Capítulo 3

LENTAMENTE VOY COMPRENDIENDO este tiempo. Me preparo.

He observado a la mujer. Las mujeres parecen ya no ser subordinadas, sino personas principales. Hasta tienen servidumbre por sí mismas. Y trabajan fuera del hogar. Ella, por ejemplo, sale a trabajar por las mañanas.

No sé cuánta ventaja puede haber en esto. Nuestras madres, al menos, sólo tenían como trabajo el oficio de la casa y con eso era suficiente. Diría que quizás era mejor, puesto que tenían hijos en los que prolongarse y un esposo que les hacía olvidar la estrechez del mundo abrazándolas por la noche. En cambio ella no tiene estas alegrías.

En este tiempo parece no haber ningún culto para los dioses. Ella nunca enciende ramos de ocote, ni se inclina para ceremonias. No aparenta tener nunca dudas de que Tonatiú alumbrará sus mañanas. Nosotros siempre vivíamos con el temor de que el sol se pusiera para siempre, pues ¿qué garantías tenemos de que alumbrará mañana? Quizás los españoles encontraron alguna manera de asegurarlo. Ellos decían venir de tierras donde nunca se ponía el sol. Pero nada era cierto entonces, y su lengua pastosa y extraña decía mentiras. Poco tiempo nos tomó conocer sus raras obsesiones. Eran capaces de matar por piedras y por el oro de nuestros altares y vestiduras. Sin embargo, pensaban que nosotros éramos impíos porque sacrificábamos guerreros a los dioses. ¡Cómo aprendimos a odiar esa lengua que nos despojó, nos fue abriendo agujeros en todo lo que hasta que llegaron habíamos sido!

Y este tiempo tienen una lengua parecida a la suya, sólo que más dulce, con algunas entonaciones como las nuestras. No quiero aventurarme a pensar en vencedores o vencidos.

Mi savia continúa su trabajo frenético de convertir en frutas los azahares. Ya siento los embriones recubrirse de la carne amarilla de las naranjas. Sé que debo darme prisa. Ella y yo nos encontraremos pronto. Llegará el tiempo de los frutos, de la maduración. Me pregunto si sentiré dolor cuando los corte.


Lavinia se pasó el primer mes de trabajo "aterrizando" con la omnipresente cercanía de Felipe, quien asumió con gran gusto el rol de hacerla poner "los pies sobre la tierra".

Se había acostumbrado a la diaria rutina de ir a trabajar, de levantarse temprano, aunque todas las mañanas lamentara el abandono de las sábanas frescas y acogedoras. Jamás podría entender por qué los horarios no se modificaban y honraban las mañanas, el tiempo más acogedor del sueño. Para ella tenían, además, el atractivo de la trasgresión. Dormir mientras se despertaba la ciudad. Dormir mientras camiones repartidores, buses y taxis amanecían en las calles transportando sus cargamentos de personas y leche y pan con mantequilla. Dormir a pesar del sol que entraba sin remedio por los resquicios de las puertas.

Pero la modorra no le duraba mucho. Ahora que era parte del ajetreo, de la respiración-tecleo de máquina de escribir de las oficinas, comprendía por qué las personas encontraban grandes satisfacciones en la preocupación, en los apretados límites para firmas de contratos, la finalización de los proyectos.

Era una manera de sentirse importantes, pensaba, encontrar una razón para salir del mundo-hogar y entrar al mundo-libro de balances, donde existía el riesgo, el peligro de las pérdidas y ganancias. La vida se convertía así en un negocio interesante, una apuesta constante y uno podía pretender que el tiempo no se escurría entre los dedos, que se hacía algo con aquellas horas extendidas, aquellos días implacablemente repetidos uno tras otro.

Salió de la cama y reanudó los ritos: poner el agua para el café, asomarse por la ventana a revisar el renacimiento del árbol, ocupado ahora en convertir las flores en frutos -las futuras naranjas se asomaban ya entre las ramas cual menudos globos verdes-; entrar al baño y verse la cara en el espejo. Pensó en su cara de las mañanas; extrañamente lejana, fea. Menos mal que uno sabía que poco después volvería a ser la misma. Abrió la ducha, sintiendo el agua lavar el sueño, anunciar el día. Le gustaba frotar el jabón hasta hacerse bordados de espuma en el cuerpo desnudo, ver los vellos del pubis tornarse blancos, reconocerse aquel cuerpo asignado misteriosamente para toda la vida; su antena del universo.

"Hay que quererlo" le decía Jerome, mientras se lo quería en medio de los olivos retorcidos, a la orilla del mar, en aquellas escapadas de la residencia de jóvenes estudiantes de francés, que ahora recordaba. Bañarse le hacía recordar a Jerome, el descubrimiento de la textura de fruto verde del cuerpo masculino, la recia musculatura rozándose con la suavidad de sus muslos. Así fue cómo supo que tenía la piel dispuesta para las caricias, capaz de emitir sonidos que le hicieron pensar en parentescos con gatos, panteras, los jaguares de sus selvas tropicales.

Cerró los ojos bajo la ducha. Su mente proyectó nítida la imagen de Felipe, superpuesta sobre amoríos ocasionales. Algo más que el interés por la arquitectura los atraía. Jugaban al gato y al ratón, buscándose y pretendiendo evadirse, forjando antagonismos ilusorios que eran el pretexto para largas consultas del uno en las oficinas del otro. Desde el día que la mandó, inadvertida, a percatarse del desalojo que la construcción del Centro Comercial implicaría, discutía constantemente. Si bien a medida que pasaron las semanas, ella comprendió los límites de su romanticismo, no dejaba de insistir en que, a pesar de que quienes tenían el dinero no eran humanistas precisamente, ellos, después de todo, dominaban el poder del trazo y el diseño. Le costaba resignarse a aceptar las demandas simples y cuadradas o rimbombantes y de mal gusto de los clientes. Felipe le ayudaba a llegar a compromisos, mostrando gran paciencia para las largas discusiones. Sólo de vez en cuando le reclamaba casi a gritos su voluntarismo de "niña mimada", repitiéndole que ella estaba ganando un salario para complacer a los clientes y no para discutir con ellos, cuando se hacía evidente que toda discusión sería inútil.

Estaba segura que Felipe disfrutaba las discusiones, aun cuando fingiera desesperación al verla aparecer en la puerta de la oficina con cara de pelea.

En las reuniones, sus miradas se encontraban y desencontraban. Los dos, sin embargo, pretendían frialdad profesional, apertrechándose tras edificios, casas, materiales para techos y paredes, hablando en la periferia de las cosas, evitando los temas personales.

Más de una vez, estuvo tentada de invitarlo a su casa, pero no había logrado siquiera repetir la invitación a almorzar de los primeros días. Se sentía atrapada en una competencia de imanes y polvo de acero.

Felipe parecía ser uno de esos hombres que coquetean con la atracción, huyendo de la posibilidad de sumirse en el vértigo del abandono. Aunque era difícil pensar que nada sucedería. El juego tendría que definirse un día. Los dos tenían escrita en la mirada la noche de desnudez en que soltarían las amarras y naufragarían juntos. Pero quizás, pensó Lavinia, él tenía conceptos más tradicionales, se complacía en la postergación, el coqueteo, tirarse migas de pan como palomas de plaza y batir alas cuando la cercanía inevitable los aproximaba a las cinco de la tarde, la hora de separarse.

O quizás ella era víctima de románticas especulaciones, se dijo, mientras deslizaba las medias sobre sus piernas, y la realidad era que Felipe sostenía amores ilícitos con la mujer imaginaria que esperaba en vilo la partida del marido para hacer aquellas misteriosas llamadas telefónicas que lo sacaban catapultado de la oficina a media mañana o tarde. O sería un Don Juan solapado con varias mujeres, responsables de las "reuniones de estudio" por la noche, los estudiantes que lo "necesitaban", porque nadie normal tenía tantas cosas que hacer, nadie parecía tener tan ocupadas las horas fuera de la oficina como él.

El teléfono sacándola de inquietantes especulaciones. Era Antonio, invitándola a bailar por la noche. Aceptó sin pensarlo dos veces. Necesitaba distraerse.

Cuando llegó apresurada al vestíbulo del edificio, encontró a Felipe esperando en el ascensor. Penetraron uno al lado del otro, acomodándose silenciosos en medio de hombres y mujeres con caras de preocupación. Lavinia pensó en lo curioso del fenómeno de los ascensores. El silencio tenso que almacenaban. En un ascensor, las personas semejaban peces silentes, cobardes de la proximidad. Nadadores huidizos hacia puertas abiertas. Destinos distintos. Pisos. Cuando salían del pequeño recinto, respiraban extendiendo los pulmones, como quien sale a tomar una bocanada de aire después de estar sumergido. Ascensores. Peceras. Objetos de la misma familia.

Cuando desembocaron en el cuarto piso, lo comentó con Felipe. El rió ante su ocurrencia.

Lavinia bromeó sobre la manera insidiosa en que las sábanas se le habían "pegado" al cuerpo aquella mañana. Se sentía plenamente integrada al ambiente jovial y creativo de la oficina. Lejana le parecía la formalidad del primer día. El señor Solero, era ahora Julián. Los colegas masculinos la respetaban -era la única mujer con cargo sustantivo; todas las demás eran secretarias, asistentes, personal de limpieza-. No había sido fácil, pensó, mientras se separaba de Felipe en el pasillo y entraba en su acogedora oficina, ahora decorada con plantas y afiches en la pared. Al principio escuchaban recelosos su opinión. Cuando era su turno de presentar proyectos o diseños, la sometían a una intensa lluvia de preguntas y objeciones. No se dejaba intimidar. Reconocía la ventaja de su partida de nacimiento; algo le debía al haber nacido en un estrato social donde la educaron como dueña del mundo.

La actitud de Julián hacia ella contribuía a suavizar los intentos de los demás de imponer la supremacía masculina. Frecuentemente hacía referencias a su creatividad y cumplimiento profesional; la ponía de ejemplo en la preocupación para lograr mejores niveles de calidad, aun cuando eso significara alargar las reuniones con los clientes.

Dejó el bolso sobre el escritorio y corrió los visillos del ventanal, tomando luego los lápices para afinarles la punta en el tajador eléctrico. Mercedes entró llevándole café y poniendo los diarios sobre la mesa.

Pocas cosas disfrutaba tanto Lavinia como esa primera hora en la oficina, preparándose "sicológicamente" para el ajetreo del día.

Abrió los periódicos y hojeó las noticias cotidianas, sorbiendo el café. Al poco rato, entró Felipe a efectuar la revisión del trabajo de la semana. Era viernes y por la tarde se reunirían, como era costumbre, con Julián, para evaluar, y planificar la actividad de la semana siguiente.

En algún momento de la conversación, ella mencionó sus planes para la noche.

– ¿No te gusta bailar? -preguntó a Felipe.

– Claro que sí -dijo él-. Desde niño me ganaba concursos en la escuela -y la miró muy risueño. Lavinia pensó que hacía días no lo notaba de tan buen humor.

Esa noche, mientras bailaba con Antonio en la pista del "Elefante Rosado", vio a Felipe arrimado al bar, tomándose un trago, observándola. Por un momento perdió la concentración, asombrada de verlo allí, en medio del humo y la música estridente; un gato risón apareciendo y desapareciendo tras las parejas aglomeradas en el espacio reducido de la pista.

Siguió bailando, dejándose llevar por los timbales, la percusión. Ver a Felipe mirándola desde lejos, le acicateó las piernas. Se abandonó a la sensación de sentirse observada. Ver a Felipe a través de las luces, el humo; los ojos grises penetrándola, haciéndole cosquillas. Le bailó pretendiendo no verlo, consciente de que lo hacía para provocarlo, disfrutando el exhibicionismo, la sensualidad del baile, la euforia de pensar que por fin se encontrarían fuera de la oficina. Llevaba una de sus más cortas minifaldas, tacones altos, camisa desgajada de un hombro -pura imagen del pecado, había pensado de sí misma antes de salir- y había fumado un poco de monte. De vez en cuando le gustaba hacerlo. Aunque ya en Italia había vivido y descartado el furor efímero de la evasión, aquí en Paguas, sus amigos lo estaban descubriendo y ella les seguía la corriente.

Cuando cambió la música, ya había decidido tomar la iniciativa, no arriesgar a que Felipe simplemente se quedara en el bar, observándola de lejos, atrincherado como siempre. Antonio no se sorprendió cuando ella le dijo que iría a saludar al "jefe". Regresó a la mesa de la "pandilla" de amigos, mientras Lavinia se dirigía al bar.

– Bueno, bueno -dijo Lavinia a Felipe, burlona, sentándose en el trípode vacío del bar a su lado-. Yo creía que vos eras demasiado nice como para aparecerte en estos centros de vicio y perdición.

– No pude resistir la curiosidad de verte funcionar en este ambiente -dijo Felipe-. Veo que estás como el pez en el agua. Bailas muy bien.

– No debo bailar tan bien como vos -respondió ella, burlona-. Yo nunca me he ganado ningún concurso.

– Porque las muchachas como vos no participan en esas cosas -dijo él, deslizándose de la silleta al suelo y extendiendo la mano-. Vamos a bailar.

La música había cambiado de ritmo. El D. L. seleccionaba un bossa nova lento. La mayoría de las parejas se retiraron de la pista de baile. Quedaron sólo unos cuantos cuerpos abrazados. Aceptó divertida. Hablaba sin parar, odiándose por sentirse tan nerviosa. Felipe la acomodó seguro en su pecho ancho, apretándola fuerte. Podía sentir el vello negro y abundante a través de la camisa. Empezaron a mecerse. Confundidas las pieles. Las piernas de Lavinia adheridas a los pantalones de Felipe.

– ¿Ese es tu novio? -le preguntó él refiriéndose a Antonio, cuando pasaron cerca de la mesa.

– No -dijo Lavinia- los "novios" ya pasaron de moda.

– Tu amante, pues -dijo él, apretándola más fuerte contra sí.

– Es mi amigo -dijo Lavinia- y de vez en cuando me resuelve…

Sintió las vibraciones del cuerpo de Felipe, respondiendo a su intención de escandalizarle. La llevaba tan apretada que era casi doloroso. Lavinia se preguntó qué pasaría con la mujer casada, las clases nocturnas de la universidad. Le costaba respirar. Con su boca podía tocar los botones de la camisa a mitad del pecho de él. El baile se estaba poniendo serio, pensó. Caían los diques. Se soltaban los frenos. Los corazones aceleraban. Jadeo. La respiración de Felipe, cálida, en su nuca. La música moviéndolos en la oscuridad. Apenas la esfera con los espejos bajo el haz del reflector, iluminaba el ambiente, el humo, el olor dulcete de fumadores ocultos saliendo de los baños.

– Te gusta fumar monte, ¿verdad? -preguntó Felipe, desde arriba, susurrando, sin soltarla.

– De vez en cuando -asintió ella, desde abajo- pero ya pasé esa etapa.

Felipe la abrazó más fuerte. Ella no entendía el cambio tan brusco. Parecía haber dejado repentinamente toda pretensión de indiferencia, lanzándose abiertamente a la seducción animal. Se sentía desconcertada. Felipe emanaba vibraciones primitivas. Una intensidad en todo el cuerpo, en los ojos grises con que ahora la miraba, separándola apenas.

– No deberías andar fumando monte -le dijo-. Vos no necesitas esos artificios. Tenés vida dentro de vos. No tenés que andarla prestando.

Lavinia no sabía qué decir. Se sentía mareada. Moviéndose prendida de sus ojos. Suspendida en aquella mirada humo gris. Dijo algo sobre las sensaciones. La hierba aumentaba las sensaciones.

– Yo no creo que vos necesites que te aumenten nada -dijo él.

La música suave terminó. Cambió otra vez a rock heavy. Felipe no la soltó. Siguió bailando con una música inventada por él, moviéndose al ritmo de la necesidad de su cuerpo, ajeno al ruido. A Lavinia le pareció que estaba incluso ajeno a ella. La pegaba contra sí con la fuerza con que un náufrago abrazaría una tabla de salvación en medio del océano. La tenía nerviosa. Vio de lejos a Antonio haciéndole señas. Cerró los ojos. A ella también le gustaba Felipe. Ella había querido que esto sucediera. Una y otra vez se había repetido que algún día tendría que suceder. No se iban a pasar toda la vida en las miradas de la oficina. Tenían ese algo de animales olfateándose, los emanaciones del instinto, la atracción eléctrica, inconfundible. No pensó más. No podía. Las olas de su piel la envolvían. Miraba el encontrarse entre la música, los saltos y contorsiones de Antonio, Florencia, los demás bailando, y ellos moviéndose a ritmo propio. Alucinante burbuja alejada de todos. Globo. Nave espacial perdiéndose en el vacío. Lavinia olía, tocaba, percibía solamente el absoluto del cuerpo de Felipe, meciéndola de un lado al otro.

Antonio consideró que debía rescatarla. Se acercó buscando quebrar el hechizo. Celoso. Felipe lo miró. Lavinia pensó que se veía tan frágil Antonio al lado de Felipe, tan volátil.

Ella divertida, excitada, ausente, femenina en el borde de la pista de baile, escuchó a Felipe decir a Antonio que se iban a ir, que tenían una cita, que Antonio no debía preocuparse por ella.

Después le dijo que buscara su bolso y ella obedeció, sin poder resistir la fascinación de aquel aire de autoridad, dejando atrás la mirada atónita de Antonio.

Entraron en la casa a oscuras. Todo sucedió con gran rapidez. Las manos de Felipe subían y bajaban por su espalda, deslizándose hacia todas las fronteras de su cuerpo, multiplicadas, vivaces, explorándolo, abriéndose paso por el estorbo de la ropa. Ella se oyó responder en la penumbra, todavía consciente de que una región de su cerebro buscaba asimilar lo que estaba sucediendo sin conseguirlo, enceguecida por la piel formando mareas de estremecimientos.

En la plateada luz encontraron el camino hacia el dormitorio, mientras él desgajaba totalmente su blusa, el zipper de la minifalda hasta llegar al territorio colchón, la cama bajo la ventana, las cerraduras de la desnudez. Otra vez, Lavinia dejó de pensar. Se hundió en el pecho de Felipe, se dejó ir con él en la marea de calor que emanaba de su vientre, ahogándose en las olas sobreponiéndose unas a otras, las ostras, moluscos, anturios, palmeras, los pasadizos subterráneos cediendo, el movimiento del cuerpo de Felipe, el de ella, arqueándose, censándose y los ruidos, los jaguares, hasta el pico de la ola, el arco soltando las flechas, las flores abriéndose y cerrándose. Apenas si hablaron entre un ataque y otro. Lavinia hacía el intento de fumar un cigarrillo, de hablar bajo los besos de Felipe, pero él no la dejaba. De nuevo sintió como si ella no estaba allí. Se lo dijo.

– Mírame -le dijo-. ¿Me estás viendo?

– Claro que te estoy viendo -dijo Felipe-. Por fin te estoy viendo. Creo que me hubiera enfermado si no te hubiera visto así hoy. Ya estaba pensando que me iba a tener que recetar duchas de agua fría para soportar la oficina.

Y se subió a las carcajadas de Lavinia que decidió finalmente disfrutarlo, apartarse la extrañeza del desafuero de aquella pasión liberada tan contundentemente en una sola noche agotadora en que perdió la cuenta y pensó que al amanecer los encontraría Lucrecia, muertos los dos de un ataque cardíaco.


Hoy vino un hombre. Entró con la mujer. Parecían presos de filtros amorosos. Se amaron desaforadamente cual si se hubiesen contenido mucho tiempo. Fue como volver a vivirlo. Vivir otra vez la hoguera de Yarince atravesándome el recuerdo, las ramas, las hojas, la carne tierna de las naranjas. Se midieron como guerreros antes del combate. Después entre los dos no medió nada más que la piel. La piel de ella crecía manos para abrazar el cuerpo del hombre sobre ella; se desaforaba su vientre cual si quisiera anidarlo, atraerlo hacia dentro, hacerlo nadar en su interior para volver a darlo a luz. Se amaron como nos amábamos Yarince y yo cuando él regresaba de largas exploraciones de muchas lunas. Una y otra vez hasta quedar agotados, extensos, quietos en aquel mullido petate. Él emana vibraciones fuertes. Lo rodea un halo de cosas ocultas. Es alto y blanco como los españoles. Ahora sé, sin embargo, que ni ella, ni él lo son. Me pregunto qué raza será esta, mezcla de invasores y nahuas. ¿Serán quizás de las mujeres de nuestras tribus arrastradas a la promiscuidad y la servidumbre? ¿Serán hijos del terror de las violaciones, de la lujuria inagotable de los conquistadores? ¿A quién pertenecerán sus corazones, el aliento de sus pechos?

Sólo sé que se aman como animales sanos, sin cotonas, ni inhibiciones. Así amaba nuestra gente antes que el dios extraño de los españoles prohibiera los placeres del amor.


Despertó a las ocho de la mañana. Abrió los ojos y sintió el cuerpo de Felipe. Lo vio entrecruzado con el de ella en el desorden de la cama. No se movió temiendo despertarlo. Le tomó un rato darse cuenta de la hora, comprender que nadie vendría, ni tenían que ir a trabajar porque era sábado. La noche anterior el tiempo se le había enredado completamente.

Tranquilizada, sonrió mirando la placidez del sueño de Felipe. Era divertido observar a la gente dormida, pensó. Él parecía un niño. Lo imaginó pequeño jugando trompo y en la inmovilidad volvió a dormirse hasta que Felipe despertó.

– ¡Es tardísimo! -exclamó-. Tengo que irme corriendo.

– Pero si hoy no hay trabajo -dijo ella-. Podemos desayunar juntos…

– No puedo -dijo él, entrando al baño-, tengo una reunión con mis alumnos. Les prometí ayudarlos para un examen. Salió y se vistió apurado.

– Siempre estás ocupado vos…

– No. No siempre -dijo él, haciéndole un guiño.

Lo despidió en la puerta. Lo vio alejarse caminando de prisa, empequeñeciéndose en la distancia. Regresó a la habitación. Ya sola, se miró en el espejo. Tenía cara de mujer bien amada. Olía a él. De su parte no se habría bañado, se habría quedado con su olor todo el día. Le gustaba el olor a semen. A sexo. Pero se metió bajo la ducha, para quitarse la languidez, las ganas de regresar a la cama. Sara la estaría esperando para desayunar.

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