Capítulo 14

LAS "VELA" LLEGARON a la oficina al día siguiente.

Lavinia se sonaba la nariz. En la época de lluvias estornudaba con frecuencia.

– ¿Tiene catarro? -preguntó la hermana solterona.

– Es alergia -respondió poniendo la libreta de notas sobre el escritorio.

– Mi marido también es alérgico -dijo la señora Vela-. Las personas alérgicas deben de tener cuidado en este tiempo del año. Hay mucho polen en el ambiente.

El general Vela era alérgico al polen.

– ¿Cómo van esas ideas? -preguntó la solterona, que se llamaba Azucena.

Lavinia sacó los bosquejos iniciales.

– He trabajado un poco a partir de la conversación del otro día. Estos son algunos ambientes básicos. Sólo algunas ideas para empezar. La casa tendría tres niveles aprovechando el declive del terreno y para reducir el movimiento de tierra. El nivel más alto es el área social, luego sigue el área habitacional y luego el área de servicio.

Iba señalando en el plano la entrada principal, el sistema de escaleras para pasar de uno a otro nivel. Todos los niveles alcanzarían a tener buena vista del paisaje, inclusive el nivel de servicio.

La señora Vela se había puesto unos anteojos de marco grueso en el que brillaban diminutas piedras. Fruncía el ceño recorriendo con su dedo índice los trozos del diseño cual si se imaginara a sí misma vagando por la casa.

La señorita Azucena miraba con atención al plano y a la hermana alternativamente. De vez en cuando, levantaba la cabeza y sonreía. Era de esas personas que se esforzaban por ser amables con todos. Parecía no tener intereses propios, vivir para aceitar las vidas de los demás y evitar chirridos y fricciones.

A Lavinia le inspiraba una mezcla de lástima y simpatía.

– Veo que puso el estudio de mi marido junto a la sala… -dijo la señora.

– Sí, para que tenga buena vista -respondió Lavinia.

– Pero me parece que sería mejor poner allí el cuarto de música que acomodó más al fondo. Mi marido no lee mucho. Le gusta más oír música. Si va a leer un libro, lo lee en la cama o en la sala…

– No es un gran lector…-dijo la niña Azucena, ampliando.

– ¿Y el billar no podría estar del lado de la vista también?…-preguntó la señora Vela.

– Bueno es que prácticamente ya no hay espacio al lado de la vista -respondió Lavinia.

– Pero mire todo el área de servicio -dijo la señora Vela-, es un desperdicio. Para qué quieren vista las sirvientas…

– Si ubicamos el área de servicio hacia dentro tendremos problemas con la ventilación -explicó Lavinia-. En invierno no se secará la ropa -añadió, para no sonar preocupada por las domésticas.

– No creo. Hay ventanas a los lados -dijo la señora Vela.

– Pero el aire no circularía lo suficiente -insistió Lavinia.

– Pues sería un poco caliente. No es un gran problema… La ropa la pueden sacar al tendedero y meterla cuando empiece a llover.

– ¿Y si se mueve el área de servicio al fondo del segundo nivel?-preguntó Azucena.

– Podemos tratar -aceptó Lavinia-, como les dije, éste es sólo un primer esbozo…

– Tratemos -dijo la señora Vela.

El área habitacional estaba apenas insinuado, explicó Lavinia, ya que necesitaba saber un poco más de las costumbres de la familia.

En ese momento entró Julián.

Las mujeres se arrellanaron en los sillones sonriendo recatadamente. Las pulseras de la señora Vela tintinearon acompañando el gesto de acomodarse un mechón de pelo.

Lavinia les agradaba, pero Julián era un hombre.

– ¿Cómo van? -preguntó él, condescendiente.

– Estamos empezando -dijo Azucena- pero parece que todo irá muy bien. La señorita Alarcón tiene ideas interesantes.

– Muy interesantes -dijo la señora Vela.

– No lo dudo -sonrió Julián, aproximándose al plano.

– Les explicaba la idea de los niveles -dijo Lavinia-. Ellas querían que se buscara la forma de situar el cuarto de billar de manera que tuviera ventanal al paisaje. El problema es la ventilación del área de servicio…

Julián miró atentamente el esbozo mientras Lavinia le indicaba las posibilidades de ubicación de la lavandería, el cuarto de plancha y la habitación de las domésticas. Notó la cara de las mujeres atentas a los expresiones de Julián, cual si fuera un dios a punto de emitir juicio.

Se le vino a la mente la conversación con Sara. ¿Cómo podría creer que para las amas de casa los hombres no eran importantes?

– El general Vela tiene gran afición al billar desde que era niño -decía Azucena.

– Es su manera de distraerse -coincidió la señora Vela-, no bien llega a la casa se tira su partida de billar…

Lavinia lo imaginó en camiseta, el hombre gordo apuntando las pelotas multicolores, olvidándose de los "negocios" del día: las redadas, los pelotones persiguiendo guerrilleros en las montañas, las aldeas incendiadas con napalm. ¿Qué pensaría mientras jugaba al billar?

– Comprendo que sea una buena idea tener un ventanal amplio con vista al paisaje -dijo Julián- creo que no será tan difícil. El área de servicio se puede poner en el primero o segundo nivel o podríamos estudiar otra alternativa de distribución del espacio. Como seguramente les explicó Lavinia, este es sólo un primer esbozo. Lo que más nos interesa en esta etapa es saber qué les parece el estilo de diseño; esta solución de construcción en varios niveles.

– A mí me parece bien -dijo la señora Vela-. Estoy segura que a mi marido le gustará.

– ¿No quieren tomar café? -preguntó Lavinia, dirigiéndose a la puerta.

– No, no gracias -dijo Azucena-, sólo tomamos café en la mañana. Nos acostamos temprano. Si tomamos café a esta hora, no dormimos. Muchas gracias.

– Yo sí, por favor -dijo Julián.

Lavinia regresó después de pedir el café a Silvia. Había preparado una lista minuciosa de preguntas sobre la familia para determinar la disposición y tamaño de las habitaciones.

– Me dijo que el niño mayor tiene trece años, ¿verdad? ¿y la niña nueve? -preguntó.

– Sí, así es -dijo la señora Vela-. Recuerda lo que le dije del cuarto del niño. ¿De la decoración con motivos de aviación? Es importante.

– Sí -dijo la señorita Azucena-. Es un niño muy etéreo. A mi cuñado le desespera su gusto por los pájaros. Dice que si le llama la atención lo que vuela, tendría que pensar en los aviones.

– Los aviones sí le gustan -dijo la señora Vela, remarcando el "sí", mirando con censura a la hermana-. Son los helicópteros los que le dan miedo.

– Sí, sí. Es cierto -corrigió la señorita Azucena-. El cuarto decorado con motivos de aviación le gustaría.

– No queremos que la niña y el niño queden muy juntos -dijo la señora Vela, dando por terminada la extraña discusión de pájaros y aviones-. Por la diferencia de edad, se pelean mucho. Además, no es conveniente para el futuro, cuando la niña ya sea una señorita.

– Además, cada uno debe tener baño independiente -intervino la señorita Montes.

– Y para el cuarto de la niña, ¿tiene alguna idea especial? -preguntó Lavinia.

– Creo que debe ser un poco más grande. Usted sabe, las mujeres usamos más espacio – sonrió, cómplice, la señora Vela-. Un diseño coqueto vendría bien.

– ¿Y su marido no querrá ver los esbozos? -preguntó Lavinia, sonriente, asintiendo.

Julián la miró de reojo, sin decir nada.

– Los esbozos no -dijo la señora Vela-. El quiere ver el anteproyecto completo.

– Quiere que nosotros nos encarguemos de los detalles. Es un hombre muy ocupado. Viaja mucho por todo el país -añadió Azucena-. Es mejor ahorrarle trabajo.

Lavinia continuaba sonriendo imperceptiblemente cuando se dirigía de regreso a su oficina, después de despedir a las hermanas Vela. Realmente era increíble todo lo que se podía saber de las personas cuando se les diseñaba una casa.

Debería recoger a Sebastián en la esquina cercana a un cine de barrio.

"A las seis en punto" -había dicho Flor- "ni un minuto más, ni un minuto menos."

En la radio del carro sintonizaba "Radio Minuto" -minuto a minuto la radio señalaba la hora que ellos usaban como hora "Oficial" del Movimiento. En el fondo de la música se escuchaba el tictac persistente. Cada minuto, la locutora interrumpía para decir la hora con una voz mecánica que recordaba las grabaciones de las operadoras en centrales telefónicas.

Atendiendo las instrucciones, erró sin rumbo durante cierto tiempo para cerciorarse de que nadie la seguía. Le costaba acostumbrarse a la constante inspección del espejo retrovisor. Sentía que era innecesario.

¿Quién sospecharía de ella? Pero Flor fue muy insistente sobre la necesidad de cumplir al pie de la letra las "medidas de seguridad". No fiarse nunca. Y ella no hubiera querido fallar. Se esforzaba por no perder detalle; por asegurarse de que el carro rojo doblaba en la esquina y no continuaba detrás de ella.

Calculó mal el tiempo. Llegó al lugar de la cita cinco minutos antes de lo establecido. No vio a Sebastián. Sólo algunos transeúntes detenidos ante un puesto de venta callejero.

Desde la radio, con el fondo del tictac, Janis Joplin cantaba Me and Bobby Me Gee. El tictac añadía un toque de urgencia a la música. Cruzó varias esquinas y calles. La oscuridad empezaba a caer sobre la ciudad. Mujeres sentadas en mecedoras al lado de la calle tomaban el fresco. La vida, sus perros y gatos, los niños saltando la rayuela en las aceras, seguía su curso de días y noches y aquellos cinco minutos no terminaban de pasar jamás.

Finalmente, la voz de la locutora anunció: "Son las seis en punto de la tarde". Dobló la esquina desembocando en la calle del cine. Sebastián, con una gorra de camionero, estaba en el lugar acordado.

Se acercó con el automóvil hasta detenerse a su lado. Sacó la cabeza por la ventana pretendiendo reconocer a un amigo y saludarlo. Sebastián se acercó fingiendo también un encuentro casual.

– ¿Para dónde vas? -preguntó ella. Él mencionó un lugar cualquiera.

– Si querés te doy un aventón.

Sebastián se introdujo en el vehículo y partieron.

– ¿Te chequeaste bien? -le preguntó.

– Demasiado bien. Tengo casi quince minutos de estar dando vueltas. Llegué demasiado temprano.

– Es mejor que llegar tarde -dijo él-, ya te acostumbrarás a calcular bien el tiempo. No es bueno llegar demasiado temprano, o tarde. Dar muchos vueltas puede resultar sospechoso. Lo mejor, si llegas temprano, es hacer un recorrido largo fuera de la zona del contacto y regresar dos o tres minutos antes de la hora convenida. Tenés que comprender el significado real de los kilómetros por hora y conocer bien la ciudad. Pero todo eso lo vas a ir aprendiendo poco a poco. Al principio, esto es normal.

"Ahora toma la carretera Sur y no te olvides de ir chequeando el espejo retrovisor. ¿Cómo va la casa de Vela?

– Ya entregamos el primer esbozo. Yo le propuse a la esposa ir a su casa a explicárselo al general, pero dijo que era mejor esperar a tener el anteproyecto. Aparentemente, Vela anda viajando por el interior.

– Está al mando de las acciones contra insurgentes -dijo Sebastián-. ¿Cuánto tarda la construcción de una casa?

– Depende -respondió Lavinia-. Desde el momento que se aprueban los planos, pueden pasar seis, ocho meses; depende de la eficiencia del contratista…

– ¿O sea que si se aprueban los planos el mes próximo, la casa podría estar terminada en diciembre?

– Sí.

Sebastián guardó silencio.

– El general Vela es alérgico al polen -dijo Lavinia, brindando orgullosa su información-. Juega billar después del trabajo; no le gusta leer, prefiere oír música. Parece ser que a su hijo adolescente le gustan los pájaros y eso lo desespera. Quiere inclinar la afición del muchacho hacia los aviones. Pero al niño le dan miedo los helicópteros… La familia se acuesta temprano.

– Muy bien… muy bien -dijo Sebastián, sonriendo-. No te pegues mucho al carro que va delante. Siempre hay que conservar un buen margen de maniobra en caso de alguna emergencia, sobre todo cuando llevas un clandestino en tu carro.

Lavinia obedeció. Sintió la oleada de miedo, la adrenalina subiendo y bajando. Era tan fácil olvidar que Sebastián era un "clandestino". Pensar que iba con una persona como ella, sin mayores problemas. Miró el espejo retrovisor, recuperando el sentido de alerta; asombrándose de ser ella quien llevara un "clandestino" en su carro.

– De ahora en adelante -dijo Sebastián, retornando la conversación- vas a escribir un reporte de cada una de tus reuniones con ellos. Trata de hacerlo tan pronto puedas después de cada reunión. Hay detalles importantes que se pueden olvidar si dejas pasar mucho tiempo. Un solo ejemplar, sin copia, sin mencionar nombres, y me lo vas a entregar semanalmente. Como te dijo Flor, cada detalle es importante. Cuando el proyecto esté más avanzado, insistí en la reunión con el general Vela; en su casa. También podrías tratar de acercarte a la cuñada, la solterona, desarrollar una relación con ella… ganarte su confianza… ¿y ya estás lista para el baile?

– Sí, pero no sé muy bien qué es lo que debo hacer allí.

– Sé simpática.

– Ay, Sebastián, no seas bromista…

– No. Te lo digo en serio. Debes dar la impresión de estar feliz de asistir al baile, de volver a esos círculos. Es importante que tus conocidos piensen que ya se te pasaron las ínfulas de rebelde sin causa.

"Eso es lo más importante. Por lo demás, debes estar atenta a escuchar los comentarios de la gente, cualquier cosa que te parezca útil. Eso lo tenés que ir midiendo vos, una vez que estés allí, para aprender a desarrollar tu mentalidad conspirativa, obtener información.

El clima cambiaba a medida que ascendían en la carretera montañosa. Un viento frío entraba por las ventanas y mecía los árboles inclinados sobre el camino oscuro.

– ¿Y cómo te sentís? -le preguntó, cambiando el tono, quitándose la gorra de camionero.

Sebastián la sorprendía. Había en él una constante mezcla de dureza y ternura, aunque quizás no era dureza precisamente. Era más bien, en los asuntos relacionados al Movimiento, un tono ejecutivo, preciso, exacto, que se suavizaba perceptiblemente cuando la conversación se movía hacia temas personales.

– Estoy bien -respondió.

– Ya sé que estás bien -dijo- se te nota. ¿Pero cómo te sentís? ¿Cómo van tus confusiones?

– Más o menos -dijo, pensando en Sara, el baile, los comentarios de los amigos, los pies en el hospital, Lucrecia. Cosas que a él le parecerían detalles sin importancia, lo aburrirían.

– ¿Y cómo reaccionó Felipe cuando se enteró de tu vinculación?

– Al principio mal. Dijo que no estaba madura, que debería seguir colaborando a través de él, pero al fin tuvo que aceptarlo.

– Sería bueno que pudiera inventar un "madurímetro". Tal vez a todos nos sacarían del Movimiento… Rieron.

– Ahora debes cuidarte de no caer en la tentación de consultarle tus tareas. Es bueno que esté enterado, en general, del asunto de la casa de Vela, pero deben de guardar la compartimentación. Así es como él va a aprender a respetarte y a darse cuenta si estás o no madura. A los hombres, generalmente, nos cuesta aceptar el compartir ciertas cosas con las mujeres. Nos afecta el espíritu competitivo. Hay un grado de satisfacción en sentirse importante frente a la mujer que uno ama. El machismo, vos sabes…

– Vos pareces no ser machista… -sonrió Lavinia mirándolo.

– Claro que soy machista. Lo que pasa es que lo disimulo mejor que Felipe. A mí también me gustaría tener mi mujercita esperándome… -le dijo en un tono ligeramente burlón.

Lavinia se preguntó si tendría mujer. Nada sabía, ni sabría de él, pensó. Sólo podía deducir su origen humilde por detalles del comportamiento: un cierto seseo propio de la gente del campo, cosas que decía. Sebastián evadía responder preguntas personales.

– A mí no me das esa impresión. Flor me contó cómo la incorporaste…

– Todos nosotros somos machistas, Lavinia. Hasta ustedes las mujeres. La cosa es darse cuenta de que no debemos serlo. Pero del dicho al hecho hay mucho trecho. Yo trato…

– No estoy de acuerdo con que las mujeres somos machistas -interrumpió Lavinia-. Lo que pasa es que nos han acostumbrado a un cierto tipo de comportamiento… ustedes, los hombres.

– Es la eterna cuestión del huevo y la gallina: ¿qué fue primero, el huevo o la gallina? Lo cierto es que las mujeres enseñan a sus hijos a ser machistas. Te lo digo por experiencia propia.

– No lo estoy negando, pero no es que las mujeres seamos machistas, sino porque así arreglaron el mundo los hombres… y todavía nos quieren echar la culpa… ¿Podrás cerrar un poco tu ventana? Tengo frío.

– No sé, no sé -decía Sebastián mientras cerraba la ventana- si yo hubiera sido mujer creo que habría tratado de inculcarles otro comportamiento a mis hijos, aunque fuera por interés propio.

– Yo creo que hubieras hecho exactamente como tu madre…

– Es posible. Estas cosas son para discusiones interminables. Lo único que está claro es que hay que hacer esfuerzos para cambiar esa situación. El Movimiento, en su programa, plantea la liberación de la mujer. Por lo pronto, yo trato de evitar la discriminación con las compañeras. Pero es difícil. No bien juntas hombres y mujeres en una casa de seguridad, las mujeres asumen el trabajo doméstico sin que nadie se lo ordene, como si fuera lo natural. Ahí andan pidiéndoles a los compañeros la ropa sucia…

"Tenés que entrar en aquel camino que se ve allá a la derecha -añadió.

Transitaban por un camino angosto sin asfaltar que serpenteaba a través de cafetales y espadillos. La humedad cubría de vaho las ventanas del automóvil. ¿Hacia dónde iremos?, pensaba Lavinia, reconociendo la zona de las haciendas cafetaleras cercanas a la de su abuelo.

– Déjame aquí.

Frenó de pronto. Sorprendida. No había en el camino, casas, ni nada.

– ¿Aquí te vas a quedar? -preguntó, asustada.

– No te preocupes. Voy aquí cerca. El resto del camino lo puedo hacer a pie.

– ¿No necesitas que te venga a recoger?

– No. De aquí me irán a dejar.

"Aquí" no era ninguna parte, quizás habría una casa más adelante, pensó Lavinia, incómoda aún de tener que dejarlo en aquel camino solitario, angosto, frío.

– Podés dar la vuelta allá -indicó Sebastián- señalando un ensanchamiento. -Me voy a bajar para guiarte.

Se bajó y fue indicándole cómo retroceder en el estrecho espacio.

Cuando el carro estuvo ya en la dirección opuesta, se acercó a la ventana.

– Nos vemos -dijo, dándole unas palmaditas en la cabeza- muchas gracias.

"No te olvides del reporte. Te aviso con Flor cuándo nos volvemos a encontrar.

– Cuídate -dijo Lavinia- este lugar es muy solo. Sebastián sonrió haciendo un gesto de adiós con las manos mientras le indicaba que se marchara.

– Baila bastante en la fiesta -alcanzó a oír que le decía.

En el camino de regreso, Lavinia aceleró la velocidad. Las curvas se sucedían. Le gustaba conducir en la carretera de noche. Le producía sensación de libertad. Estaba contenta, satisfecha consigo misma. Por fin se sentía útil. ¿Útil para qué?, pensó de pronto, cuando recordó la cara de Azucena, sus ojos vivaces, complacientes, ocupados en limar las asperezas de la hermana, conciliar el espacio entre los Vela y el mundo.

¿Para qué iría el Movimiento a utilizar información sobre ellos? se preguntó, ligeramente incómoda, evocando la facilidad con que, detalle tras detalle, fluían de las hermanas, conformando el escenario de la familia, sus hábitos, sus manías, sus alergias, los conflictos con el hijo adolescente. Le gustaría conocerlo, pensó. Y ella anotando todo en su mente, informando… Felipe le reprochaba que se preocupara por la vida del general y su familia. Pero era inevitable, pensó. La violencia no era natural. A ella le costaba imaginar a Sebastián, Flor o Felipe disparando. Árboles serenos apuntando. No lograba visualizarlos. Seguramente no pensaría lo mismo del general Vela, cuando llegara a conocerlo. Los guardias tenían otra expresión. Los entrenaban para ver a la población como una masa informe, sin rostro. ¿Cómo harían para olvidar que de esa masa habían surgido ellos?, la mayor parte de los guardias eran de origen humilde, campesinos. El mismo general Vela no era ningún aristócrata. La esposa y la cuñada serían hijas de algún maestro de escuela, un servidor público.

Tal vez el proceso que ella estaba atravesando lo surcaría gente como los Vela a la inversa. Le tomarían odio a su origen, a todo lo que les recordara el hogar de la infancia, las preocupaciones de la estrechez.

Una vez asentados en la bonanza, odiarían el recuerdo de los suyos, sentirían necesidad de demostrar la distancia que los separaba…

Las luces de la ciudad parpadeaban extendidas al llegar a la curva de la pendiente que descendía de nuevo hacia el calor. Sintió una ola de aprensión. Hubiera querido regresar a confirmar que todo estaba tranquilo en el camino donde se despidió de Sebastián. No quería pensar que algún general Vela horadara aquella sonrisa, la dejara inmovilizada para siempre.


Me imagino ese hombre al que ella teme, semejante a los capitanes invasores. Querrá bautizar. Extender la fe en otros dioses.

Mi madre contaba cómo al principio, nuestros calachunis, caciques, organizaban caravanas para ir a conocer a los españoles. Les llevaban regalos, taguizte, oro que les fascinaba. Ella acompañó a mi padre en una de esas embajadas. Decía que era un espectáculo. Iban cerca de quinientas personas portando aves, ofrendas en las manos. Llevaban diez pabellones de plumas blancas. Las mujeres, en número de diecisiete, marchaban con adornos de taguizte, al lado de los calachunis.

Mi madre recordaba al Capitán. Estaba de pie en la tienda donde ellos depositaron las ofrendas. Era alto, de cabellos rizados y dorados. Habló con nuestro calachuni mayor. Le pidió más oro. Le dijo que debían bautizarse, renunciar a los dioses "paganos". Los nuestros prometieron volver en tres días.

El calachuni mayor llamó a los hombres no bien se alejaron del campamento de los españoles. Los invasores eran pocos, lucían débiles e indefensos cuando no montaban sus bestias de cuatro patas.

A los tres días regresaron los calachunis con un número de cuatro a cinco mil guerreros, pero no a bautizarse, como querían los invasores, sino a darles batalla. Y así fue que cayeron sobre ellos y causaron gran confusión y muchos muertos y heridos. Y otros calachunis también los persiguieron cuando pasaron huyendo por sus tierras, para quitarles los presentes que les habían entregado, porque no eran dioses y no merecían pleitesía, ni adoración.

Los invasores huyeron. En largas caminatas donde muchos de ellos perecieron bajo nuestras flechas, lograron regresar a sus barcos, sus enormes casas flotantes. Se fueron. Hubo celebración, decía mi madre, se bebió puique, se bailó, se jugó al volador.


Pero los españoles regresaron meses después. Y traían más barcos, más hombres con pelos en la cara, más bestias y bastones de fuego.

Los nuestros comprendieron que no era suficiente ganar sólo una batalla.


Del closet iban saliendo los vestidos de fiesta. Recordó la cara gozosa de su madre mientras, viajando por Europa, la preparaba para el "regreso a Paguas y la presentación en sociedad", con incursiones en almacenes españoles, ingleses, italianos. Para Lavinia, recién graduada de arquitecta, fue interesante, desde el punto de vista profesional, observar a la madre atrapada en los edificios rebosantes de mercancías, los exhibidores con cientos de vestidos -sin distracción posible-. Verla sucumbir al concepto arquitectónico básico en tiendas y centros comerciales modernos. Donde quiera que tornara los ojos, éstos se posarían en trajes y más trajes, hileras de zapatos, impecables islas de cosméticos, hermosas dependientas de intachable maquillaje, semejando móviles maniquís. El perímetro visual había sido estudiado cuidadosamente.

– Tiene montones de vestidos bonitos -decía Lucrecia, ayudando a ponerlos sobre la cama- con cualquiera de estos puede ir al baile.

No supo por qué asociación, Lavinia evocó a Scarlett O' Hara en una de las primeras escenas de Lo que el viento se llevó. Lucrecia era el ama negra, extendiendo el vestido de fiesta de Scarlett sobre la cama.

Sólo que Lucrecia no era ni gorda, ni negra. La piel morena de ella aún guardaba la palidez rezagada de la hemorragia que casi la mata. Las caderas anchas disimulaban la delgadez.

– Me estoy acordando de una película que vi -dijo Lavinia.

– Yo también -dijo Lucrecia-, una película que se llamaba Sissi sobre una princesa que se casa con un rey. Así se va a ver usted cuando se ponga uno de estos vestidos.

Rieron las dos. Lavinia también recordaba esa película: un romance de cuentos de hadas. Había hecho furor cuando ella estaba en el colegio. Todas, en ese tiempo, querían parecerse a Romy Schneider.

– Debe ser lindo ser princesa -dijo Lucrecia, mirando con admiración el vestido rojo brillante peau de sote, que acababa de sacar del ropero.

– No creas -sonrió Lavinia-. Al rey de esa película, en la realidad, creo que lo mataron…

– ¡No me diga!

– Además, acordate que la vida no es sólo estarse poniendo vestidos bonitos. Hay cosas más importantes…

– Cuando uno tiene los vestidos bonitos… -dijo Lucrecia- pero uno no debe sentir envidia, ni desear lo que no tiene -añadió moviéndose para acomodar los vestidos.

– Vos crees que ser pobre o ser rico es un destino escrito por Dios, ¿verdad? -preguntó Lavinia.

– Sí -dijo Lucrecia-. Unos nacemos pobres, otros nacen ricos. La vida es un "valle de lágrimas". Si uno es pobre, pero honrado, sabe que cuando se muera tiene más posibilidades de ir al cielo.

Lavinia se sentó en la cama, hablándole a Lucrecia de lo adormecedor que era la "resignación" cristiana; lo injusto que era que cualquier persona, por muy mal que hubiese actuado en la vida, pudiera salvarse por el mero hecho de arrepentirse en determinado momento. No era que ella no respetase su fe en Dios, le dijo, pero las religiones las hacían los hombres. ¿No le parecía injusto que siempre les recetaran la "resignación" a los pobres?

– ¿No crees que en la vida y no en el cielo únicamente, todas los personas deberían tener la oportunidad de vivir mejor? -preguntó Lavinia.

– Puede ser -dijo Lucrecia, pensativa-. Pero la cosa es que ya el mundo es como es y a uno no le queda más camino que resignarse, pensar que lo va a pasar mejor en el cielo…

– Pero se podría hacer algo aquí en la tierra… -dijo Lavinia.

– Bueno, sí. Estudiar, trabajar… -dijo Lucrecia.

– O pelear… -añadió Lavinia, a media voz, dudando si debía decirlo, esperando la reacción de Lucrecia.

– ¿Para que lo maten a uno? Prefiero seguir viviendo pobre que morirme. Este vestido está comido de ratones aquí en el ruedo -señaló Lucrecia, mostrándoselo.

– Yo saqué otro que también estaba mordisqueado -dijo Lavinia, sintiéndose ligeramente ridícula por aquella conversación entre vestidos de fiesta.

– Los puede cortar -dijo Lucrecia, examinándolos-, todavía le pueden servir.

Lavinia puso el vestido sobre la cama y se acercó a la mujer, presa de la súbita necesidad de hacer sentir a Lucrecia que algo podía cambiar, por muy pequeño que fuera; los símbolos.

– Lucrecia -dijo-, te voy a pedir un favor.

– Diga, diga, niña Lavinia… -mirándola sorprendida.

– No quiero que volvás a decir "niña Lavinia", ni me hables de "usted".

– Pero si así le he dicho siempre… no me voy a acostumbrar, no puedo, no me sale… -dijo, bajando los ojos, cohibida ruborizándose.

– Aunque no te salga, hacé un esfuerzo -dijo Lavinia- por favor. No me gusta que me trates como si fuera una señorona.

– Usted es mi patrona… ¿cómo le voy a decir Lavinia y tratarla de vos?; eso no es respetuoso. Por favor no me pida eso…

– Pues si me volvés a decir así, yo te voy a tratar igual. Te voy a decir "niña Lucrecia" y te voy a tratar de "usted".

Se miraron echándose a reír. Lucrecia reía nerviosamente.

– No puedo, no puedo -dijo-, cómo me va a decir usted "niña Lucrecia"… -riendo de nuevo.

– Vas a ver…

– ¡Ay, no, por Dios, qué cosas se le ocurren!

– Ahora vamos a ser amigas -dijo Lavinia-. Quiero que seamos amigas.

Lucrecia la miró con ojos de luz tristísima. ¿Amigas?, dijeron sus ojos, ¿amigas?

– Lo que usted diga -respondió Lucrecia, bajando la vista, sin saber qué hacer, apretando el delantal cual si tuviera mojadas las manos y necesitara secarlas-. Voy a ir a quitar la ropa tendida -dijo-. No vaya a ser que llueva -y salió de la habitación rápido, mirando hacia el patio.

"Nunca me van a aceptar", pensó Lavinia, sentándose sobre los vestidos de fiesta, mirando los sombras del atardecer. "No debí haberle dicho nada", pensó. "¿Quién soy yo para decirle nada?"

Faltaba una semana para el baile cuando apareció asesinado el médico forense, testigo clave en el juicio contra el alcaide de la prisión La Concordia. Lavinia recordó nítidamente haber escuchado el juicio en la radio, mientras iba en el taxi rumbo a su primer día de trabajo. En los días del proceso, ella como muchos otros, se admiró de la valentía del médico forense. También, como la mayoría, temió por su vida. En Paguas era inconcebible imaginar un guardia honesto que, tarde o temprano, no tuviera que pagar la honestidad con el exilio o la muerte.

Al capitán Flores le habían pasado la cuenta muy rápido.

La indignación cubrió la ciudad con el manto de la rabia contenida. Las patrullas de policía alertas, se multiplicaban en las esquinas.

Lo habían encontrado muerto, acribillado a balazos sobre su automóvil en la carretera a San Antonio, ciudad de provincia, donde el doctor Flores visitaba a unos familiares. Las autoridades no daban razón del presunto asesino. El mayor Lara, había salido con permiso -obtenido por buen comportamiento- ese fin de semana. Nadie dudaba que fuese el criminal. Se le señalaba en el titular de la edición extra del matutino de oposición La Verdad pasado de mano en mano por la sala de dibujo.

El entierro del médico tendría lugar al día siguiente por la mañana.

Sería multitudinario. El Gran General no podría evitar los cientos de personas dispuestas a participar en el entierro como señal de protesta. ¿Cómo podría impedirlo, tratándose de un militar? Ni el mismo muerto podía impedir que su entierro se convirtiese -como todo parecía indicar- en la manifestación más gigantesca desde el famoso domingo de campaña de los verdes, el de la masacre.

Felipe hablaba por teléfono cuando Lavinia entró a su oficina.

Después de acordar reunirse con alguien en "el punto" al día siguiente por la mañana, colgó y la miró.

– Todos lo sabíamos desde el juicio -dijo Lavinia-, sabíamos que él mayor Lara lo mataría, no bien saliera de la prisión.

– Pero evitarlo no estaba al alcance de quienes lo sospechábamos- respondió Felipe.

– ¿Vas a ir mañana? -preguntó Lavinia.

– Sí -dijo Felipe- Voy con los alumnos de mi facultad.

– Yo no sé con quién voy a ir -dijo ella, con determinación- pero, de cualquier manera, voy.

Esta vez no tendría que quedarse observando desde lejos la marcha avanzando al cementerio. Ahora era diferente, pensó Lavinia, recordando la voz pausada del médico dando su testimonio. El Gran General tendría que conocer el repudio ante este crimen, cometido, sin duda, con su beneplácito. Y ella, ahora, participaría en el repudio.

– Precisamente hablaba con Sebastián. Me dijo que no fueras al entierro de ninguna manera. Tenés que conservarte "limpia" ahora sobre todo.

– Pero… -dijo Lavinia, incrédula.

– No lo digo yo -dijo Felipe-. Me lo acaba de decir Sebastián. Me pidió que te lo transmitiera.

– Pero… ¿por qué no? -preguntó ella, sentándose frente al escritorio de Felipe-. No entiendo.

– Es fácil, Lavinia. Si haces un esfuerzo lo podés entender. Van a estar los medios de comunicación, montones de agentes de seguridad, patrullas del ejército… es posible que hasta se aparezca Vela. No conviene que te vea ni él, ni nadie que pueda informarle. No convendría que aparecieras en televisión o en una foto en los diarios…

Ella asintió con la cabeza. Era comprensible. Debía entenderlo, se dijo. Pero era cruel. Desde que estaba en el Movimiento, tratando de asimilar la idea de abandonar su statu quo, de convertirse en otro tipo de persona, superar la constreñida vida individual de sus orígenes, anhelaba el momento de participar más activamente. Romper el miedo y aceptar el compromiso frontal, no teórico, de su decisión. Pero las cosas parecían funcionar al revés. Le ordenaban usar su posición, sacar información, como arquitecta, de los Vela; volver a los círculos habituales, asistir al baile, no participar en la marcha. Nunca lo hubiera esperado, pensó. Nunca lo imaginó así. Aparentemente, para lo único que iba a servirle al Movimiento era para ser quien era.

– Esto es frustrante -dijo, desmadejando el cuerpo en la silla-. Yo pensaba que mi vida cambiaría radicalmente… que podría participar; no quedarme al margen, como siempre.

Se quedó al margen, con Sara y Adrián. Expectantes en la casa, sentados en el corredor, atentos a las noticias, al lado del jardín de helecho y jalacates. En las calles la multitud silenciosa desfilaba hacia el cementerio, en medio de una hilera nutrida de soldados con cascos de combate y bayonetas caladas que pretendían asistir al entierro.

El silencio se posaba sobre la ciudad. Las oficinas y negocios habían cerrado sus puertas. Nadie había asistido al trabajo, aun cuando los medios oficiales insistieran sobre la "normalidad" de la situación y llamaran a la población a presentarse a sus labores y no caer en manos de "provocaciones" intentando "aprovechar el lamentable incidente".

Desde temprano, el despliegue militar era visible. Cuando conducía a casa de Sara y Adrián, Lavinia vio los camiones verde oliva apretujados de soldados, dirigiéndose a la avenida por donde marcharía el entierro. En son de duelo se ubicaron tanques en las esquinas cercanas al cementerio; tanques con coronas fúnebres en sus trompas de metal.

Pretendiendo honores militares al muerto, sobrevolaron aviones desde tempranas horas de la mañana.

La emisora oficial, la televisión oficial, transmitían el entierro, tornándolo en las "merecidas honras fúnebres" de un militar distinguido.

Las cámaras de televisión evitaban la multitud que se adivinaba en las tomas, concentrándose en el carro mortuorio y las caras enrojecidas y llorosas de la esposa y los hijos.

A ambos lados de la calle, franqueando el paso aglomerado de los asistentes al entierro, podía verse la fila de soldados, en posición de "firmes" y bayoneta calada.

Un grito, un movimiento rebelde de la multitud y aquello sería una masacre de consecuencias imprevistas. Los tenían rodeados, condenados a la inmovilidad, a protestar en silencio. Cualquier otra actitud sería suicidio.

Callados, casi sin moverse, Lavinia, Sara y Adrián, miraban la pequeña pantalla, unidos por la tensión.

– Ojalá nadie haga nada; ojalá nadie haga nada -decía Sara. Y Lavinia imaginaba a Felipe y sus estudiantes, marchando en silencio, esperando la ocasión propicia.

– Nadie va hacer nada -dijo Adrián-. El Gran General lo planeó bien. Nadie puede hacer nada.

La procesión fúnebre entraba al cementerio.

– Mira Lavinia -dijo Adrián-, aquél es el general Vela.

Estaba de pie cerca de la lápida. Un hombre recio, de barriga prominente y pelo lacio y negro, pulcramente peinado. La cámara lo enfocó al pasar.

Tenía un walkie-talkie en la mano. Ella sintió repugnancia. Seguramente estaría al mando de aquella operación.

El féretro fue bajado a la tumba. Una orquesta militar tocó las notas del Himno Nacional. Los sepultureros colocaron la lápida. La multitud empezaba a dispersarse, cuando se rompió el silencio de cortejo fúnebre. Se escucharon gritos, consignas saliendo detrás de los monumentos del cementerio: ¡Asesinos! ¡Guardia asesino! Contra el Gran General; ¡Movimiento de Liberación Nacional! Disparos al aire. Movimiento de soldados corriendo; multitud corriendo, dispersándose. La señal de televisión se apagó. Un slide con la fotografía del muerto apareció en la pantalla y la voz del locutor anunció: "Hemos llevado a ustedes, estimados televidentes, la transmisión de las honras fúnebres del Capitán Ernesto Flores".

Adrián apagó el aparato. Salieron los tres a la puerta de la casa, moviéndose para pretender que hacían algo. Se escuchaban disparos aislados en la lejanía.

– ¡Ay, Dios mío! -exclamó Sara-. ¿Y ahora qué irá a pasar? Mejor cerramos la puerta Adrián.

Volvieron a la sala.

Lavinia fue a la cocina a servirse agua. Su mente proyectaba imágenes de cruentas persecuciones. Desde la distancia, trataba de enviarle a Felipe mensajes de advertencia para que no se arriesgara; no valía la pena. Demasiados soldados en la calle. Llevaban las de perder. Aunque quizás Felipe no pensaría como ella, se dijo. Ellos no pensaban así. Los riesgos los medían de otra forma.

Salió a la sala. Adrián y Sara estaban sentados en las mecedoras, mirando al jardín, ausentes, como sin ver. Parecían una fotografía inmóvil, ellos con sus ropas finas y bien cortadas, en medio de los muebles, los ceniceros y adornos primorosamente colocados, las plantas con las hojas brillantes, el pequeño jardín interior con las begonias en grandes maceteros. Ella podría haber escogido eso, pensó Lavinia, mirándolos como hipnotizada, cual si hubiese penetrado en una dimensión alternativa: ésta podría haber sido su vida. Todo estaba diseñado para que ella también hubiese culminado en una casa como ésta, con un marido como Adrián, fumando pensativo. En algún momento el camino se había bifurcado y ella estaba del otro lado, viéndolos como a través de un espejo que ya nunca la reflejaría; presa de otras angustias que debía silenciar; que no podían entrar en este otro mundo inmóvil.

– Me voy -dijo de pronto.

– ¿Cómo te vas a ir? -casi gritó Adrián-. ¿Estás loca?

– Nada me va a pasar -dijo Lavinia, tomando su bolso-. Cerca de mi casa no está pasando nada.

– ¿Pero para qué te vas a ir sola a tu casa? -intervino Sara, levantándose, alarmada.

– No sé -dijo Lavinia-. Sólo sé que no aguanto más estar aquí, sin hacer nada.

– Pero si estás con nosotros -dijo Sara-. Cálmate. Sabía que era lo más sabio. Calmarse. Pero no podía. No podía seguir allí. Tenía que salir de allí.

– Esto no es juego, Lavinia -dijo Adrián-. Mientras yo esté aquí, no salís de esta casa.

– Vos no sos mi marido -respondió Lavinia-. Ni tenés por qué decidir qué es lo que hago yo. Ya me voy. Déjame salir.

Se oyeron más tiros. Lavinia, frenética, trataba de salir, pero Adrián se interponía entre ella y la puerta. Y era fuerte; aunque no era muy alto, tenía el cuerpo recio y musculoso.

– Razonemos, Lavinia, por favor -dijo Adrián-. ¿Para qué querés salir?

No podía responder. Simplemente sentía la necesidad de irse de allí. ¿Cómo explicarles eso? ¿Cómo explicarles que no quería estar en ese mundo al que sentía ya no pertenecer? Pero, poco a poco, el impulso fue cediendo a la razón. ¿Para qué quería salir? No podía unirse a los manifestantes que, a esa hora, andarían por las calles, quizás incendiando buses, expresando la rabia de haber tenido que acompañar silenciosamente el cadáver entre los soldados… No podía hacer nada más que esperar. Igual que ellos.


¿Por qué la empujé? ¿Qué me llevó a impulsarla hacia afuera allí donde se escuchaban sonidos de batalla? Ni yo misma lo sé. ¿Sentí la profunda necesidad de medir mis fuerzas? ¿O fue que en mí resonaron los recuerdos de los bastones de fuego?

No debió haber sucedido. Estoy abatida en ella. No conozco este entorno, sus manejos, sus leyes. No sé medir estos peligros desconocidos.

Creía estar lejos ya de los impulsos vivos. Pero no es así.

Cuando mi deseo es muy intenso, ella lo siente con la fuerza con que yo lo imagino.

Debo ser cauta. Me apagaré en su sangre.


– No sé qué me pasó -dijo Lavinia más tarde.

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