras intranscendentes, dichas por el mero placer de sentir que podía jugar con el mundo de los adultos, alterarlo sutilmente. Sólo después, cuando la mentira ya vivía fuera de sí misma y andaba en la boca de su madre o de la niñera, se sentía mal. "Mentir es pecado" decían las monjas en el colegio. "No dar falso testimonio, ni mentir" decía uno de los mandamientos. Por miedo, dejó de mentir. Miedo a los tormentos del infierno que sor Teresa describía con lujo de detalles macabros: las hacía encender un fósforo y poner levemente el dedo en la llama. Eso era el infierno pero en todo el cuerpo, ese fuego en todo el cuerpo, quemando sin matar por toda la eternidad. Después la mentira perdió su connotación de pecado y pasó a ser para ella un antivalor; la honestidad un valor necesario en la vida de adulta. Por eso, el sentimiento de culpa le molestó las veces que mintió, mientras vivió con sus padres después de regresar. Le incomodaba tener que engañarles. Fingirles un rostro más aceptable.

Pero esto era diferente, pensó, mientras metía la llave a la cerradura y entraba en el ámbito oscuro de la casa.

La oscuridad olía a silencio espeso. Silencio de espera. Tigres agazapados. En el corredor, bajo el naranjo, divisó a Felipe, erguido, la mano en la cintura, expectante ante el ruido de la puerta al abrirse. Una luna pálida proyectaba la sombra del árbol sobre los baldosas del corredor.

Encendió las luces. Felipe se adelantó a recibirla.

– ¿Cómo te fue? -preguntó, en voz muy baja.

– Creo que bien -respondió extendiéndole el brazo con los periódicos, mirándolo, pensando en los rostros aquellos, sus amigos que ya jamás volvería a ver.

Felipe tomó los periódicos con un gesto brusco y allí, junto a ella, leyó los titulares, las noticias de la primera página, mirando las fotos sin decir nada.

Ella, en silencio, no sabía qué hacer, si quedarse allí a su lado o retirarse discretamente, como hacen los amigos en los funerales, cuando llega la hora de mirar la ventanita del féretro por última vez.

– ¡Asesinos! ¡Hijos de puta! -dijo por fin Felipe, en un callado grito lanzado para dentro de sí mismo. Lavinia imaginó el grito proyectado en sus pulmones, dispersándose por su pecho, los brazos, las piernas.

Ella lo abrazó por detrás, sin decir, nada, pensando en lo pobre que era el lenguaje ante la muerte.

Sebastián apareció en la puerta de la habitación. Esta vez no la saludó. Lucía recuperado. Con vendaje limpio y vestido con una de las camisas de hombre que ella usaba. Fue hacia Felipe, se situó a su lado mirando las páginas extendidas del periódico.

– No mencionan que alguien escapó -dijo Felipe, al pasarle el diario, soltándolo, entregándole aquellas páginas con las fotos de los compañeros muertos. En silencio fue a la cocina de donde regresó con un vaso de agua que tomaba a grandes sorbos, mientras Sebastián seguía leyendo callado.

Lavinia se apartó respetuosa, sintiendo que estaba de más. Se deslizó callada hacia la puerta del jardín, asomándose a ver la noche, el patio, el ambiente sereno y pacífico de las plantas, el naranjo exhalando su olor cítrico. "Dichoso el árbol que es apenas sensitivo", recordó. Le hubiera gustado ser vegetal en ese momento.

Sintió a Felipe acercándose.

– ¿No pasó nada anormal en la oficina, no llegaron a preguntar por mí, no oíste nada extraño? -hablaba bajo, para no perturbar a Sebastián.

– No. No pasó nada anormal. Todos sabían de lo sucedido, pero no hablaron mucho. Comentaron sobre el despliegue que hizo la guardia contra sólo tres personas. Doña Nico me comentó que fue en su barrio, pero no quiso decir nada más. Sólo dijo "pobres muchachos" cuando vio las fotos, pero parecía que tenía miedo de hablar. Yo informé a Mercedes que vos estabas enfermo del estómago -dijo Lavinia, susurrando.

Él no respondió nada. La dejó y volvió al lado de Sebastián.

Hablaron algo entre ellos. Sebastián dijo "con permiso, compañera" y entraron los dos a la habitación cerrando la puerta.

Por supuesto que los hombres no lloraban, pensó Lavinia apoyándose en el dintel, mirando fijamente el tronco del árbol de naranja. Ella sentía las lágrimas arderle en los ojos. ¡Ella que ni había conocido a los muertos! ¡A fin de cuentas, era mujer!, se dijo irónicamente. Los dos hombres, podían mirar al periódico con los ojos secos y fijos; leerlo atentamente a pesar de las fotos.

Felipe parecía repuesto de su momento de dolor la noche anterior. "Uno nunca se acostumbra a la muerte", había dicho en la vulnerabilidad del cansancio. Ahora ella los veía tomar la muerte sin dramatismo, sin aspavientos; con rabia. Evidentemente, para ellos, lo que contaba era cómo debía precederse ahora, ahora que sabían que nadie mencionó al "otro", al que saltó las tapias, herido, huyendo.

No le dejaba de dar escalofríos verlos con esa entereza, acorazados, tal como si la muerte o la tristeza les rebotara en la piel, sin poder penetrarlos. Recordó una conversación con Natalia, una amiga española, sobre la justicia de las acciones de los vascos contra el franquismo: ambas facciones mataban a sangre fría. ¿En qué se diferenciaban? ¿En la guerra, cómo se diferenciaban los hombres? ¿Qué diferencia de fondo había entre dos hombres con un fusil cada uno, dispuestos a matarse en defensa de razones que ambos consideraban justas?

Natalia se había enfurecido ante sus preguntas "filosóficas, metafísicas". Pero ella no podía dejar de hacérselas aun cuando estuviera consciente de las diferencias entre agresores y agredidos; entre los "maquis" franceses y los nazis, por ejemplo. En la sociedad, también existía, como a nivel individual, la llamada "defensa propia" como justificación a la violencia; existían calidades humanas diferentes, gente que mataba por la muerte y gente que mataba por la vida, en defensa y preservación de lo humano frente a la bestialidad de la fuerza bruta. Pero era terrible, de todas formas tener que recurrir a balas y armas; unos contra otros. Tantos siglos no lograban cambiar la manera brutal en que se enfrentaban los seres humanos.

En Paguas, era fácil justificar a los muchachos; demasiado evidente la injusticia, la diferencia de fondo, lo que defendían unos y otros; la realidad de la ausencia de alternativas frente al Gran General. Con sólo ver el periódico de hoy, por ejemplo, uno podía tomar partido entre la fuerza bruta y el idealismo. Optar, aunque fuera a nivel de abstracción, por los muertos.

Pero no podía apartar las dudas. Viendo a Sebastián y Felipe pensó en los peligros del endurecimiento.

Aunque si se hubieran echado a llorar, quizás los hubiera considerado débiles. Pero no, se dijo, ¿por qué? Ella siempre pensó que era terrible y absurdo considerar como una debilidad el llanto de los hombres. Pero en la práctica nunca vio llorar a ninguno. Quizás no lo soportaría en este caso. Aumentaría la sensación de desamparo. No era tal vez necesario que lloraran, sólo que hicieran algo. Algo para evitar la dureza. Esa dureza que le producía aprensión, la noción de un delicado equilibrio, que, de romperse, devolvería el mundo a las fieras.


Fue entonces cuando escuchó, desde la ventana entreabierta de su habitación, aquel sonido terrible que siempre recordaría; la voz ronca de Sebastián, interrumpiéndose, quebrándose en sollozos secos, densos, produciendo el sonido de un dolor por ella jamás conocido.

La veo mirándome. La siento pensando. Allí está en medio de la noche como una luciérnaga perdida, flota entre nosotros sin poder encontrar el sitio al que pertenece. Dentro de la casa, los hombres discuten. Oigo los murmullos de sus voces, como tantas veces escuché desde la oscuridad, los consejos que Yarince hacía con sus guerreros. Aquellos en los que a mí no me era permitido participar aun cuando me llevaran al combate.

Después de la batalla de Maribios -la de los Desollados-, como le llamaron los invasores, hubo momentos en que sentí mi sexo como una maldición. Se pasaron días discutiendo cómo debían proceder, mientras yo tenía que vagar por los alrededores, encargada de cazarles y cocinarles la comida.

Cuando bajaba al río de aguas quietas, a traerles agua, esperaba con los piernas abiertas, que la superficie estuviera lisa, inmóvil, para mirar mi sexo: misteriosa se me hacía la hendidura entre los piernas, se parecía a algunas frutas; los labios carnosos y el centro, una delicada semilla rosada. Por allí penetraba Yarince y cuando estaba en mí, componíamos un solo dibujo, un solo cuerpo: juntos éramos completos.

Yo era fuerte y mis intuiciones, más de una vez, nos salvaron de una emboscada. Era dulce y a menudo los guerreros me consultaban sus sentimientos. Tenía un cuerpo capaz de dar vida en nueve lunas y soportar el dolor del parto. Yo podía combatir, ser tan diestra como cualquiera con el arco y la flecha y además, podía cocinar y bailarles en las noches plácidas. Pero ellos no parecían apreciar estas cosas. Me dejaban de lado cuando había que pensar en el futuro o tomar decisiones de vida o muerte. Y todo por aquella hendidura, esa flor palpitante, color de níspero que tenía entre las piernas.

Lavinia estuvo un rato más mirando los sombras del jardín balancearse con el viento. Los sollozos se habían extinguido en el murmullo de una conversación acuática, el sonido de los hombres conversando, la conversación de dos peces, un murmullo apenas de burbujas.

El rugido del llanto le produjo opresión en el pecho. Se arrepintió de dudar de los sentimientos de aquellos seres extraños, invasores de la paz de su casa, soñadores activos, "valientes" como decía Adrián.

El dolor tocándola tan cercano estimuló sentimientos de protección. ¿Qué podría hacer por ellos?, pensó. Poco. Casi nada. Recordó que no habían comido. Podía prepararles algo. Ella no tenía hambre. Comer no se le cruzó por la mente hasta ese momento. Se dirigió a la cocina, pensando qué cocinar para los tres. A pesar del dolor, Sebastián y Felipe debían comer, vivir, alimentarse.

En el lavatrastos, encontró una lata de sardinas vacía. ¡Pobres!, pensó, sintiendo vergüenza de su desprovista cocina.

Preparó lo único que sabía hacer decentemente: spaghetti con salsa.

Estaba acomodando los platos en la mesa, cuando Felipe apareció en el umbral de la cocina.

– ¿Cómo está Sebastián de su brazo? – preguntó Lavinia, fingiendo no haber oído nada, terminando de verter el agua de los spaghetti, hirviendo, sobre el lavatrastos, poniéndoles la mantequilla.

– Lo tiene inflamado -dijo Felipe.

– Debería ver un médico -dijo Lavinia, chorreando la salsa.

– Es lo que te queríamos pedir -dijo Sebastián apareciendo detrás de Felipe, mirándola servir los platos, ya compuesto; apenas roja la nariz.

– Queríamos que fueras a buscar a una compañera que es enfermera. Con ella vamos a arreglar también mi traslado para mañana.

– Por qué no me lo explicas mientras comemos algo -dijo Lavinia-. Ustedes deben comer.

Se alegró de ver a Sebastián esbozar una sonrisa mientras se sentaban a la mesa.

Flor -así se llamaba la "compañera" – tenía automóvil. Lavinia sólo tendría que tomar un taxi y regresar a la casa con ella. Solamente eso. Después podría quedar libre de ellos.

– Al menos de mí -dijo Sebastián, desplegando de nuevo su sonrisa maliciosa.

Comían en silencio. Sebastián y Felipe, parecían no tener apetito. Lavinia miró de reojo a Sebastián. Sin que ella pudiera negarse, con su voz suave y firme, su apariencia de árbol, él había logrado que ella hiciera cosas que jamás pensó hacer. Actuaba con una especie de profundo convicción de que ella estaría de acuerdo, no se negaría. La confianza de él era más imperativa que un mandato expreso.

Mañana su vida retornaría a la cotidiana seguridad, se dijo. Podría olvidarse del miedo, la zozobra, aquellos sentimientos confusos.

La perspectiva de atravesar la ciudad en taxi, de noche, no le atraía, pero estaba dispuesta a hacerlo; haría cualquier cosa por recuperar la normalidad de su casa.

– ¿Ya se te pasó el miedo? -preguntó Sebastián.

– Más o menos -respondió ella.

– Es normal -dijo él- a todos nos da miedo. Lo que importa no es sentirlo, sino superarlo. Y lo has superado muy bien; has sido valiente.

– No tenía más alternativa -dijo Lavinia, esbozando una sonrisa.

– Así nos pasa a nosotros -dijo Sebastián con expresión triste-. No tenemos más alternativa.

– No es lo mismo -dijo ella, ligeramente incómoda ante la comparación-. Ustedes saben por qué lo hacen. Es otra cosa. Siento mucho lo de sus compañeros.

– Ellos murieron como héroes -dijo Sebastián, mirándola serio y dulcemente- pero eran personas como vos o como yo.

– Creo que es mejor que Lavinia se vaya a buscar a Flor -interrumpió Felipe- se está haciendo tarde.

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