Capítulo 24

AL DÍA SIGUIENTE SERÍA LA INAUGURACIÓN de la casa de Vela y no tenía ni con quién consultar si debía ir o no. Decidió tomarse la tarde libre. Ir al cine, visitar a Sara o a su madre. No podía con el nerviosismo de la soledad, el silencio de sus compañeros. No quería, además, que Julián le preguntara de nuevo por Felipe. No sabía qué contestarle.

Tomó el carro y deambuló por la ciudad, sin determinar aún dónde dirigirse. Se vio, de pronto, tomando la carretera que subía al cerrito verde de su infancia, al grabado de la niña viendo un mundo que consideraba suyo. Nada era suyo ya, pensó. Después de todo, había alcanzado el sueño de subordinar la propia vida a un ideal más grande. Era como una mujer contemplando su propio parto, esperando que las contracciones de un cuerpo posesionado por la naturaleza dieran a luz a la nueva vida construida silenciosamente durante meses de labor paciente de la sangre. Porque eso era esta soledad. No el abandono, el miedo a que los seres amados desaparecieran tragados por un oscuro destino; esta soledad era tan sólo la espera del nacimiento: Sus compañeros, en algún lugar, se prepararían para desatar el látigo de los sin voz, los expulsados del paraíso y hasta de sus míseros asentamientos. No la habían abandonado, se repitió. Era ella la que alimentaba esas nociones descorazonadas. Pero debía ser capaz de dilucidar entre la realidad y sus fantasmas. Sin duda, los preparativos de tantos meses llegaban a término. ¿Qué podía saber ella? ¿Qué otro recurso más que especular le quedaba? ¿Quién podía saber si realmente no sería Vela el objetivo de toda aquella larga preparación? ¿Quién podía saberlo?

Lo tendría que saber hoy, mañana, dentro de tres días, o cuatro, cualquier día que eligieran. Lo sabría por las noticias.

La carretera serpenteaba hacia arriba. Las flores amarillas de diciembre se mecían en los bordes del asfalto. Subió, pasando sin mirar al lado del camino marginal por donde se llegaba al sendero de los espadillos. Siguió acelerando, doblando las cerradas curvas hasta dejar la carretera principal y entrar al empedrado irregular, horadado por las lluvias, del camino que conducía al cerrito.

No había casi nadie por allí a esa hora de la tarde. Algunos mozos de las haciendas cercanas, transitaban por la carretera vecinal, pero en el cerrito sólo el viento soplaba. Los novios llegaban más tarde, a la hora del crepúsculo.

Se bajó del carro y caminó por el sendero entre la hierba, hacia la cima. Se sentó en la piedra, un mojón que marcaba el límite de la propiedad. La inscripción se había borrado, desgastada por el roce de tantos que habrían venido aquí a sentarse, a hablar de sus amores, proyectos o sueños.

Era un día claro. El paisaje se descalzaba a sus pies, desnudo de niebla. Las casitas minúsculas, el lago, la hilera de volcanes azules, se extendían a lo lejos silentes, yertos, majestuosos. Más cerca, la vegetación de las montañas, deshaciéndose en faldas hacia el valle de la ciudad, mostraba sus verdes, los troncos de árboles enmarañados, inclinados peligrosamente hacia el vacío.

De los beneficios cercanos se venía un dulcete olor a café. El viento confundía las hojas con el canto de los pericos volando en bandadas.

Apoyó la barbilla en el cuenco de la mano, mirando todo aquello.

Bien valía la pena morir por esa belleza, pensó. Morir tan sólo para tener este instante, este sueño del día en que aquel paisaje realmente les perteneciera a todos.

Este paisaje era su noción de patria, con esto soñaba cuando estuvo al otro lado del océano. Por este paisaje podía comprender los sueños casi descabellados del Movimiento. Esta tierra cantaba a su carne y su sangre, a su ser de mujer enamorada, en rebeldía contra la opulencia y la miseria: los dos mundos terribles de su existencia dividida.

Este paisaje merecía mejor suerte. Este pueblo merecía este paisaje y no las cloacas malolientes a la orilla del lago. Las calles donde se paseaban los cerdos, los fetos clandestinos, el agua infestada de mosquitos de la pobreza. ¿Dónde estarían ellos, sus compañeros? ¿En qué punto minúsculo, en qué calle andarían? ¿Qué ocuparía el tiempo de Felipe en este momento en que ella se sentía por fin, parte de todo aquello?

Antes de irse a la cama, en un súbito impulso, telefoneó a su madre.

– ¿Lavinia? -dijo la voz al otro lado del teléfono…

– Sí, mamá soy yo -cansada. Siempre empezaban así, pensó reconociéndose cada vez.

– ¿Cómo estás?

– Un poco triste, para serte franca. -¿Por qué le estaría diciendo eso a su madre?, se preguntó.

– ¿Por qué?, hija, ¿qué te pasa?

– No sé… sí sé. Me pasan muchas cosas. La verdad es que quisiera poder reconciliarme con tantas cosas.

– ¿No querés venir, hijita?

– No, mamá; estoy con sueño. No te preocupes. Fue sólo que sentí ganas de hablar con alguien.

– No hemos hablado desde hace mucho.

– Creo que nunca hemos hablado, mamá. Creo que siempre pensaste que no necesitaba hablar más que con la tía Inés.

– Bueno -dijo la voz, tensándose-, vos sólo a ella la querías.

– ¿Pero nunca se te ocurrió que la quería porque ella se preocupaba por mí, porque ella me quería, mamá?

– Yo trataba, hija, pero vos la preferías siempre a ella. Conmigo eras muy callada.

– Es muy difícil hablar esto por teléfono. No sé por qué lo mencioné.

– Pero deberíamos hablarlo -dijo la madre, ocupando su rol-, no quiero que te quedes siempre con esa idea de que nosotros no te queríamos.

– No he dicho eso, mamá.

– Pero lo pensás.

– Sí. Tenés razón. Lo pienso.

– Pues no deberías pensarlo. Deberías comprendernos.

– Sí, tal vez debería. Siempre soy yo la que debería comprender.

– No te pongas así, hija. ¿Por qué no venís?

– Bueno. Voy a pasar un día de estos.

– Pasa mañana.

– No sé si pueda…

– Hacé un esfuerzo.

– Bueno, mamá. Buenas noches.

– Buenas noches, hija, ¿estás segura que estás bien?

– Sí, mamá. No te preocupes.

– Pasas mañana, ¿entonces?

– Sí, mamá, mañana paso.

Colgó el auricular. Era la conversación más larga que tenía con su madre desde hacía meses, años quizás. Conversación, al fin. Habían dicho, palpado, lo subterráneo, lo fundamental, de lo que nunca hablaban. Quizás, algún día, podrían llegar a quererse, a comprenderse. Algún día.

Se sentía capaz ahora. Podía verla sencillamente como un ser humano, producto de un tiempo, determinados valores. A su modo, su madre seguramente la quería, como ella también debía quererla. El impulso de llamarla al sentirse sola tendría cierto significado.

Nunca entenderían, ni la una, ni la otra, sus modos de vida. Mucho menos ahora. Cada vez mucho menos. Su madre jamás conocería los de ella.

Se metió al baño. Pensó que un día su madre, su padre y ella tendrían que tener la conversación postergada desde siempre, no tanto por ellos, como por ella misma. Alguna vez tendría que reconciliarse con la infancia. Se echaba agua en la cara, lavándose el maquillaje, cuando escuchó el ruido en la sala. Un ruido sordo, como de un cuerpo desplomándose, la puerta cerrándose.

El corazón le dio un vuelco brusco en el pecho. El miedo la paralizó. Se vio la cara pálida en el espejo, mientras agudizaba el oído, tratando de contener la súbita sensación de flojera en las piernas.

Empezó a caminar, de puntillas hacia la sala, buscando primero, nerviosa, en el armario, la pistola que Felipe le dejara al irse de la casa, cuando escuchó "Lavinia, Lavinia", como si alguien la llamara bajo el agua. Tuvo apenas tiempo de percatarse de quién era la voz, cuando ya estaba en la puerta de la habitación, cuando ya corría hacia la sala donde yacía, en el suelo, de bruces, Felipe.

– ¡Felipe, Felipe! -casi gritó- ¿qué pasa? Aún de bruces, hablando con la voz ronca, como si hiciera un gran esfuerzo, Felipe dijo:

– Salí afuera, mira bien si no hay manchas en la entrada -y cerró los ojos.

Atolondrada, salió hacia la vereda. ¿Manchas? No había nada en los baldosas.

Cerca de la puerta, vio las manchas de sangre. Entró de nuevo a la casa. Se arrodilló a su lado.

– Limpia las manchas -dijo Felipe- limpia las manchas primero -dijo desde el suelo, sin levantar siquiera la cabeza. Corrió a la cocina y buscó un trapo cualquiera. Lo mojó y salió, otra vez, corriendo.

No supo ni cómo limpió las manchas. Caminó rápidamente por el jardín, mirando a todos lados, pasando el pie sobre la grama húmeda donde había caído también sangre de Felipe.

No se veía nada en la calle. Era casi medianoche.

Entró y cerró con llave. Cerró también las ventanas, mirando una y otra vez a Felipe en el suelo, con un brazo doblado bajo el cuerpo, pálido. No se había movido.

Se arrodilló, de nuevo, a su lado.

– Ya está -dijo-, ya quité las manchas. Ya cerré todo. Felipe, ¿qué te pasó?

– Ahora, ayúdame a darme vuelta -respiró-, ayúdame a ver si puedo llegar a tu cama. Estoy pegado -dijo él, con la voz entrecortada. Pegado. Herido. Era lo mismo. Había oído la expresión muchas veces. Tengo que calmarme, pensó. Respiró hondo y le ayudó a darse vuelta. Tuvo que contenerse para no soltarlo, para no morirse, cuando vio el pecho, el estómago, la ropa ensangrentada, el piso y la sangre sobre el piso.

Se veía el enorme esfuerzo que hacía Felipe para sentarse. Apretaba los ojos, la boca.

– Mejor te llevo al carro, Felipe -dijo-. Yo sé dónde podemos ir -dijo, pensando en la casa de los espadilles.

– No -dijo Felipe-, no. Ayúdame -dijo, con el dolor contrayéndole el rostro.

En un tiempo que parecieron extensos minutos de eternidad, Felipe logró incorporarse. De rodillas casi arrastrándose, apoyado en Lavinia, fue moviéndose hacia adelante, hacia la luz de la habitación. Nunca sabría cómo lograron llegar a la cama. Felipe se recostó de lado y hubo otra vez que ayudarle para que pudiera tenderse boca arriba. Estaba totalmente extenuado por el esfuerzo.

Con sangre fría, que estaba lejos de sentir, Lavinia trajo una toalla del baño y empezó a desabrochar los botones de la camisa, en un gesto casi ridículo, pues la camisa estaba toda desgarrada.

Felipe la detuvo, poniendo su mano sobre la de ella, indicándole que esperara.

Pasaron varios minutos. Los pensamientos se atropellaban en la mente de Lavinia. Había que llevarlo al hospital. Esto no era como lo de Sebastián. Felipe se estaba muriendo, se estaba desangrando, tenía la carne abierta a la altura del estómago. No duraría mucho si no lograba llevarlo a un hospital. Tendría que llamar a los vecinos. Nada importaba. Nada más que salvarle la vida, aunque los echaran presos después. Nada importaba.

– Felipe, esto es serio – dijo Lavinia -, esto no es para que estemos aquí en este cuarto – dijo -, te tengo que llevar al hospital.

Te vas a morir, iba a decir, pero se contuvo.

Felipe abrió los ojos. En su expresión había retornado la calma. Respiraba trabajosamente.

Instintivamente le metió unas almohadas por detrás para inclinarlo un poco, pensando en la sangre, la hemorragia interna, los pulmones.

– Te tengo que llevar al hospital – repetía, mientras tomaba la decisión de llamar a Adrián. Adrián le ayudaría.

– Acércate – dijo Felipe -. Voy a ir al hospital, pero primero tengo que hablarte… por favor…

– Pero déjame llamar a Adrián – dijo Lavinia -, déjame llamar a Adrián para que venga mientras hablamos, para que me ayude a llevarte al carro.

– No, no. Primero acércate. No hay tiempo. Después. Después puede venir Adrián…

– Pero…

– Por favor, Lavinia… por favor…

Era insistente. Insistía con sus ojos, con sus manos, con lo que le quedaba sano. Desesperada, Lavinia se acercó.

– Escúchame bien. Mañana es la acción. La acción es en la casa de Vela. Nos vamos a tomar la casa de Vela. Es un comando de trece personas. Yo soy parte de ese comando… era… – dijo con una media sonrisa; hablaba con firmeza, como si hubiese acumulado fuerzas para hablarle, las últimas fuerzas que le quedaban -, cada persona es imprescindible.

"Quiero que tomes mi lugar. Vos conocés bien la casa. Ya no hay tiempo para que nadie más la conozca tan bien como es necesario. Quiero que seas vos quien tome mi lugar. Nadie más. Sé que podes hacerlo. Además, te lo debo, porque fui yo quien me opuse a tu participación… -respiró, cerrando los ojos; los abrió de nuevo-, te lo debo. Vos podés hacerlo. Lo has demostrado. Vos podés hacerlo… Anda a la casa. Deciles que me pegaron cuando hacíamos el operativo de los taxis. Deciles que no fue la guardia. Fue el taxista cuando le dije que me diera el taxi. Me tomó por ladrón. Disparó a quemarropa. Demasiado tarde le dije que era del Movimiento. Me puse nervioso. No creí que estuviera armado. Fallé. ¡Fue mi propia estupidez! Si le digo antes, no hubiera disparado. "Me hubiera dicho", eso me decía el hombre -y Felipe sonrió burlándose de su propia desgracia, de la paradoja del incidente desafortunado; tosió, cerró los ojos, pareció tomar aliento para continuar-. Él mismo me trajo. Quería ayudarme. No hallaba qué hacer. Me iba a llevar al hospital, pero lo convencí de dejarme cerca de aquí. Le advertí que no llamara a la policía. Lo amenacé, incluso… -la voz de Felipe se adelgazaba- por si acaso.

Reconstruyó en su mente la mala suerte de Felipe. Seguramente había estado armado cuando se volvió hacia el taxista para anunciarle "es un asalto: entregúeme el vehículo". Y el taxista, la violencia, había reaccionado veloz, pegándole primero. Duelo fatal. Un error. Unos segundos.

Una frase dicha a tiempo y Felipe quizás no estaría herido. Algunos taxistas eran hasta colaboradores del Movimiento. Quizás éste no le habría disparado. ¡Quizás tantas cosas! Ya no lo sabrían. Ya no importaba. Las interrogantes se le borraban mirando la cara de Felipe, la expresión que empezaba a atravesar la palidez de su rostro.

Era una expresión intensa, fija. La miraba desde una cercana lejanía. Tenía la sensación de estarlo perdiendo como una tenue señal de radio que se disuelve en el aire. Se había quedado detenida, casi paralizada, escuchándolo, oyéndole decir que había impedido su participación y ahora le pedía tomar su lugar. Grandes embates de amor y desesperación se cruzaban en su pecho con vientos fríos. No podía seguir así. No podían seguir así, mirándose, diciéndose con la mirada lo que ya no había tiempo de resolver, las eternas discusiones se detenían aquí, frente a la muerte, frente a la sangre de Felipe manando del pecho, expandiéndose sobre las sábanas de la cama donde conocieron el amor, la vida, lo irreconciliable. -Déjame que llame a Adrián -dijo Lavinia, suavemente, tratando de soltarse de la mano de Felipe, que la sostenía anclada a la cama donde él se desangraba.

– No me has contestado -dijo Felipe- ¿vas a tomar mi lugar? ¿Lo vas a hacer?

– Sí, sí -dijo Lavinia-, lo voy a hacer.

– No vas a dejar que te digan "no".

– No. Felipe, no voy a dejar que me digan "no". -Se dio cuenta que le hablaba como a un niño pequeño. Su voz era calma y consoladora, como la de su tía Inés cuando ella enfermaba.

Felipe cerró los ojos y aflojó la mano. Tosió apenas y su pecho sonó terriblemente congestionado.

Aquel sonido trajo a Lavinia la inminencia de la vida que se escapaba frente a sus ojos y cuyo fin simplemente no podía aceptar, no lo consideraba posible. Y, sin embargo, tenía que reaccionar, pensó, no podía seguirse resistiendo, seguir pensando que, a pesar de todo, Felipe viviría.

Se levantó y fue hacia el teléfono, sin dejar de ver a Felipe. Felipe con los ojos cerrados. La sangre de Felipe creciendo una laguna roja en la cama.

– ¿Adrián?

La voz soñolienta le devolvió un ronco "sí".

– Adrián, es Lavinia, despertate, por favor.

La urgencia despabiló a Adrián. Sólo dijo que lo necesitaba. No le explicó nada más. Era una emergencia. Por favor. Debía venir a su casa inmediatamente. Era sumamente urgente. "Ya llego", dijo Adrián.

Calculó el tiempo que le tomaría llegar. Quince minutos máximo, pensó. A esta hora no había tráfico.

Fue al baño y buscó otra toalla limpia. Se acercó a Felipe, arrodillándose al lado de la cama. Él abrió los ojos.

– ¿Lavinia? -preguntó y su mirada de ausencia la asustó.

– Aquí estoy, Felipe. Ya viene Adrián. Ya te vamos a llevar al hospital. Todo va a salir bien. Descansa. No te preocupes.

– Sos una mujer valiente, ¿sabes? -dijo Felipe, con una voz delgada, un sonido de viento a través de un desfiladero.

– Creo que es mejor que no hables -dijo Lavinia-, estate quietecito, amorcito, mi amorcito… -no pudo reprimir el deseo de acercársela, de poner su cabeza sobre la frente de Felipe, besarlo, pasarle los dedos por el pelo.

– Amorcito, amorcito -dijo Felipe, cual si repitiera un nombre y tosió de nuevo, esta vez con más violencia y para el horror de Lavinia, un hilo de sangre empezó a salirle por la boca, mientras su cabeza se inclinaba hacia donde ella acercaba su pecho. Un suave movimiento de cabeza y se quedó quieto.

Lavinia se inclinó para limpiar la sangre de la mejilla y vio los ojos fijos, la boca entreabierta. Felipe estaba muerto. Se le había muerto hacía un instante, allí, tan cerca de ella: el pecho que antes subía y bajaba casi resoplando, no se movía ya.

– ¿Felipe? -dijo bajito, casi temiendo despertarlo, como si se hubiese quedado dormido-. ¿Felipe? -dijo un poco más alto.

No hubo respuesta. Ya sabía que no habría respuesta. Con sus dos manos, se apoyó sobre el pecho de Felipe, presionó fuerte, para arriba y para abajo como más de una vez vio hacer a los camilleros en demostraciones de primeros auxilios. Se le llenaron las manos de sangre. No sucedió nada. Felipe, desmadejado, no se movió.

Está muerto, se dijo. No puede ser, se dijo. Dónde estará Adrián, se preguntó, cuándo vendrá, pensó. Felipe no puede morirse, se repetía, tocándolo, poniendo su cara muy cerca de los ojos de Felipe, de lo que debía ser la mirada de Felipe, la mirada triste que ya no la veía.

¡No! estuvo a punto de gritar. ¡No! dijo, a la soledad de la noche.

No puede ser, empezó a decir en voz alta. Felipe, empezó a decir en voz alta. Felipe no te me muras, le dijo. Felipe, por favor, volvé. ¡Felipe! Y la voz se iba desesperando sin que él se moviera, sin que él tratara de calmarla, de decirle "no te pongas así, Lavinia, cálmate".

Se levantó y, sin saber por qué, salió a prender las luces de la casa. Se movía frenética. Quería hacer algo con las manos. No sabía qué. No sabía si quería golpear, agarrarse el pelo, empezar a llorar. Pero las lágrimas no venían. Sólo podía pensar en Adrián. Adrián tenía que venir. No creería que Felipe había muerto hasta que llegara Adrián. Felipe se había desmayado. Estaba desmayado en su habitación. Perdió mucha sangre. Seguro era eso. Ella no era médico. No sabía reconocer la muerte. Tenía que llegar Adrián. Todo estaría bien cuando llegara Adrián.

Y Adrián llegó. Ella abrió la puerta y lo agarró de la mano, sin decir nada, lo llevó al cuarto y el otro no hizo preguntas porque la vio manchada de sangre, el vestido, las manos manchadas de sangre.

Se arrodilló al lado de Felipe. Lo tocó, le puso la mano en la frente. Ella lo vio ponerle la mano frente a la boca, le vio prender el encendedor y acercarlo a los ojos de Felipe. "Pásame un espejo", le dijo. Se lo pasó y lo vio poner el espejo frente a la boca de Felipe. Luego lo vio cerrar los ojos de Felipe, pasarle la mano por la cara, cerrarle los ojos de nuevo, cerrarle la boca entreabierta, acomodarlo sobre la cama, doblarle las manos sobre el pecho como a los muertos.

Se levantó del lado de la cama. Se paró junto a ella, la miró.

– No hay nada que hacer -le dijo, en una voz muy bajita, como un secreto. Lavinia lo miró sin querer comprender.

– Está muerto -le dijo Adrián-. No hay nada que hacer.

– Hay que llevarlo al hospital -dijo Lavinia-. Nosotros no sabemos de esas cosas.

Adrián le puso los manos sobre los brazos. La miró fijo en los ojos.

– Sí sabemos, Lavinia. Felipe está muerto -dijo, y la abrazó, le empezó a sobar la cabeza lentamente.

– No puede ser -dijo Lavinia, y se soltó-. No puede ser -repitió-. ¡No puede ser!- gritó.

Y Adrián volvió a cogerla de los brazos, la volvió a abrazar.

– Lavinia, por favor, no lo hagas más difícil. Por favor. Es terrible pero tenés que aceptarlo.

Felipe estaba muerto. Tenía que aceptarlo. ¿Por qué tenía que aceptarlo? pensó. ¿Por qué tenía que aceptar que Felipe estaba muerto? Uno no tenía que aceptar nada. Se soltó de los brazos de Adrián. Se arrodilló de nuevo junto a la cama. Tocó a Felipe. Estaba fresco. Su piel estaba fresca. No estaba frío. Sólo fresco. Pero no se movía. No respiraba. Tenía que aceptarlo. Estaba muerto.

– ¿Felipe? -dijo-.¿Felipe? -y se quedó arrodillada, con la cara caída sobre el pecho, los hombros desplomados, sin lágrimas.

De nuevo Adrián se le acercó. Le puso la mano sobre el hombro. La levantó, la llevó al baño, la hizo lavarse las manos, la hizo salir de la habitación, ir a la cocina, sentarse en los banquitos de la cocina mientras le preparaba un café caliente.

– Tenemos que llevarlo al hospital -dijo Lavinia-. De todas maneras.

– ¿Conoces a su familia?

– No. Sólo sé que viven en Puerto Alto.

– ¿Y estás segura que podemos llevarlo al hospital? Sé que es difícil para vos, pero hacé un esfuerzo. Trata de pensar un ratito, si es conveniente llevarlo al hospital. Allí van a hacer preguntas. ¿Qué les vamos a decir? ¿Decime qué pasó? ¿Cómo fue?

– Se metió en un taxi. Tenía que llevarse el taxi, quitárselo al taxista. Prestado, vos sabé cómo es eso… Pero el taxista no entendió. Creyó que era un ladrón, que le estaba robando. Le disparó a quemarropa. Después lo trajo hasta aquí… se asustó. Dijo que no iba a llamar a la policía…

– ¿Cómo? -dijo Adrián-. No entiendo. Se metió en un taxi, el taxista creyó que era un ladrón y disparó. Pero, ¿cómo es que lo vino a dejar aquí? ¿Y cómo es que Felipe no le disparó primero? ¿No estaba armado?

– No sé. No sé -dijo Lavinia-, supongo que sí. Supongo que no le disparó porque el otro lo hizo primero, porque no pensó que le iba a disparar, ¡qué sé yo! Y después le dijo que era del Movimiento, que no lo entregara a la policía. Y el hombre no lo entregó, lo trajo para acá.

¡Supongo que así fue! -sorbió el café que Adrián le puso en la mano. Estaba caliente. Era bueno sentir el calor. Estaba tiritando. Tenía mucho frío. ¿Habría llovido? ¿Por qué tendría tanto frío? la familia de Felipe… ¿Cómo sería la familia de Felipe?

Adrián se levantó y volvió trayendo una manta. Se la puso sobre los hombros.

– La familia de Felipe vive en Puerto Alto -dijo Lavinia-. Su papá es estibador… ¿Crees que habría que llamarlos? ¿Habría que llamarlos y entregarles a Felipe?

Pensó "el cadáver", "el cadáver de Felipe". Eso pensó. Pero no lo dijo. No pudo. Empezó a sentir en el estomago unas horribles ganas de vomitar. Puso el café sobre la mesa y se agarró el estómago, se dobló sobre sí misma, puso la cabeza sobre sus piernas. Así quería quedarse. No volver a levantar la cabeza. No volver a ver a nadie. Quedarse con Felipe allí en casa.

– Lavinia… -dijo Adrián.

No respondió. Empezó a pensar en la mamá de Felipe. ¿Cómo será? ¿Se parecería el hijo a ella? ¡Y qué horror! llegar con Felipe muerto. Se imaginó los gritos de la mujer, su mirada dolida. ¿Qué le pasó? diría, seguramente. El pecho empezó a contraérsele.

Adrián la tocó en el hombro. Le preguntaba si se sentía enferma. Ella soltó un ruido feo que casi no reconoció como suyo. Un sollozo seco y ronco.

– Llora -dijo Adrián-, te va hacer bien llorar. Levantó la cabeza.

– No hay tiempo -dijo-. No hay tiempo -repitió. Felipe había dicho que tenía que tomar su lugar. No había tiempo. El amanecer empezaba a clarear en la ventana. A lo lejos, se escuchaban los gallos.

Adrián tendría que encargarse de Felipe. Felipe que ya estaba muerto. Ella tenía que irse de allí, irse a la casa, a la casa donde debió haber llegado Felipe. Seguramente lo estarían esperando. El comando estaría nervioso, pensando en lo que podría haber pasado. Algo podría pasar si ella no llegaba pronto, si no les avisaba lo que había sucedido. El taxista podría denunciarlos. Se dejó caer en la silla.

– Adrián, vos te tenés que encargar de Felipe -dijo-. Yo tengo que irme.

Adrián pensó que estaba alterada, que no sabía lo que decía.

– No digas eso, Lavinia. Vas a ver que lo vamos a resolver juntos. No te pongas así. Cálmate. Toma un poco más de café.

– No emendes -dijo Lavinia-. Estoy bien. Estoy calma. Pero tengo que irme. Tengo que avisarles.

– Lo podemos hacer más tarde -dijo Adrián.

– No. No se puede -dijo Lavinia-. No te puedo decir nada más. Pero más tarde no se puede. Me tengo que ir ya, antes de que amanezca. Ya me tengo que ir.

– ¿Y Felipe? -dijo Adrián- ¿qué vamos a hacer con Felipe? Estaba asustado.

– Hay que llamar a Julián -dijo Lavinia-. Julián es su amigo. Él sabe dónde localizar a la familia. Y hay que sacarlo de aquí escondido, sin que el vecindario se entere. Sacarlo de aquí y llevarlo a otra parte.

"A otra parte que no sea aquí. Es muy importante. Yo puedo llamar a Julián, pero no puedo esperarlo. Vos te tenés que quedar aquí y esperarlo. Explicarle lo del accidente. Decirle que yo tuve que irme. Que no pregunte nada. Él te va a ayudar. Estoy segura. Era su amigo. Se querían mucho -dijo y de nuevo sintió que quería quedarse allí, ponerse a llorar, pero no había tiempo. Tenía que

irse.

– Pero vos no te podes ir así, solita. No estás bien, Lavinia. Por lo menos, espera que venga Julián y yo te voy a dejar.

– No. Estoy bien. No me va a pasar nada. Sólo tengo que ir a avisarles. De verdad, créemelo. No me podés llevar. Nadie me puede llevar. Tengo que ir sola -se pasó la mano por el pelo. Por momentos, sentía que se volvía loca. Luchaba contra sí misma, contra el impulso de volver a la habitación y quedarse con Felipe, de llorar. Pero las lágrimas no le salían. Se sentía frenética. Desgarrada. Quería irse ya y quedarse. Debía irse, se repitió; debía cumplirle a Felipe. Era lo último que le dijo, que tomara su lugar. Debía hacerlo. Y, además, los otros estarían preocupados. Se podría suspender la acción. Todo podría fallar si ella no era fuerte, si se ponía a llorar, si se quedaba al lado de Felipe. Pero era terrible dejarlo solo. Horrible dejarlo allí, todo sucio, todo ensangrentado en su cama. Pero tenía que irse.


Entró a la habitación. Adrián le seguía los pasos. Felipe estaba igual. No se había movido. Había tenido la esperanza de que al entrar, Felipe estuviera de lado. De lado como le gustaba dormir. Pero estaba todavía boca arriba, con las manos sobre el pecho, como Adrián lo dejó. Se acercó al teléfono. Buscó en su librito el número de la casa de Julián. La mujer de Julián respondió, malhumorada, soñolienta. No eran todavía las cinco de la mañana. Julián se puso al teléfono. Le dijo que debía llegar a su casa; que no dijera nada pero se trataba de Felipe. Felipe había tenido un accidente. Era urgente que llegara inmediatamente.

Después entró al baño y se cambió la ropa ensangrentada. Se puso unos blue-jeans, una camiseta, zapatos de tenis. Vio la chaqueta de azulón de Felipe y la agarró. Se la puso sobre los hombros. Todavía temblaba de frío.

Antes de salir de la habitación, se arrodilló junto a Felipe. El llanto se le quedaba en el pecho como un ahogo sin cauce, un dolor batiéndose contra cada rincón de su cuerpo.

– Ya me voy Felipe -dijo, acercándosele a la cara-. Ya me voy, compañero -repitió-. Patria Libre o Morir -sollozó, besándole las manos, sintiendo por primera vez la humedad de las lágrimas empezando a correr como ríos desatados.

Se levantó huyendo de aquella humedad que amenazaba con paralizarla, con dejarla allí sobre la camisa ensangrentada de Felipe.

– Me voy -dijo a Adrián, y salió de la habitación casi corriendo.

Adrián la siguió hasta la puerta. Se despidieron rápidamente. Un abrazo fuerte. "Cuídamelo", dijo Lavinia. "Cuídate" -dijo Adrián.

Miró su reloj. Eran casi las cinco de la mañana. Encendió el motor del carro. Pasó la mano por el vidrio delantero cubierto de niebla y rocío. Y salió. Las calles empezaban a animarse con los camiones repartidores de leche y los mensajeros en moto lanzando los periódicos en las veredas de las casas. Era un día más. Otro día. Todo parecía normal. Pasó por casas que lucían adornos navideños en los jardines. Árboles con bujías de colores. Ventanas por donde se vislumbraban árboles de navidad. Nada parecía haber cambiado. El mundo no lloraba la muerte de Felipe. Era como si no hubiese sucedido. Empezó a llorar. Los sollozos velaban la carretera que ahora tomaba, las flores amarillas, húmedas de los bordes, meciéndose en el viento mañanero y fresco de diciembre.

Sentía que el llanto le brotaba desde los pies, le producía un agudo dolor en el vientre, en el estómago. Respiró hondo. Debía calmarse. No podía llorar así. No podría manejar si seguía llorando así.

Los pensamientos alborotaban un desorden de imágenes. Felipe riéndose, Felipe en la cama, Felipe en la oficina, Felipe en la última mañana que lo vio, Felipe diciéndole que la acción no tenía nada que ver con Vela, diciéndole que él no había querido que participara, Felipe cuando lo conoció, Felipe en su cama, ensangrentado, inmóvil. El mundo sin Felipe. Nada había cambiado. Y, sin embargo, para ella, todo había cambiado. La rabia, la rabia de su muerte, tan inútil, la muerte de tantos, la dictadura, el Gran General, el general Vela y su absurda casa, las mujeres de Vela, imbéciles. Los odiaba. Los odiaba con las vísceras que le dolían, con la entraña que punzaba, con el estómago. Los podría matar con sus manos. Con sus manos desnudas. Sin asco.

Y había que seguir, que continuar. Felipe no podía haber muerto en vano. Habría que cumplirle los sueños. A él y tantos otros. Evitar que sus muertes quedaran vacías, que no sirvieran para nada. No podía morir en vano. Había que triunfar, había que hacer tantas cosas. Y Felipe riéndose en la playa, Felipe en el barco yéndose a Alemania, Felipe niño en la escuela… Los Felipes que conoció y los que no conoció, le saltaban en la mente. Duende Felipe, pájaro Felipe, colibrí Felipe, oso Felipe, Felipe machista, Felipe dulce. Al final, le pidió que lo sustituyera. No porque lo hubiera querido. Por necesidad. Las mujeres entrarían a la historia por necesidad. Necesidad de los hombres que no se daban abasto para morir, para luchar, para trabajar. Las necesitaban a fin de cuentas, aunque sólo lo reconocieran en la muerte. ¿Por qué? ¿Felipe? ¿Por qué? ¿Por qué te me fuiste a morir? Amorcito, mi muchachito, mi hombrecito lindo.

Y así llegó a la casa de los espadillos. La casa oscura. Entró con el carro hasta el frente. Se encendieron luces. Movimiento. Un hombre apareció. El compañero de la posta. "Soy Inés" -dijo Lavinia-. "¿Aquí venden plantas? ", la contraseña. "Compañera ponga el carro aquí atrás" y lo puso, lo metió por detrás de la casa. Vio otros carros. Taxis. Los taxis Mercedes Benz. Allí estaban. Semiocultos. Eran dos taxis. Uno metido en un garaje. El otro por fuera tapado con una manta. Y su carro. Serían tres carros. No haría falta el taxi de Felipe.

En la puerta de atrás de la casa, la puerta de vidrio que daba a un porche cubierto con una pérgola, acababan de aparecer Sebastián y Flor. Se acercaban. Tenían unas chamarras sobre los hombros. Caras de preocupación. Otra vez la desgarradura en el estómago cuando los vio. Aquellas horribles ganas de llorar. Y de gritar también. Se limpió la nariz con el dorso de la mano. Flor y Sebastián se acercaron, casi corriendo. Sebastián le puso un brazo sobre los hombros. ¿"Que pasó? " -dijo. Y Lavinia no pudo decir nada. Se puso a llorar. Se abrazó a Sebastián y lloró sin poder pronunciar palabra, sintiendo que había llegado, que estaba con su familia, con los suyos, con sus hermanos. La metieron dentro de la casa. Una sala enorme casi sin muebles. Unas cuantas sillas de aluminio con cubiertas de plástico floreadas.

Flor dijo algo al posta que salió de nuevo de la casa. Apagaron las luces. El día iba quebrando ya la oscuridad.

Flor desapareció y volvió a aparecer con un vaso de agua en la mano. Se la dio a Lavinia. Sebastián la había sentado en una silla. La mantenía abrazada, medio arrodillada a su lado. Ella seguía llorando.

Tomó el agua, diciéndose que debía calmarse. No había venido a llorar. Tenía que decirles lo sucedido, pero sentía como si Felipe fuera a morir en ese momento. Sólo en ese momento la muerte de Felipe sería real, en el momento en que se lo dijera. Y no le salían las palabras. Iba a decirlo y volvía a llorar.

– ¿Te siguieron? -preguntó Sebastián-, ¿te buscaron? ¿Pasó algo?

Ella movía la cabeza contradiciéndose, diciendo que no y que sí, sin poder emitir palabra.

– Déjala que se calme -dijo Flor a Sebastián y se acercó a darle palmaditas en el hombro, a darle más agua.

Tenía que decirles pronto. Los veía ponerse nerviosos a cada minuto que pasaba. Sintió la alerta en la casa. Ruidos de pisadas en el piso de arriba. Cosas que se movían.

– No me vienen siguiendo -dijo por fin-. No se alarmen. No me vienen siguiendo. No pasó nada con la guardia.

Aspiró una gran bocanada de aire. Tenía que seguir. Tenía que mencionar a Felipe. En ese momento. Ver morir a Felipe en los ojos de Sebastián y Flor. Tenía que hacerlo ahora, ahora que se aminoraban los sollozos, y podía hablar.

– Lo que pasó fue que Felipe -tomó agua, respiró profundo-. Felipe asaltó un taxi. El taxista creyó que era un ladrón. Le disparó a quemarropa. Felipe murió en mi casa. Hace como una hora, como dos horas tal vez. Eso fue lo que pasó.

Ahora las lágrimas le corrían por las mejillas, pero los sollozos se iban calmando. Trataba de no ver a Felipe. Cada vez que una imagen de Felipe le brotaba de la memoria, volvían los sollozos. Trató de pensar en otra cosa, en las sillas de la sala, en el lugar aquel, inhóspito, abandonado, las paredes descascaradas. No quería ver las caras de Flor y Sebastián.

– Vas a hacer un esfuerzo -decía Sebastián, arrodillándose frente a la silla, junto a sus rodillas, tomándole la mano- y me vas a contar despacito lo que pasó.

Se lo contó lo mejor que pudo. Tomando sorbos de agua, usando el pañuelo tosco y grandote que le pasó Flor, de pie al lado de la silla sobándole la cabeza.

Cuando terminó, Flor y Sebastián se apartaron de su lado. Dijeron algo entre ellos.

– Vamos a mandar a un compañero a que vea lo de tu casa -dijo Sebastián, y dirigiéndose a Flor -quédate vos con ella.

– Dame las llaves de tu carro -dijo Sebastián.

– Espérate -dijo Lavinia-. No te vayas. Tengo que decir algo más. Felipe quiere que yo tome su lugar. Insistió. Dijo que yo conozco la casa. Que él confía en mí. Que yo debo hacerlo. Que yo debo tomar su lugar.

– Bueno, bueno. Ya vamos a hablar de eso.

– No. Yo tengo que hacerlo, Sebastián. Por favor. Felipe me lo pidió antes de morirse. Me dijo que insistiera.

– Ya vamos a hablar de eso -dijo Sebastián, y salió sin darle tiempo de continuar.

– Flor, por favor, vos tenés que ayudarme -dijo Lavinia-, yo tengo que hacerlo. Yo conozco esa casa mejor que nadie.

– Sí, sí. Cálmate. No te preocupes. Espera que venga Sebastián. El no ha dicho que no. Sólo que ahora hay que hacer otras cosas más urgentes. Toma más agua.

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