Capítulo 21

SIEMPRE CORRIENDO. No para usted -decía Lucrecia, recogiendo la ropa sucia del canasto en el baño.

Lavinia se arreglaba rápidamente para regresar al trabajo. Su único logro con Lucrecia era que ahora le dijera "Lavinia" en vez de "niña Lavinia" y que, de vez en cuando, le hiciera confidencias sobre el nuevo amor que la mantenía cantando mientras hacía los oficios domésticos: era un electricista, un hombre de cincuenta años que venía ya de regreso de las correrías juveniles, y le había ofrecido matrimonio y una casita. La boda se realizaría al mes siguiente.

Lavinia sería la madrina. "Porque usted es mi amiga" afirmaba Lucrecia. Y Lavinia ya se había resignado a esta "amistad". Le había sido imposible romper el patrón de relación tradicional de servidumbre.

Quizás en otra época, en otro tipo de sociedad, en el futuro, las cosas cambiarían para ambas. Quizás entonces la aceptaría como igual, pensaba Lavinia.

Terminó de pasarse la pintura de labios, recomendó a Lucrecia que comprara pan en la pulpería cercana y salió de nuevo al trabajo.

Efectivamente, en los últimos meses, desde que se iniciara la construcción de la casa del general Vela, andaba con el tiempo desordenado. Tenía tantas cosas que hacer que las veinticuatro horas del día se le hacían insuficientes. Parecía que todo a su alrededor se hubiese puesto de acuerdo para acelerar el ritmo al unísono. No sólo tenía que lidiar con Julián, los ingenieros, los proveedores de materiales, los carpinteros y decoradores de interiores, frenéticos con el plazo impuesto por Vela, sino que el Movimiento también parecía haber entrado en un activismo enardecido. De pronto habían aparecido caras nuevas, hombres y mujeres silenciosos y risueños, que le tocaba trasladar, en madrugadas y atardeceres, al camino de los espadilles.

Sebastián la mandaba a buscar cosas extrañas: por ejemplo, quince relojes, que funcionaran a la perfección, sincrónicos; vestidos de fiesta, cantimploras para agua.

Felipe, ocupado en quién sabe que actividades inusuales, se ausentaba los fines de semana, regresando agotado los domingos por la noche.

Ella sospechaba que asistía a entrenamientos militares porque volvía con las uñas y el pelo sucios de tierra y traía, en una bolsa, mudas de ropa enfangadas que desesperaban a Lucrecia.

Así, en un crescendo de acontecimientos, pasaban los meses. El verano se anunciaba ya en los vientos de noviembre. La lluvia, desde octubre, había cedido lugar a los días claros, permitiéndoles avanzar rápidamente en la construcción de la casa de Vela.

El general seguía insistiendo en invitarla a "fiestecitas", pero ya Lavinia había dejado claramente establecido que la relación debía mantenerse en el terreno profesional. Bajo los consejos de Sebastián, le advirtió -de la forma más cordial y diplomática- que, o la aceptaba profesionalmente o pediría que otro arquitecto asumiera su responsabilidad. Fue un momento tenso e incómodo, pero finalmente Vela pareció ceder y bajó el ritmo de sus asedios que ahora se mantenían a un nivel más manejable.

Sentada ya en su escritorio, revisando los contratos con los proveedores de cortinas y alfombras, repasó de nuevo en su mente la tarea que debía realizar esa noche, el enfoque que tendría que utilizar para convencer a Adrián de que prestara su colaboración al Movimiento.

Había casi olvidado que, en una época (¡le parecía ahora tan lejana!), Adrián hablaba a menudo del Movimiento, nombrándolo con respeto y una callada admiración. Fue él quien le dio las primeras explicaciones sobre sus objetivos en los días del juicio al alcaide de la prisión La Concordia, cuando ella los llamaba "suicidas heroicos”.

Sebastián se lo recordó.

"Hubo varios intentos de acercársele en la universidad", le dijo, "pero no se llevaron a cabo más que de manera muy preliminar. Después, terminó los estudios y le perdimos la pista."

En la vertiginosidad de los sucesos que la condujeron a involucrarse, Lavinia simplemente había apartado los comentarios de Adrián. Era curioso su olvido, pensaba, sobre todo ahora que podía recordar conversaciones donde Adrián hablaba de anécdotas escuchadas en las universidades sobre "los muchachos". Seguramente ella estaba tan ajena a aquello, en ese entonces, que ni siquiera le oía con suficiente atención.

El día que mencionó el nombre de Adrián a Sebastián, a propósito de un comentario sobre la preñez de su amiga Sara, éste le preguntó el apellido y, cuando Lavinia dijo "Linares" Sebastián musitó "¿ah, sí? " para sus adentros.

La semana recién pasada, Sebastián la había interrogado sobre lo que Adrián hacía, cómo vivía, qué pensaba. Trató de ser justa en su juicio. Sobre sus inclinaciones políticas, anotó los comentarios positivos que él solía hacer sobre el Movimiento, aun cuando, en la práctica, se mostrase tan apegado a mantenerse al margen, a guardar el statu quo. "Es como Julián, anotó Lavinia, no tiene esperanza." Dijo que, tanto con Sara como con él, evitaba conversar sobre temas que los introdujeran en el campo de la política. Después de todo, ellos eran su vínculo con el mundo social. Habría sido difícil guardar la congruencia entre la personalidad de socialité y la manifestación de su nueva conciencia que afloraría sin duda en el apasionamiento de las discusiones. Adrián se preocupaba por lo que consideraba su "inestabilidad".

Su preocupación era comprensible, aceptó Lavinia. La había visto pasar de una aparente rebelión, cuando abandonó la casa paterna, los clubes y demás, al retorno al círculo social de fiestas y compromisos, donde acudían, por lo general, juntos. El cambio no dejaba de intrigarle. No lo convencía.

Para su sorpresa, Sebastián le indicó que debía plantearle a Adrián la posibilidad de colaborar con el Movimiento, "sin muchos rodeos". "El sabe de lo que se trata", le dijo, mientras le refería lo de la universidad.

No tenía claro qué significaba decírselo "sin muchos rodeos", pensó Lavinia, mientras ordenaba papeles sobre el escritorio. Imaginaba el asombro de Adrián cuando lo abordara ella, la "inestable", y esto le producía un íntimo sentimiento de satisfacción. Sin embargo, le preocupaba la forma en que podría reaccionar. Adrián tenía el extraño poder de hacerla sentir insegura, mal consigo misma. Nunca había podido enfrentar airosa su ironía y cinismo. Temía oírlo burlarse de que el Movimiento reclutara gente como ella; o comentarios sarcásticos en esa línea, tocándole sus inseguridades, la delicada línea quebradiza de esa identidad naciendo en ella, que aún reconocía difusa. A pesar de la aceptación que el Movimiento le brindaba, no dejaba de sentir su clase como un fardo pesado del que hubiera querido liberarse de una vez por todas. Le parecía una culpa sin perdón; una frontera que quizás sólo la muerte heroica podría desvanecer totalmente.

En las fiestas y reuniones sociales a las que había asistido, obedientemente, en los últimos meses, encontró más que justificadas razones para la existencia de esa frontera. Era detestable, le encolerizaba, el comportamiento prepotente y paternalista de la sociedad de los adinerados y poderosos, indiferentes a la diaria injusticia que los rodeaba, mientras vivían despreocupadamente sus privilegios. Con frecuencia, ella sentía odiarlos quizás hasta más que sus propios compañeros, precisamente por conocerlos tan íntimamente, por adivinar sus motivaciones cual si estuvieran deletreadas claramente. No se le escapaba nada, y aun en los que pretendían honestidad y preocupación por las circunstancias que los rodeaban, podía leer el dejo de lástima y desprecio por los que no pertenecían a esos círculos del esplendor.

Lo terrible era no poder separarse totalmente de eso, de los años en que para ella, las cosas también fueron "naturalmente" así; tener que aceptar la carga de una identidad contaminada. Temía ver emerger, para su espanto, el legado de sus antepasados "ilustres" y encontrarse con actitudes detestables dentro de sí.

Envuelta en estos pensamientos que inevitablemente la deprimían, se ocupó todo el día en los oficios de su trabajo y, por la tarde, se encaminó a casa de Adrián y Sara. Atravesó las calles tratando de levantar su ánimo decaído. Recordó para consolarse, la historia de hombres y mujeres salidos también de medios de privilegio, que habían logrado dar exitosamente el salto sin red hacia la dimensión del futuro. Quizás su angustia alrededor de la aceptación se remontaba a su infancia, pensó; no tenía ninguna relación con el Movimiento. Quizás el Movimiento representaba ahora la madre y el padre cuyo amor siempre trató de ganar, cuya aceptación le había sido tan esencial tal vez por estar tan dolorosamente ausente. Sin la tía Inés, toda aceptación le hubiera estado negada, o paradójicamente, quizás el deseo de la tía Inés de asumirla como hija, había fabricado la distancia y el callado resentimiento de sus padres… ¿Quién podría averiguarlo? ¡No había nada que hacer más que luchar contra esos fantasmas pasados e inconscientes! Su vida estaba ahora en sus manos. De nada servía encontrar culpables en el pálido tribunal de la tarde disolviéndose en sombras.

Las luces del alumbrado público empezaban a encenderse en la calle de Adrián y Sara, animadas por el reloj automático que las prendía en la oscuridad, diríase mágicamente. Aparcó el automóvil en la rampa del garaje, detrás del coche de Adrián y caminó despacio hacia la puerta, insegura aún sobre el enfoque con que debía abordar el tema. Sólo mientras el timbre sonaba hueco en el interior de la casa, se sobresaltó por no haber tomado en cuenta la presencia de Sara.

Los encontró cenando. Desde su embarazo, Sara lucía una expresión beatífica, cual si hubiese encontrado en el embrión creciendo en su interior, una milagrosa fuente de paz y sosiego. Su cuerpo adquiría volumen expandiéndose en líneas curvas y suaves. Lavinia no podía evitar, cada vez que la veía, sentir un profundo calor en su vientre, un deseo casi animal de preñez y una ola de ternura.

– ¿Cómo va esa barriga? -dijo mientras le daba palmaditas en la panza y un beso en la mejilla.

– Creciendo… ya ves -dijo Sara, mostrándola con orgullo, tensándose el vestido sobre el abultamiento.

En efecto, había crecido notablemente. Eran evidentes ya sus cinco meses de embarazo.

Lavinia saludó a Adrián y se sentó a la mesa.

Comieron los tres entre espacios de silencio interrumpidos por comentarios sobre la cercanía de diciembre, las navidades, el estado de Sara. Plática trivial entre amigos. A Lavinia le costaba concentrarse, preocupada por encontrar la manera de quedarse sola con Adrián.

– Adrián -dijo con súbita inspiración-, necesito, después de cenar, hacerte algunas consultas sobre el proyecto en el que estoy trabajando.

– ¿La casa del general? -dijo Adrián, con una sonrisa irónica.

– La misma.

– Con mucho gusto.

– ¿Tenés pliegos de diseño aquí? -Si lograba llevar a Adrián al estudio, habría resuelto el problema.

– Sí, claro. En el estudio.

– ¿No te molesta, Sara, si trabajamos en el estudio un rato?

– No, no se preocupen. Si no les importa, yo me voy acostar. Tengo mucho sueño. Con esta barriga, siempre estoy con sueño -dijo, conteniendo un bostezo.

– Se ha vuelto una marmota -dijo Adrián, cariñosamente -lo que debería hacer es buscarse una cueva para invernar como un oso hasta que nazca el niño.

Rieron todos jovialmente. Lavinia aliviada por haber encontrado tan fácilmente una solución al "dónde", retornó a su preocupación sobre el "cómo".

Momentos después terminaron la cena. Sara indicó a la doméstica que les sirviera el café a Lavinia y Adrián en el estudio y se despidió de ambos con un beso.

"Sin rodeos" había dicho Sebastián. La expresión se repetía una y otra vez en su mente.

Entraron al estudio. Era una habitación pequeña y acogedora, arreglada con amor por Sara, lógicamente. Los diplomas y títulos de ingeniería de Adrián ocupaban una de las paredes. En la otra había ilustraciones enmarcadas de planos antiguos, utilizados por los españoles durante la colonia para la construcción de sus ciudades. Detrás de la mesa de dibujo de Adrián, un estante con libros y fotografías de la boda. En el centro de la habitación, dos cómodos sofás y una mesita donde la doméstica colocó la bandeja con el café, saliendo después por la puerta.

Adrián encendió el aire acondicionado, mientras Lavinia servía modosamente el café en las tacitas de porcelana.

– Tenés un buen arreglo con este matrimonio… -dijo Lavinia, en un tono de broma.

– Sí, ¿verdad? -dijo Adrián-. No hay nada mejor que ser señor de su casa y tener una buena mujer…

– Ya empezás con tus cosas…

– Bueno, ya sabes que entre nosotros dos es como una conversación obligada. Como de todas formas, siempre tocamos el tema, nada malo tiene abordarlo de entrada… -sonrió Adrián.

– Creo que esta vez no vamos a hablar de eso -dijo Lavinia.

– Sí, ya sé. Vamos a hablar de la casa del general Vela… Te prometo no ser sarcástico, aunque ya sabes lo que pienso sobre el asunto.

– Yo pienso lo mismo que vos. Mi primera reacción fue negarme a diseñar la casa…

– Entonces, ¿por qué lo hiciste?

– Porque hubo quienes consideraron que era importante que lo hiciera… -dijo Lavinia, echándose encima un velo de misterio, pensando que el abordaje sería más fácil de lo que imaginó, disfrutándolo.

– Claro. Julián seguramente lo consideró importantísimo!

– No me refiero a Julián. Me refiero al Movimiento de Liberación Nacional.

– ¿Y qué tenés que ver vos con el Movimiento? -dijo Adrián, tomado totalmente por sorpresa.

– Estoy trabajando con ellos ya hace meses -dijo Lavinia, seria.

– ¡Ah! muchacha -dijo Adrián-, ¡ya sabía yo que te ibas a meter en enredos!

– No son "enredos", Adrián. Vos decías que eran la única gente seria, los únicos consecuentes… -dijo, ligeramente sarcástica.

– Y lo sigo pensando, aunque vos… No estás hecha para este tipo de cosas; sos muy romántica, ingenua, no medís el peligro. Seguro que te parece una gran aventura.

– Así fue al principio, quizás. Pero ahora es diferente. No podés negar que la vida enseña…

– No, no lo niego. Y vos sos una mujer sensible, pero… no sé. No te puedo visualizar en esa dimensión.

– Bueno, no nos preocupemos por mí ahora. Los compañeros me encargaron pedir tu colaboración. Dicen que tuvieron algún acercamiento con vos en la universidad y que, aunque allí no se pudo concretar nada, querían saber si aún estabas dispuesto a darla.

Adrián recostó la cabeza en el respaldo de la silla y se quedó en silencio. Lavinia sacó un cigarrillo, lo encendió y expelió una densa bocanada de humo, sin mirarlo, dándole tiempo a la reflexión.

– ¿Así que te dijeron lo de la universidad? -dijo, por fin, inclinándose a tomar un sorbo de café, mirándola.

– Sí.

– Esos fueron coqueteos, nada más, aproximaciones -dijo, recostándose en la silla-, en esa época todos colaborábamos imprimiendo papeletas clandestinas, repartiéndolas… después, uno salía de la universidad y había que empezar a pensar con el estómago… ganar dinero, establecerse bien, casarse… Uno deja los sueños por detrás. Se vuelve más realista… -la miró fijamente.

– Pero hay que creer en los sueños, Adrián -dijo suavemente- No podemos dejarnos vencer por el espanto de la realidad. ¿Vos querés que tu hijo crezca y viva en este ambiente? ¿No querés un cambio para él? ¿Querés que, como nosotros, tenga también que reclamarles a sus padres el no haber hecho nada para cambiar este estado de cosas?

– Lo que no quiero, Lavinia, es que mi hijo sea huérfano. Quiero estar al lado de Sara para criarlo y darle todo lo que necesite…

– Todos quisiéramos eso, Adrián. ¿Vos crees que yo no quisiera tener un hijo también?

– Pero no lo tenés.

– Pero me gustaría tenerlo algún día, en otras circunstancias.

– Te felicito por tu planificación. Mi realidad es que Sara está embarazada.

– Pero eso no puede ser un impedimento, Adrián. Al contrario, con mucha razón deberías ayudar…

Adrián se levantó. Caminó hacia la mesa de dibujo y, nerviosamente, empezó a reacomodar lápices, borradores y reglas.

– ¿Y qué es lo que quieren que haga? -dijo.

– No es ninguna gran cosa -dijo Lavinia- sólo necesitan que les prestes tu carro varias noches de la semana en este próximo mes.

– ¿Vos sabes lo que eso significa? -dijo Adrián, nervioso, aproximándose- que si agarran a alguien con mi carro, es el fin. Inmediatamente voy yo preso.

– Me pidieron decirte que sólo personas "legales", nadie "quemado" conducirá tu carro… También querrán saber si podían esconder algunas armas en tu casa…

– Eso sí que no -dijo Adrián-. Yo puedo asumir cualquier cosa que me involucra a mí, pero guardar armas aquí significa involucrar a Sara y de eso ni hablar. No quiero ni pensar lo que podría suceder… ¿Te fijas? -añadió exaltado- ese es el problema con ustedes. Después que uno empieza a colaborar, antes de que uno pueda arrepentirse, ya lo comprometen en asuntos más delicados y peligrosos.

– Bueno, bueno, cálmate -dijo Lavinia, agradeciéndole el "ustedes"-. Como están "limpios", pensamos que la casa podría ser un buen escondite… Yo lo pensé, para serte franca.

– Ese es tu problema. No pensás lo suficiente. No te das cuenta contra quién se están enfrentando. ¡Nunca has sentido la represión ni cerca de vos! ¡Crees que esto es como una película! Yo sí vi en la universidad cómo se llevaban a compañeros, por mucho menos que eso, y nunca los volvíamos a ver. ¡Desaparecían! ¡Como si nunca hubieran existido!

– No te alteres, Adrián -dijo Lavinia, procurando no irritarse, no entrar en una discusión personal, procurando que sus palabras no le afectaran, no la hirieran-, olvídate de lo de las armas. Decime nada más si podes prestar el carro.

– ¿Cómo es eso de que sólo legales lo van a manejar?

– "Eso" es que tu carro no se va a ocupar para cosas peligrosas. Lo van a ocupar para trasladar gente. El riesgo es mínimo. Sólo tenemos que sacarle copia a tu llave. Yo la voy a entregar a una persona. Tres veces a la semana, vos lo vas a dejar parqueado en determinado lugar y allí alguien lo va a recoger, y te lo va a dejar aquí en tu casa más tarde.

– ¿Y cómo se lo explico a Sara?

– Si querés se lo explico yo -dijo Lavinia, aliviada. Por el rumbo de la conversación, había pensado que Adrián se negaría.

– No. No le vamos a decir nada. Prefiero que no sepa nada. Es más seguro para ella.

– Personalmente, pienso que sería mejor decirle, pero vos tenés que decidir.

– No le voy a decir. Definitivamente no le voy a decir nada. No es conveniente, con el embarazo, ponerla nerviosa. Ya veré qué excusa invento sobre el carro.

Esta vez fue el turno de Lavinia de recostarse en el sofá. Encendió en silencio otro cigarrillo. Miró su reloj. Eran las nueve de la noche.

– Me voy -dijo Lavinia- se nos hizo un poco tarde. Sara debe estar preocupada, si es que no se ha dormido… Te agradezco en nombre del Movimiento.

– No seas tan formal…

– No es formalidad. En estos días no te imaginas lo difícil que es conseguir carros, colaboradores…

Se levantó extremadamente cansada, agotada del esfuerzo, de contemplar la lucha interna de Adrián; sentirlo débil y comprenderlo al mismo tiempo.

– Te veo y todavía me parece increíble pensar que andas metida en esas cosas -dijo Adrián, acompañándola a la puerta, poniéndole la mano sobre el hombro-. Por favor, cuídate. Es muy peligroso.

– Lo sé -dijo Lavinia-, no te preocupes, que lo sé.

– El Gran General está frenético con lo que está pasando en la montaña -dijo- y esa lucha por acaparar negocios en la ciudad, le está costando la animadversión de la empresa privada. No creo que pueda medir el costo de sus impulsos apropiadamente. Pero alguna intuición ha de tener. ¿Has notado el incremento en la vigilancia?

– Sí, sí. Claro que lo he notado, pero yo tengo una buena cobertura. El general Vela, al menos, no sospecha de mí.

– No estés tan segura. De todas formas, si sospechara no te darías cuenta. Es experto en contrainsurgencia.

Se despidió de Adrián. La noche estaba oscura, sin luna. Las estrellas visibles no alcanzaban a iluminar las sombras. Las luces de neón se habían apagado. La calle en tinieblas guardaba un aire pesado. Los coches semejaban extraños y abandonados animales antidiluvianos. Sintió miedo. Hacia mucho no experimentaba el filoso terror de los primeros tiempos, pero la conversación con Adrián pareció revivir los antiguos temores. En los meses recientes, al escuchar los reportes de la represión campesina por parte de Sebastián y Felipe, el sentimiento predominante era la rabia, el coraje que la impulsaba en sus tareas cotidianas. Bajo la perspectiva de los asedios que vivían los compañeros en la montaña, los riesgos corridos en la ciudad lucían pequeños e irrelevantes. Además, por esos días la actividad política en la capital era reducida. El Movimiento parecía haberse agazapado. Poco a poco, Lavinia acumulaba certezas de que un golpe grande se preparaba. Sólo esto podía explicar la actividad secreta y desenfrenada de que era testigo: una actividad imperceptible para quienes transcurrían sus vidas ajenos al mundo subterráneo de la clandestinidad.

Si bien Sebastián evadía sus preguntas al respecto, últimamente la interrogaba constantemente, pidiéndole su opinión sobre la posible reacción del ejército y el poder, ante una acción "audaz" que pudiese realizar el Movimiento. Por retazos de comentarios e insinuaciones, ella sospechaba un secuestro, pero Felipe negaba esa posibilidad una y otra vez. "En un secuestro, la acción acaba centrándose sobre individuos -decía- y nosotros querernos generalizar la lucha."

La "acción audaz", cualquiera que fuese, desataría, sin duda, una asfixiante ola de represión. La misma inactividad, el silencio del Movimiento en los últimos meses, debía tener preocupado al ejército, aun cuando pudiera pensarse que el peso de su accionar se estaba concentrando en las montañas donde los combates se incrementaban. "Los compañeros están haciendo un esfuerzo heroico" -decía Sebastián-. "Están manteniendo ocupado al ejército, casi sin armas, sin municiones, a costa de un gran sacrificio."

Pero era cierta la afirmación de Adrián: la vigilancia había aumentado. Varias veces al día y durante la noche, jeeps verde olivo con soldados de casco y ametralladoras, patrullaban la ciudad. Eran los famosos FLAT. La población, por su parte, diríase que aguardaba almacenando energías para lanzarse de nuevo, desafiante, a las calles, a quemar llantas y volcar buses.

La tensión del ambiente adquirió un poder casi físico, mientras conducía el automóvil por las calles silentes y oscuras, ensimismada en sus reflexiones.

Usualmente, atareada en los quehaceres cotidianos, no se percataba del aire pesado a su alrededor. No sentía miedo. No sentía "eso" que ahora le daba frío en la espalda, mientras sumaba los retazos de información guardados en su conciencia, unía las piezas del rompecabezas, sacaba conclusiones.

El peligro acechaba, a pesar de los mecanismos de defensa que le impedían intuir la difusa claridad de lo que se avecinaba y le permitían ir por los días como una libélula afanosa, sin cabida para el temor.

El miedo no había logrado paralizarla aunque quizás, pensó, aún gozaba de la noción inconsciente, brotada desde la infancia, de que los seres como ella gozaban de una protección especial en el mundo; no les correspondía la cárcel, ni la muerte. Privilegios, otra vez, se dijo.

Como dijera alguna vez Flor, no le vendría mal un cierto grado de paranoia. "Un cierto grado de paranoia era saludable."

Exhaló el aire de los pulmones, tratando de relajarse. Estaba contenta con el resultado de su reunión con Adrián. Al despedirse, él la había abrazado con cariño y preocupación. No era mala persona. Quizás ahora podrían ser amigos realmente.

Encontró a Felipe en su habitación. Tenía una maleta puesta sobre la cama. Empacaba ropa y libros.

– ¿Dónde vas? -dijo, poniendo el bolso sobre la silla, sintiendo el sobresalto de la premonición.

– No te asustes -dijo Felipe, observándola palidecer-, no me voy a ninguna parte.

– Pero… ¿y esa maleta? ¿Qué significa?

– Bueno, en cierta forma, me voy parcialmente.

– No sigas con acertijos -dijo Lavinia, nerviosa, buscando un cigarrillo.

– Estás fumando mucho últimamente -dijo Felipe-. No es bueno para tu salud.

– Deja que yo me preocupe por mi salud, ¿vale? Explícame qué es eso de que te vas "parcialmente" -dijo, aproximándose a mirar el interior de la maleta.

– Significa que, para tu seguridad y la mía, consideramos inconveniente que yo, prácticamente, viva en tu casa. Es mejor, por las apariencias, que nos distanciemos un poco. Lo deberíamos haber hecho desde hace un buen rato. Si bien yo no estoy tan "quemado", tampoco estoy tan "limpio". Y últimamente, la vigilancia ha aumentado. Nos hemos confiado en tu cobertura. A la gente como vos no la chequean demasiado usualmente, pero a estas alturas no podemos correr ningún riesgo. La verdad es que nos hemos estado moviendo un poco temerariamente. No es correcto. Debemos incrementar las medidas de seguridad. Se puede estropear todo.

– ¿Y por qué ahora, qué es lo que se va a "estropear"?

– Lavinia, por favor. No te has dado cuenta que estamos trabajando en algo…

– Sí, claro que me he dado cuenta, pero… ¿qué es, Felipe? Decime qué es. Creo tener derecho a saberlo.

– No es un asunto de derecho. Es un asunto de seguridad. Era inevitable que te dieras cuenta que "algo" va a suceder. Pero mientras menos sepas, mejor. Mejor para vos y mejor para todos. Ninguno de nosotros debe saber más de lo estrictamente concerniente al trabajo que cada cual realiza.

– Tiene que ver con Vela, ¿verdad? ¿Van a secuestrar a Vela? -dijo Lavinia tercamente empecinada.

– No -dijo Felipe-, no tiene que ver con Vela, te lo juro. Vela fue un proyecto inicial, pero ya lo descartamos.

– Y, entonces, ¿por qué Sebastián sigue insistiendo que la casa debe estar lista en diciembre?

– Para desinformarte -dijo Felipe-. Y esto no te lo debería decir. Lo hago porque te quiero, por la relación que hay entre los dos, pero no deberías hacerlo. Ni se te ocurra comentarlo con Sebastián. Vos tenés que seguir trabajando y siguiendo sus orientaciones. Esto es entre vos y yo, para que estés tranquila. Te repito que no debería haberte dicho nada, pero no quiero que te sigas preocupando inútilmente…

Lavinia se sentó en el sillón y apagó el cigarrillo con la suela del zapato.

– Y entonces, ya no te voy a ver -dijo, casi resignada, vencida por la confidencia de Felipe.

– Sí, sí me vas a ver. Me vas a ver en la oficina y, de vez en cuando, podré venir por aquí. También nos podremos ver en otra parte, tomando las medidas de seguridad adecuadas. Pero no puedo andar haciendo lo que ando haciendo y volver siempre a esta casa. Si me detectan y me siguen hasta aquí, sería fatal.

– ¿Pero no crees que ya saben de tu vinculación conmigo?

– Es posible que sí, pero hasta ahora, no podían detectar mucho a través mío. En el futuro, eso va a cambiar. Ya está cambiando. Por eso no podemos seguir como si nada sucediera.

– ¿Y te vas a ir ya? -dijo Lavinia, desmayadamente, sintiéndose cada vez más cansada, con ganas de dormir y no despertarse.

– Sí. En media hora van a pasar recogiéndome.

– ¿Estás seguro que no me engañas, Felipe, no es que te vas clandestino, como Flor?

– No, Lavinia. Créeme lo que te dije. Si me fuera clandestino, te lo diría.

Se acercó al sofá, la tomó de la mano hasta que estuvieron ambos de pie y pudo abrazarla. Lavinia cerró los ojos y se dejó abrazar desmadejada. Aspiró el olor del pecho, de la camisa de Felipe y empezó a llorar calladamente.

– Tengo miedo -dijo.

– No te pongas así -murmuró Felipe apretándola contra sí-. Todo va a salir bien. Vas a ver.

– No me quiero quedar sola.

– No te vas a quedar sola, Lavinia. Nos vamos a estar viendo.

– Ya no va a ser igual…

– Por un tiempo -dijo Felipe, pasándole la mano por el pelo, consolándola…

– Tengo miedo -repitió, apretándose contra Felipe, escuchando el palpitar de su corazón, invadida de pronto por un deseo irracional de retenerlo, temiendo que aquel corazón se detuviera, tocando la piel de Felipe, los músculos del brazo, esa carne que una bala podía dejar inerte, sorda y muda a sus caricias. Cerró los ojos fuertemente para tratar de sentir la visión de Felipe otra vez en su casa, un día no muy lejano: tratar de verse con él, leyendo uno al lado del otro en la noche plácida. Nada. La visión no aparecía. Desde niña imaginaba que tenía el poder para "verse" en el futuro. Cuando le sucedía algo incierto, solía cerrar los ojos y concentrarse para comprobar si lograba "verse" más allá del presente. "Verse", por ejemplo, en el avión aterrizando (tenía miedo de volar). Si lograba tener la visión, se tranquilizaba. Era su manera de saber que todo iba a salir bien, que llegaría sin percances. Siempre le funcionaba. Se había "visto" numerosas veces. Ahora no veía nada.

– No te veo -dijo, arreciando el llanto, tratando de controlar los sollozos que parecían surgirle más allá del tórax, más allá de ella misma, venir de una angustia más ancha que el reducido espacio de su pecho.

– Cómo no me vas a ver -dijo Felipe suavemente-, aquí estoy.

– No me entendés -dijo Lavinia-. No te veo en el futuro, no nos veo juntos…

– Nadie puede ver el futuro -dijo Felipe, apartándola un poco, mirándola con una sonrisa de ternura.

Lavinia se tapó los ojos y lloró más fuerte.

– Vamos, vamos -dijo Felipe-. No te pongas trágica. Hay que ser fuerte y optimista. No podemos dejarnos llevar por la tristeza y el pesimismo. Tenemos que confiar en que todo saldrá bien. No es bueno darle rienda suelta al miedo. Hay que tener confianza.

Sí. Había que tener confianza. No podía dejar ir a Felipe bajo el diluvio de su desesperación. Tenía que ser fuerte. Respiró hondo. No podía darle crédito a recursos infantiles y mágicos. Recursos imaginarios. Quebrarse ante premoniciones funestas. Era su miedo. No era nada más que eso.

– Tenés razón -dijo-, tenés razón. Ya me voy a calmar.

Respiró hondo una y otra vez. Todo saldría bien. Felipe no se iba clandestino. Mañana lo vería en la oficina. Se fue calmando lentamente.

Entró al baño a sacar papel higiénico para soplarse las narices, secarse las lágrimas. Felipe salió a traerle un vaso de agua.

– Cómo te fue con Adrián -preguntó, cuando ella, sentada en la cama, con el vaso de agua en la mano, ya no lloraba.

– Creo que bien -dijo-, me costó convencerlo, pero al fin aceptó prestar el carro. Le pregunté si podíamos guardar armas en su casa, pero dijo que eso sí que era imposible.

– Me imagino -dijo Felipe-, pero, algo es algo.

– Dijo que no podía porque Sara está embarazada y era ponerla en peligro.

– Es normal -dijo Felipe-, no lo culpo.

Se marchó al poco rato. El silencio de la casa la rodeó denso y pegajoso.

No apagó las luces. Las dejó encendidas como si así impidiera los pensamientos sombríos asaltándole las lágrimas tercas no bien Felipe desapareció por la puerta.

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