Capítulo 18

EL JEEP DESTARTALADO atravesaba brioso el camino enfangado por la lluvia reciente. El conductor, un hombre de mediana edad, facciones agradables y bonachonas, "Toñito" lo llamaba Felipe, apretaba el timón que se movía ampliamente cual si no tuviera conexión con las ruedas del vehículo.

Habían salido en las primeras horas de la madrugada. Apenas empezaba a amanecer. Tomaron la carretera hacia el norte, desviándose en cierto lugar hacia el interior del valle franqueado por montañas.

El paisaje recobrado por la luz, se insinuaba pastel, rosas y verdes, húmedo y nuboso.

Felipe y ella viajaban en la parte delantera del jeep. En los asientos traseros, dos hombres y una mujer apenas si se dejaban sentir a través de retazos de una conversación de murmullos. Los habían recogido en diferentes puntos de la ciudad.

Lavinia callaba temerosa de decir algo indebido, algo que pudiera poner en peligro la "compartimentación". Era la primera vez que se relacionaba con otras personas del Movimiento y desconociendo las reglas del juego en esas situaciones, optaba por el silencio.

Felipe dormitaba. Sólo el chofer parecía relajado, viejo en el oficio quizás y, de vez en cuando, tarareaba tonadas de moda o viejas canciones de Agustín Lara.

El sol, al despejar la bruma, alumbraba extensiones plantadas de maíz y cebollas. Estaban en una zona campesina. Hasta aquí no llegaba ni la luz eléctrica. No se veían postes semejando cruces en el camino, ni gorriones sobre el tendido de los cables de alta tensión, como en la ciudad.

Olía a bien, a limpio, a vacas lejanas, a caballos.

– ¿Cuánto falta? -dijo Felipe, espabilándose después de un brusco movimiento del vehículo.

– Ya estamos cerca -contestó Toñito, y los dos retornaron a su silencio.

– Ya estamos cerca, pensó Lavinia. Esperaba no resultar deficiente en el "entrenamiento". Felipe le explicó sobre ejercicios, formaciones, arme y desarme, clases de tiro, "cosas que se aprendían en una escuela de fin de semana". Aunque nunca había sido muy destacada en los deportes o juegos atléticos y lo único en su haber eran clases de gimnasia rítmica, y ballet en la adolescencia, no pensaba que debía preocuparse demasiado por los ejercicios porque era buena caminante y tenía un cuerpo naturalmente firme. Le preocupaban las clases de tiro. Hasta el día del almuerzo con Vela, nunca tuvo un arma en la mano. Ante el general, apenas si había tocado el metal aduciendo el horror "femenino" a las armas de fuego -horror que, por demás, había sentido ese día ante aquellos mudos instrumentos de quien sabe cuántos asesinatos-. En una ocasión, su tía Inés, que conocía de escopetas porque, de niña, solía acompañar al abuelo en cacerías de venados, le mostró el mecanismo de un viejo revólver que guardaba en la gaveta de las cosas "sagradas", junto con misales, rosarios y cartas de novios de juventud. A ella le impresionó la delicada arquitectura interior, la aplicación de la física a la balística, los mecanismos cuidadosamente sincronizados. Fue la primera vez que miró de cerca uno de aquellos objetos a los que su madre tenía un horror fervoroso. "Prohibido tocar, prohibidísimo ni siquiera acercarse" decía cada vez que el padre sacaba un viejo revólver cuando escuchaba ruidos de ladrones.

Y ahora ella iba camino a "clases de tiro; arme y desarme". Aprendería a manejar armas de fuego. Quizás guardaría armas en su casa. No lograba imaginarse a sí misma disparando. ¿Qué se sentiría al apretar el gatillo?

¡Qué lejos estaban sus padres de sospechar estos rumbos de su vida! pensó. Desde el día del baile los visitó dos tardes como lejana conocida. Tomaron café y comieron galletas en la sala de la casa. De vez en cuando hablaban por teléfono. Sus padres indagaban sobre su vida social, pero no hacían muchas preguntas. Había quedado establecida entre ellos una distancia ancha desde cuyos extremos apenas si el afecto asomaba en gestos y palabras cifrados. Así lo había querido ella. Era mejor dejar sentado el distanciamiento cortés. No podía arriesgarse a las intimidades y visitas imprevistas de sus padres.


Piensa en los suyos. Aun cuando quiera obviarlos, las imágenes aparecen en los momentos más inesperados. En el peligro, la he sentido añorar el regazo de su madre y el de esa otra mujer, que aparece en sus recuerdos desleída por el tiempo. Pareciera que hay asuntos en su vida sin resolver. Carencias profundas. Caricias que le faltaron. La infancia cuelga de su fantasía como región de bruma y soledad y, a ratos, la atrapa en un confuso mundo de espíritus silentes y tiempo ido. Ella nunca se despidió. Sus padres no la bendijeron. No la vieron marchar en la distancia como mira un arquero la flecha lanzada lejos. No la han dejado libre.


Toñito codeó a Felipe.

– Llegamos -dijo, deteniendo el vehículo.

Estaban al fin del camino de tierra. Terminaba abruptamente en un cerco de finca. La vegetación alrededor era espesa. Tupidas extensiones sembradas de plátano se alzaban a ambos lados.

Felipe indicó a todos que bajaran. Descendieron en silencio mirando incomprensiblemente aquel lugar en medio de ninguna parte. No se veían más que plátanos. Indicó a Lavinia y los demás que lo esperaran cerca del alambrado mientras hablaba con el chofer.

El viejo jeep destartalado inició su retroceso por el camino levantando polvareda. "Toñito" alzó la mano en señal de adiós, cuando dio la vuelta, y enrumbó de regreso, alejándose.

– Vamos por aquí -dijo Felipe, indicando un lugar en la alambrada.

Tomaron turnos para levantar los alambres y pasarse debajo del cerco.

Caminaron por espacio de media hora aproximadamente, cerca unos de los otros, callados. Finalmente llegaron a un claro donde se alzaba una vieja casa hacienda.

Era ya pleno día, pero no se veían en la casa señales de actividad.

Diríase que la casa estaba abandonada y, sin embargo, los platanales…

Felipe se acercó y golpeó una de las puertas: tres golpes fuertes, seguidos por otros dos golpes rápidos.

Era la señal. La puerta se abrió y de la casa salieron dos hombres jóvenes, vestidos de blue jeans, descalzos y sin camisa.

Abrazaron sucesivamente a Felipe, mirando mientras lo hacían, al pequeño grupo que lo acompañaba.

– ¿Estos son los "alumnos"? -dijo el más alto de los dos, un muchacho bien parecido, de largas y delgadas extremidades, blanco y de pelo lacio castaño.

– Sí -dijo Felipe-, estos son y los presentó: "Inés", "Ramón", "Pedro" y "Clemencia".

El otro muchacho, grande y fuerte, los miró con un cierto dejo de broma en los ojos.

– ¿Vienen listos a cansarse? -preguntó, y todos sonrieron incómodos.

– Vamos a empezar de inmediato -dijo "René", el más alto de los dos.

Entraron a la casa hacienda donde les indicaron un lugar para dejar sus cosas. A excepción de varias hamacas colgadas en el interior, sólo vieron un improvisado fogón en la esquina y varios sacos.

El entrenamiento se inició en el patio. Lavinia no entendía aquel lugar.

¿Dónde estarían los campesinos, quién viviría allí?, pensaba, mientras René les mandaba numerarse e indicaba que, durante todo el tiempo que estuviesen allí, todos se llamarían por números.

A Lavinia le tocó el número seis, el último.

Felipe se encontraba sentado en el viejo y desvencijado corredor. Desde allí la observaba.

– Vamos a dividir las clases. Yo les daré elementos de formación cerrada y táctica militar; Felipe impartirá la clase de arme y desarme; Lorenzo hará la vigilancia diurna y en la noche vamos a turnarnos -decía René en tono profesional-. No quiero risas, ni conversación, hasta que hagamos un descanso. ¿Entendido?

– Entendido -dijeron los dos hombres y la mujer, mientras Lavinia movía la cabeza en sentido afirmativo, pensando que los otros parecían más duchos que ella.

Toda la mañana pasaron en aquel patio, aprendiendo las "voces de mando", los movimientos correspondientes: firmes, derecha, izquierda, media vuelta, marchen, numerarse de frente a retaguardia… "media vueeelta" gritaba René y todos giraban con los talones juntos…

No lograba comprender para qué podría servir el aprender aquello que más parecía destinado a soldados que guerrilleros, pero se aplicó cuidadosamente, sudando cuando empezaron los ejercicios físicos hasta que, misericordiosamente, René dio la voz de "descaaanseen".

Vio a Felipe hacer señas con la mano y separándose del grupo, lo siguió entre los platanales hasta un arroyuelo que corría cercano.

– Aquí te podés echar agua para refrescarte -le dijo, tirándole cariñosamente del pelo-, estás bien sucia.

– ¿Y los otros? -preguntó Lavinia- ¿por qué no vamos a llamarlos? Seguro que también quieren lavarse la cara, echarse agua.

– Ya vienen -dijo Felipe-, no te preocupes. René los va a traer. Sólo quería robarme un ratito con vos… Nunca hemos estado así, en el campo.

– ¿Y de quién es esta finca?

– La casa está abandonada, como te podés haber dado cuenta. Forma parte de la finca de unos colaboradores. Hicieron una casa-hacienda nueva y por aquí nadie viene porque los campesinos dicen que en la casa asustan. Sólo pasan por aquí cuando es absolutamente necesario, en tiempo de cosecha, pero acaban de cortar los cepos nuevos de los plátanos… Además, la mayoría colabora con nosotros. Es relativamente seguro este lugar. Me encanta verte sucia y sudada… -añadió.

Lavinia sonrió. El agua estaba fresca, fría casi. El arroyuelo corría entre altos cañizales, llevando pedruscos y lamiendo la vereda con su canto acuático. Mientras se frotaba los brazos sudados y la cara, se preguntó cómo operaría la mente de Felipe. Apenas ayer, parecía aún disentir calladamente con Sebastián sobre la conveniencia de su entrenamiento militar. A solas con ella, externó su discrepancia, insistiendo en que aún era muy "nueva" en el Movimiento y, además, ninguna de sus tareas demandaba una preparación de aquel tipo.

Ella, decidida a no dejarse provocar, lo había escuchado como quien oyera llover, consciente de que a pesar de sí mismo, Felipe tendría que acatar órdenes. Sin embargo, como siempre que lo veía retornar a esas actitudes, no había podido evitar el sabor triste de sus comentarios, como ahora no podía evitar asombrarse al verlo tan contento, como si nada hubiese sucedido entre ellos.

– Me he portado mal con vos -dijo él de pronto, intuyendo quizás sus pensamientos-. No sé porqué me pongo tan agresivo, no sé porqué me cuesta aceptar tu participación…

– De nada vale que te estés siempre arrepintiendo -respondió Lavinia, echándose agua en el pelo-. El arrepentimiento, a fuerza de repetirse, resulta aburrido -dijo el "aburrido", sonando las "erres". No tenía ganas de pelear. Prefirió sonreír comprensiva.

Escucharon el rumor de los demás acercándose. Venían riendo bajito, haciéndose bromas sobre el reumatismo, el dolor de huesos, los músculos tiesos… bromas tímidas, de desconocidos que se ven de pronto unidos en un naufragio o una aventura, a cuyo término la vida o la muerte esperan agazapadas.

"Clemencia", la número tres, cruzó con ella una mirada de entendimiento y afinidad de género. Era una mujer de piel aceitunada, pelo corto y facciones atractivas. Su cuerpo no era gordo, pero tenía constitución robusta y anchas caderas que movía con gracia al andar.

Ya Lavinia había notado cómo Lorenzo la miraba una y otra vez desde su puesto de vigilancia.

Juntos, bromeando sobre los fantasmas que esa noche llegarían a tocarles los pies, regresaron a la casa a calentar en un fuego de leño un magro almuerzo.

Eran curiosos los entendimientos que surgían entre personas desconocidas en esas circunstancias. No se podía intercambiar ninguna información personal, pero compartían el mismo sentido de la vida y la misma callada determinación. No se sentían, por esto, extraños unos de los otros. Al contrario, sentados en el viejo corredor de la casa, almorzando, diríase que se conocían de otros tiempos.

Lavinia con su atuendo de bluejeans, zapatos de tenis y camiseta, con el pelo en cola de caballo, sin maquillaje, sólo se veía diferente por los rasgos más finos de su cara, pero también René era blanco, pálido y delicado. En el comportamiento, se asemejaban todos.

La comida consistía en una tortilla con arroz y frijoles y un pocilio con café. Lorenzo, René y hasta Felipe, comían con gran habilidad, utilizando las manos sin miramientos. Lavinia procuraba disimular el desconcierto, las dificultades para comer ordenadamente el arroz y los frijoles, sin utensilios de comida, sólo con ayuda de la tortilla, sin poder evitar que se derramaran los granos púrpura y blancos. De reojo miró a los otros dos y se tranquilizó al ver que no sólo para ella resultaba inusual comer sin tenedor ni cuchillo.

– Es necesario que, de ahora en adelante, se preocupen por hacer más ejercicio -había dicho René-. Cualquiera de ustedes no aguanta una carrera de media hora, mucho menos una caminata por la montaña…

Después de almorzar, entraron a la casa y cerraron las puertas.

Por las ventanas, la luz de la tarde alumbraba el recinto de gruesas paredes con una luz pálida. Dentro de la casa de techo alto, hacía fresco. Lavinia conocía ese tipo de construcciones típicamente españolas. Las paredes gruesas aislaban del calor. El techo alto permitía que el bochorno se elevara sobre sus cabezas, dejando un espacio fresco habitable. En las casas coloniales de las ciudades, las viviendas cerradas sobre sí mismas, se abrían solamente hacia un interior de patio y corredores. La casa hacienda, concebida para la vida del campo obedecía a otra concepción de diseño: un interior solamente para el descanso y el corredor orientado hacia el campo donde se desarrollaba la actividad cotidiana y donde, en tiempos pasados, en elaboradas mecedoras de junco, se habrían balanceado las señoras y señores en las tardes contemplando las plantaciones.

Ahora el tiempo y el desuso eran evidentes en las paredes cascadas. Las telarañas, perdida su transparencia original, polvosas, se adherían a las paredes formando diseños en la decrepitud.

Felipe trasladó al centro de la estancia una bolsa marrón de lona. De allí fue sacando el modesto arsenal, un fusil M-16 de fabricación norteamericana y una pistola P38, 9mm. Era todo. Tomaba las armas suavemente cual si fueran piernas o brazos queridos: "este es un fusil M-16 automático", empezó a decir mientras lo mostraba, lo soplaba, sacudía suavemente el polvo. Explicó sus propiedades combativas, el alcance, otros datos técnicos y empezó lentamente a desarmarlo hablando constantemente, nombrando las diversas partes; disparador, gatillo, percutor, cañón.

Todos lo observaban en silencio colocar ordenadamente las piezas unas al lado de las otras, con respeto.

"Es como conocer la muerte", pensó Lavinia, mirando fijamente los delicados y complejos trozos de metal.

A pesar de todo, a pesar de comprender ahora la violencia de otra forma, para Lavinia seguía siendo insondable la noción del hombre construyendo aquellos artefactos para eliminar otros hombres; las grandes fábricas produciendo granadas, fusiles, tanques, cañones… todo para destruirse mutuamente. Desde remotos tiempos había sido así: el hombre despojándose, persiguiéndose, defendiéndose de otros hombres; y todo por el afán de dominación, el concepto de la propiedad, lo mío y lo tuyo… hasta que se incorporó a la naturalidad, a los sistemas, a la vida cotidiana: el más fuerte contra el más débil. Todavía en el siglo XX, las prácticas de los nómadas: arrebatarse el fuego por la fuerza. El estudio salvaje del hombre aún no superado, aparentemente insuperable. Y ellos allí aprendiendo a usar armas de fuego, sin más alternativa que tocarlas y conocerlas, saber manejarlas. Igual que lo sabían hacer los otros.

Sintió odio contra el Gran General, Vela, la riqueza, la dominación extranjera… todo lo que los obligaba a estar allí, en esa casa abandonada, tan jóvenes, arrodillados frente a los fusiles, quietos mirando a Felipe, oyéndolo explicar el volumen de fuego, la ráfaga, el tiro a tiro. Ella aguardaba el momento en que él indicaría los blancos para el disparo; el instante de oír la detonación del arma, el sonido seco y cóncavo.

– Ahora vamos a hacer triangulación y tiro en seco -dijo Felipe.

Y eso fue lo que hicieron. No dispararon ni un solo tiro. El "tiro en seco" era lo que se aprendía en las escuelas como ésta. Tiros, ráfagas hipotéticas. Papeles donde se anotaba el tiro que se disparaba con la imaginación. "Lo debí suponer", pensó Lavinia. El sonido de los disparos hubiese atraído atención. Pero era demasiado fantástico para imaginárselo.

Por la noche durmieron en hamacas acomodadas en los horcones de la casa, totalmente vestidos. En las casas de seguridad, en las escuelas, en la montaña, siempre se dormía vestido. A veces era permitido quitarse los zapatos.

Antes del sueño, Lavinia escuchó a Felipe hablando con Lorenzo y René.

René había estado en la montaña y hablaba de los lodazales, las coloradillas (unos insectos cuya picadura levantaba la piel en ardores constantes), el hambre de los guerrilleros. "Todo el tiempo pasábamos hablando de comidas de lo que íbamos a comer cuando bajáramos a la ciudad, cuando triunfáramos." Decía sentirse extraño fuera del monte. Ya le costaba acostumbrarse a caminar en la ciudad. No estaba hecho a las aceras después de tanto lodazal, de andar trepando cuestas como mono.

Se durmió escuchándolos. Soñó que estaba con un vestido de grandes flores blancas y amarillas en un lugar como una fortaleza. Tenía en la mano una pistola extraña que parecía un cañón en miniatura. Desde atrás, una mujer con trenzas le ordenaba disparar.

Se despertó cuando Lorenzo la sacudía suavemente.

– Compañera, compañera -repetía-, es su turno de la posta.

Se levantó y acompañó a Lorenzo en la oscuridad hacia una pequeña loma cerca de la casa entre los platanales. Hacia frío y la luna cuarto creciente apenas iluminaba las formas de los plátanos.

Lorenzo le entregó la pistola y le indicó que debía estar alerta a ruidos de pasos o formas humanas entre la maleza. Le enseñó cómo debía silbar en caso de que sospechara algún movimiento anormal.

No debía disparar a menos que estuviera absolutamente segura de algún problema serio. Si veía la silueta de un campesino, debía gritar "quién vive"; si respondía "Pascual", todo estaba bien. Ese era el santo y seña.

El muchacho se alejó. Al principio ella no experimentó miedo. Se sentía más bien importante, guerrillera casi. Sin embargo, a medida que el tiempo transcurría, todos los sonidos de la noche le empezaron a parecer hostiles y sospechosos. "¿Quién vive?" murmuraba de vez en cuando, sin obtener respuesta. Era el viento o los insectos, los animales del monte.

Tenía frío. Al poco tiempo le castañeteaban los dientes y los escalofríos le recorrían el cuerpo. Pensó en Flor para darse ánimos, en Lucrecia, en Sebastián. Recurría de vez en cuando al recuerdo del general Vela para que la rabia y la repulsión la sostuvieran.

Finalmente pensó en su tía Inés y más tarde rezó al Dios olvidado de su infancia para que no viniera nadie, para no tener que usar aquella pistola pesada cuyo teórico funcionamiento apenas acababa de aprender.

Sabía que Lorenzo también velaba en algún lugar cercano. Él, René y Felipe, turnándose, acompañaban a los novatos en la posta, pero no se veía nada. Debía conformarse con saber que estaba por alguna parte.

Dos horas después, llegó Lorenzo con el número "cuatro" a relevarla.

Regresó a la hamaca, aterida de frío, temblando. En el umbral de la casa encontró a Felipe saliendo a sustituir a Lorenzo. La abrazó en silencio, rápidamente, y le dijo que tomara su cobija para calentarse. Amanecía.

No supo porqué, mientras le retornaba el calor al cuerpo, le empezó a entrar risa. Empezó a sonreír sola por haber sobrevivido su primera posta y luego rió bajito pensándose allí, en la hamaca, convertida en otra persona; una mujer en medio del territorio nacional, en una finca perdida, abandonada a los fantasmas, y a ellos, soñadores, dispuestos a cambiar el estado de cosas, quisquillosos jóvenes quijotes con la lanza en ristre. O rió quizás de nervios, del miedo que sintió sentada entre las hojas grandes de las matas, el temor a las culebras, el ruido de las pocoyas levantando su vuelo nocturno y ahora sentir el calor invadiéndole reconfortante, el cansancio; la extraña sensación de fuerza, de ser invencible mientras afuera anduvieran despiertos los muchachos.

Al otro día, el ejercicio consistió en "tomarse" la vieja casa hacienda cual si se tratase de un cuartel en media montaña. Terminaron exhaustos hacia las cuatro de la tarde, después de largos arrastres, emboscadas, asaltos y retiradas.

Hacia las cinco y media apareció de nuevo Toñito por el camino en su jeep destartalado. Lo esperaron ocultos al otro lado de la alambrada. Se despidieron de René y Lorenzo y montaron de nuevo el jeep. Esta vez en el recorrido de regreso abundó la conversación, los comentarios sobre el desempeño de cada uno, las bromas sobre quién había sido el mejor estratega, la manera en que Lavinia se quedó pegada de las púas de la alambrada, dando tiempo al "enemigo" de capturarla.

Sólo al entrar en la ciudad, los comentarios se acallaron. De nuevo bajaron los ocupantes de los vehículos en esquinas diferentes.

Se despidieron (quizás ya nunca se verían) y finalmente, Toñito dejó a Lavinia y Felipe a pocas cuadras de distancia de la casa.

– Tuviste suerte -dijo Felipe, mientras caminaban por la acera-. Te tocó un entrenamiento tranquilo y en buenas condiciones. No creas que las cosas son siempre así. Hace un año la guardia nos detectó una escuela y murieron casi todos los compañeros. Sólo dos se salvaron.

– Sí, tuve suerte -asintió Lavinia, pensando que no había sido tan difícil, a pesar de la manera en que le dolía el cuerpo.

– Sebastián te cuida -dijo Felipe.

– ¿Vos crees? -dijo ella, enternecida, percatándose hasta entonces de la invisible presencia de Sebastián en la planificación del entrenamiento.

Después de un rato, dijo como para sí misma:

– Sebastián siempre dice que el Movimiento tiene grandes expectativas en mí. Pienso que lo dice para hacerme sentir bien, pero me preocupa defraudarlo. No sé qué tan útil podré ser.

– Depende de vos -dijo Felipe, mirándola serio cuando ya entraban y encendían las luces de la sala.

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