Capítulo 28

EL TELÉFONO SONÓ DE NUEVO.

– "Doce" -dijo Sebastián- contesta. Si es el Gran General me lo pasas.

No era el Gran General. Era el sacerdote que habían solicitado como mediador. El Gran General accedía a negociar. El sacerdote pedía instrucciones para acercarse a la casa.

Sebastián habló con él.

Mientras se encaminaba nuevamente a ocupar su lugar, Lavinia vio de frente a ella, la pared de madera jaspeada del estudio, formada por varios paneles. El cuarto secreto. ¡Qué extraño!, pensó. ¡Ahora se daba cuenta! ¡Eso era lo que el muchacho insistía que ella mirara! Pero, ¿por qué?, pensó. Las armas ya no estaban en su lugar. Sebastián y "Uno" las habían repartido… Pero, ¿Y si no habían abierto el cuarto secreto?, pensó de pronto. Quizás no siendo arquitectos, sólo se habían preocupado por ver si las armas estaban sobre la pared giratoria…

Llegó de nuevo a su puesto de vigilancia. Se dio vuelta. Apoyó la espalda contra la pared fría del estudio privado de Vela, intrigada.

El muchacho la seguía mirando. Lo miró fijamente interrogante. Los ojos de él brillaban, tenían la expresión de hallazgo del hermano de Sara cuando, en las vacaciones en la hacienda del abuelo, delataba dónde estaba el tesoro.

Y entonces ella se dio cuenta. Lo supo. La certeza la invadió dejándola paralizada. El adolescente vio su expresión, la vio tensarse, enderezarse como si la pared quemara; y le hizo un gesto de asentimiento. Inclinó la cabeza simulando mirar al suelo, en un "sí" sólo perceptible para ella.

Nadie se había percatado de aquel intercambio. Ella y él estaban solos en el mundo, hablándose un lenguaje de señas. Vela estaba allí. ¡Escondido en el cuarto secreto! ¡Cómo no haberlo sospechado antes!

Nadie había sospechado que la señora Vela mintiera. ¡Nadie! ¡Ni ella que sabía las dimensiones de aquel cuarto! Simplemente no se le había ocurrido. Creyó a la mujer igual que todos los demás. Era propio de Vela ser así de servil, acompañar al Gran General a su casa. ¡Nadie lo consideró extraño! ¿Y ahora cómo decirlo? Vela estaba allí. La certeza la congeló. ¡Estaba allí esperando el momento propicio para salir y matarlos a todos! ¡Salir disparando y matarlos a todos! ¡Hacer fracasar la operación!

¿Por qué no habría insistido ella en que revisaran aquel cuarto? ¡Simplemente asumió que los demás lo harían! ¡No pensó que quizás pensarían que se trataba únicamente de una pared giratoria! Porque seguramente pensarían eso… Ahora, recordando la explicación que diera al comando tan sólo unas horas antes, se daba cuenta que ella no había entrado en detalle sobre el espacio oculto. Incluso, en cierto momento al inicio de la operación, "Uno" había comentado que las armas estaban "a la vista" y a ella no se le ocurrió preguntarle si había descorrido los paneles.

¿Por qué? ¿Por qué oscuro mecanismo descartó la importancia de revelar la existencia de la madriguera donde ahora Vela se ocultaba, como un animal maligno esperando el momento propicio?

¿Y cómo decirlo? Vela estaba allí. Ya no le cabían dudas. Eso era lo que el muchacho había estado tratando de decirle. Estaba allí.

Sentados en el suelo, con la espalda contra la pared, los invitados aguardaban. Sebastián habló con el sacerdote por teléfono. Ahora sólo restaba esperar a que llegara. Flor y otros compañeros habían salido a preparar las condiciones para su ingreso a la casa. Era cuestión de esperar. El silencio pesaba alrededor.

Lavinia miró al muchacho. Estaba en cuclillas. Expectante. ¿Por qué la habría alertado? se preguntó. Le pareció verlo el día de la entrega de la casa, serio, adusto, caminando detrás del padre sin emitir palabra, ensombrecido. Seguramente lo odiaba. El padre no comprendía sus sueños. Se mofaba de él, de sus sueños de volar. Para Vela, conocido como "el volador", paradójicamente, volar era lanzar campesinos desde el aire. Matar.

¿Lo sabría el muchacho?, se preguntó. ¿Sería una de esas terribles venganzas infantiles? Sintió un escalofrío. ¡Entregar al propio padre! Y ella. ¿Qué haría ella?

"Cuatro" había entrado. "Nueve" estaba muerto. Ella oyó la clave cuando se la dijo a Sebastián. "Nueve" era Pablito. Pablito estaba muerto.

Debía enfrentar a Vela sola, pensó. Nadie tenía por qué arriesgarse más que ella. Pablito había muerto. Nadie más debía morir. Miró a su alrededor. Sebastián se apoyaba en la pared del dormitorio principal.

"Seis" y la "Ocho" hacía el costado del costurero. "Siete" cubría la escalera hacia el primer nivel. Nadie estaba directamente frente al sector de la armería. No podía suceder nada si Vela estaba allí. No podría disparar contra nadie más que contra ella. Le empezaron a sudar las manos. Apretó la subametralladora. Con movimientos lentos, disimulados, revisó el magazine. Estaba montado. Listo para disparar.

El muchacho no le quitaba los ojos de encima. Quería que lo hiciera. Era terrible, pero ella sentía que quería que lo hiciera. La empujaba con la mirada. Le costaba creerlo. Quizás tenía esperanzas de que ella encontrara al padre y le salvara la vida. Quizás era eso. Ella le había hablado de lo triste que era la guerra. Matar gente. Pensaría que protegería al padre. Tendría que actuar rápido. Aguardar el instante preciso.

Revisó en su memoria el mecanismo de los paneles. Debía de descorrer el cierre en la pared. Luego podría empujar el panel con el pie. Se abriría si ella daba una patada con fuerza. Un panel sería suficiente.

Desde allí podría encañonar a Vela, conminarlo a que se entregara. Vela se entregaría. A estas alturas, sabría que era hombre muerto si salía de allí disparando.

Se oyeron sonidos afuera. El mediador había llegado. Flor entró a avisarle a Sebastián. Él salió. Flor ocupó su lugar. Ella y Lavinia no habían cruzado palabra desde el inicio de "Eureka" desde hacia una eternidad.

Empezaba a amanecer. Las caras de los invitados, sentados en el suelo, estaban demacradas por el desvelo. La niña de Vela se había dormido. Los ojos del muchacho se cerraban de vez en cuando, sin poder dominar el sueño. Luchaba contra el sueño, sin querer quitarle los ojos de encima. Cuando abría los ojos después de un breve dormitar, la miraba.

Ahora debía hacerlo, pensó Lavinia. Ahora. Cuando el muchacho dormitara lo haría. Apretó de nuevo el metal negro de la Madzen.

El muchacho empezó a cerrar los ojos. Era adolescente. ¿El sueño podía más que el temor, la expectativa… qué? pensó, Lavinia; ¿qué sentiría?

No bien lo vio quedarse adormecido, empezó a deslizarse hacia el interior del cuarto. Flor, "Seis" y la "Ocho" miraban a los invitados. Tardarían en percatarse de su desplazamiento. Tardarían poco. Pero sería suficiente.

La alfombra marrón acalló sus pasos.

Ya dentro de la habitación, se movió rápidamente. Estaba calma.

De algún lugar le llegaba una ola de sangre fría. Tenía que sorprenderlo, pensó. Tenía que moverse rápido.

Con sigilo, para no alertar a Vela, soltó el mecanismo del panel en el extremo izquierdo. No hizo ruido.

Empujó la primera hoja con el pie.

– Ese niño que no se mueva -oyó la voz de Flor en la sala.

Y luego, en el preciso momento en que los ojos de Lavinia, adivinaron la figura de Vela agazapado se escuchó el alarido de horror del muchacho, el "Nooooooo" largo y desgarrado, retumbando.

Lavinia, que empuñaba firmemente el arma, mirando al general Vela descubierto en la oscuridad del recinto aquel inventado por ella, sintió un escalofrío de espanto. Vela y ella quedaron detenidos en una fracción de tiempo por el grito desgarrador del niño.

Se apartó cubriéndose, haciendo girar el panel. Vela estaba listo a dispararle.

Pensamientos desordenados con la velocidad de astros viajando en un espacio enloquecido, llovían en su mente.

– Nooooooo -gritó el niño otra vez.


Allí estaba aquel hombre, como los capitanes invasores; su cara esculpida de dios maligno, mirando a Lavinia, reconociéndola.

Y el grito del muchacho.

La sangre de ella se congeló. Sentí las imágenes apretujarse. Imágenes brillantes y opacas, recuerdos viejos y presentes.

Vi la cara de Felipe. Vi los grandes pájaros metálicos lanzando hombres desde su entraña, calabozos terribles y gritos.

Vi el niño de Sara sin nacer, el cuarto oscuro de Lucrecia, su olor a alcanfor; los zapatos en el hospital, el médico forense asesinado.

Y vi al muchacho. El que quería volar. Aquel niño que había denunciado a su padre, odiándolo. Y sólo en el último momento, comprendiendo que lo amaba, intentaba salvarlo con su graznido de pájaro herido, paralizando a Lavinia. El muchacho construido de dudas en el que ella se vio reflejada de modo misterioso.

Yo no dudé. Me abalancé en su sangre atropellando los corceles de un instante eterno. Grité desde todas sus esquinas, ululé como viento arrastrando el segundo de vacilación, apretando sus dedos, mis dedos contra aquel metal que vomitaba fuego.


Lavinia sintió en el tumulto de sus venas, la fuerza de todas las rebeliones, la raíz, la tierra violenta de aquel país arisco e indomable, apretándole las entrañas, dominando sobre la visión del muchacho, la visión de sí misma proyectada en aquellos ojos adolescentes, en el amor y el odio, en el bíblico "no matarás". Supo entonces que debía cerrar el último trazo de todos los círculos, romper el vestigio final de las contradicciones, tomar partido de una vez y para siempre. Se desplazó veloz. Se situó frente a frente al hombre fornido, que la apuntaba y apretó sus dedos -agarrotados y duros- sobre el gatillo.

Los disparos atronaron apagando los gritos quebrados del niño. La ráfaga de su Madzen rompió el aire un segundo antes de que Vela disparara, pensándose vencedor, descargando el oscuro odio de su casta, entrenada por años para matar.

Lavinia sintió el golpe en su pecho, el calor inundándole. Vio al general Vela aún de pie frente a ella, sosteniéndose, disparando, salpicado de sangre su uniforme; la mirada, agua regia, veneno.

Aún bajo los disparos de Vela, ella recuperó el equilibrio, y firme, sin pensar en nada, viendo imágenes dispersas de su vida empezar a correr como venados desbocados ante sus ojos, sintiendo los impactos, el calor almacenarse en su cuerpo, apretó el arma contra sí y terminó de descargar todo el magazine.

Vio a Vela caer doblado, derrumbado, y sólo entonces permitió que la muerte la alcanzara.

Todo había sucedido en segundos. Flor y la "Ocho", alertadas por el grito del niño, alcanzaron a llegar en el momento en que se decidía la contienda.

Instantes después apareció Sebastián.

El mediador se había llevado la propuesta.

Se negociaría.

"Eureka" había salido bien.

Mañana todo habría terminado.


La casa está en silencio. El viento sobre mis ramas apenas parece el aliento de nubes sobre el fuego apagándose. Estoy sola de nuevo.

He cumplido un ciclo: mi destino de semilla germinada, el designio de mis antepasados.

Lavinia es ahora tierra y humus. Su espíritu danza en el viento de las tardes. Su cuerpo abona campos fecundos.

Desde su sangre vi el triunfo de los ximiqui justicieros.

Recuperaron a sus hermanos. Vencieron sobre el odio con serenidad y teas de ocote ardientes.

La luz está encendida. Nadie podrá apagarla. Nadie apagará el sonido de los tambores batientes.

Veo grandes multitudes avanzando en los caminos abiertos por Yarince y los guerreros, los de hoy, los de entonces.

Nadie poseerá este cuerpo de lagos y volcanes, esta mezcla de razas, esta historia de lanzas; este pueblo amante del maíz, de las fiestas a la luz de la luna; pueblo de cantos y tejidos de todos los colores.

Ni ella y yo hemos muerto sin designio ni herencia.

Volvimos a la tierra desde donde de nuevo viviremos.

Poblaremos de frutos carnosos el aire de tiempos nuevos.

Colibrí Yarince

Colibrí Felipe, danzarán sobre nuestras corolas, nos fecundarán eternamente

Viviremos en el crepúsculo de las alegrías, en el amanecer de todos los jardines.

Pronto veremos el día colmado de la felicidad.

Los barcos de los conquistadores alejándose para siempre.

Serán nuestros el oro y las plumas, el cacao y el mango

La esencia de los sacuanjoches

Nadie que ama muere jamás.

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