EL GENERAL VELA la había citado en su oficina. Diez minutos antes de la hora de la cita, dobló desviándose de la carretera, hacia el portón del complejo militar.
El guardián, con gesto autoritario, hizo sonar su silbato al tiempo que le indicaba que no podía pasar, alzando el brazo para conminarla a retornar a la vía de los automóviles.
Deteniéndose, sacó la cabeza por la ventana y gritó que el general Vela la esperaba.
El guardián -traje verde olivo, casco de combate- interrumpió sus ademanes y caminando despacio, cauteloso, se acercó al automóvil.
– ¿Cómo dice? -preguntó, mirándola desconfiado, recorriendo con sus ojos el interior del carro.
– Digo que tengo una cita con el general Vela. Me espera en cinco minutos.
– ¿Tiene identificación?
– Mi licencia.
– Démela.
Tomó su bolso. El guardia se retiró un poco, cual si temiera ver salir un arma. Sacó una licencia y se la dio.
– Espere aquí. No se mueva -y se retiró a la caseta de control.
Lavinia notó con satisfacción que no estaba nerviosa. Al contrario, segura de sí, animada por la superioridad de sus motivos, experimentaba la exaltación de penetrar en aquel sitio inexpugnable, en el recinto mismo del enemigo, cual un cóndor confiado de su vuelo que mira desde lo alto la pequeñez de los adversarios.
No podía ver nada del complejo militar. Estaba oculto de los pasantes por una muralla alta y sólida, interrumpida solamente por el portón negro y metálico ante el cual se encontraba.
Tamborileó impaciente sobre el volante con las puntas de los dedos. Si el guardia no regresaba pronto, se marcharía. Diría al general que no le había sido permitido el acceso, que debía dar instrucciones más precisas.
Sin duda el general se enfurecería contra sus subordinados, los sancionaría.
La próxima vez no la detendrían, la harían pasar rápidamente.
Había sido difícil al principio darse cuenta del poder de actuar con aplomo, con la seguridad de quien domina y merece respeto. Era más efectivo en todos los casos; cuando se era mujer, sobre todo. Así lo corroboró en las reuniones con los ingenieros y el general Vela. Si se caía en la gracia y la sonrisa, el tratamiento era sexista y sofisticadamente despectivo. En asuntos profesionales, Flor tenía razón: era necesario aprender de los hombres. Y los había estado observando hasta intuir el mecanismo.
Miró su reloj. Casi cinco minutos habían transcurrido. Decidió no esperar más de cinco minutos.
Segundos más tarde, el portón se abrió. Otro guardia, esta vez con barras de capitán, se aproximó.
– Señorita Alarcón -dijo acercándose a la ventana del automóvil-, si me permite voy a subir a su automóvil para acompañarla a la oficina del general Vela.
– ¿No es aquí?
– Sí, pero tendrá que conducir a través del complejo. Iré con usted para que no tenga ningún problema -y abriendo la puerta lateral, se introdujo a su lado.
El portón se abrió.
Detrás de la muralla, diversas edificaciones y barracas constituían una ciudadela, conectada por calles donde transitaban o estaban estacionados vehículos militares, soldados uniformados circulaban por las aceras.
Cruzaron otras dos barreras del tipo ferrocarril hasta llegar a un bloque de edificios de concreto. En menor escala, tenían la misma arquitectura pesada y monumental de las construcciones de la Roma moderna de Mussolini: paredes lisas y grises con volúmenes geométricos, rectangulares. Mentalmente, Lavinia almacenaba los detalles de las construcciones, el diseño de las calles. Prefirió conducir en silencio para no perder la concentración y retener las referencias del lugar.
– Es aquí -dijo el capitán, sin perder un momento su expresión de cadete-, aquí es el Estado Mayor. Puede estacionar allá.
Bajaron y después de cruzar un patio engramado, entraron al edificio central. Un gigantesco retrato del padre del Gran General, fundador de la dinastía, presidía el vestíbulo.
La secretaria de uniforme azul saludó con la cabeza al capitán. Subiendo por escaleras anchas de mármol, llegaron a otro vestíbulo más extenso al que desembocaban las puertas de varias oficinas, cada una custodiada por un guardián vestido con uniforme de gala. En el centro, la sala de espera de muebles de cuero, se deslucía por los adornos de flores plásticas en las mesas.
El despacho del general Vela exhibía la misma mezcla de detalles de mal gusto y sólida frialdad arquitectónica. El toque dominante era una fotografía, a colores en la pared, del Gran General sonriendo a todo lo ancho de los dientes. La foto tomada desde un ángulo inferior, pretendía dotar a aquel hombrecito requeneto de la carente majestuosidad. El resto del mobiliario procuraba ser moderno, vinil y cromo. Los ceniceros y los adornos de conchas y caracoles daban un toque kitsch al decorado. Sobre los archivos, la secretaria coleccionaba cajas de fósforos en una enorme copa de cristal.
Era una rubia artificial, delgada y nerviosa, edad mediana con pretensiones de adolescente. Sonriendo afectadamente, le pidió sentarse para "anunciarla". El cortés-capitán, aide de cámara del general, se retiró discretamente.
No había terminado de acomodarse, cuando sonó el timbre del intercomunicador. La secretaria lo levantó con un saltito que hizo pensar a Lavinia en una hot line, dijo "sí, general" con acento de pájaro enfermo y a continuación, moviéndose como muñeca de cuerda, abrió la puerta del despacho de Vela, indicándole que pasara.
– Buenos tardes, señorita Alarcón -decía el general, de pie detrás de su escritorio de madera sólida, rodeado por fotografías del Gran General abrazándolo, condecorándolo, pescando con él, en helicóptero, a caballo.
– Buenos tardes, general -respondió ella, acercándose para estrecharle la mano a través del escritorio.
– Siéntese, siéntese -le dijo, obsequioso- ¿quiere un café?
– Encantada -dijo, con su sonrisa más encantadora.
– Cada día más guapa -comentó el general, con lascivia.
– Gracias -dijo-. ¿Y qué me dice? ¿Qué hay de nuevo? ¿En qué puedo servirle?
– ¡Ah sí! -dijo el general, regresando de algún pensamiento morboso-. La mandé llamar porque estuve pensando anoche, revisando los planos en mi casa, que en la terraza frente a la sala, además de la pérgola, quisiera construir unas instalaciones para barbacoa…
– Pero ya tenemos unas al lado de la piscina…
– Sí, sí, lo sé, pero es que mire, lo de la piscina está bien para el verano; en el invierno, con la lluvia, necesito un lugar bajo techo para el asado. ¿Ya le expliqué, verdad, que es una de mis distracciones cuando llegan los amigos?
Lavinia sacó su libreta de notas e hizo algunas anotaciones, afirmando con la cabeza.
– ¿Quiere la instalación igual a la de la piscina?
– Pienso que debería ser un poco más pequeña, ¿no le parece?
– Bueno, de cualquier manera, tendremos que extender la pérgola.
– Esa es mi idea, pero quizás se puede hacer un poco más pequeña.
– Sí, un poco más pequeña sería mejor. -Lavinia anotaba preguntándose para sus adentros por qué la mandaría llamar el general Vela para algo que podría haberse arreglado perfectamente por teléfono.
– ¿Esto es todo? -preguntó.
– Sí, sí. Eso es todo, pero tómese su café tranquila. Apenas acaba de llegar. Cuénteme cómo va la casa…
Estaba segura que algo se tenía entre manos el general.
Empezó a pensar qué le diría, si mostraba pretensiones de enamorarla, para ser cortés, y al mismo tiempo, cortante.
Le explicó detalladamente los acuerdos con los ingenieros sobre el movimiento de tierra, los materiales, las instalaciones eléctricas y de aguas negras. No quería darle oportunidad para introducir otro tema de conversación.
– ¿Y cree que la casa estaría lista en diciembre, con seguridad? -preguntó el general.
– Haremos todo lo posible. Yo creo que sí… -dijo.
– Queremos dar una fiesta de inauguración que coincida con el fin de año, invitar a todas las amistades… a usted, por supuesto…
– Gracias, gracias -dijo Lavinia.
– ¿Le gusta bailar?
– No mucho -dijo Lavinia pensando, "aquí viene".
– ¡Qué lástima! Pensaba invitarla a una fiestecita que estamos organizando algunos oficiales… usted sabe, algo pequeño, para distraernos. Tenemos mucho trabajo y casi nunca nos divertimos. Me parece que usted también es el tipo de persona que trabaja mucho y se divierte poco, a pesar de ser tan joven. Es muy seria usted…
– ¡No, qué va! Son ideas suyas. Constantemente me invitan a fiestas y paseos…
– Pero casi no va -dijo el general, con conocimiento de causa.
– Sí, sí, claro que voy. Lo que pasa es que no voy a todas. Usted sabe que levantarse en la mañana no es fácil después de un desvelo.
Se empezaba a sentir incómoda. Sin entender el rumbo de las preguntas del general, intuía una curiosidad que no sabía si se debía a sus afanes de seductor o algo más peligroso.
– ¿Y no tiene novio?
– Bueno… podría decir que sí, prácticamente. Salgo con otro arquitecto, un compañero del trabajo -¿sabría de Felipe?, pensó Lavinia, sintiéndose cada vez más incómoda. Optó por decir la verdad. Consideró que era menos sospechoso que negarlo. Si la estaba investigando, ya sabría seguramente de su relación con Felipe.
– Ah… -dijo el general, con una expresión inocente- así que por eso no podría venir a nuestra fiestecita… ¡qué lástima! Es que les he estado contando a mis amigos lo eficiente que es. Usted me perdone, pero pocas veces se encuentra uno con mujeres que, además de lindas, son inteligentes y capaces… Quería que la conocieran.
– Gracias -dijo, tranquilizándose un poco.
– ¿Pero qué me dice? ¿Puede o no puede?
– ¿Cuándo es?
– El domingo próximo.
– Es que tengo un compromiso… un paseo -dijo Lavinia, agradeciendo que fuera cierto.
– Pero eso es en el día y esto es en la noche…
– Tiene razón, pero vamos a regresar tarde y usted sabe que de esas cosas uno regresa agotado. ¿Por qué no lo dejamos para otra ocasión?
– Bueno, si no hay más remedio… ¡en otra ocasión será! -dijo el general con una sonrisa forzada. Obviamente le molestaba no haber conseguido lo que quería.
Se puso de pie indicando que daba por terminada la entrevista.
– De todas maneras -y perdone mi insistencia- piénselo. Tal vez no esté tan cansada a su regreso… Si se decide, puede llamar aquí a la oficina. Yo daré instrucciones para enviar un vehículo a recogerla. Dígale a su novio que tiene una reunión de trabajo…
– Es usted un hombre insistente -dijo Lavinia, haciendo esfuerzos para no soltarle un "déjeme en paz".
– Siempre logro lo que me propongo -dijo el general, devolviéndole la sonrisa con expresión lasciva.
De nuevo el cadete-capitán, educado y cortés, la esperaba para llevarla a la salida del complejo militar.
En silencio, controlando la rabia, la sensación de haber sido manoseada, Lavinia salió de la oficina afirmándose sobre sus zapatos altos.
Le pareció notar una expresión de lástima en los ojos de la secretaria.
– Le hubieras dicho que no y punto -decía Felipe, caminando a zancadas en la oficina, furioso.
– Pues prácticamente eso fue lo que le dije -respondía Lavinia-. Vos sabes que no puedo decirle lo que pienso: ¡me tengo que hacer la estúpida! ¡No veo por qué te pones así!
– Es que ya veo por donde viene… ¡y faltan varios meses para terminar esa casa! Debes aclararle lo más pronto posible que no estás dispuesta a dejarte seducir.
– Felipe, por favor, cálmate. ¿Por qué no pensamos cómo enfrentar esto, sin que te alteres? ¿No te das cuenta que para mí es mucho peor que para vos? No te imaginas cómo me sentí viéndole esos ojos lujuriosos…
– ¿Te fijás? ¿Te fijás por qué no quería yo involucrarte en esta cuestión?
– No puedo creer lo que estás diciendo -dijo Lavinia, perdiendo la calma-, todos y vos el primero, estuvieron de acuerdo en que era importante lo de la casa de Vela. ¡Ahora no me vengas con que no debía haberme involucrado!
– ¡Invitándote a una "fiestecita"! ¡Son famosas esas "fiestecitas" de los oficiales! ¡Quién se habrá creído este hijo de puta que sos vos!
– Una mujer. Para él todas las mujeres son iguales… -y, bajando la voz, añadió- ¿qué crees vos que va a decir Sebastián? ¿Crees que piense que es conveniente que vaya?
– No. No vas a ir -lo dijo con una expresión colérica, dominante.
– Felipe, vos no sos mi responsable. Mi responsable es él. Cálmate-dijo Lavinia, tratando de razonar-. Acordare cuántas veces me has dicho que el Movimiento es primero y todo lo demás es secundario… Estás reaccionando como marido ofendido.
– Y vos estás muy tranquila… ¿No será que tenés ganas de ir?-dijo, acusador.
– Me voy -dijo Lavinia, levantándose-, no voy a permitir que te atrevas siquiera a insinuar que quiero ir a esa fiesta. Deberías aprender a controlarte…
Salió de la oficina de Felipe, dando un portazo, sin importarle las miradas de los dibujantes, las cabezas levantándose al mismo tiempo en las mesas de dibujo, siguiéndola hasta que cerró la puerta de su cubículo.
Pasó casi una semana sin verlo. Se cruzaban en la oficina sin decir palabra, sumidos en el absurdo de su propio silencio.
El domingo de la "fiestecita", Lavinia asistió al paseo previsto con Sara y Adrián. Regresó a su casa temiendo encontrarse con mensajes o automóviles esperándola, cortesía del general Vela. Pero no encontró nada más que la normalidad de sus plantas y libros; el silencio del entorno sin Felipe.
Lo extrañaba con rabia. No podía comprenderlo o quizás no quería comprender; la "comprensión" era un arma de doble filo. Ante la actitud de Felipe, le era difícil simplemente aplicar sus tesis sobre el "otro" Felipe, eximirlo de responsabilidad en nombre de una herencia ancestral. Él había sostenido su comportamiento a través de varios días, rehuyéndola en la oficina, ausentándose, reprochándole con su silencio, un supuesto deseo de su parte de asistir a la fiesta de Vela. Era ridículo, increíblemente absurdo y denigrante que hubiese pensado por un momento que ella podría tener algún interés personal en ir a la fiesta.
"Son celos, no te preocupes. Los celos son irracionales" -había dicho Sebastián.
Ella preguntó -temiendo la respuesta afirmativa- si la actitud de Felipe había influido en que se decidiera su no asistencia a la fiesta de Vela. Sebastián explicó que no. Al Movimiento no le interesaba someterla a una prueba tan difícil y desagradable. Pretendían, más bien, que su relación con el general se estableciera de forma totalmente profesional. No se había contemplado en ningún momento estimular los previsibles intentos de seducción del militar, aunque sabían que podían surgir. Por eso le recomendaron mantener una actitud de distancia.
Lo de Felipe no tenía nada que ver, le reiteró.
Ensimismada, Lavinia abrió las ventanas para ventilar la casa y refrescar el calor de domingo. El silencio y placidez del patio contrastaban con su agitación interna.
Lo peor era saber que éste no sería el fin de la relación, tener la íntima certeza de que aceptaría las excusas de Felipe cuando éstas se produjeran. Pensaba que Felipe apostaba a la distancia para obtener, cuando decidiera excusarse, una claudicación más segura. La idea la irritaba, pero la enfurecía aún más constatar que esperaba que fuera esto y no algo más ominoso y oscuro lo que retrasaba sus disculpas.
– ¿Qué podré hacer? -dijo en voz alta, mirando al naranjo, hablándole como solía hacerlo a menudo.
Le pareció escuchar a su tía Inés, ver sus ojos profundos y color de chocolate claro, diciéndole, "Debes aprender a ser buena compañía para vos misma". Recordó su conversación con Mercedes en la oficina; los comentarios hechos a Sara.
Era tan difícil ser coherente, actuar consecuentemente cuando se amaba…
"¿No vas a llamarle la atención?" había preguntado a Sebastián, refiriéndose a la necesidad de que el Movimiento cuidara también estas actitudes poco "revolucionarias" de sus miembros.
Sebastián había sonreído con tristeza, diciendo: "La revolución la hacen seres humanos, Lavinia, no superhombres. El hombre del futuro es sólo un sueño todavía".
Y la mujer también, seguramente, añadió ella para sus adentros.
Pobre Lavinia, mirándome, ensimismada en el amor. No ha notado siquiera la floración de los azahares, el aroma que exhalan mis flores blancas.
Se ha movido por la casa como esas personas que andan cuando sueñan; distraída y triste.
Su tristeza me ha penetrado derramándose por todas las ramas. ¡Contagiosa la nostalgia! Muchas veces pienso en la soledad. Estamos tan solos los seres humanos. En la vida y en la muerte. Aprisionados en nuestras propias confusiones, temerosos de mostrar lo delgado de la piel, lo absorbente y delicado de la sangre.
El amor es sólo una imperfecta aproximación a la cercanía. Yo no podía acompañar a Yarince en su desilusión; cada vez que perdíamos una batalla y el aislamiento a que nos sometían se ahondaba; cada vez que dominaban otra más de nuestras ciudades, otra de nuestras tribus. Era terrible volver por las noches a lugares donde antes pipiles o chorotegas nos alimentaban y verlos vestidos con trapos largos como los españoles, disfrazados de blancos, inclinados en actitudes de servidumbre. Pocos se atrevían a responder a nuestros mensajes cifrados -imitación de pocoyas o guises-. En ciertos poblados, ya nadie respondía. Si acaso oíamos tan sólo en la noche, algún lamento indicándonos que no podían ayudarnos, que nada podían hacer.
Volvíamos de esas tristezas a sentarnos lejos los unos de los otros, abandonándonos a nuestros pensamientos sombríos. Nada podíamos decirnos. Nada podía consolarnos. Sabíamos para ese entonces que luchábamos sin esperanza. Tarde o temprano, moriríamos, nos derrotarían; pero sabíamos también que, hasta ese día, no teníamos más opción que continuar.
Éramos jóvenes. No queríamos morir pero tampoco podíamos aceptar la esclavitud como salvación de la muerte. En los montes, moriríamos como guerreros, los dioses nos acogerían con honores y pompa. En cambio, si en la desesperación de conservar la vida, nos entregábamos, los perros o el fuego darían cuenta de nuestros cuerpos y no podríamos siquiera aspirar a la muerte florida.
Para defendernos de la derrota y la desesperación, nos reuníamos alrededor del fuego en las noches a contar sueños. Pero la nostalgia nos enfermaba.
Frecuentemente enmudecíamos y en la soledad, cada uno luchaba contra el miedo y la tristeza a su propia manera. No teníamos fuerzas para enfrentar más fantasmas que los imprescindibles. Nos fuimos quedando solos.
A mediodía, en el terreno del general Vela, los tractores y bulldozers se desplazaban moviendo y apisonando la tierra. Un polvillo fino color terracota soplaba cubriendo de tonalidades rojizas la ropa de los obreros. La compañía de ingenieros había instalado luminarias toscas y potentes para el trabajo nocturno, requerido por el plazo de entrega de la casa.
Lavinia bajó del automóvil y se dirigió al cobertizo donde se encontraba el maestro de obras, con el ingeniero jefe.
Notó los ojos de los trabajadores, alzados solapadamente en su dirección.
En el cobertizo, había una mesa de madera tosca en el centro, varias sillas y otra mesita donde estaba conectada una cafetera. Dos hombres, uno joven y otro frisando en los cincuenta años, tomaban café.
– Buenos días -dijo, y dirigiéndose al mayor, preguntó-. ¿Usted es don Romano?
– Sí, soy yo. ¿Qué deseaba? -dijo el hombre en camiseta y pantalones de dril, con un lápiz colocado en la oreja.
– Soy Lavinia-dijo, extendiendo la mano para saludarlo-, la arquitecta asistente de supervisión del proyecto.
– ¿Ah sí? -dijo Romano, mirándola curioso. Tenía un rostro bonachón, de mejillas redondas y ojos claros, grandes cejas tupidas donde sobresalían algunas canas.
– Sí -dijo Lavinia-, veo que ya están avanzando con el movimiento de tierra…
– Esta semana lo terminamos -dijo don Romano-. Le presento al ingeniero asistente, el señor Rizo.
– Así que usted y yo nos vamos a estar viendo aquí -dijo Lavinia, para provocar la complicidad del "asistente" del ingeniero.
– Así parece ser -dijo el ingeniero asistente, un hombre joven que Lavinia calculó podía tener su misma edad, delgado y tímido.
Actuaba con soltura para no delatar sus sentidos alertas al rechazo de los "hombres" de la construcción, tan anunciado por Julián.
Pidió a don Romano que le explicara los pasos que seguían para el movimiento de tierra, señalándole la importancia de medir cuidadosamente la altura de los diferentes niveles sobre los que se levantarían las bases de la casa, como una manera de asentar su autoridad y el dominio que ejercía sobre el concepto arquitectónico.
Don Romano habló con calma, respondiendo sus preguntas e inquietudes. Notó que la miraba detenidamente, casi con curiosidad, pero no sintió animadversación o rechazo de parte de ninguno de los dos.
El ingeniero asistente era callado. Mantenía los ojos fijos en los planos, asintiendo con movimientos de cabeza a la conversación de Lavinia y don Romano.
"Qué suerte la mía que me tocó un tímido", pensó ella. Caminaron luego por el sitio de la construcción y, finalmente, Lavinia se despidió.
Don Romano la acompañó hasta el vehículo.
– ¿Regresará mañana? -preguntó.
– Sí -dijo Lavinia-, me va a estar viendo todos los días -añadió con una sonrisa.
– Yo tuve una hija que quería ser arquitecta, ¿sabe? -dijo don Romano-. Pero en vez de eso, se casó y se murió de parto… En realidad, yo nunca pensé que era correcto que estudiara eso, pero cuando la veo a usted…
No supo muy bien qué decir: el viejo la enterneció. Le dio varias palmaditas en el hombro, un "bueno, así es la vida" y partió en su automóvil. La confidencia tan espontánea y sorpresiva de don Romano, la trajo de regreso a la nostalgia. Se pasaba el día distrayéndose para evitar pensar en Felipe, pero cosas como ésta le recordaban que andaba la piel tierna.
De regreso a la oficina, encontró sobre su escritorio una escueta nota de Felipe. "Pasa por mi oficina cuando llegues." El corazón le hizo un viaje de ascensor en el cuerpo. Decidió esperar un rato. No le parecía digno salir corriendo a la primera señal. Llamó a Mercedes, pidió un café y preguntó si había recibido llamadas telefónicas en su ausencia.
– Mire en su escritorio -dijo Mercedes, pícara, saliendo a traer el café. Regresó casi de inmediato y mientras lo ponía sobre la mesa, tomándose su tiempo para arreglar primorosamente una servilleta, le dijo:
– ¿Vio la nota que le dejó Felipe?
– Sí -dijo, disimulando su malestar por la curiosidad de Mercedes. Era prácticamente imposible ocultarle nada de lo que sucedía en la oficina. Tenía métodos misteriosos para enterarse de todo. En este caso, obviamente y sin ningún misterio, había revisado la superficie del escritorio.
– Deberías quitarte esa mala costumbre de andar mirando lo que hay en los escritorios -añadió.
– Si es que sólo vine a dejar una correspondencia -dijo Mercedes, haciéndose la inocente- y la vi. No la dejó doblada ni nada. Yo no ando registrando, si es eso lo que quiere decir…
Con la mano, Lavinia indicó que no estaba dispuesta a iniciar una discusión con Mercedes. Moviendo las caderas y con aire de ofendida, ésta salió de la oficina.
"Pobrecita", pensó sintiéndose mal de haberla tratado con dureza, pero todos tenían la misma queja de Mercedes. Su curiosidad no tenía límites. Ser Celestina o andar ocupándose de la vida amorosa de los demás, era quizás su manera de compensar los infortunios de su romance. Había reiniciado su relación con Manuel. Esta vez, sin embargo, con una aparente y evidente dosis de amargura, casi como cediendo a un destino oscuro e inevitable.
No pudo evitar un aleteo en el estómago cuando pensó que, guardando las distancias, ella estaba a punto de reiniciar su relación con Felipe, a pesar de todo.
Se acomodó en la silla y encendió un cigarrillo. El rumor del aire acondicionado se escuchaba alto en la quietud de la tarde. Era la hora de la modorra. A pesar del fresco clima artificial, el vaho del calor se podía ver por las ventanas elevándose como un velo blanco difuminando el paisaje.
No se engañaba sobre la inminencia de su claudicación, pero debía ingeniárselas para dejar algunas cosas sentadas con Felipe. No estaba dispuesta a dejar pasar la oportunidad de hacerle ver lo absurdo y poco respetuoso de su actitud. No le daría la victoria de una reconciliación fácil.
Estaba ensayando su discurso, cuando Felipe apareció por la puerta, sobresaltándola.
– Si la montaña no viene a Mahoma, Mahoma va a la montaña -dijo y se sentó, encendiendo un cigarrillo.
"Viene en plan de simpático seductor" anotó Lavinia, tratando de recuperar la compostura, reclinándose de nuevo en su silla sin decir nada, reiterando su decisión de no facilitarle las disculpas.
– Como te podés haber dado cuenta -dijo Felipe- pedir disculpas no es mi especialidad…
Lavinia sostuvo su mirada.
– Pero no fue nada tan serio -dijo él-, no te pongas así…
– Y si no fue tan serio, según vos -dijo Lavinia- ¿por qué te llevó tanto tiempo venir a disculparte…?
– Porque, como te dije, soy muy malo para pedir disculpas… sobre todo cuando se trata de estupideces tan obvias. ¿Cómo no me iba a incomodar disculparme por ser estúpido? Tenés que reconocer que es difícil aceptar el propio demonio…
– ¿Y crees que yo tengo que aceptarlo?
– No, claro que no. Pero, como vos misma decís, hay que apelar a la comprensión. Después de todo, son cosas que funcionan dentro de uno casi involuntariamente… La desconfianza, la inseguridad…
"Machismo”, a fin de cuentas.
– Lo peor es tener que oírte usando mis propias palabras para salvar tu responsabilidad. ¡Sos incorregible! ¡Sos el maestro del arrepentimiento!
– Es que vos querés resultados mágicos. Crees que con sólo conversar sobre estos problemas y reconocerlos, todo debería cambiar. No es tan fácil. Uno tiene reacciones casi primitivas ante determinadas cosas. Aquel día, por ejemplo, ¿pensás que no me di cuenta de estar actuando como estúpido, de que era injusto lo que dije…? Pero no pude evitarlo. Me salió de la boca antes de que la voluntad se impusiera. Y vos me tiraste el portazo. No me diste tiempo de enmendar en el momento. Lo convertiste en un asunto grave, de pedir disculpas especiales como estoy haciendo ahora. Y es incómodo, difícil vencer el orgullo… Pero ya ves que te estoy pidiendo disculpas…
– Yo no me puedo pasar la vida disculpándote porque "no sos responsable" de esos impulsos "primitivos". Retiro lo dicho por mí misma. Dejo de ser comprensiva. A punto de comprensión, ¡resulta que tendré que acabar justificando todas tus acciones!
– No me estoy justificando. Te estoy diciendo que reconozco que actué como un estúpido. ¿Qué más querés que te diga?
– No sé por qué tengo la sensación de que sólo me falta la sotana para ser cura en confesionario y mandarte a rezar cinco rosarios como penitencia.
– Los rezo, Lavinia. Si vos me lo pedís, los rezo -dijo Felipe, arrodillándose al lado de su silla en actitud penitente.
Ella no pudo evitar la sonrisa, ni el abrazo, ni la reconciliación desabrochada por el humor. Él sabía el mecanismo. Ella le permitía usarlo. No existían remedios mágicos contra la necesidad de su piel. Mucho menos en esas circunstancias donde el universo entero parecía pender de filamentos delicados y cada día vivido era un día ganado a la posibilidad constante de la separación o la muerte.
– Que conste que es el último "impulso primitivo" que "comprendo" -dijo Lavinia antes de que Felipe saliera por la puerta.