HEMOS LLEGADO AL DÍA. La fecha favorable para el combate, marcado por el signo "ce itzcuintli" "uno perro", consagrada al dios del fuego y del sol.
Antes de la llegada de los invasores, nosotros nunca íbamos a la guerra por sorpresa. Muchas embajadas enviaban nuestros calachunis a las tierras en disputa, para tratar de lograr acuerdos amigables. No sólo le dábamos al adversario tiempo suficiente para preparar la defensa, sino que incluso les proporcionábamos rodelas, macanas, arcos y flechas. Nuestras guerras obedecían a la voluntad de los dioses desde el origen del mundo, desde que las cuatrocientas serpientes de nubes olvidaron su misión de dar de comer y beber al sol. Las guerras se decidían a "juicio de los dioses" y por eso, era menester que su juicio no fuese falseado con enfrentamientos desiguales o enemigos atacados sin aviso.
Fueron los invasores los que impusieron nuevos códigos de guerra. Ellos eran arteros, engañosos. Las guerras que nos hicieron estaban profanadas de principio a fin. No respetaban las reglas más elementales. Nos dimos cuenta que a ese enemigo debíamos enfrentarlo de noche, agazapados, con argucias de ratón, quimichtin -los guerreros disfrazados que mandábamos a investigar a tierras enemigas- o en terrenos que sólo nosotros conocíamos y a donde los conducíamos haciendo relucir el teguizte, el metal dorado que les fascinaba.
Pero mucho han cambiado las artes de la guerra en el mundo trastocado de este tiempo. Los guerreros que rodean a Lavinia guardan silencio. No tienen chimailis para defenderse del fuego enemigo; olvidados están ya el atlatl, el arco y las flechas, los tlacochtli envenenados. Ellos no se preparan el cuerpo con aceite antes de la batalla y me imagino que, cuando se encuentren frente a frente con el enemigo, no ulularán los caracoles, ni sonarán los pitos de hueso su agudo chillido ensordecedor.
¡Ah! Pero qué digo, ¡qué recuerdo! Mis recuerdos son viejos aun para mí. Los invasores quebraron todas nuestras leyes. Ellos no se conformaban como nosotros, con posesionarse del templo más importante de la tierra enemiga, marcando así la derrota de su dios blanco y español, y la victoria de Huitzilopochtli. Arrasaban todo lo que encontraban a su paso.
Ellos no guardaban guerreros, como nosotros soldados invasores, para ofrecerlos en sacrificio, darles la muerte sagrada. Ellos mataban sin piedad o herraban a los cautivos como animales, como reses, para luego servirlos de comida a los perros o usarlos como bestias de carga. Los invasores no hacían, como era la costumbre, tregua con los vencedores o los vencidos, para establecer en armonía, después del fallo de los dioses, los tributos que debían entregarse a los victoriosos. Ellos simplemente se posesionaban de todos los bienes. No dejaban piedra sobre piedra.
Su guerra era total.
Su único dios, más fiero que todos los nuestros, más sanguinario.
Su calachuni, que llamaban "rey" era insaciable de taguizte.
Sólo el coraje nos quedó. Al final sólo el ardor de la sangre teníamos para oponerles.
Con ardor venció Yarince a la muerte. Buscó caparazones, las duras conchas refugio de los caracoles y se vistió de cal y piedra para enfrentar la múltiple soledad de las noches.
Muchos días erró aún, mientras yo dormía en mi morada de tierra, sentía sus pasos, inconfundibles entre las pisadas de los jaguares y los venados.
Hasta que lo cercaron los invasores. Y todo esto lo vi yo en un sueño. Se encaramó, puma, sobre las rocas y desde allí, desde la altura del monte, miró una única última vez, las cabelleras de los ríos, el cuerpo extendido de las selvas, el horizonte azul del mar, aquella tierra que había llamado suya, a la que había poseído.
"No me poseerán -gritó, a los barbudos que lo miraban asustados-. No se adueñarán de una sola brizna de este cuerpo."
"Iltzá!" -gritó, sacándome para siempre de mi sueño, y se lanzó al espacio, sobre las rocas que se encargaron dulcemente de dispersarlo. Jamás pudieron los conquistadores recuperar ni siquiera un vestigio de su cuerpo: esa tierra de mis cantares, territorio amado negándose para siempre al invasor.
Siguiendo las instrucciones de Flor, Lavinia y Lorenzo se retiraron a la habitación indicada.
No bien entraron, Lorenzo le dio un abrazo fuerte.
– Lo siento, hermanita -dijo-. ¡Casi no puedo creer lo de Felipe! ¡Qué mala suerte! ¿Y cómo fue que el taxista le disparó?
Le explicó con voz calma. Por alguna razón estaba sintiendo como si la muerte de Felipe hubiese ocurrido hacía mucho tiempo, o como si ella ya no fuera ella, la de ayer, sino otra mujer, fuerte y decidida, inconmovible ante el peligro o la muerte. "Quizás ya no me importa morirme", pensó por un momento. Quizás a eso se debía esta sangre fría con que contemplaba lo que sucedería en las próximas horas.
Lorenzo, tosco y autoritario durante el entrenamiento de fin de semana en la finca, hizo esta vez acopio de cuanta dulzura y suavidad encontró en su cuerpo fuerte y musculoso.
Le enseñó las secretas cámaras del arma, el arme y el desarme, las propiedades combativas, las características de equipo de asalto de la Madzen, cual si estuviera hablando de un cuerpo de mujer, de una novia negra y sólida. Su voz era íntima y suave, tranquilizante por la convicción que exudaba de que nada podía salir mal. La operación sería un éxito.
Pasaron varias horas en aquel ejercicio. Lavinia, atenta, no perdía detalle. Aquella habitación y las palabras de Lorenzo parecían ser la única zona iluminada en el universo oscurecido de su mente. Tenía que salir bien, pensaba. Ella era Felipe.
Felipe era ella.
Se fundían para tomar posiciones en la batalla. Felipe viviría en sus manos, en su dedo apretando el gatillo, en su presencia de ánimo, en la sangre caliente y la cabeza fría, en el "endurecerse sin perder la ternura", del Che.
– ¿Ya sentís que es como parte tuya? -preguntó Lorenzo-. Eso es lo que debes sentir. En el combate, uno tiene que sentir que el arma le va a ser fiel, que responderá como un brazo o una pierna, como alguien que lo quiere a uno y lo defiende a morir… ¿Ya la sentís así? -dijo, acercándosela, poniendo una mano sobre su hombro y otra sobre la subametralladora que Lavinia sostenía contra su pecho.
– Ya -dijo Lavinia-. La siento como una hermana… o como si fuera Felipe.
– Eso es. Eso es-dijo Lorenzo-. Eso tenés que pensar. Ella es tu Felipe. Pensá eso cuando dispares. Pensalo cuando la uses para defenderte.
Tuvo ganas de llorar otra vez, de llorar encima del arma imaginándola Felipe. Pero no debía pensar en Felipe muerto. Debía pensarlo vivo. Vivo y ágil. Vivo y valiente. Sólido. Fuerte.
Se limpió los ojos humedecidos. Lorenzo la miraba con dulzura.
– Eso es, mamita -le dijo-, no se me raje. No se rajaría. Ya habría tiempo para llorar.
Se acercaba el momento. Sebastián había salido a recibir el último parte del equipo de información. Totalmente preparados, corredores en sus marcas, con los músculos tensos, haciendo bromas intermitentes que semejaban escapes de vapor, el grupo se encontraba en la sala; unos sentados en las sillas y otros en el suelo, con la espalda apoyada en la pared.
Qué pensarían, se preguntó Lavinia, mirándolos.
Después que salió de la habitación con Lorenzo, Pablito se acercó. Se tocaron en un reconocerse torpe y afectuoso, perdonándose con el gesto lo que sabían habrían pensado el uno sobre el otro.
Ahora, sentada en el suelo, lo veía, pensativo, callado. De vez en cuando, sonreía cuando sus miradas se cruzaban. Al contrario de los demás, ellos no tuvieron que atravesar pobrezas o humillaciones. Llegaron aquí compelidos por el vacío de la abundancia: la nada de sus vidas, aparentemente tan colmadas de bienes, tan cómodos y mullidos. Nunca pensó que pudiera sentirse así de plena, después de la muerte de Felipe. Pero estar allí, con la espalda apoyada contra la pared, en medio de aquellas personas que se atrevían a soñar, le producía un suave calor interno, la certeza de haberse encontrado por fin, de haber arribado a puerto.
Sintió que finalmente, había trascendido sus miedos. Por fin, creía, confiaba. Estaba segura de querer estar allí, compartiendo con ellos, con estas personas y no otras, lo que quizás serían los últimos momentos de su vida.
Estaba allí, confundida en el grupo, cual si la cercanía del peligro de pronto los hubiera homogeneizado. Aquí se acababan las cunas de tul o de palo, los distintos recuerdos de infancia. Si íntimamente la aceptaban o no, quizás nunca lo sabría. Lo cierto es que, en este instante, en este paréntesis de tiempo, todos se fundían, animales de la misma especie. Sus vidas dependían las unas de las otras. Confiaban los unos en los otros, confiaban sus vidas a la sincronía colectiva, a la defensa mutua, al funcionamiento de equipo.
Se defenderían, actuarían como un solo cuerpo, movidos por un mismo deseo, una misma inspiración.
Después de tantos meses, tuvo la sensación de haber alcanzado una identidad con la cual arroparse y calentarse. Sin apellido, sin nombre -era tan sólo la "Doce"- sin posesiones, sin nostalgias de tiempos pasados, nunca había tenido una noción tan clara del propio valor e importancia; de haber venido al mundo, nacido a la vida para construir y no por un azar caprichoso de espermatozoides y óvulos. Pensó su existencia como una búsqueda de este momento. Olfateando, sin mapas ni cartas astrales, había logrado llegar a esta sala, sentarse en ese piso duro y frío, apoyar la espalda en aquellas paredes. Tantas dudas, dolores, la muerte de Felipe, fueron necesarias. Abandonar a sus padres, distanciarse de Sara… Pensó en el hijo que nacería de su amiga a un futuro ojalá distinto.
Su tía Inés se hubiera sentido orgullosa de ella. Creía en la necesidad de darle trascendencia al paso por el mundo; "dejar huella". Y su abuelo, fervoroso admirador de las rebeliones indígenas, iconoclasta, abogado de causas perdidas, instaurador pionero de jornadas de ocho horas y dispensarios para los trabajadores, casi en los oscuros tiempos de la esclavitud, la estaría mirando, pensando que, al fin, se había puesto las alas y volaba.
A no ser por la muerte de Felipe, el futuro sin él, aquel momento de espera habría tenido el júbilo desatado de la euforia.
A pesar de Felipe, sentía ganas de sonreír -sonreía a cuantos ojos la encontraban en la sala- y de confusa manera, intuía que si bien él no estaría a su lado, encontraría en el amor colectivo respuestas profundas que la aliviarían de la soledad.
Reconciliada de todo cuanto la afligiera durante meses, se decidió a aceptar, tristemente, el hecho de que únicamente en su relación con Felipe no hubo conciliación. En el combate en que se enfrentaron, sólo la muerte los igualó. Sólo la muerte de Felipe le devolvió sus derechos, le permitió estar allí. El símbolo era oscuro y desgarrador. Pero no podía aceptarlo como augurio funesto del amor o del viejo antagonismo de Adán y Eva. Felipe fue un habitante del principio del mundo, de la historia. Un hombre bello y peludo de las cavernas. Más adelante, las cosas cambiarían. Más adelante. Por lo pronto sabía que Sebastián andaba por allí con promesa en la mano. ¿Harían los demás recuento de sus vidas, como ella?, pensó, recorriendo con la mirada los rostros ensimismados.
Sebastián había dicho que vencerían o morirían. Era una acción sin retirada.
Eran éstos, tal vez, los últimos momentos de sus vidas. Seguramente lo pensaban, se dijo. Aun cuando se confiase en la victoria, la muerte era una pasajera posible de este viaje. Lo sabían, aunque le hurtaran la mirada.
Pero el ambiente era sereno. "Los árboles serenos", pensó evocando la imagen del naranjo. Se sentía serena también, árbol.
No se temía esta muerte como otras. No estaba rodeada de oscuros terrores o fantasmas desconocidos. Sucedería casi de forma previsible. Era un riesgo calculado. Ningún misterio la envolvía. Si morían, no tendrían vagos arrepentimientos. Habría sido una decisión consciente. Una opción libremente elegida. No ofrendarían la muerte, sino la vida. Sería un fin digno. Nada de decrepitud y vacío.
Sabrían por qué y para qué morían. Eso era importante. Reconfortante. Sus vidas no eran páramos yertos o ánforas sedientas de la obligación de llenarse. Tenían sentido. Paguas no era una gran urbe donde todo estaba decidido de antemano y ninguna vida significaba mayor cosa. Aquí no había cabida para las grandes dudas existenciales. Era fácil tomar partido. En este su pequeño país de plastilina, donde todo estaba todavía por hacerse, no se podía evadir la responsabilidad con argumentos arduamente desarrollados en largos ensayos filosóficos.
Se optaba por la luz o la oscuridad.
Aunque era terrible, pensó, tener que poner la vida en la línea de fuego. Quedarse sin más alternativa que la lucha. Morir como Felipe en plena juventud. Era un recurso extremo éste, como alguna vez le explicara Felipe. Reacción violenta ante la violencia considerada "natural" por los privilegiados.
Todos ellos tendrían que haber tenido derecho a otro tipo de vida.
Miró a las mujeres. Pensó en lo que habrían vivido para llegar a estar allí, sentadas, esperando, en silencio. A ella le había costado la muerte de Felipe. Había tenido que morir Felipe para cederle su lugar.
Las mujeres entrarían a la historia por necesidad.
Faros en el ventanal. Sebastián regresaba. Se pusieron de pie. Levantaron sus mochilas. Acomodaron en los bolsillos las máscaras de media.
Lavinia vio su reloj. Los trece portaban relojes cronometrados que marcaban la misma hora. Eran las diez y treinta de la noche.
– ¡Nos vamos! -dijo Sebastián al entrar-. Ya el Gran General se marchó. También el embajador yanqui y un buen número de invitados. Pero hay suficientes "peces gordos" en la pecera…
Los reunió en el centro de la sala para explicar el aparato de seguridad que permanecía en la casa de Vela: Unos pocos agentes de seguridad, escoltas de los "peces gordos".
– Hay varios custodios que están jugando naipes -dijo Sebastián-. No se imaginan nada, así que tenemos que aprovechar al máximo el elemento sorpresa. ¡Y entrar rápido! No se olviden, ¡el que se quede afuera es hombre muerto!
"A menos que sea mujer", pensó Lavinia. No podía evitar, al oír hablar de esta forma, burlarse del lenguaje.
Se formaron las escuadras.
Los jefes de escuadras, Flor "Uno" el "Dos" Rene y el "Tres" un muchacho de mediana estatura, moreno claro, grandes bigotes, salieron rumbo a los vehículos aparcados en el jardín.
Eran dos taxis Mercedes Benz, algo viejos, pero en perfectas condiciones.
Y el carro de Lavinia.
Cada escuadra se acomodó en un vehículo.
Lavinia formaba parte de la escuadra número uno. Flor era la Jefe de escuadra. La integraban, además, la "Ocho" y Lorenzo.
"Doce" -dijo Flor, con voz de mando- vos manejas.
Lavinia se acomodó al volante. Flor, la gordita "Ocho" y Lorenzo subieron rápidamente al vehículo. Se encendieron los motores y pronto entraban al camino de los espadillos. La vereda, la vetusta casa, quedaban atrás, borrados en la neblina rala que cubría la noche.
– Vamos a dejar los vehículos como parapeto al llegar -dijo Flor, mientras tomaban la carretera. En una especie de trapecio. "Once" lo va a esquinear. Vos lo dejas en medio, recto y "Siete" lo va sesgar con el tuyo. Así formaremos una especie de trinchera frente a la puerta, cuando nos bajemos. ¿Comprendes? -le dijo.
– Sí -respondió Lavinia, manejando a mediana velocidad, consciente de la responsabilidad de conducir sin cometer fallas que pudieran poner en peligro la operación. No apartaba los ojos de la carretera, manteniéndose muy cerca de "Once" y sin perder de vista a "Siete", los conductores de los otros vehículos.
Dejaron atrás la neblina de las zonas altas. La noche era fresca y ventosa. Noche de diciembre.
– Va a ser hermosa esta Navidad -dijo la gordita-. Navidad sin presos políticos.
– Y con buena comida -dijo Lorenzo-. Seguro que en la casa de Vela vamos a comer pavo. Rieron todos de la ocurrencia.
– ¿Te sentís bien? -preguntó Flor a Lavinia.
– Muy bien -respondió Lavinia-. A no ser por lo de Felipe, podría decir que me siento feliz.
– Felipe está con nosotros -dijo Flor-, podes estar segura que nos va a ayudar a todos.
– ¿Y qué iba a hacer él? -preguntó.
– El hubiera sido el Jefe de la escuadra tres -dijo Flor- y el segundo al mando de la operación. "Dos" lo sustituyó.
Lavinia sonrió, no sin ironía, comentando sobre la imposibilidad que hubiera tenido de sustituir a Felipe.
– Vos no venís a esta acción para sustituir a Felipe -dijo Flor-, recordá que te lo dije.
Agradeció que se lo recordara, aunque sabía que de no haber muerto Felipe, en este momento estaría en su casa, esperando aún, nerviosa, afuera, negada de participar.
– Revisemos nuestra misión -dijo Flor, volviéndose de medio lado en el asiento para ver a la gordita y Lorenzo-. Primero: Nos bajamos disparando, en formación de cuña. Disparan a lo que se mueva y corren hacia la puerta del lado derecho, la del servicio. Dos: Entramos rápidamente y bajamos por la vereda que va a la piscina, al segundo nivel de la casa. Si encontramos a alguien, lo reducimos, sin disparar, a menos que esté armado y lo llevamos al segundo nivel. Recuerden que sólo nos batiremos con los agentes de seguridad. En el segundo nivel, nos reunimos con la escuadra
uno. Recuerden que las máscaras debemos ponérnoslas no bien penetremos en la casa. ¿Está claro todo?
Respondieron afirmativamente. Lavinia trataba de visualizar cada uno de los pasos; la vereda hacia la piscina por donde a menudo bajaba a revisar los trabajos, angosta, construida con losas de concretos superpuestas. Entraban al camino residencial que los conduciría frente a la casa de Vela. Sentía el peso del arma sobre sus piernas, evidencia inapelable de una realidad insólita. Nunca disparó un arma de este tipo. Sus únicos disparos los hizo con pistola, un solo día, con Felipe, en una playa desierta. "Varios de nosotros nunca hemos disparado las armas que llevamos" -había dicho Lorenzo. Era casi increíble, pero así era. La acción había sido montada más con audacia que con recursos. De nada valía mortificarse. Se separaron un poco para pasar sin despertar sospechas frente a la esquina cercana a la casa de Vela donde había algunos agentes de seguridad, con radios. Estaban distraídos, conversando. Varios automóviles cruzaban por el sector. No dieron importancia a los taxis.
El equipo de información había dado detalles pormenorizados de la localización de todos los agentes de seguridad, y escoltas de los invitados, que estaban más cerca de la casa. A partir de esta información se había asignado a cada miembro del comando un sector de fuego. Debían disparar aunque no vieran nada. Disparar al sector asignado. Esas eran las instrucciones.
Cuando estuvieron a poca distancia de la casa, Lavinia aceleró al unísono con los demás.