AMANECIÓ CANTANDO. Canta mientras se baña. Me alegro que esté contenta. Yo también lo estoy. Doy frutos.
Las naranjas aún son pequeñas y verdes. Será cuestión de pocos días para sentirlas redondas y amarillas. Me alegro de haber encontrado este árbol. Fue de las pocas cosas buenas que trajeron los españoles. Nos robábamos naranjas cuando pasábamos por sus plantaciones, Yarince y yo. No a todos les gustaban. En cambio nosotros las devorábamos porque su jugo es fresco y refrescante. No es como el mango que lo deja a uno más sediento. Aunque también me hubiera gustado ser mango. Pero tuve buen tino. No sé qué hubiera hecho de haber emergido en el cactus que está tan cerca. No me gustan los cactus. Sólo me recuerdan los arañazos en las piernas.
La naranja tiene una pulpa carnosa, trabajosa en su confección. Son miles de pequeños envoltorios, leves pieles para envolver la carne, otra piel para separar los gajos, luego la cáscara y muchas semillas: pequeños proyectos de hijos dejados al azar de voluntades veleidosas.
Espero que mis semillas tengan buen fin.
Puedo ver tan de cerca él interior de la fruta. Estar en ella, sus achatados extremos, su redondez. "La tierra es redonda y achatada como una naranja." Era el gran descubrimiento de los españoles. Me río de ellos. La tierra es como yo.
Cuando llegó, Sara hacía su diaria ronda por el jardín. Adrián y ella llevaban ya seis meses de casados y Sara hacía el papel de ama de casa a la perfección.
Vivían en una casa antigua, de cuatro corredores y amplios dormitorios de ventanas ojivales. En el jardín interior, había un árbol de malinche que crecía encima del techo y daba sombra al interior. Alrededor del árbol -que florecía rojo incendio una sola vez al año-, Sara colgó helechos y sembró begonias de todo tipo, jalacates y rosas.
El jardín agradecería el cuido brotando hermosas flores.
Las amigas habían establecido la costumbre de desayunar juntas los sábados. La mesa estaba preparada: el café caliente, las tostadas, la mermelada brillando a través del cristal, la mantequilla en su recipiente de plata, vajilla nueva, manteles nuevos.
En la casa flotaba aún el ambiente de regalos de boda. -"Señora" -dijo Lavinia en tono de broma, acercándose a la mesa-, veo que ya tiene todo listo para nuestro desayuno.
– Esta vez no hice panqueques -dijo Sara-. Y como sos puntual, nunca defraudas mis preparativos. No se me enfría el café, ni se ponen tiesas las tostadas como me pasa con Adrián, que, justo a la hora de comer, decide que no puede soltar el libro o está en el baño "lavándose las manos" interminablemente.
Rieron mientras se sentaban a la mesa y Sara servía el café humeante en las tazas de porcelana blancas.
Lavinia miró las facciones de dama del siglo XVIII, delicadas y finas, "cutis de porcelana" -decía Sara bromeando-; llevaba el pelo rubio recogido en un moño. Toda ella era leve y suave.
– ¿Cómo va el trabajo? -preguntó Sara.
– Bien -respondió Lavinia-. Acostumbrándome todavía a que los sueños, sueños son. Creo que Felipe tuvo razón con la jugadita del Centro Comercial. El mundo de los negocios es duro. Nada se pudo hacer por los pobres precaristas. Los dueños no iban a ceder su terreno recién comprado. Están lejos de ser filántropos.
– Así es la vida -dijo Sara-. No te preocupes que esa gente está acostumbrada. ¿Y ahora qué estás diseñando?
– Una casa -respondió Lavinia, sorbiendo el café, pensando cómo para Sara todo era tan "natural"-. Ya sucedió lo de Felipe -añadió, sin poder reprimirse.
La cara de Sara se iluminó. Desde que oyó mencionar a Felipe y supo que era soltero, empezó a realizar funciones de Celestina que Lavinia rechazó, diciéndole que dejara de querer casarla, igual que sus padres. Pero Sara no cesaba en su empeño. Siempre le preguntaba por Felipe.
– ¿Y cómo te fue? -preguntó, tratando de disimular su curiosidad, para no causar el recelo de su amiga.
– Muy bien. Aunque no quiero entusiasmarme demasiado. Todo ha sucedido velozmente. Me da miedo enamorarme antes de tener claro el panorama.
– Mucho te complicas la vida vos -dijo Sara-. El amor es lo más natural del mundo. No veo por qué tiene que darte miedo…
– Bueno, es que también Felipe tiene sus rarezas. Frecuentemente recibe unas llamadas telefónicas extrañas. Sale intempestivamente. Siempre está "ocupado". A mí me huele a mujer casada… no sé. Quizás es sólo mi imaginación.
– Vos siempre has tenido una imaginación muy prolífica.
– Puede ser -dijo Lavinia, pensativa; molesta consigo misma, sintiéndose igual que ciertas celosas casadas, pensando en Felipe y sus "clases" de sábado en la mañana-. ¿Y a vos cómo te va con Adrián?
Con expresión modosa, Sara inició un impreciso retrato de su relación con Adrián, un retrato hablado del matrimonio perfecto. Sólo en la intimidad, reconoció Sara, seguían teniendo algunos problemas. Adrián era muy "brusco". No entendía la importancia de la ternura.
A Lavinia, siempre le había costado imaginar a Sara haciendo el amor. Era tan etérea, casi mística. Incluso, en una época, habló de entrar al convento, dedicarse a "amar a Dios".
– No sé si es que yo soy demasiado romántica. O si estoy demasiado influenciada por las escenas de amor de las películas… -dijo Sara, y se movió en la silla, inclinándose para ponerle mantequilla al pan.
Lavinia sonrió.
– El amor de las películas es pura ilusión -le dijo-. En realidad debe ser fatal. Te imaginas: ¡bajo reflectores, cámaras, y con la posibilidad de un "corten" en cualquier momento! Amenazas perenne de coitus interruptus si no haces las cosas adecuadamente, a juicio del director…
Rieron las dos. Lo de la ternura era todo un aprendizaje, dijo Lavinia. Era cierto que los hombres, en general, la tenían muy reprimida. Había que enseñarles. Y pensó que ella tendría que hacer lo propio, pero prefirió no comentarlo con Sara. Los comienzos generalmente eran difíciles, dijo. Toscas imitaciones de lo que sobrevendría cuando las pieles se descifraran. Así le había pasado a ella, al menos con Jerome. Aunque Sara y Adrián llevaban juntos seis meses, pensó. Comentó con Sara la importancia de perder la timidez; enseñarle a Adrián los mapas escondidos. Darle la brújula.
Conversaron hasta casi medio día. Pronto llegaría Adrián, y Sara dijo que debía bañarse. No le gustaba que su marido la encontrara tal como la había dejado.
Lavinia aprovechó para despedirse, a pesar de la invitación a almorzar. No estaba de ánimo para el sarcasmo y los discursos de Adrián. Quería dormir el desvelo de la tarde, leer, pensar.
La semana transcurrió con la asombrosa velocidad con que suele pasar el tiempo cuando lo invaden los acontecimientos.
Los días en la oficina, desde el inicio de la relación con Felipe, habían tomado un perfil borroso. Le costaba concentrarse en el trabajo, porque él lo invadía de comentarios y gestos que no le permitían ignorar la reciente intimidad. Aunque sólo se habían visto una noche para ir al cine y luego tomar unas cuantas cervezas, tanto aquella salida, como la única noche de amor desaforado, se imponían en su memoria, al lado de las caricias cotidianas intercambiadas fugazmente en las horas laborales.
A Felipe le gustaba hablar de su pasado, aunque parecía evitar los detalles sobre su presente.
Lavinia lo había divisado en la distancia, en la larga travesía por el Atlántico, en su viaje a Alemania, vestido como los marineros de las fotografías antiguas. O deambulando por las calles de Hamburgo: el famoso puerto donde los mujeres "de la vida", se exhibían desnudas tras vitrinas, en la Reperbahn, para ser vendidas al mejor postor. Sus visiones se habían detenido, sobre todo, en Ute -la mujer que, según frases cuyo significado ella no entendió totalmente, le enseñó a Felipe, entre otras cosas, que debía "regresar" a Paguas-. Imaginaba una alta walkiria de rubios, largos cabellos, experimentada en las cosas de la vida, en el arte del amor. Podía casi adivinar, a través de la ventana de la casa con chimenea y ladrillos rojos, a Ute enseñando el amor a Felipe. De diecisiete años, Felipe había tomado un barco en Puerto Alto, donde su padre era estibador. La aventura resultó una pesadilla. Determinado a no regresar a la merced del capitán con alma de traficante de esclavos, se quedó en Alemania y casi perece de frío y hambre. Ute lo salvó. "La madre y la amante en una sola mujer", había dicho él. Le dio refugio. Le descifró el idioma. Le enseñó "la importancia de las calles iluminadas para las mujeres solas", el estudio de la arquitectura y del cuerpo. Lo que Lavinia no lograba entender era el tono agradecido con que Felipe se refería a que ella le enseñara a "regresar". Le parecía estar oyendo hablar a Ulises de su regreso a Itaca. No entendía cómo Ute, no siendo Penélope, parecía haberse empeñado tanto en que él volviera a su país. ¿Por qué, si lo amaba, lo convenció de regresar: Era uno más de sus misterios, pensaba Lavinia, acomodando libros en la nueva estantería recién comprada, igual que las llamadas y las ocupaciones nocturnas que él insistía eran "responsabilidades" de la universidad.
Ese fin de semana, Lavinia no fue a desayunar con Sara. Había cobrado su sueldo el día anterior y dedicó la mañana del sábado a comprar muebles y adornos para su casa.
Por la noche, saldría de farra con la "pandilla" y al día siguiente, domingo, Felipe había prometido llegar por la tarde a tomar café.
Se asomó por la ventana al jardín. Miró la primavera del naranjo. Las hojas brillantes bajo el sol. Las naranjas estaban casi maduras. Cada día parecían más grandes y amarillas. Simpatizaba con el árbol. Lo sentía acelerado como ella; un árbol alegre, fieramente aferrado a la vida, orgulloso de su propio poder de floración. Por esto cambió Bolonia, campanario y arcadas. Desde niña amó el verdor, la rebelde vegetación tropical, la terquedad de las plantas resistiendo los veranos ardientes, los altos soles calcinando la tierra. La nieve era otra cosa: blanca y fría, inhóspita, pensó retornando al estante. Nunca se acabó de reconciliar con los inviernos europeos. No bien empezaba la primavera, sentía que su personalidad volvía a ser la suya. En invierno, se internaba en su carne, se mantenía callada. Le afloraba su lado meditabundo y triste. En cambio, en Paguas, ninguna nieve le afligiría los huesos. El calor le invitaba a salirse de sí misma, a encontrar felicidad en los paisajes contenidos dentro de sus ojos como dentro de un fino jarrón de porcelana. Por eso el trópico, este país, estos árboles, eran suyos. Le pertenecían tanto como ella les pertenecía.
"Son lentos los sábados" -pensó sintiéndose sola.
Me esfuerzo. Trabajo en este laboratorio de savia y verdor. Es menester que me apresure. Una oculta sabiduría nutre mi propósito. Dice que ella y yo estamos a punto de encontrarnos.
Por la mañana, vinieron los colibríes y los pájaros. Retozaban entre mis ramas produciéndome cosquillas, alborotando el espesor de las nervaduras. Hacen el amor. Un amor vegetal. Quién pudiera saber si el espíritu de Yarince habita al más rápido de ellos, al que vuela buscando polen con el piquito alzado. De todos es sabido que los guerreros regresan como colibríes a volar en el aire tibio.
¡Ah! Yarince, cómo recuerdo tu cuerpo recio y asoleado, después de la caza, cuando venías con tu esplendor de puma cansado a buscar abrigo sobre mis piernas. Nos sentábamos a la orilla del fuego en silencio, observando las llamas hacerse y deshacerse; su centro azul, sus lenguas rojas mordiendo el humo, llenando el aire de latigazos cálidos. Tan largas aquellas noches silenciosas agazapados en las entrañas selváticas de las montañas, escondiéndonos para la emboscada. No se atrevían a seguirnos los españoles. Tenían miedo de nuestros árboles y animales. No sabían nada de la ponzoña de las serpientes; no conocían al jaguar, ni al danto; ni siquiera el vuelo de las pocoyas nocturnas que los asustaban porque les parecían "ánimas en pena". Y, sin embargo, descargaban el estruendo de sus bastones, alarmando a las loras, desatando las bandadas de pájaros, haciendo gritar a los monos que pasaban sobre nuestras cabezas en manadas, cargando los monos los monitos pequeños que, desde entonces, se quedaron con la cara asustada.
Pero vos me abrazabas en medio de aquellas descargas atronadoras. Me ponías las manos sobre los oídos, me acurrucabas en el espesor de los arbustos, me ibas calmando con el peso de tu cuerpo haciendo que olvidara la cercanía de la muerte sintiendo tan cerca la palpitación de la vida; tu cuerpo refugiándose en el mío hasta que el ruido de nuestros corazones era el estrépito más sonoro del monte.
¡Ah! Yarince y quizás todo fue en vano. ¡Quizás no queda ya ni el recuerdo de nuestros combates!
Al otro día, desde temprano, Lavinia se debatía entre la vigilia y el sueño. La costumbre de levantarse temprano se le había implantado como reloj invisible en el pecho, pero la noción de domingo clamaba por almohadas y licencias para la modorra. Eran casi las once cuando el hambre pudo más que la pereza y la cama. Se levantó descalza con el kimono de seda acuamarino. Los domingos, sentía que sobraba en el mundo. Era un día incómodo para las personas solas. Los domingos, pensaba, eran hechos para el paseo de las familias en carro, los niños y el perrito, asomados por la ventana de atrás; o para levantarse tarde; el padre con su pijama de rayas sentado a la mesa, leyendo el periódico y los niños esperando el suculento desayuno. Recordó el refrigerador lleno de la casa de sus padres y sintió nostalgia.
Desde el almuerzo aquel en que anunció que había decidido hacer "su vida", mudarse a la casa de la tía, no los veía. Todavía recordaba el cataclismo entre pechugas de pollo en salsa blanca, copas de agua, manteles impecables. Las caras de su padre y su madre pronosticándole la deshonra, el chisme, la maledicencia. Horrores del mundo fuera de las cuatro paredes de su casa (a pesar de sus años sola en Europa). El peligro de los extraños. Hombres que intentarían violarla, aprovecharse de ella. Lo "mal vistas" que eran las mujeres solas. Dos sombreros de magos improvisados habían sacado todos los sacrificios hechos para que ella tuviera una buena educación, para que fuera feliz como cualquier muchacha decente que se apreciara a sí misma. Con el postre intentaron la conciliación. Convencerla de que no se mudara. Era ya tiempo que se conocieran y se aprendieran a querer.
Muy tarde para Lavinia. La tía Inés y el abuelo habían sido su padre y su madre. Para sus padres carnales guardaba el estricto afecto biológico. La distancia afloró cuando se convencieron que no podrían disuadirla. Cambiaron la persuasión por la amenaza y finalmente la obligaron a empacar todos sus cosas "para que se fuera inmediatamente si tan convencida estaba". Mientras su padre buscaba evadir el conflicto, refugiado en su habitación, la madre de pie al lado de la puerta, empuñaba la espada del ángel exterminador y la expulsaba con ojos furiosos del paraíso terrenal.
Así desaparecieron de su vida las refrigeradoras colmadas, los abundantes desayunos de domingo. Así fue que perdió los últimos privilegios de hija única. Y también la posibilidad de amores primarios. Sintió nostalgia de huérfano. No dejaba de sucederle los domingos.
Para olvidarlos, decidió mimarse. Cocinarse un desayuno familiar dominguero para ella sola.
La cocina olía a vacío. Lamentó no haber tenido quién le iniciara en las artes culinarias. Ni su madre, ni su tía Inés, ambas por razones diferentes, habían sido devotas de la cocina. Ella iba por el mismo camino. Pero nada perdía una mujer con saber cocinar, pensó. Ella, personalmente, admiraba a las que eran diestras. Se le antojaban mágicas alquimistas capaces de convertir un trozo de roja carne cruda, casi repulsiva, en un apetitoso plato que podía no solamente tener un buen sabor, sino un magnífico aspecto: color dorado en perfecta armonía con el verde perejil y el tomate rojo.
Los anaqueles estaban ordenados. Latas diversas dormían la inercia de las cosas inmóviles. Y la caja de "Aunt Jemima" sin abrir. Revisó el refrigerador para cerciorarse de la leche y los huevos, la mantequilla. Mezcló los ingredientes y comenzó a batir en un cuenco la mezcla blanca que se espesaba lentamente.
Puso el café, en la hornilla, las tostadas en la tostadora; extendió sobre la rústica mesa de madera de cocina un mantel de "trattoria" italiano: cuadros blancos y rojos; puso música; se entusiasmó con el ritmo de su propia actividad.
Sólo el jugo de naranja faltaría. Era una lástima. ¿Y por qué no probar con las naranjas un poco verdes?, se dijo; un jugo amargo no sabría tan mal. Lo compensaría el color amarillo en el vaso, al menos desde el punto de vista estético; además, tendría el menú completo: un desayuno de familia en domingo, para ella sola.
Buscó las llaves de la cancela, quitó los candados, salió al patio. El naranjo resplandecía. El sol de las once de la mañana, casi perpendicular, brillaba en las hojas intensamente verdes y brillantes. Miró el árbol. Palmoteo su tronco. Últimamente le había dado por hablarle cual si fuera un gato o un perro. Decían que era bueno hablarles a las plantas. Miró hacia la copa y vio algunas naranjas empezando a madurar, con vetas amarillas en el lomo verde.
Con la ayuda de una vara bajó una, dos, tres, cuatro naranjas.
Cayeron con un sonido seco sobre la grama.
Entró en la casa, retornó a la cocina.
Sacó el cuchillo pulido y afilado del armario de los utensilios.
Puso la naranja sobre el trozo de madera redonda usada para cortar y mirándola, tocándola para acomodarla y hacer el tajo justo al medio, hundió el cuchillo en su carne. El interior amarillo de la naranja se desplegó, abierto. Caras amarillas, repetidas, mirándola.
Parecían jugosas. Cortó las cuatro, relamiéndose de gusto, sintiendo el olor de los panqueques dorados, el aroma del café, las tostadas.
Exprimió los naranjas hasta dejarlas reducidas al cuenco de la cáscara. Su jugo se derramó amarillo en el vaso cristalino.
Y sucedió. Sentí que me pellizcaban. Cuatro pellizcos definidos, redondos. La sensación en la yema de los dedos cuando probaba el filo puntudo de las flechas. Nada más. Ni sangre, ni savia. Sentí miedo cuando la vi salir al patio con la intención clara en sus ojos y en sus movimientos. Me temblaron las hojas. Levemente. No se dio cuenta. En su tiempo lineal, se unen los acontecimientos por medio de la lógica. No sabe que me temblaron las hojas antes de que las sacudiera con el largo palo de madera. Pensé que todo se habría consumado cuando cayeran las naranjas sobre la hierba. Pero no. Me encontré viéndome en dos dimensiones. Sintiéndome en el suelo y en el árbol. Hasta que me tocaron sus manos comprendí que, sin dejar de estar en el árbol, estaba también en las naranjas.
¡El don de la ubicuidad! ¡Igual que los dioses! No cabía en mí de maravillada (no podía caber en mí, además, tan multiplicada). No había "mí". Todo aquello era yo. Prolongaciones interminables del ser. Una laguna. Una piedra. Círculos concéntricos interminables, haciéndose y deshaciéndose. Extraños me parecían los caminos de la vida.
Ella nos abrió de un tajo. Un arañazo seco, casi indoloro. Luego los dedos asiendo la cáscara y el fluir del jugo. Placentero. Como romper la delicada tensión interna. Similar al llanto. Los gajos abriéndose. Las delicadas pieles liberando sus cuidadosas lágrimas retenidas en aquel mundo redondo. Y posarnos en la mesa. Desde la vasija transparente la observo. Espero que me lleve a los labios. Espero que se consumen los ritos, se unan los círculos.
Afuera el sol brilla sobre mis hojas. Viaja hacia la tarde.
Reconfortante el calor de los alimentos; los panqueques esponjosos, el café, las tostadas. Reconfortante la música; el vaso con el jugo de naranja sobre la mesa. Al contrario de la costumbre, le gustaba tomar el jugo por último, quedarse con el sabor de naranja en los dientes. Generalmente comía muy rápido. Pero el domingo, pensó, había que estar a tono con la cadencia del día: allegro ma non troppo.
¿Vería hoy a Felipe? En principio quedó en llegar a las cinco de la tarde. Si no podía, llamaría por teléfono. Antonio, la noche anterior, la interrogó. Ella le había prohibido enamorarse. Pero era inevitable. Estaba celoso. Había sido su acompañante más constante. Lavinia no le descifró más que lo esencial, pero varias veces, durante la algarabía en casa de Florencia, perdió contacto con el humo y el rock. Antonio no logró convencerla de quedarse. Le sabría mal Antonio después de Felipe. Y no quería sentir el contraste. Sobreponerle cadencias menores.
Aquella tarde de domingo, pensó, si tan sólo ella tuviera un automóvil, le habría gustado llevar a Felipe a compartir "su" cerrito. Subir con él por carretera a la zona fresca. La sierra. El mirador. Caminar por veredas umbrosas en medio de cafetales. Mirar el paisaje desde aquel lugar suyo cerca de la cima. Alimentar a las nubes desde la palma de la mano. Ver bandadas de periquitos pringar el azul de verde. Recordar su infancia. Aquel lugar siempre le evocaba el hermoso grabado de uno de sus libros infantiles preferidos: la niña de sombrero de paja y vaporoso vestido de flores, los codos recostados en el suelo, su mirada hacia el horizonte infinito, la pradera serpenteada de caminos y trigales. Y el pie de foto: "El mundo era mío y todo en él me pertenecía".
Acostumbraba a subir al cerrito cuando pasaban vacaciones en la hacienda del abuelo. Fue inmediata la asociación del paisaje con el grabado. Desde entonces, la frase se le fijó en la memoria.
Fue por esa época cuando empezó a buscar un mundo más propicio para los sueños. "Las Brumas" era una casona de anchas paredes de adobe, con enormes habitaciones y pilas en los baños; un jardín pleno de milflores y una fuente al centro. Tomaban chocolate en las tardes para protegerse del frío. Sara y sus primos armaban grandes algarabías, dejándose ir en bicicleta por la empinada pendiente que descendía desde la casa.
Entonces, su abuelo se apareció con libros de Julio Verne. Aquellas páginas con el texto acomodado en dos columnas la absorbieron totalmente, haciéndosele mil veces más fascinantes que las bicicletas, los juegos de prendas o las batallas de indios y vaqueros.
Se decía, en las notas introductorias de los libros, que Verne nunca había salido de Francia y, sin embargo, con la imaginación logró viajar hasta la luna y predecir muchas hazañas y descubrimientos de la humanidad. Eso quería ella: poder viajar hasta donde su imaginación lo permitiera. Para hacerlo, frecuentemente de niña, buscó la soledad.
Le gustaba bajar por la ladera abrupta detrás de la hacienda a mirar el volcán humeante a lo lejos, ir al cerrito o caminar sola hacia la presa y el ojo de agua. Allí podía ella quedarse largo tiempo, mirando el círculo desde donde brotaba agua incansablemente. Conjeturaba sobre el origen del agua manando del boquete; agua cristalina surgiendo en movimientos redondos que semejaban la respiración o las mareas. Imaginaba un océano subterráneo, el del centro de la tierra, sus grandes olas y aquel agujero inoportuno delatando su existencia.
Sintió la nostalgia otra vez. Mientras sorbía despacio, distraída, el jugo de naranja, saboreando el sabor agridulce, similar al de sus recuerdos, evocó a su abuelo. Hundiendo los ojos en su memoria, le pareció ver al hombre flaco, alto, de nariz larga y pequeños ojos claros y penetrantes; ver, a través de la transparencia de su piel, las venas finas y rojas como pequeños deltas de grandes ríos interiores. El abuelo usaba anchos pantalones caqui y camisa blanca manga larga. Llevaba colgada, de una especie de leontina, una prodigiosa navaja conteniendo toda clase de instrumentos que acostumbraba usar para fabricar horquetas de madera, tiradoras con las que los muchachos cazaban pájaros o jugaban a la guerra.
Ella lo prefería cuando se quedaba quieto, sentado en una mecedora, y le hablaba. Sus conocimientos eran anchos y espaciales: sabía de las constelaciones, los planetas y las estrellas. "Allá está Marte", decía, o las Siete Cabritas, la Constelación de Orión, el Centauro, la Balanza, la Cruz del Sur… Conocía las fases de la Luna, los equinoccios y las mareas; sabía de leyendas antiguas de caciques y princesas indias. Era un enamorado de los libros. Su memoria fotográfica le permitía citar de memoria pasajes enteros.
Viudo desde los treinta y cinco años, vivía solo, pero sus aventuras amorosas eran célebres. Si bien la madre de Lavinia era su única hija "legal", ella nunca olvidaría los innumerables tíos y tías que emergieron el día del entierro del abuelo. Los hermanos desconocidos entre sí, se juntaron en esa ocasión, por primera y única vez. Ella aún ignoraba el número exacto.
Poco antes de morir, el abuelo hizo el testamento de sus pocas pertenencias. A ella le dejó una breve esquela que leyó de memoria en su último cumpleaños: "Al principio y al fin le llamaron los griegos, el Alfa y el Omega; ahora que voy llegando a Omega, te dejo este legado: Ningún esfuerzo por la cultura universal se pierde. Por eso, debes venerar al libro, santuario de la palabra; la palabra que es la excelsitud del homo sapiens".
Murió un 31 de diciembre, acompañado por los petardos, cohetes y fiestas que lo despidieron junto con el año viejo. Murió de una rara afección en el diafragma que lo hizo estornudar hasta morirse.
Su entierro fue casi un mitin político. Recordó la tarde calurosa, las flores de cementerio y la cantidad de trabajadores que lo acompañaron hasta que desapareció tras la lápida, porque el abuelo, seguidor de ideas liberales y socialistas, opositor furibundo al régimen dinástico de los grandes generales, había establecido antes que el Código del Trabajo, la jornada de ocho horas, los beneficios sociales y la seguridad laboral. Y también había descubierto los antiguas ruinas de Tenoztie.
El abuelo era para ella la infancia y el deslumbre de la fantasía. Todavía se encontraba con él en un sueño recurrente: Estaban los dos sobre un monte elevado, altísimo, con nieves en la cima y primavera en las laderas. El abuelo le fijaba sobre la espalda unas enormes alas de plumas blancas -como las que usara, de niña, cuando la disfrazaron de ángel en una procesión de Semana Santa- y soplaba un fuerte viento, empujándola para que volara. Ella volaba en esos sueños. Se sentía feliz, pájaro; se sentía segura, porque su abuelo la esperaba en lo alto del monte, gozando al verla volar.
Pasó el tiempo. La música se detuvo. Regresó a los platos vacíos. Al vaso vacío de jugo de naranja. Se levantó para recoger la mesa. Darse una ducha que le despejara la nostalgia.
Atravesé rosadas membranas. Entré como una cascada ámbar en el cuerpo de Lavinia. Vi pasar sobre mí la campanita del paladar antes de descender por un oscuro y estrecho túnel a la fragua del estómago.
Ahora nado en su sangre. Recorro este ancho espacio corpóreo. Se escucha el corazón como eco en una cueva subterránea. Todo aquí se mueve rítmicamente: espiraciones y aspiraciones. Cuando aspira, las paredes se distienden. Puedo ver las venas delicadas semejando el trazo de un manojo de largas flechas lanzadas al espacio. Cuando espira, las paredes se cierran y oscurecen. Su cuerpo es joven y sano. El corazón late acompasadamente, sin descanso. Vi su interior potente. Sentí la fuerza lanzándome a través de sus cavernas internas de un pequeño espacio a otro. Así latían los corazones de los guerreros cuando el sacerdote los sacaba del pecho. Latían furiosos apagándose. A mí me daba pesar verlos arrancados de su morada. Pensaba que los dioses debían apreciar este regalo de vida. ¿Qué más podíamos darles que el centro de nuestro universo, nuestros mejores, más aguerridos corazones?
Y, sin embargo… diríase que estábamos desamparados frente a las bestias y los bastones de fuego de los españoles. Quizás los dioses también hubieran preferido nuestro oro. No parecían conmoverse ante nuestros gemidos. Nos abandonaron a la furia de los desalmados. De nada valieron tantos rojos corazones. Parecieron claudicar ante el dios de los recién llegados que decían entraba al espíritu por el agua.
Yarince se hizo bautizar para probar la palabra de los españoles. También para conocer qué dones podía aprender de su dios que fueran útiles a nuestro pueblo. Pero el dios de los españoles no tocó su espíritu. Nos dimos cuenta que a ese dios tampoco le éramos gratos. Quizás él les pedía a los españoles sacrificios de "indios".
Lavinia guarda grandes espacios de silencio. Su mente tiene amplias regiones dormidas. Me sumergí en su presente y pude sentir visiones de su pasado. Cafetos, volcanes humeantes, manantiales, envueltos en la densa bruma de la nostalgia. Trata de entenderse a sí misma. Es complejo este surtidor de ecos y proyecciones. No logro encontrar un orden en la sucesión de imágenes que emanan estas superficies blancas y suaves. Me desconciertan y apabullan. Debo reposar. Mi espíritu está desasosegado.
El lejano reloj de la catedral dio las cinco. Se asomó a la ventana esperando a Felipe y vio a los ancianos vecinos sentados a las puertas de sus casas tomando el fresco en su inmovilidad habitual.
La casa lucía limpia y acogedora. No en balde se pasó el fin de semana trabajando, disponiendo el mobiliario nuevo, sacudiendo el polvo, regando las plantas, sorteando papeles viejos. Se preguntó si el amor generaba domesticidad, pero se sintió satisfecha con el esfuerzo. Se vistió con jeans, una blusa holgada y sandalias. Sonrió pensándose la imagen juvenil de una muchacha casera. Cola de caballo.
Felipe no llegaba. A las seis la consumía la impaciencia. El teléfono no sonaba. El mal humor amenazó con invadirla. Pero trató de no impacientarse, pensando en los problemas de transporte, atrasos posibles. Aunque al menos la debía llamar por teléfono, se dijo, anunciar que llegaría tarde. No representaba ningún esfuerzo levantar un teléfono y hacer una llamada. Sobre todo para él tan adicto a los contactos telefónicos. Tomó un libro cualquiera y se echó en la hamaca. Leer le ayudaría a pasar el tiempo. Pero no lograba concentrarse. A las siete, se levantó de la hamaca con el mal humor viento en popa. Recorrió la casa, paseándose como liebre cautiva, sin saber qué hacer. Quizás debía salir, se dijo. No esperarlo más. Marcó en el teléfono el número de Antonio y no obtuvo respuesta. Seguramente no regresaba aún del paseo al que la había invitado. Sara y Adrián tampoco estaban en casa. La soledad del día se acumulaba en el silencio. Puso música. Si bien, se había propuesto la semana anterior, no especular sobre las "ocupaciones" de Felipe, no pudo evitarlo ahora. Pensó si realmente no habría sucumbido víctima de un Don Juan cualquiera, o al menos de alguien con una relación conflictiva de la que quizás ella habría sido escogida como "sustituta" o redentora. Sucedía en la vida real. No sería nada fuera de lo común. Y sin embargo, la actitud de Felipe hacia ella se le hacía sincera. Se sirvió un ron. No se desesperaría más, se dijo, ya no lo esperaría. Al día siguiente trataría de aclarar todo de una vez. No continuaría pretendiendo que no le importaban sus misterios. Le preguntaría directamente. Aunque la verdad, no existía entre ellos aún ningún compromiso; nada que le diera "derecho" a indagar. Pero pensar así era una trampa, se dijo. Era la trampa en la que siempre caían las mujeres temerosas de la terrible acusación de "dominantes" o "posesivas". No lograba evitar la mirada hacia la ventana. El oído alerta a los pasos.
Dieron las nueve. Era evidente que Felipe no llegaría, se dijo una vez más. La tía Inés decía que los hombres eran caprichosos e impenetrables. Noches cerradas con estrellas. Las estrellas eran los resquicios por donde la mujer se asomaba. Los hombres eran la cueva, el fuego en medio de los mastodontes, la seguridad de los pechos anchos, las manos grandes sosteniendo a la mujer en el acto del amor; seres que disfrutaban de la ventaja de no tener horizontes fijos, o los límites de espacios confinados. Los eternos privilegiados. A pesar de que todos salían del vientre de una mujer, que dependían de ella para crecer y respirar, para alimentarse, tener los primeros contactos con el mundo, aprender a conocer las palabras; luego parecían rebelarse con inusitada fiereza contra esta dependencia, sometiendo al signo femenino, dominándolo, negando el poder de quienes a través del dolor de piernas abiertas les entregaban el universo, la vida.
Puso la televisión. Pasaban una mala película. En el otro canal, una serie anodina. Sólo había dos canales de televisión en Paguas. La apagó. Apagó las luces de la casa. Cerró la cancela del jardín. Se desvistió y se metió en la cama a leer. Dieron las once de la noche. Le dolía la cabeza y se sentía profundamente triste, traicionada, furiosa consigo misma, con su facilidad para construir castillos de arena, su romanticismo. Finalmente la quietud de la soledad la adormeció. Se deslizó hacia el sueño.
Nubes enormes, blancas con caras de niños, gordos y juguetones. El abuelo larguísimo colocándole las grandes alas de plumas blancas. El vuelo sobre inmensas flores: heliotropos, gladiolos, helechos gigantescos. Gotas de rocío. Magníficas, enormes gotas de rocío donde el sol se quebraba abriendo caleidoscopios prodigiosos. La barba y el cabello cano del abuelo cubierto de rocío. Las gruesas alas soltando brisa al batir en el viento. Mojándose. Empapándose de rocío. Pesan las alas mojadas. Cada vez mayor el esfuerzo. Sostenerse sobre el desfiladero de flores inmensas. Intentó regresar al abuelo una y otra vez batiendo alas desesperadamente hasta que el esfuerzo la despertó y todo estaba oscuro. Sólo la sombra del naranjo se recortaba en el brillo de la luna sobre la ventana.
La noche envuelve mis ramas y los grillos cantan su canto monótono en medio del cortejo de las luciérnagas. Apenas si logré alcanzarla en el sueño. Marqué mi nombre, Itza, gota de rocío, en sus visiones de flores y vuelos. Yo también soñaba con volar cuando veía los pájaros levantarse en bandadas al arribo de las bestias y los tropeles de hombres hediondos e hirsutos. ¡Tan pequeños los pájaros y con tanta ventaja sobre nosotros!
Estoy confusa con tanto acontecimiento. Estar en su sangre fue como estar dentro de mí misma. Así habrá sido mi cuerpo. Siento nostalgia de venas, entrañas y pulmones. En cambio sus pensamientos eran una familia de loras volando en círculos, haciendo ruidos, montándose los unos sobre los otros en tremenda algarabía. Para ella, sin embargo, tenía un orden, estoy segura. Una imagen se refería a otra y otra, como un espejo que se refleja infinitamente. Recordé la fascinación de los espejos. Con ellos lograron atrapar nuestra atención los españoles. Al principio creíamos que era una burla aquella imagen repitiendo todos nuestros movimientos. Hasta que nos dimos cuenta que nos estábamos viendo por primera vez. Claro, claro, no como el reflejo ondulado y fugaz de las aguas de los ríos. Y nos fascinamos. ¿Qué puede fascinar más que verse uno mismo por primera vez? ¿Saberse? Yarince se enfurecía cuando me sorprendía mirándome en el espejito. Pero hasta entonces, yo no sabía que era hermosa. Y me gustaba contemplarme.