Capítulo 11

LUNES. Lavinia diseñaba un lujoso dormitorio. El trabajo adquiría ribetes de rutina. Sentada en la banqueta, plácidamente dibujando estancias, ideando colores y texturas, le parecía irreal saberse parte de la vida secreta de una ciudad de doble fondo donde habitaban seres sólo visibles para algunos ojos abiertos.

Los contrastes, el sentimiento de irrealidad, en ocasiones la abrumaban.

Había pasado el fin de semana con sus antiguos amigos. El sábado desayunó con Sara y por la noche, con Antonio y la pandilla, fue a una fiesta. En cierto momento se desdobló, sintiéndose fuera de lugar. Se separó del grupo fingiendo que debía ir al baño, deseando regresar a su casa. En el baño, se lavó las manos interminablemente, mirando los azulejos blancos de complicados dibujos ocre, las macetas de geranio a la orilla de la bañera cavada en el piso, los espejos en las paredes. Pensó, escuchando afuera la estridencia de la música, que ese mundo flotaba sobre el mundo real, pero también se cuestionó si no sería aquello lo real. Si no sería ella, encerrada en el baño, la que viajaba en un globo sin rumbo, a la búsqueda de monstruos y fieras amenazantes.

– Desde que andas con ese Felipe, sos otra -había dicho Florencia.

Se preguntó si no se estaría convirtiendo en otra persona. Si lentamente no dejaba de ser lo que era. El tiempo de la despreocupación olía a lejanía. Sin duda estaba cambiando. El problema era no saber qué acabaría siendo. Se tenía que acostumbrar, por lo pronto, a ser tres personas. Una para sus amigos y el trabajo, otra para el Movimiento, una tercera para Felipe. En ocasiones le daba miedo no saber cuál de esas personas era realmente.

Al menos en la oficina, seguía cosechando éxitos profesionales. Su rutina de trabajo era frecuentemente alterada por la aparición de las "esposas" a las que Julián le encomendaba convencer de no importar de Miami telas y alfombras de pésimo gusto o no insistir en "chalets suizos" para un clima tropical.

Estas mujeres daban a Lavinia trabajo y dolores de cabeza, pero no podía negar que también le divertían sus extravagancias, produciéndole incontable material para bromas y chistes, retratos patéticos de las incongruencias de la época.

Y aquel día de mayo, llegaron a la oficina dos de esas mujeres, a romper la rutina de Lavinia para siempre.

Mercedes las anunció. Abrió la puerta. Se plantó frente a su escritorio con cara de mal humor y dijo:

– La llama el jefe. Le aviso que está con dos "momias".

Y salió sin más comentarios.

Eran en efecto, dos mujeres enjutas, de mejillas rojas y caras teatrales de espeso maquillaje. Las pulseras les tintineaban en los brazos delgados dando la impresión de que debían hacer un esfuerzo para gesticular, para levantar los brazos donde pesaba el oro. Una hablaba sin parar mientras la otra asentía con la cabeza.

Cuando Lavinia entró la miraron con la expresión de indiferencia que adoptan ciertas mujeres ante especímenes del mismo género que consideran subordinados. "Pensarán que soy la secretaria" -se dijo Lavinia- "para este tipo de mujer, son las enemigas, las que se les llevan al marido."

– Buenos días -les dijo.

Ellas respondieron el saludo.

Julián, volviéndose a las visitantes, la presentó.

– Lavinia es uno de nuestros mejores arquitectos -dijo. Al oír el nombre y la calificación, la expresión de ellas cambió totalmente. Se esponjaron en anchas sonrisas.

– Permíteme presentarte a la señora Vela y su hermana, la señorita Montes -añadió Julián.

Les estrechó la mano con el convencional "mucho gusto". Eran manos delgadas y flojas. Las extendían con afectación. Poca destreza social que no podían disimular las pulseras.

A Lavinia, el apellido Vela le sonó familiar, pero no logró ubicarlo en la memoria.

Para ponerla al tanto de la situación, Julián volviéndose hacia ella, explicó que la familia Vela deseaba construir en un terreno recién adquirido, situado en una de las colinas que circundaban el sur de la ciudad.

– El terreno es muy irregular -dijo, extendiendo el plano del mismo-. Sin embargo tiene posibilidades muy atractivas.

– Tiene muy buena vista -dijo la señora Vela-. Yo no me imagino cómo se podrá construir una casa allí, pero mi marido dice que es posible.

"Me hubiera gustado que viniera, pero vive muy ocupado, así que me encomendó a mí ver las posibilidades para la casa -suspiró la mujer con resignación.

– Debería sentirse contenta que el marido le deje esa libertad, ¿verdad? -sonrió la señorita Montes, mirando a Julián y Lavinia, tratando de disimular lo que debía considerar un reclamo sutil de la hermana.

Lavinia las observaba divertida. La señora Vela era más joven que la hermana, quien tenía aire de solterona coqueta -de esas que siempre opinan y se meten en todo-. Seguramente se encargaba también de los niños.

– ¿Cuántas personas vivirán en la casa? -preguntó Lavinia.

– Mi marido y yo, nuestros dos hijos y mi hermana… y el servicio, por supuesto. Pero queremos una casa grande, con suficiente espacio.

– Al general Vela le gusta la vida social -dijo la pintada señorita Montes.

¡El general Vela! se dijo Lavinia. Por eso el nombre le había resultado familiar! ¡Era nada menos que el recién ascendido Jefe del Estado Mayor del Ejército! El periódico había resaltado su lealtad incondicional al Gran General. Antes de ser ascendido, el general Vela fue jefe de la policía -estímulo que el Gran General brindaba a sus leales antes de elevarlos en el escalafón militar, para permitirles acumular grandes sumas en el negocio de las placas, multas y licencias.

¡Y ahora a ella le tocaría diseñar su casa! pensó. ¡Justo ahora!

– Hemos visto la necesidad de tener varias salas, varios comedores y habitaciones adicionales -decía la señora Vela-, también queremos una piscina para los niños, un área de juegos…

Además, mi marido quisiera un espacio para jugar billar…

Lavinia siguió haciendo preguntas, observándolas ahora con otra curiosidad. Las hermanas se atropellaban enumerando calidades y estancias que la casa debía tener. No tardaron mucho en abrir los bolsos y sacar recortes de revistas, mencionando su deseo de contar con materiales "importados", puesto que en Paguas no existían acabados que satisfacieran sus exigencias. Lavinia se inclinó sobre la mesa para mirar los recortes de las hermanas. Al menos era la casa veraniega de Raquel Welch y no la cabaña alpina de Úrsula Andress.

La artista aparecía posando en muebles impecablemente blancos y en un dormitorio de cama redonda y cubrecama de felina tela listada.

La señora Vela mencionó su "sueño" de un baño de tina ovalada y corrientes jacuzzi. La señorita Montes explicó la afición del hijo adolescente de Vela por los aviones, los pájaros y todo lo que volara.

– El general Vela quiere encauzar esos sueños del muchacho. Estimularle vocación de piloto -dijo.

– A mi marido le preocupa el niño tan distraído. Nosotros pensamos que su cuarto podría estar diseñado con motivos de aviones de guerra -dijo la señora Vela.

Luego mencionaron fuentes en el jardín, paredes de rocas "lloronas", paredes de espejos en los baños…

Lavinia y Julián se miraban de vez en cuando, pretendiendo seguir atentamente el derroche de ideas de las hermanas.

Sabían que sería costoso, aclaró la señora Vela, pero los costos no eran lo principal. El "general" había trabajado muy duro toda su vida. Se lo merecía. Además, la casa sería una herencia para sus hijos.

Finalmente, Julián -en todo momento cortés y sonriente- las citó para mostrarles un primer bosquejo y seguir conversando la siguiente semana.

Las mujeres se marcharon tras el tintineo de sus pulseras.

Lavinia se dejó caer en el sofá de la oficina de Julián. La perorata de las mujeres, su desparpajo de nuevas ricas, la había dejado atolondrada. En otro tiempo no habría sentido más conflicto que el meramente profesional. Ahora con su ingreso al Movimiento, se preguntó si no sería esta la ocasión para llevar a cabo su primera demostración de conciencia recién adquirida.

– El general Vela, nada menos -dijo Julián, cerrando la puerta.

– ¡Increíble! -dijo Lavinia desde el sillón.

– No saben qué hacer con el dinero -dijo Julián.

– ¿Y vamos a trabajar para ellos? -dijo Lavinia, tanteándolo-. ¿Vamos a aceptar ese dinero mal adquirido?

– No seas romántica -respondió Julián, mientras enrollaba el papel del terreno-. La mayoría del dinero que recibimos es mal adquirido. La única diferencia con éste, es que es más evidente. Además, parece que el Gran General se ha propuesto enriquecer más a sus leales para asegurar que estén satisfechos y lo defiendan. Así piensa, me imagino, enfrentar mejor el descontento y la rebeldía de la gente. Es probable que, después de este trabajo, nos surjan otros.

– ¿Así que vos estás dispuesto a sacarles provecho? -preguntó Lavinia, todavía sin decidir qué actitud tomar.

– No te me vayas a poner moralista ahora -dijo Julián-. Si quieren gastar su dinero, ayudémosles. Después de todo, es mejor que nosotros lo ganemos. Somos más honrados. En este caso ni te voy a pedir que las convenzas de evitar lo estrambótico y de mal gusto. No te preocupes.

– No es eso lo que me preocupa -dijo Lavinia, incorporándose-. Es que no sé si yo tengo ganas de ayudarles a pensar en maneras para gastar esa plata.

– El dinero se gastará de todos maneras. Si no lo hacemos nosotros, sobrará quien lo haga. No vamos a evitar que se gaste. Además, los principios están de más en los negocios.

– Me incomoda la idea. ¿No considerarías asignarle el trabajo a otro arquitecto? -preguntó Lavinia levantándose para salir, pensando cómo a ella le empezaban a funcionar los principios.

– No, Lavinia -dijo Julián, mirándola gravemente-. No podría designar a otra persona. No hay nadie mejor que vos para este trabajo. Si nos guiamos por criterios de principios, mejor deberíamos quedarnos en casa.

– No te has puesto a pensar que a ellos no les va a gustar que yo esté encargada -dijo Lavinia, recurriendo a una táctica más persuasiva-. Deben saber, por el nombre, que mi familia es verde… más verde no podría ser…

– Al contrario-dijo Julián- estarán encantados. Esa gente se deslumbra con los nombres aristocráticos. No les importa si son opositores o no. Su sueño es llegar a ser como ustedes. La verdad -y no quiero molestarte- es que para ellos la única oposición respetable son los guerrilleros…

Julián abrió un folder sobre su escritorio y empezó a pasar papeles señalando así el fin de la conversación. Lavinia recogió su libreta de notas y se dispuso a salir.

Estaba con el pomo de la puerta en la mano, cuando Julián levantó la cabeza.

– Yo voy a supervisar este trabajo personalmente. Trabajaremos juntos vos y yo. Felipe tiene ya demasiados proyectos a su cargo.

Julián sabia lo de Felipe, pensó ella. No querría forzarlo a mezclarse con el general Vela. Sabría que él rechazaría verse involucrado. Ya dentro de su cubículo, Lavinia levantó el teléfono y marcó la extensión de Felipe. No quería arriesgarse a que Julián la viera entrando a su oficina y la pensara indiscreta.

– ¿Felipe?

– Sí.

– Es Lavinia.

– Te conozco la voz -dijo él con acento poco amistoso, ocupado.

– Acabo de reunirme con la esposa del general Vela. Nos están encargando el diseño de su casa. Julián quiere que yo lo haga. Silencio.

– Felipe, yo pienso que no debo hacerlo. Silencio.

– Estoy pensando -dijo la voz al otro lado- que debes hacerlo. "Definitivamente, sí -el énfasis creció de tono.

– Pero…

– ¿Por qué no hablamos de eso más tarde? Estoy ocupado -dijo.

Lavinia colgó el teléfono y contempló el paisaje lejano. Le produciría satisfacción entrar en la oficina de Julián y decirle que no estaba dispuesta a diseñar la casa. Imaginó la reacción de los otros arquitectos, los dibujantes, el rumor corriéndose por la oficina. Los jóvenes que criticaban veladamente al gobierno, sin atreverse a confrontar corrupciones o demandas irracionales, se darían cuenta que el camino de la rebelión estaba abierto. Estaba segura que Felipe lo entendería cuando se lo explicara más tarde. Y no tenía dudas de que Sebastián la apoyaría. Satisfecha consigo misma se levantó, se sentó en la banqueta de la mesa de dibujo y continuó con su trabajo, tarareando bajito.

– Pero por qué estás tan seguro de que debo aceptar -preguntaba Lavinia a Felipe-. Tengo casi la certeza de que Sebastián estaría de acuerdo conmigo.

– No seas ingenua -respondía Felipe-, tu "rebelión" quedaría aplastada en un dos por tres. Simplemente le encargarían el diseño a otra persona o te despedirían. Ya es extraño que Julián te lo haya encomendado. Sabe lo de nosotros…

– No entiendo -dijo Lavinia, mirándolo.

Felipe llegó cuando ya ella estaba metida en la cama. Él se quitó la ropa y se metió entre las sábanas. Se excusó por llegar tarde. Le pidió que le contara todo lo relacionado al encargo de la señora Vela y su hermana.

Ella lo hizo. Le explicó su idea de protestar, negándose a realizar el trabajo. El insistía sobre la importancia de aceptarlo.

– ¿Te das cuenta que se trata del Jefe del Estado Mayor del Ejército? -repetía.

– Claro que me doy cuenta-decía Lavinia-. Precisamente por eso.

– ¿No te das cuenta que podrías tener acceso a una gran cantidad de información sobre sus hábitos, costumbres, su familia? ¿No te das cuenta que diseñarías su casa, su dormitorio, su baño…? -exclamó, finalmente exasperado, Felipe.

Lavinia se quedó en silencio. Empezó a comprender.

A su mente acudieron, en destellos, imágenes de atentados, Aldo Moro, hombres muertos en dormitorios. Se sintió mal.

– ¿Lo van a matar? -preguntó, sin alcanzar a formularlo de otra manera.

– No se trata de eso-dijo Felipe-. Pero es importantísimo tener información sobre esa gente, ganarse su confianza, ¿no te das cuenta?

Se daba cuenta. Pero era una comprensión confusa, interferida por imágenes espeluznantes. Pensó en la solterona, la hermana conciliadora.

Imaginó la bomba haciéndola pedazos.

– Me doy cuenta -dijo Lavinia-. Me doy cuenta que es información útil para acabar con ellos.

– Lavinia, nosotros no creemos que este sea un asunto de matar personas. Si así fuera, ya nos hubiéramos ocupado del Gran General. Lo que nosotros queremos son cambios mucho más profundos que un mero cambio de personas.

– Pero, entonces, ¿para qué serviría toda esa información?

– Porque una de los reglas de oro de la guerra es conocer al enemigo; cómo vive, cómo piensa. Lo que se haga con esa información no sería cosa tuya. Lo que vos tendrías que hacer es conseguirla, ganarte la confianza de la familia, poder entrar en su casa… sustraer documentos.

– Pero eso sería peligroso -dijo ella, sondeándolo.

– Podría serlo -dijo él-. Es cierto. Pero es importante. Te protegeríamos.

– Tendría que ingresar al Movimiento -dijo Lavinia, mirándolo fijamente.

– O pasarme a mí toda la información -dijo Felipe.

– Sería casi lo mismo.

– No necesariamente -dijo él-. No tendrías más responsabilidad que pasarme a mí la información.

– ¿Y si te dijera que ya ingresé al Movimiento?

– No te creería.

– Pues siento informarte que sí.

Lavinia esperó la reacción de Felipe. Lo miró viéndola, incrédulo. Se midieron en silencio. Ella no bajó la mirada.

– Me duele que lo hayas ocultado -dijo, por fin, Felipe.

– En algún momento te lo iba a decir. No estaba segura cuándo.

– ¿Pero cuándo fue, cuándo lo decidiste, cómo? -preguntaba Felipe.

Lavinia hizo un esbozo breve de sus meditaciones, las conversaciones con Sebastián y Flor.

– ¿Y por qué no me dijiste nada? -reclamó Felipe.

– Traté -dijo Lavinia- pero vos no colaborabas. Tuve la sensación de que no querías que participara, que me ibas a decir siempre que no estaba preparada.

Y así era, dijo él, visiblemente alterado. Consideraba, dijo, que ella aún no estaba madura para ingresar formalmente; tenía demasiadas dudas, no sabía bien lo que quería.

Lavinia admitió las dudas, ¿pero acaso sólo los que no dudaban podían ser miembros del Movimiento?, preguntó. Sólo Felipe parecía pensar eso. Su actitud contrastaba con las de Sebastián y Flor.

– ¡Porque yo te conozco mejor que nadie! -dijo Felipe, alzando la voz-. Me vas a decir que no nos consideras "suicidas"; que ahora mismo no estabas horrorizada ante la idea de pasar información sobre el general, porque podría poner en peligro su vida, ¿como si su vida fuera más importante que la de muchos compañeros? ¿Como si a ellos les importaran nuestras vidas?

– Eso es lo que nos diferencia de ellos, ¿no? -dijo Lavinia-, que, para nosotros, las vidas no son desechables.

– Por supuesto -dijo Felipe, tocado-. Pero tampoco se trata de proteger a gente como Vela.

– Creo que no entendés mis preocupaciones -dijo Lavinia, guardando la calma, el tono suave- ni me entendés a mí. Vos nunca pensarías que estoy madura para el Movimiento. No te conviene. Querés conservar tu nicho de "normalidad", la ribera de tu río por los siglos de los siglos; tu mujercita colaborando bajo tu dirección sin desarrollarse por sí misma.

"Afortunadamente, Sebastián y Flor no piensan como vos.

Lavinia fue perdiendo la calma a medida que hablaba. Las ranuras se abrían dando salida a resentimientos acumulados: las noches en vela esperándolo, las actitudes paternales, superiores, de él.

– ¡Me vale mierda lo que piensen! -dijo él, enfurecido-. Pueden pensar lo que quieran. Ellos no viven con vos. ¡No tienen que soportar tus manías de niña rica! Eso es lo que sos: una niña rica que cree que puede hacer cualquier cosa. No ves ni tus propias limitaciones.

– ¡Nadie me preguntó dónde quería nacer! -dijo Lavinia, rabiosa-, no tengo la culpa, ¿me oís?

– ¿Querés que nos oiga el vecindario?

– Vos empezaste a gritar.

Se había sentado en el borde de la cama. Desnuda con las piernas extendidas sobre las sábanas se quedó en silencio, mirándose los pies. Siempre que no sabía qué hacer, se veía fijamente los pies; era como verse a distancia, ver una parte extraña y lejana de sí misma; los dedos largos terminando gradualmente en el meñique diminuto. Se parecían a los pies de su madre… qué culpa tenía ella de aquella madre, de aquellos pies aristocráticos… hasta de las manías de niña rica… "No tengo manías de niña rica" -se dijo-. Lo único que no soportaba era andar en bus o en taxi. Le gustaba tener su propio carro. ¿Pero a quién no le gustaba?

Después de eso, no podía pensar en otras "manías". Casi no comía, ni le importaba comer cualquier cosa… no le gustaban las fiestas del club.

Movió los pies, estiró los dedos. El tenso silencio se iba extendiendo entre los dos como una presencia física, los tigres agazapados, desnudos sobre las sábanas, esperando quién lanzaba el próximo zarpazo. No quería levantar los ojos, no quería verlo, no diría nada más, esperaría…

– ¿Te quedaste muda? -dijo Felipe; bajando el tono. Continuó mirándose los dedos, pensativa.

– ¿Y quién te incorporó al Movimiento, Sebastián?

– Flor -dijo, sin levantar la cabeza.

– Claro -dijo él-, me lo debí imaginar -añadió.


En algunas uñas la pintura estaba un poco descascarada; debería quitársela.

El silencio retornó, denso. Afuera, el viento empezaba a soplar fuerte, moviendo las ramas del naranjo cuya sombra recorría la ventana, agitando dibujos negros en las paredes.

Levantó imperceptiblemente la mirada, apenas un poco encima del dedo gordo. Felipe estaba extendido sobre la cama, los brazos bajo la cabeza, mirando intensamente el techo.

¿Cuánto tiempo pasarían así?, se preguntó Lavinia. ¿Cuánto tiempo le tomaría a Felipe reconocer el haberse equivocado? Ella no haría nada, pensó. No tenía por qué ser ella la que reiniciara la conversación.

No le hablaría. Era él quien tenía que hablar.

– Así que ya es un hecho consumado -dijo él, como hablándose a sí mismo.

– Sí -dijo ella-. No estoy dispuesta a volverme atrás cuando apenas empiezo. Menos ahora.

– Me imagino que tenés razón -dijo él-. No debería molestarme, sino todo lo contrario, pero no puedo evitarlo.

Se inclinó de lado sobre la cama y la miró. Extendió la mano y tocó tímidamente la de ella.

– Deberías estar contento -dijo ella-. ¿No crees que es extraño que estés tan molesto?

– En eso estaba pensando -dijo él-. Lo que me molesta no es que hayas decidido incorporarte, sino que lo hayas hecho sin decírmelo.

– Pero ya te dije…

– Sí, sí -interrumpió él- puede ser que tengas razón. Puede ser que no haya querido involucrarte, que me haya dominado el sentido de protección, de no querer someterte al peligro… Pero no eso que tanto repites, lo de mis ansias de normalidad…

Ella lo miró sin decir nada.

– Está bien -dijo él-. Vos ganas. Voy a tratar de acostumbrarme y ayudarte.

– ¿Así que tengo mañas de niña rica? -dijo ella, provocándolo.

– Montones -dijo él, levantando apenas la cabeza, el cuerpo posado de lado sobre ella, mirándola juguetón a los ojos.

Se apaciguaron los ánimos. Se acariciaron. La tensión no desapareció totalmente pero fue camuflada por besos y te quieros recelosos.

Felipe le mordió el hombro. Lavinia pensaba, entre mordisco y beso y mano entre piernas, cómo Felipe se salía con la suya; cómo de pronto cambiaba, decía que le "ayudaría" y ella prefería creerle, prefería rendirse, optar por la reconciliación, esa avenida de gemidos y pezones erectos, alas zumbando en los oídos.

Acordaron que ella consultaría con Flor y Sebastián. Diseñaría la casa del general Vela, si su "responsable" estaba de acuerdo.

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