Capítulo 10

LLOVÍA EN PAGUAS. Se iniciaba la estación lluviosa, invierno del trópico. La semana se acercaba a su fin. Desde el domingo, Lavinia postergaba la puesta en práctica de su decisión; presentarse ante Flor.

Sentada frente al escritorio, observaba el ventanal bañado de lluvia. Los gotas se deslizaban formando pequeños ríos, empujándose unas a otras, haciendo cataratas sobre el vidrio. En época de lluvia, el cielo de las tardes se hacía nubarrones y desataba diluvios de húmeda furia. La tierra se abandonaba al placer de las tempestades. Desde el suelo subía un olor penetrante, anunciador de nacimientos. El paisaje soltaba intensas gamas de verde. Los árboles sacudían las espesas copas, las mojadas cabelleras. Era el tiempo de las orgías de los pájaros; tiempo de correntadas en que la ciudad perdía su fisonomía habitual y convivía con el lodo, las hormigas aladas, las goteras. Los viejos refunfuñaban su reumatismo de huesos húmedos y las camas amanecían frescas, heladitas las sábanas y cálido el lugar de los cuerpos.

"Podría pensarse que volvimos al principio del mundo y pronto aparecerán los dinosaurios", pensaba Lavinia, distrayéndose en la contemplación del verdor irrumpiendo sobre el paisaje.

Principio del mundo. Los dinosaurios. El mundo daba vueltas. Órbitas, edades sucediéndose. Y el hombre y la mujer haciendo historias.

No podía seguir dándole largas al asunto, pensó. Era más angustioso. Afectaba su trabajo, mermaba su capacidad de concentración. Nada era peor que la indecisión. Era jueves. Flor le había dado el número de su teléfono en el hospital. La llamó. Acordaron verse después del trabajo.

Por la tarde, cuando el reloj lejano de la catedral dio las cinco, tomó su bolso y salió a realizar el último rito.

Plantada en el cerrito brumoso de su infancia que la humedad invernal rodeaba de neblina y llovizna, miró desde la altura la silueta borrada y blanquecina de la ciudad, sus lagos y volcanes. Allí, sola, de pie, descartó toda vuelta atrás, aspiró a pleno pulmón el aire húmedo y frío de la montaña, la paz del paisaje reverdecido. Vio declinar el día de aquel jueves desapercibido y finalmente, pacificado por el sabor nublado, el sabor de vientre del mundo, cruzó el puente que la llevó hasta la mecedora donde ahora se balanceaba, oyendo las hojas húmedas en la voz de Flor.

Ella hablaba suavemente. Se veía cansada, con ojeras profundas. El trabajo en el hospital era agotador, decía. Eran muchas las personas demandando atención y el personal tan limitado.

Flor le inspiraba respeto. Felipe la consideraba "dura". Decía que Sebastián relataba su experiencia con ella comparándose con un pescador hundiendo el cuchillo en el interior de la ostra para sacar la perla guardada en el centro. Lavinia imaginaba, mirándola, el interior de concha nácar. No debió ser fácil para ella, pensaba, aquel tío amándola con una pasión tipo Lewis Carroll por Alicia. Le dejó cicatrices. Recelos. A ella no le parecía que Flor fuera "dura". Si bien la rodeaba el aire encerrado de fortaleza, propio de las personas sufridas que se saben vulnerables. Pero Lavinia podía sentir su ternura en la forma en que le hablaba procurando no asustarla, diciéndole que irían poco a poco. Primero, Lavinia debía leer más. Las convicciones no podían ser ciegas; ni débiles, le dijo. Quería que ella comprendiera, estuviera consciente del porqué de las posibilidades -esas que Lavinia llamaba "sueños" del programa-. Era preciso que pudiera manejar los instrumentos, decía Flor, para aprehender el mundo de otra forma, desentrañar las certezas que desde siempre la habían rodeado, comprender los engaños de ciertas "verdades" universales; poder entender el negativo y el positivo de la realidad y cómo se intercambiaban según distintos intereses.

Después pasaron a los detalles prácticos. Flor le indicó que conservara el folleto de las "medidas de seguridad".

– Ahora las tendrás que aprender de memoria -añadió- como lección de escuela. Al principio te sonarán exageradas, precauciones extremas y extrañas: pero son esenciales, no sólo para tu propia seguridad, sino para la de todos. Hoy empieza tu tiempo de sustituir, el "yo", por el "nosotros". Debes de cuidar, sobre todo, la seguridad de los compañeros "clandestinos", como Sebastián, por ejemplo. Y no hablar con nadie, sobre tus actividades. Absolutamente con nadie que no esté vinculado a vos por trabajo de la "organización”.

– ¿Y con Felipe? -preguntó Lavinia.

– Con Felipe tampoco -dijo Flor.

– Mejor -dijo Lavinia- yo no quería que él se enterara de mi decisión.

– Enterarlo de tu vinculación o no, es asunto tuyo -dijo Flor-. Pero es todo lo que debe conocer. Si querés, podes decírselo.

– No quiero -dijo Lavinia. Flor sonrió.

– Y ahora debemos ponerte un seudónimo. ¿Cómo te quisieras llamar?

– Inés -dijo Lavinia, sin pensarlo dos veces.

– A veces, para trabajos específicos, nos ponemos otros seudónimos -dijo Flor-. Y ya sabes que es sólo entre nosotros, o para lo que se te indique.

"Nunca lo mencionas en público”.

Lavinia le contó a Flor la anécdota de llamar a Sebastián, en voz alta, en la calle.

– Me sentí tan imbécil -dijo.

– Ya te acostumbrarás -dijo Flor-. Es un proceso de aprendizaje. A medida que pasa el tiempo, los sentidos se alertan. La adrenalina nos funciona mejor que muchas hormonas. Y ya ves, a pesar de todo, a veces se cometen fallas como la del sábado con Sebastián y Felipe. Y eso que los dos tienen experiencia.

Flor continuaba hablando. Explicando. El viento soplaba la enredadera de huele noche visible desde la ventana de la sala. Bob Dylan las observaba, pensativo. Corría un aire de lluvia. El cielo se encendía en relámpagos lejanos. Lavinia percibió el cansancio de Flor, que se había quedado en silencio.

– Estás cansada -dijo Lavinia.

– Sí -dijo Flor, apartándose el pelo de los lados de la cara. Antes de despedirla en la puerta, Flor se volvió y le dio un abrazo.

– Bienvenida al club, "Inés" -le dijo, sonriendo, iluminada por la clara luz lejana de un relámpago.


Siento la sangre de Lavinia y me invade una plenitud de savia invernal, de lluvia reciente. De extraña manera, es mi creación. No soy yo. Ella no soy yo vuelta a la vida. No me he posesionado de ella como los espíritus que asustaban a mis antepasados. No. Pero hemos convivido en la sangre y el lenguaje de mi historia, que es también suya, ha empezado a cantar en sus venas.

Aún tiene miedo. Aún escucho en la noche los colores vividos de su temor. Imágenes de muerte la acechan; pero también ahora pertenece, se afianza en terreno sólido, va creciendo raíces propias ya no se bambolea como la llama en el aceite.

Difícil trascender las cenizas del fogón, las manos cuidando el fuego, la molienda del maíz, el petate de los guerreros.

Al principio, Yarince quería que me quedara en el campamento esperándolos. Pude evitarlo usando la estratagema de mi propia debilidad: ¿Y si venían los españoles?, dije. ¿Qué sería de mí? ¿Qué no podría sucederme, sola, en las largas esperas?

Prefería morir en el combate a ser violada por los hombres de hierro o morir despedazada por los jaguares.

Los convencí. Logré que me asignaran en la formación, un lugar protegido desde donde disparaba flechas envenenadas.

Fui certera en la puntería. Así fue que, al cabo, me asignaron oficio en las batallas, aunque después también debía cocinar y curar a los heridos. Luego, cuando nos retiramos a las cuevas del norte para recuperar fuerzas y continuar el combate -varios caciques se plegaban ya al lado de los invasores, doblegados como juncos de río en la correntada-, Yarince me envió a las comarcas a entrar en los hogares y hablar con los hombres, clamar porque se incorporaran a la lucha. "No traigas mujeres", me dijo. Me lo ordenó a pesar de que me enfurecí. Él decía que era difícil para los hombres combatir pensando en la mujer con el pecho expuesto a los bastones de fuego. Yo no había meditado sobre esto. Él nunca me dijo que temiera por mí en la batalla. Me enterneció conocer su preocupación. No insistí más.

Enviarme, sin embargo, fue un fracaso. Los hombres no confiaban en mí. Apenas si logré conseguir maíz para comer alguna vez tortillas.

La mujeres se reunían a mi alrededor. Escuchaban mis historias. Querían saber sobre la guerra con los españoles. Ninguna hubo, empero, que preguntara si podía unirse a nosotros. Creo que no se les ocurría que pudiese ser posible. Para ellas, yo era una "texoxe", bruja.

Les hablé de la decisión de las mujeres de muchas tribus de no parir hijos para no dar esclavos a los españoles. Sus ojos se fijaban en el suelo. Las más jóvenes reían pensando que desvariaba.

Fueron difíciles esos tiempos. Yo volvía a las cuevas triste. Hasta llegué a pensar que estaba hecha de una sustancia extraña; que no provenía del maíz. O quizás, me decía, mi madre sufriría un hechizo cuando me llevaba en su vientre. Quizás yo era un hombre con cuerpo de mujer. Quizás era mitad hombre, mitad mujer.

Yarince reía escuchándome. Tomaba mis pechos, husmeaba mi sexo y decía "sos mujer, sos mujer, sos una mujer valiente".


La tormenta se desató mientras Lavinia conducía de vuelta a su casa. Una tormenta eléctrica de latigazos blancos y el sonido del cielo agrietándose, expandiéndose; el viento agitando los árboles y la polvareda condensando la noche. Vio algunas personas corriendo, buscando refugio de la lluvia inminente. En contraste ella, en quien debía haberse desatado una tormenta después de culminar la decisión, hablando con Flor, conducía extrañamente tranquila, ajena a los fenómenos eléctricos. La lluvia empezaba a caer sobre el vidrio delantero del automóvil: gotas aisladas, gruesas primero, tímidas al principio y súbitamente desatadas a toda presión, produciendo sonido de piedras sobre el techo de hojalata.

Aislada dentro del vehículo, pensaba en su tranquilidad, la calma después de la tempestad, el punto final de las dudas, la aceptación de su propia decisión, el resultado de haber trascendido, por fin, las semanas de incertidumbre. Más adelante, si no se sentía capaz, no le quedaría más que reconocerlo; decir que se había equivocado. Todas las personas tenían derecho a errores.

¿Cómo cambiaría su vida ahora?, se preguntaba, qué sucedería. Era tan difícil imaginarlo. Con nadie de sus conocidos podía compartir las especulaciones sobre lo que sobrevendría. Estaba sola. No podía abrumar a Flor con sus interrogantes. Tampoco podía hacerlo con Sebastián. No podía abusar de ellos, o darles la impresión de ingenua y vacilante. Era el tipo de incógnitas que debían esperar su tiempo para revelarse; incógnitas que debía atravesar sin compañía. ¿Resistiría la tentación de decírselo a Felipe?, se preguntó. Le gustaría que lo supiera, hacerlo sentir mal por no haber sido él quien la incorporara, por no haber pensado que ella era capaz. "No lo vayas a convertir en una especie de venganza", había dicho Flor y ella negó que fuera ese el motivo de no decirle nada a Felipe. Pero algo de eso había. No podía engañarse a sí misma. Incluso, en el fondo, deseaba que Flor y Sebastián se lo dijeran; que lo hicieran sentirse avergonzado.

En su opinión, los hombres ocupados en el oficio de ser revolucionarios no debían actuar así. ¿Habría actuado así el Che Guevara? Flor decía que el Che había escrito que las mujeres eran ideales para cocineras y correos de la guerrilla; aunque después anduvo en Bolivia con una guerrillera llamada Tania. Cambió, decía Flor. ¿Quién sería Tania? ¿La amaría el Che?, se preguntó, mientras doblaba la esquina cruzando el aguacero, las calles que, de súbito, arrastraban correntadas de lodo. Había que ir despacio para no levantar grandes olas en las esquinas a riesgo de mojar el motor y que el coche quedara embancado.

Felipe reconocería a su tiempo haberse equivocado con ella; haber actuado de manera egoísta. Ella admiraba su inteligencia, su honestidad. No podía negar sus esfuerzos por superar la resistencia masculina a darle su lugar al amor, aunque lo encasillara en la tradición. Tenía su aspecto de duende juguetón y feliz, su lado amable, iluminado, que ella amaba. Era triste verlo aprisionado en esquemas y comportamientos disonantes que contradecían el desarrollo adquirido en otras áreas de su vida. No le haría mal aprender la lección. Le complacía saberse poseedora de un secreto, algo en lo cual él no podría penetrar, a menos que ella se lo permitiera.

Pero no quería pensar más en él. No lo había hecho por Felipe, se repitió, viendo los robles de su barrio doblarse bajo la lluvia. No, no lo había hecho por Felipe. Este también era su país. También lo soñaba diferente. Amaba sus floraciones, las nubes blancas y rotundas, la lluvia desenfadada. Paguas merecía mejor suerte.

No, no era sólo por Felipe, volvió a repetirse, mientras llegaba, aparcaba el automóvil en el garaje y corría con el paraguas violeta, bajo la lluvia, hacia la puerta.

– ¿Por qué estás tan callada? -le decía Felipe, en el corredor del patio. El había llegado pocos minutos después que ella regresara, encontrándola silenciosa y pensativa en la hamaca. Ahora estaba sentado en la silla de mimbre blanca, frente a ella, observándola, jugando descuidado con las hojas cercanas del naranjo, que extendía su ramaje verde y plata, pesado de lluvia.

– No sé. Creo que estoy cansada. -Respondió ella. Estaba agotada, aún tensa. Veía a Felipe tras de una cúpula de cristal, lejano.

– De un tiempo para acá, te noto muy distraída -dijo él- parece que no estás aquí; tu mente está lejos. Al menos, debías decirme qué te pasa. Tal vez te puedo ayudar.

– No creo que se trate de "ayuda" -dijo ella, sintiendo que hubiera preferido estar sola, quedarse sola acostumbrándose a la idea de llamarse "Inés" y si habría acertado en su decisión.

– Siempre es bueno, cuando uno pasa por crisis, comunicarse con otro ser humano -dijo él.

– ¿Y por qué pensás que estoy pasando una crisis? -preguntó ella, a la defensiva, recostándose en la hamaca. Le molestaba la actitud suficiente y paternal de Felipe.

– Pareces un tigre -le dijo él-, no te estoy acusando de nada. Crisis tenemos todos.

– Me es difícil pensar que vos hayas tenido alguna. Da la impresión que sabías todo desde que naciste -dijo ella alcanzando una hoja del naranjo, mordiéndola hasta sentir la amargura de la hoja, el sabor cítrico, el olor arrancándose de las nervaduras.

– No seas injusta. Vos has estado conmigo en varias crisis… cuando lo de Sebastián, cuando mataron a los compañeros…

– Es precisamente a lo que me refiero -dijo ella- vos pasás por crisis cuando suceden cosas fuera de vos, pero con referencia a tus sentimientos, pareces tener todo bajo control.

– Lo que pasa es que soy bueno al disimular -dijo él, mirándola fijamente- pero puedo asegurarte que tengo mis luchas internas. Y con frecuencia, quisiera poder ser más comunicativo, poder compartirlas, pero estoy entrenado a pasar los diluvios solo, a aguantarme mis debilidades.

– Lo malo es que con ese entrenamiento, lo que emerge a la superficie es un aire de autosuficiencia que nos aleja -dijo Lavinia- es muy difícil relacionarse con seres perfectos… o que se proyectan como que lo fueran.

Felipe se aproximó, inclinándose hacia ella. Sonriendo, acarició su mano.

– Pero vos sabes que yo no soy perfecto, ¿verdad?

– Nadie lo es. Precisamente por eso me molesta. Me molesta esa pretensión tuya de estar siempre tan seguro de todo. Pareciera que nunca dudas. Siempre me estás dando consejos; nunca los pedís -dijo, hosca. Sentía necesidad de reclamarle, hostilizarlo. De algún modo tendría que salir el resentimiento, la rabia de no poder compartir con él el salto mortal.

– Puede ser. Quizás sea porque siempre me he tenido que valer por mí mismo. Quizás también sea una consecuencia de acostumbrarse a mantener tantas cosas en secreto -dijo Felipe.

– Uno no se vale por "sí mismo" en la vida, Felipe. Vos deberías saberlo mejor que yo. Los demás juegan un papel muy importante. Lo influencian a uno. Hay modelos que imitamos.

– Bueno, es verdad que uno tiene referencias. Después de todo, como bien señalas, somos seres sociales. Me refería más bien a que las "crisis" en mi vida han sido más de acciones que de reflexiones. No he tenido mucha oportunidad de meditar sobre la "existencia". He tenido que ir resolviendo, a mi manera, los problemas que han ido surgiendo… y son más bien problemas prácticos.

– ¿Pero nunca te has preguntado o has tenido inquietudes sobre vos mismo, sobre qué querés, quién sos, qué haces en el mundo?

Felipe se quedó en silencio. Lavinia lo veía hacer el esfuerzo por recordar, buscar las preguntas en su memoria.

– La verdad es que no -dijo él, finalmente-. La realidad ha ido imponiendo respuestas sin que tenga que interrogarla. Yo sabía quién era, sabía que quería estudiar y luego, con la influencia de Ute, tomé conciencia que debía regresar y luchar por mejorar la situación del país… y eso es lo que trato de hacer en el mundo. Nunca ha sido muy complicado para mí.

Puede ser que me suceda sólo a mí, pensó Lavinia, porque tengo opciones. Puedo escoger.

– Pero vos te podías haber quedado en Alemania -le dijo-. ¿No tuviste dudas sobre si valía la pena regresar, sobre lo factible de "luchar por mejorar la situación del país"? ¿No te pareció una idea romántica, utópica? -dijo provocadora.

– La vida en Alemania era infame para mí. Con todo y mis estudios de arquitectura, tenía que trabajar como jardinero. En esos países la competencia por el trabajo es muy dura. Lo único que me pudo haber retenido era la relación con Ute, pero ella estaba convencida que era más importante que regresara a mi país a trabajar y "hacer algo". Conocía compañeros del Movimiento allá. Transeúntes que viajaban pidiendo apoyo, dinero, contactos políticos para dar a conocer la lucha. Compartía sus puntos de vista. No fue difícil que me persuadiera. Yo sabía, por experiencia propia, lo mal que estaba el país. No se si te parecerá romántico, pero uno de los motivos más convincentes es una especie de fe que se enraíza en uno. Se lee la historia de lucha de Paguas y uno siente la energía que se viene acumulando, la capacidad de resistencia. Uno se convence de que existe, que es nada más un asunto de despertarlo, de conducirlo adecuadamente…

– ¿Vos no lo ves casi imposible?

– No. Lo veo difícil, pero no lo veo imposible. Estoy absolutamente convencido que lo que estamos haciendo es lo correcto y que no hay otra manera…

– Pero, para mí que la naturaleza de los seres humanos no es tan generosa. ¿Cómo es que podes entregarte tan desinteresadamente a la lucha? ¿Nunca pensás en vos mismo?

– No, porque hay otra cosa que admitir: uno no sólo se mantiene motivado por la conciencia de que aquello por lo que se lucha es justo, uno tiene satisfacciones personales. Por ejemplo, lo que mencionabas sobre qué hace uno en el mundo… Uno sabe que no está empleando todas las energías para llegar un día a sentarse en una casa, con un carro, un buen trabajo, una buena esposa bonita y pensar, "¿y ahora qué?". Creo que el mero hecho de existir implica cierta responsabilidad con el futuro, con lo que existirá después que nosotros. Si hemos sido capaces de construir aviones, submarinos, satélites espaciales, deberíamos de ser capaces de transformar el mundo que nos rodea, de manera que todos podamos vivir al menos dignamente. Es casi inconcebible que en esta era de la "tecnología" haya gente que se muere de hambre, que nunca ha visto un médico…

– Pero a vos te gusta la idea de tener una vida normal ¿no? ¿No me decías el otro día que envidiabas a la gente mediocre que no tiene otra preocupación en la vida que llegar a su casa y sentarse a ver televisión? -dijo Lavinia, incisiva.

– Sí. A veces siento que es antinatural esta manera de vivir coqueteando con la muerte, conspirando. Y, en realidad, lo es. No debería ser así. No deberíamos tener que morir o arriesgarnos a morir por querer que desaparezca la miseria, que no haya dictadores. Lo antinatural es que existan esas cosas, pero como existen, no queda más remedio que luchar contra ellas. Uno tiene que violentar su propia naturaleza, recurrir a la violencia, porque la vida es violentada constantemente, no porque a uno le gusta la idea de sufrir o de morir antes de tiempo.

– ¿Así que me vas a decir que la idea de la "normalidad" no te provoca?

– No digo eso. A veces, contradictoriamente con lo que te decía antes, me gustaría hacerme la ilusión de que no tengo nada de qué preocuparme, que soy un hombre normal, con un trabajo y una vida segura, que llegaré a viejo rodeado de nietos… pero después uno sale a la calle, ve a su alrededor y sabe que eso sólo sería posible si no tuviera sentimientos. No creo que para nadie que tenga un mínimo de humanismo, sea posible disfrutar un banquete con cientos de niños famélicos, mendigando alrededor. La gente que lo hace, se ha convencido de no poder hacer nada, considera "natural" que haya niños famélicos. Aceptan ese tipo de violencia y no pueden entender que nosotros nos veamos obligados a tomar las armas, que no la aceptemos, que no la consideremos "natural".

– Pero, volviendo a lo de vida "normal" -dijo Lavinia-. ¿No crees vos que es incorrecto que te hayas ingeniado para disfrutar de ambos mundos? Conmigo tenés la vida "normal" y con tus compañeros podés sentir la satisfacción de estar haciendo algo "especial"…

– No veo por qué sería incorrecto -dijo Felipe, genuinamente sorprendido con su pregunta- si he tenido la suerte de encontrarte y tener una relación con vos, no veo por qué debía negármela. Tampoco se trata de una vocación masoquista. Todos nosotros somos seres normales que amamos la vida, que tenemos derecho de amar, de ser amados… en fin. No entiendo muy bien a qué te referís…

– Tal vez debería reformular la pregunta -dijo Lavinia- y preguntarte más bien si a vos no te molesta que yo, que comparto tu vida, sea una de esas personas "normales" que se dan banquetes a la orilla de los niños famélicos…

– Pero es que yo no pienso que vos seas ese tipo de persona -dijo, mostrando en su expresión el desconcierto de querer comprender sin resultado, el rumbo de las palabras de Lavinia- yo pienso que vos, como mi compañera, compartís mis sentimientos… Lo hemos hablado muchas veces desde que nos conocimos…

– Puede ser que los comparta en cierta forma -dijo ella-. Pero es un compartir totalmente pasivo. ¿No te molesta eso?

– Si mal no recuerdo, desde aquella vez que traje a Sebastián herido, me dijiste que nos comprendías, pero no querías comprometerte, no te sentías capaz, te daba miedo. No estabas de acuerdo con nuestro "suicidio heroico". Eso fue lo que dijiste, si mal no recuerdo.

– Y vos si tanto querés transformar la realidad, no pensaste que debías tratar de transformarme a mí ¿verdad? Más bien te has dedicado a estar de acuerdo conmigo, incluso a reforzar mis miedos cuando me has escuchado externar opiniones, inquietudes sobre mi propia concepción, sobre mi pasividad… ¿No crees que eso, inconscientemente, tal vez, tiene que ver con tu deseo de mantener un área de "normalidad" en tu vida?

– Yo creo, Lavinia -dijo burlón-, como decía Juárez, que "el respeto al derecho ajeno es la paz". Vos sos una persona inteligente y tenés derecho a pensar como pensás. Yo no te puedo obligar a incorporarte al Movimiento. No sería correcto de mi parte. No te puedo decir que no tengas miedo, porque lo que hacemos es peligroso y ciertamente da miedo. No te puedo engañar para que te unas a nosotros, invitándote como si se tratara de una fiesta. El Movimiento no es un juguete… no creo que el hecho de que haya respetado tu manera de pensar tenga ninguna relación con ese supuesto "deseo de normalidad" que vos pareces ver en mí.

– ¿Pero te gustaría o no que yo me incorporara al Movimiento?

– ¡Qué preguntas haces!

– ¿Te olvidas que vos me has dicho que yo soy la ribera de tu río, que si los dos nadáramos en el río, no habría orilla para recibirte?

– Pero eso de alguna manera te lo dije para que no te sintieras mal con tu propia indecisión… para que sintieras que, de cualquier forma, hasta queriéndome a mí, podías hacer algo útil…

– No, Felipe, no me digas eso. Vos sabés que no es así. Cada vez que he mencionado la remota posibilidad -y es verdad que lo he dicho con muchas dudas- de incorporarme, te pones todo cariñoso y me decís lo de la ribera del río…

– Pero es una broma, mujer, para que no te sientas mal, porque yo sé lo difícil que es para vos la idea de incorporarte…

– Tenés razón. Es difícil -dijo ella, asumiendo una pose reflexiva y silenciosa, aguardando que Felipe intentara convencerla de entrar al Movimiento, y así ella poder descubrirle su reciente decisión. Si alguna vez él había pensado hacerlo, este sería el momento. Ella se lo había servido en bandeja de plata, a propósito. No se lo revelaría hasta que él venciera la resistencia que le impedía proponérselo.

Pero Felipe no dijo nada. Se acercó a ella. La abrazó. La acarició el pelo. Dijo que ya era tarde. Era la hora en que las parejas "normales" hacían el amor. Eso dijo.

Lavinia guardó su desilusión. El contraste recién observado entre el hermoso discurso y su evasiva a invitarla a compartir "la transformación del mundo". No recurriría más a estas estratagemas, pensó, sintiéndose desgastada, cayendo al sueño después de negarse a Felipe; decirle que no; estaba cansada.

En el momento oportuno se lo revelaría, se dijo. Sería un gusto ver la sorpresa en su cara de sabelotodo.

En los sueños, Lavinia voló lejos de Felipe.

Silenciosa, la vida teje lienzos. Siento el rumor de los hijos creciendo telas de colores extraños; se acercan acontecimientos que no puedo más que intuir.

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