SE ESTABA QUEDANDO DE NUEVO DORMIDA, Cuando de pronto escuchó el ruido. Se quedó quieta en la oscuridad. Afuera el viento soplaba alborotando los árboles. Al principio creyó que el ventarrón agitaba la puerta. Pero los golpes eran rítmicos, fuertes, urgentes. Asustada, súbitamente alerta, se acomodó rápidamente el kimono acuamarina y salió a la sala. Encendía las luces cuando escuchó la voz de Felipe. Sonaba ronca, la voz de quien se esfuerza por no gritar.
– Abrí, rápido, abrí -decía.
Descorrió los cerrojos, pensando: Felipe aparecerse a esta hora, el apuro, el sonido sofocado de la voz… ¿qué podría ser? Tuvo que apartarse porque la puerta ya sin trabas, se abrió empujada desde afuera por el peso de un cuerpo. Un hombre, encorvado sobre sí mismo, avanzaba apoyado del brazo de Felipe.
No tuvo tiempo de preguntar qué sucedía. Apenas registró la expresión alterada de Felipe cuando pasó a su lado, conduciendo al extraño hacia el dormitorio, sin titubear, sin mirar para atrás.
– Cerrá bien. Poné todas las trancas, apaga las luces -le dijo.
Cerró. Apagó las luces atolondrada. ¿Qué pasaría?, se preguntaba. ¿Qué significaba aquella repentina irrupción a medianoche? Ellos olían extraño, a peligro, a desesperación.
Se dirigió al cuarto con la adrenalina zumbándole en los oídos.
Al caminar, notó en la oscuridad, apenas iluminadas por la luz saliendo de la habitación, las manchas en el piso; líquidas, grandes, rojas.
Entró en la habitación. Se sentía débil, las piernas agua. Felipe daba vueltas alrededor del hombre.
– ¿Tenés sábanas… algo que podamos usar de vendas: algo con qué hacer un torniquete? -preguntó Felipe sosteniendo una toalla que se enrojecía sobre el costado del herido.
Sin emitir palabra entró en el baño. Allí guardaba desinfectantes, algodón, elementales objetos de primeros auxilios. Le temblaban las manos. Salió con las sábanas, más toallas, tijeras. Los puso sobre la cama.
El hombre hacía un extraño ruido al respirar. Sostenía la toalla sobre el brazo, apretándola contra su cintura. Lavinia vio los hilillos de sangre corriéndose sobre el pantalón. Sintió que los ojos se le crecían redondos en las órbitas.
– Está malherido. ¿Se accidentó? Deberíamos llevarlo al hospital, llamar un médico -dijo, atropellando las palabras.
– No se puede -contestó secamente Felipe- tal vez mañana. Ayúdame. Tenemos que contenerle la hemorragia.
Se acercó. El hombre retiraba la toalla para que Felipe pudiera aplicar el torniquete. Vio la piel del brazo un poco arriba del codo; el boquete redondo, la piel en carne viva, la sangre manando roja, intensa, indetenible. Imágenes dispersas acudieron a su mente; películas de guerra, heridas de bala. El lado oscuro de Paguas apareciendo en su casa, inesperado, intempestivo. ¿De qué otra manera se podría entender que no llevara el herido al hospital? Entendió, finalmente, las llamadas misteriosas de Felipe, sus salidas. No podía ser otra cosa, pensó, sintiendo el terror subirle por el cuerpo, tratando de tranquilizarse pensando que no debía saltar a conclusiones tan rápidamente. ¿Pero por qué, si no, habría tenido Felipe que traer ese hombre a su casa? los reproches, el miedo, la invadía en oleadas, mientras miraba hipnotizada la herida, la sangre; esforzándose para contener el mareo, las ganas de vomitar.
Felipe enrolló el trozo de sábana alrededor del brazo, empezó a apretar fuertemente.
Lavinia trató de no ver las manchas rojas, húmedas, tiñendo la sábana blanca; se concentró en las facciones del hombre, sus rasgos fuertes, la piel aceituna, la palidez, los labios apretados.
¿Quién sería?, pensó, ¿cómo lo habrían herido? Hubiera deseado no pensar. Se sentía atrapada. No podía hacer nada más que mirarlos, ayudarles. No tenía otro camino. La cabeza le palpitaba como un corazón grande y desatado.
– Está baleado -afirmó, sin ver a Felipe. Lo dijo por la necesidad de decirlo, de sacárselo de encima. Felipe manipulaba el torniquete, sujetándolo fuerte. La tela blanca se tornaba roja; un rojo temible, vivo.
El hombre jadeaba apenas. Tenía la cara vuelta, sin expresión, hacia la mano de Felipe. Observaba la operación como si no se tratara de su brazo. Era joven, mediano de estatura, con ojos un poco rasgados y gruesos labios; tenía el pelo castaño, un mechón le caía sobre la frente. Era de contextura recia. Podía fácilmente notarse la forma de los músculos, las venas fuertes y anchas. Al escucharla, se volvió hacia ella.
– No se preocupe, compañera -dijo, hablando por primera vez, mirándola- no me le voy a morir en su casa -y sonrió casi triste.
Felipe sudaba copiosamente, apretando y soltando el torniquete.
Finalmente, rompió otro pedazo de sábana y lo ató fuertemente al brazo.
Limpió la sangre con una toalla, que luego se llevó a la frente para secar el sudor.
– Bueno -dijo al hombre- creo que de ésta te salvas. ¿Cómo te sentís?
– Como que me acabaran de pegar un tiro -contestó el otro con una expresión risueña y tranquila, y añadió-. Estoy bien, no te preocupes, atendé a la compañera. Parece que está muy asustada.
– Ya la voy a atender -dijo Felipe- pero creo que no te debes mover de aquí por el momento. La compañera está "limpia". Es mejor que te quedes aquí. Es más seguro. Ahora deberías tomar algo y dormir. Perdiste bastante sangre.
– Bueno, ya veremos. Ni siquiera sabemos que va a decir ella -y la miró.
Sólo el herido parecía percatarse de su presencia. Felipe terminaba de limpiar la cama. Ya no le podía caber duda, pensó Lavinia, después de escuchar las preocupaciones de Felipe sobre la seguridad de aquel desconocido. Podía haberla mantenido al margen, en la ignorancia, pensó. No obligarla a enfrentar una situación semejante de improviso, sin ninguna señal de advertencia.
– ¿Tenés algo que le podamos dar? -preguntó Felipe, volviéndose hacia ella. Su cara se veía dura, sin expresión, dominada por una idea fija.
– Le puedo hacer un jugo de naranja. También tengo leche -contestó, compelida por el aire de autoridad de Felipe. Se sentía torpe, anonadada.
– La leche está mejor -dijo el herido-. Las naranjas me dan acidez.
Felipe la alcanzó en la cocina.
– Creo que sería bueno calentarla un poco -le dijo.
– Yo creo que no -dijo Lavinia-. He leído que lo caliente no es bueno para las hemorragias. Mejor se la damos fría… ¿Decime qué pasó, quién es?
– Se llama Sebastián -contestó Felipe-. Vamos a darle la leche y después te explico.
Se apartó de ella y fue a la ventana. El viento continuaba soplando. Ladridos de perros callejeros. De vez en cuando pasaba un automóvil. Lo vio cerciorarse de los cerrojos, la cadena de la puerta.
Sebastián tomó la leche. Devolvió el vaso a Lavinia y se recostó en la cama. Cerró los ojos.
– Gracias -dijo-, gracias, compañera.
Algo de su serenidad le recordó a ella los árboles caídos.
Salió con Felipe de la habitación. La sala estaba en penumbras. Las luminarias del patio arrojaban una débil proyección de luz blanca. La sombra del naranjo se movía sobre los ladrillos.
Felipe se deslizó en el sofá y recostó la cabeza para atrás, cerrando los ojos. Se pasó las manos sobre la cara en un gesto de agotamiento, de quien se quiere recomponer para otro episodio.
– Lavinia -Felipe abría los ojos y le indicaba que se sentara a su lado. Su expresión se había dulcificado ligeramente, a pesar del ceño fruncido y los ojos autoritarios.
Se acomodó a su lado y guardó silencio. No quería preguntar. Tenía miedo. Pensó que sería mejor no saber nada. En Paguas era mejor no saber nada; pero Felipe hablaba.
Sebastián fue detectado por la Guardia Nacional. Acribillaron la casa donde estaba. Logró salir saltando tapias y muros. Otros tres compañeros murieron…
Silencio. ¿Qué podía decir?… pensó Lavinia; había cautela en la mirada de Felipe. Ella no podía reaccionar. Le hubiera gustado poder salir corriendo. La idea de la guardia siguiéndoles los pasos la aterrorizaba. De sobra era sabido los métodos que empleaban; la tortura, el volcán… Y ella era mujer. Se imaginó violada en las mazmorras del Gran General. Los ruidos de la noche le sonaban malignos, cargados de presagios, el viento…
No debía haber hecho esto Felipe, pensó, irrumpir así, sin más, en su casa. Quizás no le quedó otra alternativa, se dijo, pero no tenía derecho a zambullirla en el peligro, en la sombra de los tres "compañeros muertos"… y el herido durmiendo en su cama…
¿Qué podría hacer?, pensó, desesperada.
– Ahora sabes por qué no pude venir, cuáles son mis "ocupaciones", las llamadas -dijo Felipe, mirándola suavemente, poniendo su mano sobre la de ella-. Siento que te des cuenta así. No hubiera venido aquí jamás de no haber sido una emergencia. No podía dejar a Sebastián en mi casa. Allí hay otra gente. Se hubieran dado cuenta y una denuncia sería fatal… Lo siento -repitió-. No se me ocurrió nada mejor que traerlo para acá. Aquí está seguro.
Vio en la oscuridad la palidez de Felipe, el sudor brillando en su rostro. Hacía calor.
– ¿Y qué vamos a hacer? -preguntó Lavinia, hablando también en susurros como lo había hecho él.
– No sé. Todavía no sé -musitó Felipe y se alisó el pelo con las manos.
Lavinia lo sintió confuso en el aliento espeso, en el cuerpo abandonado sobre los cojines; las largas piernas estiradas en el suelo cual si le pesaran. De pronto Felipe se enderezó y se puso a limpiar sus anteojos mecánicamente hablando sin verla, hablándose a sí mismo.
– Uno nunca se acostumbra a la muerte -dijo-. Nunca se acostumbra.
Conocía a los tres compañeros muertos, dijo, uno de ellos había sido hasta compañero de colegio de él, Fermín.
Por la tarde, lo habían llamado a una reunión. Por eso había fallado a la cita con ella, añadió, como si aún importara. La reunión duró hasta las nueve de la noche. Fermín estuvo haciendo bromas sobre la tranquilidad del barrio. Se sentían seguros allí, en la casita recién alquilada con los magros fondos de la organización (y hablaba de "la organización" como si ella supiera de qué se trataba). Era un barrio pobre, marginado. Casas de tablas; letrinas en los patios; campesinos emigrados a la ciudad en busca de mejor vida. ¿Quién los delataría?, preguntaba Felipe, viéndola sin verla. A las nueve, él había salido para regresar a su casa.
"No detecté nada. No detecté nada", repetía Felipe, como si se culpara de algo muy grave. Se esforzaba por reconstruir detalles en la normalidad de la calle: hombres y mujeres sentados a las puertas de las casas, perros callejeros, los buses pasando, tronando sus viejas carrocerías. "No detecté nada" decía una y otra vez, mientras le relataba lo que había contado Sebastián, cómo la guardia apareció de repente: "Oyeron el frenazo de los jeeps y el 'están rodeados, ríndanse', casi simultáneamente", decía. Y tenían pocos tiros. Dos subametralladoras; y entre todos, en lo que tomaban posiciones de tiro, montaban las pistolas, en las carreras, decidieron que Sebastián debía buscar cómo salvarse, tratar de salir, sobrevivir para continuar.
Y gritaban "ya vamos" para dar tiempo. Fue lo último que oyó Sebastián cuando saltaba las tapias. "A las nueve de la noche estaban vivos", decía Felipe, quitándose los anteojos, apretándose los ojos con los pulgares de las manos.
Y ahora nada se puede hacer ya por ellos, añadió, nadie podría reponerlos. Sus sueños seguirán vivos, pero ellos no.
Felipe calló. Extendió el brazo para abrazarla, cual si se hubiera vaciado y necesitara la cercanía de otro ser humano para no deslizarse en el agujero negro, profundo, de la desesperanza.
Conmocionada, sin poder articular palabra, se acurrucó en el pecho de Felipe, tocándolo, abrazándolo, sin saber cómo consolarlo.
Hubiera querido resguardarlo, darle la protección de su cuerpo de mujer. Apoyó su cabeza en el pecho de Felipe. Sintió su respiración acompasada, el cálido nicho de su ser, la carne sólida, musculosa y, sin embargo, fácilmente horadable: un pedazo de plomo lanzado a determinada velocidad y Felipe se rompería. Esta piel que tocaba, todo lo que la piel de él encerraba, se saldría de cauce, la presa saltaría en mil pedazos, correrían las aguas. Se apagaría el murmullo, la catarata subiendo y bajando dulcemente el nivel de las corrientes subterráneas. Sintió un escalofrío ante la noción de la muerte rondando tan cercana. Tan sólo a las nueve de la noche había salido Felipe de la casa. ¿Y si se hubiera quedado? Se apretó más fuerte contra él; pensó en sus amigos, los que ya nunca conocería.
Tenía ganas de llorar por lo que imaginaba que él estaba sintiendo, el dolor sordo de la muerte, la impotencia.
Y podrían morir todos, pensó. Ella misma podría morir. El miedo la sobrecogió alzándose sobre la tristeza, y Felipe había dicho a su amigo que se quedarían aquí. No se irían hasta el día siguiente. Verlos salir de su casa. Quedarse sola, tranquila otra vez. Olvidar que esto había sucedido. Pero le daba vergüenza mostrarle a Felipe el deseo de verlo marcharse con el amigo herido. No lo miraba. Seguía recostada sobre su pecho, mientras él enredaba las manos en su largo pelo y ella podía sentir la tensión de sus brazos, sus músculos endurecidos.
¿Vendrán a buscarlos?, se preguntaba Lavinia, qué hago yo si vienen a buscarlos…
La claridad de la madrugada empezó a deslizarse por la puerta del jardín, Felipe se levantó a la ventana. Afuera cantaban gallos lejanos.
– Somos del Movimiento de Liberación Nacional -dijo, confirmando las suposiciones de Lavinia-. ¿Vos sabes lo que es eso, verdad? -preguntó.
– Sí -dijo Lavinia-. Sí -repitió- la lucha armada.
– Sí -dijo Felipe-. Exactamente. La lucha armada. No podíamos seguir sólo en las montañas. Estamos creciendo, empezando a operar en las ciudades. No nos van a poder detener. La resignación no es el camino, Lavinia. No podemos seguir dejando que la guardia imponga la fuerza. ¿Te acordás de los precaristas? No podemos seguir dejando que eso suceda. Contra la violencia no queda más que la violencia.
De pie, apoyado en el quicio de la puerta del jardín, hablaba sin verla. Lavinia observaba su perfil, los ojos de Felipe viendo con determinación un punto en el espacio. "Es la única manera, la única manera" repetía él, caminando de un lado al otro, abriendo y cerrando los puños.
Iba recuperando la fuerza. Casi visible el proceso; como ver levantarse un enfermo determinado a vivir después del anuncio terrible. Debió haberlo sospechado, pensó. Aunque, revisando las actitudes de Felipe, no podía decir que fuera evidente su vinculación. La verdad que no lo habría adivinado, a pesar de sus múltiples "ocupaciones". Habría seguido sospechando lo de los amores ilícitos o lo habría atribuido al tradicional miedo masculino al "compromiso". Era una lástima, se dijo, verlo envuelto en el peligro. Miró su cara de intelectual, sus anteojos de delgados marcos, los ojos grandes, grises… Era una locura que se arriesgara así; él que podía tener un futuro sin problemas; él que con tanto esfuerzo había culminado su carrera de arquitecto…
Era una locura, pensó, que lo hubieran convencido de que la única salida era la lucha armada.
– Pero no tienen futuro, Felipe -dijo-. Los van a matar a todos. Es irreal. Y vos sos una persona racional. Nunca me imaginé que vos creyeras en esas cosas…
Se volvió hacia ella a punto de decir algo. Nunca olvidaría esa mirada de Zeus tronante a punto de descargar el relámpago. Debió haber visto el miedo en los ojos de ella porque se contuvo.
– Hagamos café -le dijo.
Mientras sentados en los rústicos bancos de madera de la cocina, sentían el dulzor aroma del café recién hecho que emanaba de los pocilios, él se acercó a ella y le tomó la mano.
– Lavinia -dijo, mirándola profundamente-. Yo no quiero comprometerte. No quiero comprometer tu tranquilidad. Al contrario, me gusta. Esta casa alegre, esta paz me gusta. Egoístamente, me gusta -dijo como para sí mismo-. No te pido que nos comprendas, ni que estés de acuerdo. Puede ser que te parezca descabellado, pero para nosotros, es la única manera. Sólo te pido que tengas a Sebastián aquí hasta que lo podamos trasladar a otra parte. Tu casa es segura. Nadie lo va a buscar aquí. Sebastián es muy importante, para el Movimiento. Te juro que nunca más te pediremos que hagas otra cosa.
– Y vos, ¿qué vas a hacer? -dijo Lavinia.
– Yo me quedaría aquí mañana con él para ver cómo evoluciona. Después me lo llevaría. El problema no soy yo. Yo estoy relativamente limpio. El problema es que no tenemos grandes recursos: casas, carros, todo eso. Hay que ver bien dónde lo trasladamos.
– Entonces, ¿no es muy grande el Movimiento? -preguntó Lavinia.
– Está creciendo -contestó Felipe, con otra mirada fulminante-. ¿Qué decís, estás de acuerdo?
Le costaba hacer esto, pensó mirándolo, tener que pedirle a ella, casi rogarle. Le brillaban los ojos. Había soltado su mano y esperaba expectante que ella dijera algo.
"Estoy atrapada, pensó, no puedo decir que no." Pero no podía ser romántica ahora, se dijo, la relación con Felipe no tenía por qué involucrarla. No era un juego. Era sangre y muerte real.
Jamás imaginó que le sucedería, a ella precisamente, algo semejante. Ni en sus más encendidos sueños o pesadillas. Los "guerrilleros" eran algo remoto para ella. Seres de otra especie. En Italia admiró, como todos, al Che Guevara. Recordaba la fascinación de su abuelo con Fidel Castro y la "revolución". Pero ella no era de esa estirpe. Lo tenía muy claro. Una cosa era no estar de acuerdo con la dinastía y otra cosa era luchar con las armas contra un ejército entrenado para matar sin piedad, a sangre fría. Se requería otro tipo de personalidad, otra madera. Una cosa era su rebelión personal contra el statu quo, demandar independencia, irse de su casa, sostener una profesión, y otra exponerse a esta aventura descabellada, este suicidio colectivo, este idealismo a ultranza. No podía dejar de reconocer que eran valientes; especies de Quijotes tropicales, pero no eran racionales, los seguirían matando y ella no quería morir. Pero tampoco podía dejar solo a Felipe, pensó, ni a su amigo. No los podía sacar de su casa. Aunque sentía la urgencia de huir, de que todo terminara, de borrar esa noche de su memoria.
– Te quedaste callada -decía Felipe-, no me has respondido. El tono de su voz había recobrado la autoridad de la noche reciente.
– Sé que no te puedo decir que no -dijo Lavinia, finalmente-; aunque quisiera. Comprendo que ustedes tienen sus razones para hacer lo que hacen. Sólo quiero dejar bien claro que yo no comulgo con estas ideas. No tengo madera para estas cosas. Sebastián se puede quedar, pero te pido que en cuanto sea posible, lo traslades a otro lugar. Sé que esto te debe de sonar terrible, pero no me siento capaz de otra cosa. Tengo que ser honesta con vos.
– Estoy claro -dijo Felipe-. Eso es todo lo que queremos que hagas, por el momento.
– No, por favor -dijo Lavinia-. Nada de "por el momento". Una cosa es que yo, como mucha gente, les respete la valentía. Pero eso no quiere decir que esté de acuerdo. Pienso que están equivocados, que es un suicidio heroico. Te pido, por favor, que no me volvás a meter en nada de esto.
– Está bien, está bien -dijo Felipe, limpiando de nuevo los anteojos.
Lavinia se inclinó sobre la mesa, puso la cabeza sobre los brazos y cerró los ojos. Se sentía cansada, exhausta; una culpa venida de resquicios oscuros la invadía. Imágenes extrañas de poblados en llamas, hombres morenos luchando contra perros salvajes -fantasmas de pesadillas diurnas clamaban en su mente.
– Mejor descansamos -le dijo a Felipe, levantando la cabeza-, me parece que hasta estoy oyendo voces.