Capítulo 17

HE BLOQUEADO EN LAVINIA el comentario de su amiga sabia de pelo negro y ojos redondos. No quiero que estudie mi pasado. Quiero recordarlo con ella a mi propio ritmo, conectarla a este cordón umbilical de raíces y tierra.

Temo también pensar en la muerte de Yarince. Sucedió poco después de la mía. Desde mi morada de tierra, la vi cual si se tratase de un sueño…

Terribles fueron aquellos últimos tiempos. Estábamos ya agotados tras tantos años de batallar y el cerco era cada vez más estrecho. Los mejores guerreros habían perecido. Uno a uno estábamos muriendo sin aceptar la posibilidad de la derrota. Enterrábamos las lanzas de los muertos en lo más hondo de la montaña esperando que otros algún día las alzarían contra invasores. Cada muerte, sin embargo, era irremplazable, nos desgarraba cual cuchillo de pedernal la piel. Dejábamos parte de nuestra vida en cada muerte. Moríamos un poco cada uno hasta que, hacia mi fin, semejábamos ya un ejército de fantasmas. Sólo en los ojos se nos podía leer la determinación furiosa. Llegamos a movernos como animales de tanto vivir en las selvas y los animales se convirtieron en nuestros aliados, avisándonos del peligro. Olfateaban su furia en nuestro sudor.

¡Cómo recuerdo aquellos días de sigilo y hambre!


La casa donde vivían los Vela estaba situada en lo que, en su momento fuera uno de los repartos elegantes de la ciudad, desplazado ahora por las lotificaciones residenciales en colinas y sitios altos, que eran la "última palabra y moda" en el "buen vivir", y donde se construiría la casa nueva.

Después de abrirle la puerta mientras la conducía hacia el interior, la señorita Montes, le explicó a Lavinia, que la actual residencia la habían ya vendido a una pareja de norteamericanos profesores de la Escuela para Altos Estudios de Administración de Empresas, quienes se encontraban ausentes en su año sabático.

– Por eso nos urge tanto la nueva casa -le dijo-, a final de año regresan los dueños de ésta.

El sol de mediodía caía inmisericorde sobre el jardín, al lado del cual se extendía una amplia habitación con aire acondicionado que servía de sala.

El general Vela no había llegado, pero lo esperaban en cualquier momento.

Alborotando el tintineo de sus numerosas pulseras, la señorita Montes se adelantó para abrir la puerta de madera y vidrio de la sala, sosteniéndola para permitir la entrada de Lavinia quien cargaba, bajo el brazo, los cilindros de cartón que contenían los anteproyectos de planos.

La residencia de los Vela concordaba con el decorado imaginario que ella le había atribuido, una mezcla de estilos a cual más rimbombantes y disparatados, brillantes y ostentosos: espejos de marcos dorados de volutas, mesas haciendo juego adosadas a la pared, muebles pesados de forros brillantes de damasco, sillas y mesas cromadas, jarrones enormes y floridos, alfombras de extraños colores pastel, reproducciones de paisajes en las paredes, pinturas de olas gigantescas y artificiales.

En la sala, una de las paredes estaba cubierta por una foto mural de un bosque en otoño.

– Siéntese -dijo la señorita Montes-, mi hermana no tarda; está terminando de probarse un vestido. Hoy es el día que viene la costurera… Usted sabe cómo es eso… ¿No quiere tomar algo?

– Una coca-cola, por favor…

La mujer se levantó y caminó hacia una cortina. Al descorrerla, apareció un mueble empotrado. La señorita Montes, utilizando un manojo de llaves que cargaba colgado a la cintura, abrió la hoja que servía de tapa, provocando el chisporroteo de los tubos de neón que se encendieron iluminando un interior de espejo, cristalería y botellas de licor. Sacó un vaso y se inclinó para abrir el pequeño refrigerador, también empotrado del que sacó hielo y coca-cola.

– Los muebles empotrados le encantan al general -dijo mientras se acercaba, después de cerrar todo otra vez con llave, poniendo frente a ella la coca-cola y el vaso con hielo.

– Ahorran espacio -dijo Lavinia, pensando en lo decadente de aquel bar de pésimo gusto.

– Es lo que él dice. Él es muy económico -dijo- y, además, no le gusta que el servicio ande tocando lo que no debe. Ya sabe usted… dejar el licor al alcance de las sirvientas es como despedirse de él. Se lo roban. Siempre tienen un novio o un pariente a quién dárselo. Por eso mandó a construir ese bar, con la refrigeradora allí mismo; todo con llave. Es la única manera. Al principio a mí me costó acostumbrarme a andar desenllavando muebles cada vez que necesitaba algo… en mi casa no se enclavaba nada, pero, claro, no es lo mismo…

– ¿Desde hace cuánto vive con ellos? -preguntó Lavinia.

– ¡Uhhh!. Desde que nació el niño… trece años. Sí, trece años. Es tremendo cómo pasa el tiempo, ¿verdad?

– ¿Y su familia de dónde es?

– De San Jorge. Mi papá era administrador de " La Fortuna ". La conoce, ¿verdad? Es la hacienda de tabaco del Gran General. Allí fue que se conocieron mi hermana y mi cuñado… Entonces, él apenas era custodio del Gran General. Llegaban con frecuencia a la hacienda. Al Gran General le gustaba llevar invitados los fines de semana a montar a caballo, bañarse en el río… era bien alegre cuando llegaban. Se armaban unos grandes jolgorios, se mataban reses, cerdos y claro, mi hermana era joven y bonita… Florencio se enamoró de ella. Después se casaron. El Gran General fue el padrino. Ascendió a Florencio como regalo de boda y así le fue tomando más y más confianza, hasta ahora que ya es general… ¡quién hubiera dicho en aquel tiempo! -hizo una pausa como recordando-. Como yo nunca me casé, cuando tuvieron el niño me pidieron que viniera con ellos, para ayudarles en el cuido… Mi hermana nunca ha sido muy dada a los niños… Yo era sola. Mi papá ya se había muerto -de asma se murió el pobre- y mi madre murió cuando yo nací… así que contenta me vine. En realidad, mi ilusión era estudiar para monja, pero, en fin, igual sirvo a Dios en esta casa… después de todo, la vida de las monjas es muy dura y a mí me gustan ciertas cosas de la vida… Las prendas, por ejemplo -dijo señalando sus pulseras y sonriendo con picardía-, me encantan. Y me encanta ir a los bailes y ver a la gente elegante, bien vestida. Y no bailo, pero me encanta ver bailar… a propósito, ¿qué tal le fue en el baile?

Lavinia terminaba la coca-cola. Nunca hubiera imaginado tan parlanchina a la señorita Montes.

– ¡Ah! Me fue muy bien. Fue un baile espectacular -dijo-, cada año son mejores esos bailes, más lucidos, con más adornos. A mí también me encanta ver a la gente, sobre todo en esas ocasiones… Bailé toda la noche… -sonrió, divertida de su propio sarcasmo.

– Es una lástima que no hayamos podido ir -dijo ella- pero el próximo año seguro que vamos…

– ¿Y el baile del casino? -pregunto Lavinia.

– ¡Ah! También fue bonito, pero usted sabe, no es lo mismo; el mas famoso es el baile del Social Club. Ese al que fuimos nosotros no tiene tradición. Creo que el Gran General acertó en ofrecerlo y estuvo bien, la comida riquísima, champán gratis, tres orquestas, show y todo, pero sólo debutaron cinco muchachas y no eran muy bonitas que se diga… morenitas, pelito lacio, sin gracia…

Este es el fin de las ilusiones de los muchachos, pensó Lavinia, recordando las conjeturas que se hacían sobre la hermana solterona porque era callada y parecía esconder algo tras su timidez. Seguramente sólo se callaba frente a la hermana y el marido. Ahora que estaban solas, por primera vez, hablaba sin detenerse de su gusto por las fiestas, su vida brillante de ciudad.

– ¿Habrá tenido algún contratiempo el general? -preguntó Lavinia pasado un buen rato, mirando su reloj.

– No creo -respondió la señorita Montes- llamó para avisar que estaba un poco atrasado. Debió pasar un momento por la oficina del Gran General, pero aseguró que venía. Casi nunca falla al almuerzo, ¿sabe? Sólo que sea algo extraordinario… o cuando sale en misiones. Si no, siempre almuerza aquí en la casa. La cocinera es muy buena, le sabe los gustos. Además él no se pierde la siesta.

El sonido de varios automóviles, estacionando en la calle y un sonoro portazo, cruzaron el aislamiento del aire acondicionado.

– Ya llegó -dijo la señorita Montes levantándose como movida por un imán que la atrajera en opuesto sentido al de la gravedad-. Discúlpeme, voy a avisarle que usted está aquí y a llamar a mi hermana -dijo, saliendo rápidamente de la sala.

En pocos momentos, conocería al general Vela. Nerviosa, se pasó la mano por el pelo. La idea de conocerlo le causaba aprensión, miedo. La tarde en el parque, Flor la había puesto al tanto sobre su "brillante" carrera militar. La noche anterior, Felipe y Sebastián la documentaron de datos sobre su personalidad. Varios colaboradores del Movimiento, guardando prisión, lo habían conocido en los largos interrogatorios. Jugaba el papel del "bueno", el que llegaba después de las torturas a pedirles que no lo obligaran a maltratarlos más. En las montañas, se le conocía como "el volador". Era a él a quien se atribuía la idea de lanzar vivos a los campesinos de los helicópteros si no aceptaban colaborar con la guardia o denunciar a los guerrilleros. También tenía a su crédito las "cárceles enlodadas" del norte: fosos de paredes de concreto y piso de lodo, cerrados con una losa también de concreto donde apenas había una diminuta abertura para ventilación y donde se encerraba a los campesinos por días y días hasta que se desmayaban por el olor de sus propios desperdicios o perdían la razón…

Era la mano derecha del Gran General, tanto por su efectividad en aterrorizar a los campesinos y combatir a la guerrilla, como por su habilidad para mantener el orden en sus subordinados. El Gran General se preciaba de él como hombre sencillo que había logrado superarse. "Es hechura mía", solía decir.

Eran conocidas también las funciones desempeñadas por Vela para proveer al Gran General con mujeres jóvenes y bonitas para sus correrías (los "jolgorios", como los llamaba la señorita Montes).

"Debes hacer uso de tu clase, había dicho Sebastián, actúa seria y cortés, pero hacele sentir que te consideras por encima de él aunque sin restregárselo en la cara. Sé gentil, estilo princesa… inspírale confianza profesional, pero no personal…"

La idea de tener que fingir complacencia y solicitud frente a semejante personaje, le inspiraba repulsión. Recordó la conversación con Flor en el parque. Esta era su primera misión. No debía tener miedo. Tenía que salir bien.

La puerta se abrió con un movimiento brusco y fuerte; el general Vela seguido de su esposa y cuñada, se aproximó a saludarla mirándola de arriba abajo con aire de señor feudal.

– ¿Así que usted es la famosa arquitecta? -dijo, a la vez socarrón y halagador.

Lavinia asintió con la cabeza, sonriendo su mejor sonrisa enigmática.

El general estrechó su mano con fuerza. La mano era grande y tosca como toda su figura. Era un hombre a quien el apelativo de "gorila" le caía como anillo al dedo. Las facciones aindiadas casi escultóricas, podrían haber sido hermosas, si no estuvieran distorsionadas por la gordura y la expresión de blanco pedante. Renegado de su pasado y su origen, el general Vela olía a colonia cara usada con profusión y vestía impecable uniforme militar caqui -el color que usaban los altos oficiales-; el pelo rizado, producto de mezclas de razas, había sido trabajosamente domado por el aceite, la brillantina y un corte inclemente que lo fijaba contra su cabeza. Era de mediana estatura y el estómago protuberante daba testimonio de su afición por la abundante cocina.

Le indicó que se sentara, tomando asiento a su vez, al tiempo que las dos hermanas, enmudecidas ante la presencia del amo, le sonreían a ella cual si quisieran darle ánimos o pensaran compartir así el efecto apabullante de la figura del general.

– Vamos a ver esos planos -dijo el general, en el mismo tono alto de voz con que la saludara; una voz acostumbrada a dar órdenes.

Cuidando la fluidez de sus movimientos, Lavinia se levantó procurando ignorar la mirada socarrona y lasciva del hombre. Tomando los cilindros de cartón, sacó el juego de planos y los extendió sobre una mesa redonda que estaba a un lado de los sillones donde se sentaban los Vela.

– Creo que será mejor que los veamos aquí -dijo con aplomo.

– Sí, por supuesto -asintió el general, levantándose sin esfuerzo, seguido por las hermanas.

Fue extendiendo y explicando los distintos planos y diseños; el frente, los lados, el interior, los techos, el mobiliario, los ambientes. El general interrumpía constantemente con preguntas y comentarios, pero Lavinia, respondiéndole cortésmente, le pidió que revisara las inquietudes al final, puesto que muchas de ellas quedarían respondidas en el transcurso de la exposición.

– No me gusta ese método -dijo el general-, las preguntas se me pueden olvidar si las dejo para el final.

Y continuó haciéndolas. Eran irrelevantes, más para ponerla nerviosa que para satisfacer su curiosidad… tamaños, materiales, colores, la conveniencia de juntar en una sola habitación, el billar, la música y el bar porque se ocupaban al mismo tiempo… Sin embargo, parecía no tener demasiado interés por cambiar las disposiciones de la esposa. A pesar del tono cortante de las preguntas, no sugería sino mínimos cambios. Mantuvo la actitud socarrona y superior hasta que Lavinia desplegó el plano de la armería. Entonces su expresión cambió mostrando evidente interés.

Obviamente él no había previsto nada semejante a los detalles refinados que Lavinia, esmeradamente, había incorporado -las hermanas se miraron y sonrieron con satisfacción cómplice-. Notó la fascinación del hombre cuando ella explicó la idea fantasiosa de la pared movible en la armería. La pared estaría compuesta por tres paneles de madera, cada una con un alma de hierro, sostenida sobre pivotes giratorios individuales, montados en un riel metálico. Un mecanismo adosado a la pared permitiría fijarlos o liberarlos para que giraran. De un lado, los paneles mostrarían la colección de armas, fijadas con monturas sobre la superficie; del otro lado, los paneles formarían simplemente una pared de caoba con bellos jaspes. De esta forma, según lo deseara, el general podría, con sólo soltar el mecanismo que fijaba los paneles, darles vuelta y volver a fijarlos, para que las armas quedaran expuestas o simplemente se viera una pared de madera.

Por el área de rotación de los paneles que se requería para este truco, el general dispondría también de un espacio detrás de la pared, una suerte de "cámara secreta" que podría utilizar como almacén para guardar otras armas, los artefactos necesarios para limpiarlas…

– O lo que usted quiera -dijo por fin Lavinia. Se había quebrado la cabeza con las postales de la casa de Hearst, tratando de figurarse el funcionamiento de la "cámara secreta". No lo consultó ni siquiera con Julián. Era su carta para ganarse al general. Su as. Y estaba funcionando. Lo podía leer claramente en la expresión con que ahora él la miraba.

– Es usted muy inteligente, señorita -dijo Vela, bajando significativamente la voz- debo reconocer que es una idea excelente y novedosa… -y volviéndose a la esposa, añadió-. Por fin hiciste algo bueno.

Lavinia sonreía, despreciándolo desde la más recóndita esquina de su piel. Necesitaba hacerle algunas consultas -dijo- sobre las armas que irían en los estantes.

– Claro, claro -asintió él- ¿pero porque no se queda a almorzar con nosotros? Y así podemos continuar después del almuerzo…

Cuando salió de la casa del general Vela, el bochorno de las tres de la tarde pesaba sobre la ciudad en un aire denso de siestas y sonámbulos diurnos.

Los Vela la despidieron en la puerta, flanqueada por agentes de seguridad de claras guayaberas y anteojos oscuros, que la miraron cuando pasó a su lado, con expresión amistosa.

En cierto momento del almuerzo, el general Vela había hecho una referencia socarrona a la afiliación de su familia con el Partido Verde. "Nuestra arquitecta tiene sangre verde" -dijo-; "Es una tradición familiar -había respondido ella- yo no creo en la política; prefiero no meterme." El general afirmó su convicción de que hacía bien: en todo caso la política era "un asunto de hombres".

Los hombres del general la miraron con esa misma convicción.

Uno de ellos le abrió la puerta de su carro. Ella agradeció con sonrisa "femenina" y despidiéndose con un gesto de los Vela, que conversaban animadamente en la acera, aceleró alejándose.

En el camino sintió náuseas y un deseo perentorio de bañarse. Decidió pasar por su casa, antes de ir a la oficina donde Julián esperaba noticias. No había sido fácil atravesar el almuerzo suculento, la comida excesivamente grasosa y el general hablando a carrillos llenos.

No fue fácil escuchar sus explicaciones sobre las "propiedades combativas" de las diferentes armas que le mostró, orgulloso de los "volúmenes de fuego" y su capacidad mortífera.

Pero ella había cumplido. El general estaba encantado. Con ligeras modificaciones intrascendentes, aprobó el anteproyecto de los planos, ordenó que se procediera a realizar los definitivos y le encargó contratar, a criterio de ella porque "le inspiraba confianza", la firma de ingenieros que se encargarían de la construcción.

También había ofrecido suministrar los caminos para iniciar cuanto antes el movimiento de tierra. Quería que la casa estuviera terminada en diciembre a más tardar. Estaba dispuesto a pagar horarios extras.

Lavinia se detuvo en el semáforo, pasándose la mano por el estómago para dominar las náuseas. El general había sucumbido a la idea de la armería -a la que llamarían su "estudio privado"- aunque no depuso totalmente su aire socarrón; ni dejó de mirarla, ocasionalmente, con ojos de lascivia. Parte del juego, se dijo Lavinia. No se podía esperar de ese hombre otro tipo de comportamiento. Lo importante era que el truco de Hearst había funcionado. El millonario californiano no podía imaginarse el servicio brindado a un movimiento guerrillero latinoamericano, pensó. Era un punto para Patricia.

Durante el almuerzo, las hermanas Vela se habían sumido en un silencio casi total, interrumpiendo solamente para coincidir con el criterio del general o para dar instrucciones a la doméstica encargada de atender la mesa. Sólo sus miradas dijeron a Lavinia su felicidad y agradecimiento. A los hijos no llegó a conocerlos. Almorzaban ese día en la escuela.

Las manos regordetas, de dedos cortos y nudillos gruesos del general, flotaban en su memoria. Ella había tenido que hacer grandes esfuerzos durante la comida, para apartar los ojos que, cual si tuvieran una voluntad propia, se quedaban fijos en aquellos dedos deshuesando concienzudamente una generosa porción de pollo.

Apartó la visión para no sentir con más fuerza la náusea revolviéndole el estómago.

Lucrecia abrió la puerta con expresión rozagante. Últimamente andaba contenta, tarareando canciones mientras se movía de un lado al otro con la escoba y el lampazo. La radio en la cocina, a todo volumen, repartía música de la Sonora Matancera por la casa.

– ¡Qué milagro viene a esta hora! -dijo-. ¿Se siente bien? -añadió, mirándola preocupada. -Viene muy pálida.

– Sí, sí, no te preocupes -respondió, mientras casi corriendo, buscaba la habitación-, es sólo un poco de indigestión y calor lo que tengo. Necesito ducharme.

Tiró el bolso y los planos sobre la cama. Entró al baño, incapaz de contener más tiempo las arcadas del vómito.

Odiaba vomitar. El cuerpo se volvía un ente hostil, atenazándose al cuello. Pero ahora, mente y cuerpo actuaban concertados, rechazando con furia olores, sabores, manos regordetas, pulseras tintineantes, bromas, armas frías y relucientes, visiones, dientes triturando carne de pollo, campesinos, cárceles de lodo y heces, sótanos de torturas…

Las arcadas sucesivas se confundían con arcadas de sollozos y rabia. No quería llorar. No debía llorar. Más bien deseaba que esta rabia biliosa, amarga, no la abandonara. La necesitaba contra las dudas, contra los ojos temerosos de las hermanas Vela, contra ese mundo de mierda en el que había nacido.

Era la fuerza para quitarse el asco.

Se lavó la cara en el lavamano. Desde la puerta cerrada, oyó a Lucrecia:

– Niña Lavinia, niña Lavinia, ¿está bien? Ábrame. ¿Le ayudo? Con la toalla, secándose la cara, respirando hondo, aquietada, vacía, abrió la puerta.

– Ya pasó, Lucrecia -dijo-. Me cayó mal la comida, pero ya pasó. Me voy a recostar un ratito porque tengo que volver a la oficina. En un momento estaré bien.

Y se dejó caer en la cama. Cerró los ojos mientras Lucrecia salía a prepararle una limonada. Fue relajándose, dejando que el cuerpo se apaciguara, que la respiración retomara su ritmo pausado para levantarse e ir a ver a Julián, informarle de la aprobación de los planos; iniciar los pasos para poder concluir la construcción en diciembre, como el general quería.

– ¿Así que aprobó todo?

Julián, dando zancadas de extremo a extremo de la oficina, se frotaba las manos satisfecho.

– Yo sabía que lo ibas a convencer. ¿Te fijas? Tuve razón de encomendarte el diseño, ¿lo ves? -decía.

– Está dispuesto a pagar horarios extras para que le entreguemos la construcción en diciembre; pidió que empezáramos cuanto antes el movimiento de tierra… Por favor, Julián, no sigas caminando así que me tenés mareada. No sé por qué te pones tan excitado…

– Es que me parece casi increíble que aprobaran todas las barbaridades que les metimos… La sauna, el gimnasio, los baños estrambóticos, las cuatro salas… Nunca me había encontrado con un cliente más fácil…

– Y eso que no te dije mi gran invento… -sonrió Lavinia sentada lánguidamente en el sillón.

– ¿Cuál invento? -preguntó Julián, finalmente acomodado en la silla giratoria detrás del escritorio.

– Una armería de castillo medieval, un cuarto secreto y todo, que le diseñé… inspirada en las postales de Hearst que me pasaste.

– Pero si yo revisé los planos…

– Hace más de una semana -dijo Lavinia, mirándolo con picardía.

– Sí, porque sólo quedaban detalles menores…

– Pues hace como cinco días, la señora Vela llamó con esta idea de la armería… ¿Te acordás que había un espacio para ella, una especie de cuarto de costura con sala de estar?…

Julián asentía con la cabeza, intrigado cual si escuchara una historia detectivesca.

– Pues me dijo que lo cedía, que tenía esta idea de darle una sorpresa al marido… se le acababa de ocurrir viendo una revista…

"Al principio traté de disuadirla, pero insistió mucho, así que diseñé la armería… El general estaba encantado… -dijo, sin decir más detalles.

– Me imagino -dijo Julián, sonriendo a todo lo ancho.

– La armería figurará en los planos oficiales como su "estudio privado". El diseño real estará en un plano "secreto". El tono conspiratorio es parte del encanto. Lo sugerí para que le pareciera más atractivo. Vela parecía un mono a quien le acabaran de regalar un reloj. Pero este asunto es un secreto entre vos y yo nada más. No me falles.

– No te preocupes -dijo Julián, guiñando un ojo, divertido. Lavinia no quería que Felipe se enterara. No estaba segura de contar con su aprobación.

– Julián -dijo Lavinia, aprovechando su buen humor-. Vos sabes que yo nunca he supervisado un proyecto. Quisiera que me asignaras la supervisión de este. Creo merecerlo.

– No sé, no sé -respondió-. Lidiar con los ingenieros y los maestros de obras es difícil para uno… En el caso de una mujer, debe ser casi imposible.

– ¿Cómo podés estar seguro si no haces la prueba? -preguntó ella sin alterarse, manteniendo suave el tono de su voz.

– Porque conozco el medio -respondió.

– Pues te aseguro que al general le va a parecer bien. Quedó convencido de que soy "brillante". Poco le faltó para decirme que era como un hombre -dijo, satírica-. ¡"Nunca" ha visto una mujer tan inteligente!

– No lo dudo, pero el general no va a tener que recibir indicaciones tuyas.

– ¡Pero si yo diseñé la maldita casa! -dijo Lavinia, subiendo la voz- ¿por qué va a tener que ser otro arquitecto quien la supervise? ¡Es a mí a quien corresponde! Me parece injusto de otra manera, ¡sólo porque soy mujer! Las cosas tienen que ir cambiando en este país, como está pasando en todo el mundo. Es verdad que puede ser difícil, pero cuando se den cuenta que sé lo que estoy haciendo, ¡aprenderán a respetarme!

– No lo creo tan fácil -dijo Julián-. Lo que puedo hacer es nombrarte supervisor asistente.

– Pero… -dijo Lavinia, dispuesta a continuar con una filípica.

– Pero, cálmate -dijo Julián-. Y no seas idealista. Yo te puedo dejar casi todo el trabajo. Llegar sólo de vez en cuando, y eso es lo que importa, ¿no? Lo demás es teoría.

– Nada de teoría -dijo Lavinia-. Eso es machismo recalcitrante. ¡Crees que puedo hacer el trabajo, pero no te atreves a nombrarme porque soy mujer y los otros hombres se van a sentir incómodos! Soy tan capaz o más que cualquiera de los arquitectos que tenés aquí…

– ¿Incluyendo a Felipe?

– Incluyendo a Felipe -dijo Lavinia-. ¡Además yo sé que a Felipe no lo vas a poner a supervisar esta casa!

Se miraron desafiantes ambos, diciéndose lo que ambos sabían, sin pronunciar palabra.

– No me vas a convencer -dijo Julián, sin darse por aludido- así que no nos desgastemos, ni amarguemos el éxito obtenido. Si aceptas el arreglo que te propuse, llegamos a un acuerdo. Si no, tendré que buscar otro arquitecto.

Estuvo tentada de decirle que buscara otro arquitecto. Renunciar allí mismo, tirarle los planos a la cara, pero no podía. No tenía más salida que aceptar el arreglo. Eran terribles estas situaciones donde había que morderse el orgullo… ¡las cosas que era necesario hacer por la patria!

– Déjame pensarlo -dijo para calmarse el acaloramiento, levantándose para salir.

– Pensalo y me avisas -dijo Julián- mañana voy a convocar a la reunión con los ingenieros. Déjame los planos y no te pongas así. Vos sabés que yo confío en tu capacidad profesional. No es por vos. Es por los constructores…

Salió de la oficina de Julián con el disgusto escrito en la cara.

Era tan fácil, pensó, ¡echarles la culpa a los constructores!

El jueves vio a Sebastián. Lo llevó al camino de los espadillos entrada la noche. Hablaron de la visita de ella a la casa del general.

– Así que en diciembre la quiere inaugurar… -dijo Sebastián, mirando distraídamente la carretera.

– Sí -dijo Lavinia- y Julián está dispuesto a darle gusto. No pude lograr que me asignara la supervisión de la construcción, pero me nombró su asistente.

Continuaron en silencio un buen rato. Un acompañamiento de grillos afirmaba sólidamente la calma circundante. A esa hora había poco tráfico, sólo grandes camiones de carga de vez en cuando, obligaban aminorar la marcha.

– ¿Y cómo está Flor? -preguntó Lavinia.

– Muy bien, trabajando mucho, Flor es una excelente compañera.

– Me hace falta -dijo ella.

– Se hicieron buenas amigas ustedes… -dijo- a mí también me hace falta.

– Tenés razón -dijo Lavinia- pero es que ciertas cosas no me parecen tan secretas.

– Por cosas aparentemente irrelevantes se pueden delatar asuntos de más importancia.

– ¿Pero a quién se lo voy a decir?

– No es desconfianza. Pero nosotros nunca podemos descartar la posibilidad de que nos capturen. Y en las torturas pueden decirse cosas. Antes éramos inflexibles. Considerábamos traidor a quien diera cualquier información a la seguridad social del dictador. Ahora, a medida que los métodos de tortura son más crueles y refinados, sólo pedimos a los compañeros que resistan durante una semana para dar tiempo a que se movilicen los que pueden ser implicados… Después de una semana, se puede decir lo mínimo para evitar un mayor ensañamiento.

Lavinia sintió la piel estremecerse en un escalofrío. Trataba de no pensar en esa posibilidad.

– Debe ser horrible la tortura -dijo.

– Sí -dijo Sebastián- yo prefiero morir a que me agarren vivo esos hijos de puta…

– Cuando estaba almorzando en la casa del general, me quedaba viendo sus manos, pensando lo que haría con ellas…

– Últimamente ya no lo hace personalmente. Sólo dirige. Pero hay un compañero en la montaña, a quien él torturó personalmente. Lo enterró en un lugar a pleno sol durante una semana, dejándole sólo la cabeza fuera de la tierra. Vela llegaba con un balde de agua y se lo echaba en la cabeza. El compañero sólo podía beber el poquito de agua que se le derramaba sobre los labios. Es un milagro que esté vivo. Logró escapar en un traslado y lo tuvimos que mandar a la montaña porque estaba totalmente claustrofóbico… Tenés que trabajar duro -agregó después de un corto silencio- para ver qué información podés sacarle y tener la casa lista en diciembre…

– ¿No crees que sería mejor hacer que se le retrasara?… ese era mi plan, por eso pedí que me dejaran supervisarla…

– Lavinia -dijo Sebastián, muy serio- debes aprender que en este asunto, no te corresponde hacer los planes, sólo los planos -sonrió apenas-. Tus ideas son bienvenidas, pero tienen que ser aprobadas por los mandos.

"Estás acostumbrada a actuar sola en la vida y tenés que empezar a aprender a actuar en conjunto y a ser disciplinada. No quiero cortarte la iniciativa, pero en el Movimiento no podemos lanzarnos cada uno a hacer lo que se nos ocurra, aunque lo creamos positivo. Uno es parte de un engranaje y hay que pensar en las otras piezas. Por eso hay que consultar las cosas con los responsables que tienen un conocimiento más global de la situación… En cuanto a lo de retrasar la construcción, no se te ocurra. A nosotros nos interesa que el general te tenga gran confianza, así que tenés que ser muy eficiente en el trabajo y tenerle la casa lista para diciembre.

– Está bien -dijo Lavinia, sintiéndose mal, incómoda.

– Por cierto -dijo Sebastián-. Flor te habló de un entrenamiento militar, ¿verdad? -ella asintió con la cabeza-. Lo haremos este fin de semana.

"Felipe está encargado de llevarte al punto.

Llegaba ya al sitio donde debía quedarse Sebastián. Lavinia se detuvo con el motor en marcha. Un fuerte viento frío soplaba en la noche, moviendo el agudo perfil de los espadillos. Antes de salir, Sebastián se volvió hacia ella. En la penumbra, su rostro delgado y sereno lucía preocupado.

– Tenemos grandes planes para vos, Lavinia -dijo-. El Movimiento está entrando en una fase muy importante. Pero vos tenés que poner de tu parte. Ninguno de nosotros es perfecto. Esto es todo un aprendizaje, y sabemos que no es fácil. A todos nos toca. Nuestra obligación es ayudar a que te formes, enseñarte lo que hemos aprendido… Para eso tiene que haber humildad y confianza de tu parte; comprensión y firmeza de la nuestra… Nos vemos pronto…

Antes de que Lavinia pudiera responder, se alejó por el camino angosto caminando de prisa, recto y delgado en medio del ventarrón. El viento aullaba en la carretera a través de la ventanilla entrecerrada del automóvil. No sabía cómo calificar el peso desmadejándola en el asiento del conductor. Sebastián le inspiraba profundo respeto y su llamada de atención le incomodaba, le traía de nuevo la conciencia de lejos que se encontraba aún de llegar a ser como él, como Flor, incluso como Felipe.

Las distancias quizás eran insalvables. ¿Cuándo dejaba una de actuar como si el mundo le perteneciera? ¿Cuándo aprendería lo que ellos parecían saber desde siempre? ¡Cómo echaba de menos a Flor!

Últimamente sentía estar en rebeldía contra el mundo. No sólo por su incorporación al Movimiento, sino porque la conciencia más sólida de su propio ser, la enfrentaba a otras realidades más sutiles; discusiones con Felipe, con Julián, la mirada burlona de Adrián, el general, la llamada de atención de Sebastián… el mundo de los hombres…

"No confundas lo de Sebastián con eso" -se dijo débilmente.

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