Capítulo 22

EL TIEMPO, ESE DIOS JUGUETÓN, "eso" que nuestros astrólogos hurgaban días y noches enteros en los altos montes, observando con cuidado el movimiento de los astros, la cúpula estrellada que nos rodeaba desde entonces, insondable e infinita, hace sus espirales. El destino teje sus redes. Ella está en el vértice del verdor de la vida. Tiene cuidado de las cosas de la tierra.

Haz algo: corta leña, labra la tierra, planta árboles, cosecha frutos.

Tendrás que comer, que beber, que vestir.

Con eso estarás de pie.

Serás verdadera.

Con eso se hablará de ti.

Se te alabará.

Con eso te darás a conocer.

En este nuevo mundo, las cosas sencillas dan paso a complejas relaciones.

Ella no ha dado batallas de lanzas. Ha batallado con su propio corazón hasta extenuarse; hasta ver su paisaje interior sacudido por cientos de volcanes; hasta ver nuevos ríos surgir, lagos, ciudades tenuemente dibujadas. Yo, habitante callada de su cuerpo, la veo dirigir construcciones, sólidos cimientos de su propia sustancia. Ahora está de pie e irremisiblemente avanza allí donde la sangre encontrará su quietud.


– Te tengo una sorpresa -decía Sebastián, por teléfono, al día siguiente.

Lavinia estaba en la oficina a media mañana. El sol rompía el cielo iluminando las montañas lejanas en el ventanal. Se sentía mejor.

La noche anterior, las lágrimas habían sido vencidas por un cansancio espeso que la sumió en el sueño profundamente. Había dormido inconsciente hasta tarde. Llegó a la oficina casi a las diez de la mañana.

– ¿Buena o mala? -preguntó.

– Buena, buena, por supuesto -dijo Sebastián- pero no quiero dártela por teléfono. Te espero donde mí tía (la tía era una dirección determinada; otras direcciones eran "los primos", la "madera", sencillas claves telefónicas). Recógeme a las cinco de la tarde (las cinco eran las seis).

– Está bien. Nos vemos.

No podía imaginar qué sorpresa "buena" podía tener Sebastián para ella. ¿Sería algo relacionado con Felipe?, se preguntó. No lo creía. La decisión del traslado de Felipe era acertada. Si él tenía que realizar misiones delicadas, era mejor que se distanciaran.

Recordó la noche anterior y su reacción desesperada. Todavía la memoria de su miedo le dolía en el estómago. Seguramente había sido producto de la conversación con Adrián, sus reflexiones posteriores en el carro, el cansancio. Le avergonzaba haberse comportado de forma tan melodramática. Pero estaba triste. Sería difícil acostumbrarse a la ausencia de Felipe. Lo había visto al llegar a la oficina. Tierno y amable, le preguntó si había dormido. Estaba preocupado por ella. Lo tranquilizó, fingiendo la comprensión y entereza que hubiera deseado tener, disculpándose por su primera reacción, explicándola por el cansancio, la tensión con Adrián, la sorpresa de encontrarlo empacando maletas.

Como de costumbre, Lavinia llegó demasiado temprano a la cita. La "tía" era una esquina poco frecuentada en la avenida que corría paralela al muro del cementerio central. Había un árbol grande de almendro sobre el cual solía apoyarse Sebastián mientras la esperaba, mordisqueando las almendras maduras que recogía del suelo.

Pasó la primera vez tres minutos antes de la hora indicada. La locutora de Radio Minuto, con la monotonía usual, anunciaba: "son las diecisiete horas y cincuenta y siete minutos". Una mujer caminaba por la acera, cuando dio vuelta a la esquina para hacer el rodeo que la regresaría al almendro a las "dieciocho horas en punto".

Pensó, mientras se alejaba, que algo había registrado su mente al pasar.

Trató de proyectar una imagen visual del lugar, buscando aquel registro casi imperceptible.

No fue sino hasta que venía ya sobre la avenida, a la hora precisa: cuando divisó a la mujer recostada en el árbol, mordisqueando almendros como hacía Sebastián, que se dio cuenta de haber percibido un aire extrañamente familiar en la figura que minutos antes, al doblar la esquina, había visto andando por la calle, caminando hacia el lugar donde ahora la esperaba.

Era Flor.

Lavinia la vio sonreír, entrar al automóvil. Sintió su mano extendida con la pequeña almendra madura y rosada.

– Te traje un regalito – dijo Flor, mientras ella, aún incrédula, lagrimeando de pronto, tomaba la pequeña fruta de sus manos, sintiendo aquellas ganas desbocadas de llorar.

Se abrazaron y Lavinia gimió un sollozo entrecortado. Flor la apartó suavemente.

– No llores, muchachita. No podemos detenernos aquí – dijo Flor -, vamos, arranca el carro. Necesito que me lleves al camino de los espadillos. Dale un mordisco a la almendra. Vas a ver que lo ácido te reanima…

Obediente, Lavinia, se metió la almendra entre los dientes, mientras maniobraba para reiniciar la marcha. El gesto sencillo, la fruta callejera, amorosamente entregada, la presencia inesperada de Flor, habían detonado la carga de fortaleza de los últimos días. No podía evitar que las lágrimas gruesas siguieran fluyendo. Se secó las mejillas con el anverso de la mano, chupó la almendra y respiró hondo porque ya el tráfico, los semáforos, los vehículos atrás y adelante, demandaban su atención, cerrando otra vez el mecanismo de compuertas a punto de rebasarse.

– Perdóname – dijo -. Pero es que estos días han sido muy agitados. He andado tensa y verte no sé qué me produjo…

– No te preocupes – dijo Flor -. En días como éstos, cuando uno anda con tantas cosas retenidas, el más pequeño gesto puede desatar el diluvio… ¡Qué alegría más grande verte! – añadió, palmeteándole cariñosamente la mano.

– ¡Nunca me imaginé que ésta fuera la sorpresa! – dijo Lavinia, exhalando el aire de los pulmones- desbordó mis especulaciones. Increíble Sebastián… es un mago haciendo trucos.

– ¿Y no tuviste problema en reconocerme, verdad? ¿Ahora que soy pelo corto, castaño?

– No. Te reconocí inmediatamente. Ya te había visto, ¿sabes? Hace como tres meses, te vi en la Avenida Central. Ibas en un carro con un señor. Fue desconcertante tenerte tan cerca y no poder alertarte, sonar el claxon, gritar, nada…

– Yo no te vi. Cuando voy en carro, trato de no ver hacia afuera.

– ¿Y cómo te ha ido? -dijo Lavinia.

– Bien. Muy bien. Mucho trabajo. Compañeros extraordinarios: andar de aquí para allá… Y vos, ¿qué tal?

– Yo también con mucho trabajo. La casa del general Vela ya está casi terminada…

– ¿Y cómo te fue en aquella primera entrevista?

– Excelente. Logré "conquistar" al general Vela, esmerándome en el diseño de su estudio privado; un cuarto donde, además, estará su colección de armas en exhibición. Copié el mecanismo de una pared giratoria de la casa de un millonario californiano. ¡Quedó encantado!

– ¿Y qué es eso de una pared giratoria?

– La pared, aparentemente estática, estará compuesta de paneles de madera con pivotes. Eso permitirá que él pueda decidir si tener las armas en exhibición o no. Es como las paredes "secretas" que se ven en las películas. Fue mi carta para ganarme a Vela. Sólo Julián, yo y ahora vos, lo sabemos…

– ¿O sea que si no se ven armas sobre la pared, significa que estarán colocadas al otro lado?

– Sí. Exactamente.

– ¿Y cómo se activa el mecanismo?

– Es muy fácil. Simplemente se levanta un cierre en el extremo de la pared, que estará oculto por un apagador.

– Ingenioso -dijo Flor-. Ya veo porqué te fue tan bien en la entrevista…

Se quedaron calladas. La distancia esgrimía su presencia entre las dos. La noche comenzaba a espesarse borrando las formas de los árboles a los lados de la carretera. Lavinia manejaba despacio, tratando de prolongar la compañía de Flor. El camino lucía tranquilo y rutinario. Ningún vehículo sospechoso por el espejo retrovisor.

– Veo que te has vuelto más precavida -dijo Flor, sonriendo, notando las constantes miradas de Lavinia.

– En estos últimos días, sobre todo. Hay tensión en el ambiente. Lo cierto es que la vigilancia ha aumentado.

– Se han incrementado las acciones en la montaña y la guardia quiere dar impresión de fuerza. Su teoría, sin embargo, es que ya estamos destruidos; una vez terminen con los "focos de resistencia", como los llaman ellos, en el norte, piensan que nos habrán aniquilado totalmente. Ni se imaginan que tengamos capacidad para montar algo en la ciudad. Nos subestiman.

– El general Vela no se cansa de repetir que "la subversión en el país, es mínima". Lo dijo hace poco en una conferencia de prensa.

– Está por verse. Haces bien en incrementar la cautela -dijo Flor, asintiendo con la cabeza.

– Felipe se movió de mi casa -dijo Lavinia-. Parece que es arriesgado que lo detecten en alguna actividad sospechosa y le sigan la pista hasta mi casa.

– Así es.

– Yo lo había pensado. Pero como no quería que sucediera, no lo planteé antes. Siempre me parece que todos saben qué hacer; yo sólo tengo que esperar que me lo digan.

– Estás padeciendo la excesiva "ceremonia" de los comienzos. A muchos nos sucede, sobre todo cuando ingresamos al Movimiento sintiendo que no somos nadie. Y la verdad es que toma su tiempo ganarse la confianza, la autoridad para decir y opinar. Sobre lo de Felipe, nosotros no lo pensamos necesario sino hasta ahora. La verdad es que, en este país, cuando perteneces a determinada clase, sos prácticamente una persona fuera de toda sospecha. Ni a los líderes de la oposición tradicional controlan mucho. Tienen una visión muy clasista de la represión y la conspiración… acertada, hasta cierto punto. Seguramente, en el futuro, eso cambiará, pero aún no sucede. Por eso no nos preocupamos tanto.

"¡No sólo desventajas tiene tu origen! Por otra parte, Felipe no está tan "quemado". Tuvo alguna visibilidad cuando dio clases en la universidad, pero eso no lo toman muy en cuenta. Consideran que todos los jóvenes universitarios son "escandalosos, encendidos". Lo cierto es que su sistema de seguridad parte de premisas que fueron válidas por mucho tiempo, pero que están cambiando a un ritmo más rápido que sus propias posibilidades de adaptación. Sin embargo, no conviene subestimarlos. No nos podemos arriesgar… ahora menos que nunca.

Entraban al camino de tierra que se separaba de la carretera principal. Pronto tendría que dejar a Flor.

– Pero -dijo Lavinia- casi sólo de mí hemos hablado. ¿Qué pasó con las dudas que tenías?

– Fue más o menos como yo esperaba -dijo Flor-. He tenido que actuar con fortaleza, un poco "como hombre", si querés, pero la clandestinidad es un espacio de encuentro e intimidad. A veces tenés que pasar días encerrada en una casa con otros compañeros y compañeras. Se llega a conocer uno muy bien, se bajan las defensas personales. La gente habla de sus sueños e interrogantes… Se trabaja en silencio. La mayoría de las conversaciones tienen que ver con el futuro… Ha sido una experiencia enriquecedora. Tengo más esperanzas que antes.

– ¿Y el miedo, se te quitó?

– Lo administro mejor -dijo Flor, sonriendo plácidamente-. El miedo nunca se quita totalmente, cuando se ama la vida y hay que arriesgarla, pero uno aprende a dominarlo, a mantenerlo sosegado, a usarlo cuando es necesario. El problema no es tener miedo, pienso yo, el problema es a qué tenerle miedo. No darle cabida al miedo irracional.

Habían llegado al camino de los espadillos. Lavinia detuvo el automóvil en el lugar acostumbrado.

– Seguí un poco más adelante -dijo Flor.

Continuaron en silencio por unos metros más, hasta llegar a una vereda que conducía a una casona señorial que se vislumbraba al fondo, difusa en la oscuridad.

– Ahora sí -dijo Flor-. Aquí me quedo. Te traje hasta este lugar -añadió- porque debes conocerlo. Si en los próximos días, surgiera algún problema serio. Muy serio. Por ejemplo, si te persiguen o intentan capturarte y podes evadirte… debes hacer lo posible, sin que te detecten, de venir hasta aquí. Despistarlos. Por otro lado, si te llegaran a capturar, la ubicación de este lugar tenés que guardarla con tu vida, si es necesario. No revelarla bajo ninguna presión, bajo ninguna tortura. En ningún momento.

Asintió con la cabeza, asumiendo también la actitud grave de Flor. Miró la casa, los alrededores que le eran familiares, a pesar de ser la primera vez que tenía acceso al "aquil", donde dejaba a Sebastián y, últimamente, a otros misteriosos pasajeros. Empezaba a intuir la dimensión de lo que estaba por suceder. Estas conjeturas amenazaron con dejarla rígida frente al volante, congelada por el miedo. Pero Flor estaba a su lado.

– Probablemente nos veremos de nuevo -dijo Flor-. Así que no vamos a despedirnos. Recordá las medidas de seguridad, "al pie de la letra" -añadió, bajando del automóvil.


La vio quedarse de pie, observándola mientras giraba el vehículo para regresar a la ciudad. Vio su mano extendida en señal de adiós, la blanca palma de su mano como una luciérnaga en la noche.

Flor es "Xotchitl" en nuestra lengua. Xotchitl me recuerda a mi amiga Mimixcoa. Era una artista en el telar. Tejía horas y horas, silenciosa, bellos centzontilmatli, mantas multicolores que su madre vendía en los tiangues. En el día de mi signo de agua, atl, me regaló una falda y plumas para los cabellos, con los que me engalané y celebré.

Asistimos al calmeac juntas. Ella estaba destinada, por su carácter grave y dulce, a servir a los dioses cuando alcanzara la edad adulta. Nos parecíamos poco. Ella siempre parecía saber su lugar en el mundo. En cambio yo me resistía a las largas horas de manejar el huso o de amasar el maíz en el metlatl. La ichpochtlatoque, nuestra maestra, constantemente me reprendía y, sin embargo, a Mimixcoa -estrella del norte- la amaba tiernamente. Por estas diferencias, diríase que habría de existir entre las dos, distancia. Pero no existía tal cosa. Ella me escuchaba dulcemente cuando le relataba mis correrías con Citlalcoatl, aprendiendo a usar el arco y la flecha. Hasta me pidió que le enseñara a usarlo, pero la primera vez se fue de bruces y nunca más lo intentó. Su mirada era profunda como el cenote sagrado donde fue ofrecida en sacrificio a Quiote-Tláloc, dios de las lluvias. Mucho hablamos aquellos días antes de la ceremonia. Rompió su silencio habitual para contarme sus sueños mágicos de astros danzantes y su visión del regreso de Quetzalcoatl, el dios que más amaba y con el que soñaba unirse, una vez que mirara los ojos de jade de Tláloc, debajo de las aguas.

Yo estaba triste y ella comprendía cuan penosa era la separación, ya que habíamos sido como hermanas. Pero me animaba a danzar mi vida. Me cantaba versos que decían: "Todo luna/ todo año/ todo día/ todo viento/ camina y pasa también/. También toda sangre llega al lugar de su quietud".

Sabía que iba a morir. No verme más, no ver las flores en los campos, el maíz dorado, el tinte púrpura de los atardeceres, la entristecía. Pero, por otro lado, estaba contenta porque viviría con los dioses, acompañaría a las diosas-madres, las Cihuateteo, en su viaje hacia el lugar donde se pone el sol. Me daba consejos sabios. Decía que siempre me acompañaría. Cada puesta de sol, sé que ella me ve. Me veía antes. Me ve ahora. Vela por mí.

El día del sacrificio, caminé con mi madre entre los guerreros encargados del orden, hasta el cenote sagrado. A Mimixcoa la llevaron, junto con otros niños y doncellas bellamente engalanadas, a los baños de vapor para purificarlos. Mi madre y yo echamos pom y jades a las aguas sagradas.

Los sacerdotes recibieron a Mimixcoa en el nacom, la plataforma de los sacrificios. La despojaron de su capa de plumas y sólo vestida con un sencillo lienzo blanco, la arrojaron al agua. Antes de perderse en la fuente que siempre mana, me miró dulce y largamente. Luego desapareció. Me quedé largo rato, silenciosa, con mi madre, rogando porque los dioses la salvaran y la enviaran de mensajera. Pero Mimixcoa no regresó a la superficie y fue entonces que yo lloré y grité, por más que mi madre trató de calmarme. No quería que se ahogara. No me podía resignar a entregársela a Tláloc, quien en ese momento, la estaría contemplando con sus ojos de jade.

Poco sabía yo que, años después, Tláloc me recibiría en su seno, me enviaría a poblar jardines, a este árbol donde ahora habito, desde el que añoro a mi amiga Mimixcoa.

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