Capítulo 16

FLOR LE RECORDABA A LA TÍA INÉS. Eran tan diferentes y, sin embargo, había momentos en que Lavinia no podía dejar de sentir que algo tenían en común las dos; una cierta manera grave de hablar de la vida, de percibir pliegues íntimos de las cosas.

– Te preocupas demasiado por eso de la aceptación -decía Flor-. O por la identidad… Cada uno de nosotros carga con lo propio hasta el fin de los días. Pero también construye. Como arquitecta debías saberlo. El terreno es lo que te dan de nacimiento, pero la construcción es tu responsabilidad.

– Precisamente como arquitecta, sé cómo influye el terreno… -sonreía Lavinia-. Pero es verdad lo que decís. No sé por qué me preocupa tanto.

– Así es. No te "preocupes" tanto. Ocúpate mejor en dar lo máximo de vos misma. La aceptación vendrá poco a poco. Lo importante es ser honesto con uno mismo. Eso es lo que los demás aprenden a respetar.

Flor era así. Sin estridencias, ni extremismos. A Lavinia no dejaba de sorprenderle descubrir, mientras más la conocía, la profundidad y la ternura que albergaba detrás de su apariencia seria, mesurada, a veces adusta.

Las dos, entre sesiones de estudio y largas noches cosiendo "embutidos" -material y correspondencia que se enviaba a la montaña, disimulado en objetos inútiles- habían desarrollado una sincera y fraterna amistad. Hablaban de sueños y aspiraciones.

Compartían lecturas feministas y diseños de relaciones "nuevas" entre hombres y mujeres.

Ahora, mientras sentada en el alto trípode dibujaba propuestas para la casa de los Vela, Lavinia echaba de menos a Flor. Hacía semanas que la veía poco. Parecía andar sumamente atareada, igual que Sebastián y Felipe.

Ella, por su parte, dedicaba casi todo su tiempo a terminar el anteproyecto de los planos. Julián la había relevado de otras obligaciones, pidiéndole que concentrara su talento y energía en aprovechar al máximo los delirios de grandeza del general y su familia.

Se levantó de la mesa y fue hacia el escritorio. Estaba atiborrado de revistas norteamericanas. Al lado del teléfono vio las postales de la casa de William Hearst en California: la piscina griega con incrustaciones de lapislázuli y oro, los salones semejando palacios medievales, cuarenta habitaciones… Era útil conocer los gustos de las mentalidades ostentosas; reducidas a escala, se parecían.

Se acomodó en el sillón, recetándose un descanso. Le agotaba el esfuerzo de diseñar, violentando constantemente principios de la sencillez y hasta de la estética para complacer los gustos de la voraz señora Vela. Sacó un cigarrillo y aspiró el humo, exhalando círculos blancos que se deshacían con nubes rotas contra la luz de neón de las luminarias del techo. Por el ventanal divisó la lluvia leve de mayo, suavizando la claridad del día.

El teléfono repicó. Era la señora Vela. Pasada la primera reticencia sobre el tipo de terreno que su esposo seleccionara, al comprender las posibilidades de la construcción en varios niveles, su entusiasmo se había desbordado. Casi a diario la llamaba con ideas para la casa.

Ese día se le había ocurrido ceder su "cuarto de costura", al lado del cuarto de música, para brindarle una sorpresa al marido.

– Él tiene una colección de armas, ¿sabe? -decía la señora Vela por teléfono-. Se me ocurre que exhibirlas en las paredes de esa habitación se vería muy bien, ¿no cree?

– Pero usted se quedaría sin su cuarto de costura -dijo Lavinia-. Recuerde que él ya tiene el cuarto de música con el bar y el billar.

– No importa, no importa -dijo la señora Vela-. La verdad es que yo nunca coso. La costurera se puede acomodar en cualquier parte.

Mientras hablaba con la señora Vela, Lavinia barajaba las postales de la casa de Hearst. Recordó haber visto una armería en una de las habitaciones. Encontró la lámina multicolor, Secret chamber, decía la postal en el reverso. Todavía escuchando la perorata de la mujer, su mente empezó a fabricar posibilidades.

– Puede ser, puede ser -dijo Lavinia-. Tiene razón. Al general le va a encantar la idea. No tengo dudas. Voy a trabajar en una propuesta y la vemos la próxima semana, ¿le parece?

Colgó el auricular y se quedó pensando. El diseño de las estanterías, facilitaría el acceso al general Vela. Ella necesitaría detalles sobre las armas para determinar tamaños, pesos, el esquema de distribución de los estantes. Sería lógico argumentar la importancia de una reunión de trabajo con él.

Volvió al derecho y al revés varias veces la postal de la casa de Hearst. Un cuarto secreto para las armas no podría dejar de seducir al general Vela. Se levantó entusiasmada a la mesa de dibujo.

Al atardecer todavía estaba haciendo cálculos.

Poco antes de la hora de salida, Mercedes apareció en el dintel de la puerta, preguntándole si quería café. Llegó hasta la mesa y se puso a mirar por encima de su hombro.

– ¿Por qué está dibujando rifles y pistolas? -le preguntó.

– Porque la señora Vela quiere una armería -respondió-, un cuarto para exhibir la colección de armas de fuego que el marido ha venido acumulando desde su ingreso al ejército.

– Cada día quiere algo nuevo, ¿verdad? Para eso es que la llama…

– Sí.

Mercedes guardó silencio. Caminó alrededor de la mesa, tocando los pinceles y los lápices distraídamente.

– Le gusta este trabajo, ¿verdad?

– Pues sí, es bonito.

– A mí me gusta el mío también, pero hoy estoy deprimida.

– ¿Qué te pasa?

– Estoy con problemas.

– ¿Otra vez? -dijo Lavinia sin poder evitarlo. Mercedes le hacía confidencias de vez en cuando. Todos en la oficina conocían a Manuel, quien la visitaba y con el que sostenía interminables conversaciones telefónicas. Era casado. Constantemente le prometía abandonar a la esposa. Se lo estaba prometiendo desde hacía dos años, según Mercedes.

– Resulta que la esposa de Manuel está embarazada. Él me decía que vivía con ella por los hijos. Supuestamente apenas si se hablaban. Hoy me llama una amiga y me dice que la esposa está embarazada…

– Bueno, yo ya te había dicho que ese cuento me parecía flojo…

– A mí también -dijo, mirando por la ventana el paisaje nublado- pero yo quería creerle. Llegué a pensar que realmente lo hacía por sus hijos… estoy convencida que los adora. Pero ahora no sé qué hacer…

– Vos sos una mujer joven, Mercedes, sos guapa, inteligente. Te mereces algo mejor que estar de segundona. ¿Por qué no lo dejas de una vez? Vas a ver que no es el único hombre en el mundo.

– Todos los hombres son iguales.

– Puede ser, pero algunos son solteros por lo menos.

– Pero yo ya estoy "manchada". A los solteros les gusta casarse con vírgenes. A lo único que puedo aspirar es a otro amante… Por eso los hombres casados siempre me andan persiguiendo.

En cierta medida, pensó Lavinia, tenía razón. El tipo de hombre con los que Mercedes se relacionaba, aspiraba a escalar en la esfera social. Por lo mismo, asumían, llevándolos al extremo, los valores considerados aceptables en los círculos más sofisticados de la sociedad. Una mujer, después de sostener relaciones con un hombre casado, tendría dificultades en ese mercado matrimonial. La buscarían como amante, pero para esposa preferían una criatura inocente, fácilmente moldeable y dócil. Una mujer "intachable" se consideraba necesaria para introducirse en determinados círculos. El pasado de Mercedes podría resultarles "embarazoso". Sin embargo…

– Recordá que las vírgenes son una especie en extinción -dijo Lavinia.

– Pero todavía hay suficientes… -dijo Mercedes, sonriendo.

– Pues te quedas sola, Mercedes. Es mejor estar sola que mal acompañada. Si te sentís infeliz con Manuel, no veo por qué seguir con él.

Mercedes miraba las revistas sobre el escritorio con expresión ausente. Buscaba aparentemente resolver su problema, pero en el fondo, pensó Lavinia, estaba atrapada en un enamoramiento de telaraña.

La vio iniciar el camino hacia la puerta.

– Es que yo le quiero -dijo Mercedes-. Ya me voy. La estoy atrasando.

Y salió apresurada.

Pensativa, Lavinia miró por la ventana las nubes del atardecer cubriendo el cielo grisáceo de rosa y violeta.

Le daba pena Mercedes. Era casi una maldición, pensó, aferrarse así al amor. Y tan femenino. Cómo harían los hombres, se preguntó, para apartar esas preocupaciones en su vida cotidiana. Al menos para no perder la concentración, no sentir que la tierra se movía bajo sus pies cuando los afectos no andaban bien. Ellos parecían tener el poder de compartimentar la vida íntima, encerrarla en diques sólidos, inconmovibles, que impedían se les contaminara el resto de la existencia. Para las mujeres, en cambio, el amor parecía ser el eje del sistema solar. Una desviación y se desataba el deshielo, la inundación, la tormenta, el caos.

Escuchó los sonidos de la hora de salida, los apagadores de las lámparas de dibujo, las llaves, los hasta mañana. Había emborronado papeles y más papeles mecánicamente, sin pensar en lo que hacía, distraída por las cuevas húmedas de la vida: revisó las hojas antes de tirarlas a la basura: armas de fuego, pistolas, rifles y qué extraño, había dibujado arcabuces antiguos, y tensos, estilizados, incontables arcos y flechas…


Lavinia piensa en el sexo color de níspero y se pregunta por el amor.

El tiempo no transcurre: ella y yo tan lejanas podríamos conversar y entendernos en la noche de luna alrededor de la fogata. Innumerables las preguntas sin respuesta. El hombre se nos escapa, se desliza entre los dedos como pez en río manso. Lo esculpimos, lo tocamos, le damos aliento, lo anclamos entre las piernas y aún sigue distante cual si su corazón estuviese hecho de otro material. Yarince decía que yo quería su alma, que mi deseo más profundo era soplarle en el cuerpo un alma de mujer. Lo decía cuando le explicaba mi necesidad de caricias, cuando le pedía manos suaves sobre mi cara o mi cuerpo, comprensión para los días en que la sangre manaba de mi sexo y yo andaba triste, tierna y sensible como una planta recién nacida.

Para él, el amor era puique, hacha, huracán. Lo apaciguaba para que no le incendiara el entendimiento. Le temía. Para mí en cambio, el amor era una fuerza con dos cantos: uno de filo y fuego y otro de algodón y brisa.

Mi madre decía que sólo a la mujer le había sido dado el amor; el hombre conocía apenas lo necesario. Los dioses no habían querido distraer su fuerza. Pero ya había visto hombres enloquecidos por el amor y podía decir que hasta Yarince, por conservarme a mí a su lado, había incurrido en reprimendas de sacerdotes y sabios. No podía aceptar, como mi madre, que llevaran dentro de sí sólo la obsidiana necesaria para las guerras. Me parecía que ocultaban el amor por miedo de parecer mujeres.


Acordaron encontrarse en el Parque de los Ceibos. Desde hacía algunas semanas, desde que estaban todos tan ocupados, Lavinia no visitaba la casa de Flor. La veía poco; generalmente en lugares públicos: parques, restaurantes, o mientras la llevaba de un lugar a otro en automóvil. Flor también frecuentaba el camino de los espadilles.

En el parque solían encontrarse bajo un ceibo monumental. Sentadas en el extremo más apartado, sobre una banca de concreto, aparentaban ser estudiantes con libros y cuadernos. A Lavinia le gustaba encontrarla allí. Las ramas extensas del árbol formaban un círculo de sombra, un encaje verde con trozos de azul. Desde ese lugar podían mirar a los niños jugando en la locomotora de un viejo tren abandonado y, en el silencio de la tarde, escuchar las risas infantiles lejanas.

Llegó a la hora convenida. Flor aún no estaba. Aparcó el carro en el estacionamiento, sacó los libros y cuadernos necesarios para la "cobertura" estudiantil y caminó sin prisa hacia la banca. Hacía calor. Los días sin lluvia de la estación invernal, podían ser extremadamente calurosos y húmedos.

Esa tarde tan sólo unos pocos niños jugaban en el viejo tren. Eran todos pequeños y con las ropas desteñidas y viejas, remendadas incontables veces. Con las diminutas piernas se esforzaban por trepar a lo alto de la locomotora. A un lado, sobre el césped, los canastos y bateas de dulces, cigarrillos y chiclets, que sus madres los enviaban a vender al parque, yacían abandonados al picoteo de uno que otro pájaro.

Más tarde, cuando llegaran los niños ricos con las niñeras vestidas de pulcros uniformes y delantales blancos, ya ellos no podrían jugar en el tren. Tendrían que conformarse con mirar los juegos desde los andenes del parque, mientras balanceando su mercancía, pregonarían con sus vocecillas chillonas: "laaaas cajetas, laaaas cajetas…"; "aquí van loooooos cigarrillos…".

Minutos después, Flor se acercó por la vereda. Traía el morral donde guardaba sus ropas de enfermera al salir del hospital. Aún podían verse, bajo el ruedo de los desteñidos bluejeans, las gruesas medias blancas y los zapatos austeros del oficio, en contraste con la floreada blusa.

Lucía cansada, ojerosa. Ya a Lavinia le había parecido, cuando la encontrara días atrás, que Flor había perdido peso; ahora, el rostro afilado no dejaba lugar a las dudas, estaba bastante más delgada. Sin embargo, los ojos le brillaban y sus movimientos eran nerviosos, los ritmos corporales alterados por la prisa.

– Hola -le dijo, inclinándose para darle un beso en la mejilla y palmaditas en el hombro-, perdóname que me retrasé un poco. No encontraba bus. Se me descompuso el carro otra vez. Creo que esta es la definitiva.

El carro de Flor, "Chicho", como le decían, había entrado en una vejez decadente y decrépita que lo mantenía en el "hospital" constantemente.

– ¿Lo llevaste al "hospital"?

– Creo que ni lo voy a llevar ya. No vale la pena. Lo reparan y a los pocos días, se vuelve a descomponer. Tal vez pueden venderlo como chatarra. Me da pesar porque le tengo cariño, pero la verdad es que ya está "anciano".

– De todas formas podemos seguir usando mi carro -dijo Lavinia.

– De eso vamos a hablar -dijo Flor, sacando un cigarrillo y removiendo el interior del bolso, buscando el encendedor.

En silencio, tensa, Lavinia esperó que encontrara el chispero y expeliera, finalmente, una gran bocanada de humo.

– Bueno -dijo Flor, con el tono de quien inicia una conversación importante-. Me imagino que te habrás dado cuenta de que estamos más ocupados que de costumbre.

Lavinia asintió con la cabeza. Sin saber de qué se trataba había percibido el incremento de la actividad a su alrededor. Le entristecía no ser partícipe, pero estaba consciente que el Movimiento tenía sus reglas no escritas, sus ritos y noviciados.

– Están pasando cosas… -dijo Flor. De pronto, levantó la cabeza y la miró fijamente-. ¿Vos ya hiciste juramento?

– No -dijo Lavinia, recordando haber leído en los folletos aquel lenguaje a la vez hermoso y retórico, el pacto simbólico, el compromiso formal de ingreso al Movimiento.

Flor removió de nuevo en su bolso (parecía uno de aquellos bultos infantiles repletos de tesoros que los niños suelen guardar bajo la cama) y sacó el folleto que Lavinia reconoció era el de los Estatutos, al tiempo que el reflejo del miedo le hizo mover la cabeza de un lado al otro del parque. Sólo los niños seguían jugando. Se tranquilizó.

– Poné tu mano aquí, sobre el folleto -dijo Flor, acomodándolo encima del libro en el que fingían estudiar.

– Levanta tu otra mano… aunque sea un poquito -le dijo susurrando una sonrisa- y decí conmigo…

Fue repitiendo en voz baja las palabras que Flor sabía de memoria, las del Juramento. Las dos casi sin darse cuenta susurraban aquellas frases hermosas, grandilocuentes. El parque y el árbol convertidos en catedral de ceremonia. Lavinia sintió una confusa mezcla de emoción, miedo e irrealidad. Sucedía todo tan rápido. Trató de concentrarse en el significado de las palabras, asimilar aquello de estar jurando poner su vida en la línea de fuego para que el amanecer dejara de ser una tentación; los hombres dejaran de ser lobos del hombre; para que todos fueran iguales, como habían sido creados, con iguales derechos al gozo de los frutos del trabajo… por un futuro de paz, sin dictadores, donde el pueblo fuera dueño y señor de su destino… Jurar ser fiel al Movimiento, guardar el secreto protegiéndolo con su vida si era necesario, aceptando que el castigo de los traidores era la deshonra y la muerte…

Se conmovió pensando en sí misma cual si se tratara de otra persona, contagiada del tono firme y apasionado del susurro de Flor que ya terminaba, elevando apenas la voz en el "Patria Libre o Morir".

– Patria Libre o Morir -repitió Lavinia, mientras Flor la abrazaba rápidamente, para luego guardar el folleto en el bolso, mirando vigilante (como estuvo haciendo durante la lectura) la calma del parque.

El abrazo rápido y apretado dejó en Lavinia el sabor de un afecto contenido. Se pensaría que era normal, parte del rito, el sello de un pacto normal, pero algo que no podía definir en el comportamiento nervioso de Flor, le produjo una extraña tristeza.

– Bueno, ya estás juramentada. Quería hacerlo yo -le dijo, bajando apenas los ojos, alertando la vaga tristeza de Lavinia.

Flor se pasó las manos por el pelo, recogiendo las hebras sueltas al lado de la cara, acomodándolas para atrás hacia la cola de caballo anudada con un pañuelo.

– Como te decía -continuó Flor, visiblemente superando su emoción y adoptando el tono ejecutivo de las reuniones-, están pasando cosas importantes: tuvimos en los últimos días reuniones conjuntas de los mandos de la montaña y la ciudad. Se tomaron decisiones de gran trascendencia para nuestro Movimiento… En eso andábamos ocupados -añadió a manera de explicación- (debió intuir que me sentí apartada, pensó Lavinia, conteniendo de nuevo las ganas de abrazarla).

– No te puedo dar muchos detalles, pero se acordó que es necesario darles a compañeros como vos una cierta preparación militar. Esto tiene que ver con asuntos que irás conociendo en su momento; por ahora, dada la importancia de tu trabajo con la casa del general Vela -que, por cierto, lo consideran prioritario en tu caso- se decidió plantearte la posibilidad de una preparación mínima en un fin de semana.

Asintió con la cabeza, impresionada. (Rifles, pistolas, ametralladoras, arcabuces, arcos y flechas…)

– El Movimiento, como sabes -continuó Flor-, ha venido en un proceso que hemos llamado "acumulación de fuerzas en silencio" o sea, no hemos actuado más que en las montañas, como una forma de sostener la resistencia, a la espera de mejores condiciones. Debemos empezar a prepararnos para quitarles presión a los compañeros de la montaña. Necesitamos, además, crear mayor conciencia y movilización en las ciudades… todo esto quiere decir que habrá una serie de cambios y reorganizaciones. También necesitamos mejorar la preparación y capacidad de todos los miembros… entendés, ¿verdad?

Ya entendía. Sebastián, seguramente sabiendo lo que sucedería, había ocupado los últimos viajes al camino de los espadilles para explicarle cómo estaba la situación, para hacerle entrever la necesidad de que el Movimiento actuara. Había puesto tan en evidencia la importancia de actuar que ella misma le dijo, "¿y por qué no hacemos algo? ", lo cual le arrancó una larga sonrisa.

– Sí -dijo.

– Quería también informarte -añadió Flor-, que seguirás trabajando con Sebastián. Yo tengo que hacer un viaje…

La clandestinidad, pensó Lavinia. Sabía, por las expresiones de Felipe que, en el Movimiento "hacer un viaje" era pasar a la clandestinidad.

– ¿Dónde? -preguntó, sabiendo que no debía preguntar, pero deseosa de saber que esta vez sí era un viaje real.

– No te puedo decir -dijo Flor, sonriendo y tocándole el brazo cariñosamente- pero… bueno, vos sabes de qué se trata -concedió.

Se quedaron en silencio. Lavinia meditaba si debía o no decir lo que cruzaba su pensamiento y su corazón. Flor interrumpió sus meditaciones.

– Estos momentos son siempre difíciles -dijo-. De alguna manera son como despedidas, porque no siempre tenemos el optimismo necesario para este negocio. No nos deberíamos, ni vos, ni yo, despedir con la idea de que quizás no volveremos a vernos, pero eso es lo que se siente… Además, es una posibilidad real, aunque también es real la posibilidad de que sí nos volvamos a ver.

"¿Te acordás cuando me platicabas de tu miedo? -hablaba como para sí misma, mirando los pájaros volar sobre el paisaje extendido desde la colina del parque-. Cuando me dijeron que debía pasar a la clandestinidad, sentí miedo. Me acordé de las cosas que te dije, las que he dicho a varios compañeros que empiezan, las que me decía Sebastián a mí al principio. Pero me doy cuenta de que este es otro paso y cada paso trae su dosis de miedo que es necesario superar. Pero sucede que, cada paso, a medida que aumenta la responsabilidad, la posibilidad de compartir el miedo es menor. Uno se va enfrentando a estas debilidades cada vez más solo, aunque el miedo sea el mismo. Yo quería esto. Es un triunfo para mí. No hay muchas mujeres clandestinas, ¿sabes? Es un reconocimiento de que podemos compartir y asumir responsabilidades, igual que cualquiera. Pero, como mujer, cuando uno se enfrenta a nuevas tareas, sabe que debe también enfrentarse a una lucha interna; una lucha por convencerse internamente de las propias capacidades. Teóricamente sabes que debes de luchar por iguales posiciones de responsabilidad, la cosa es, cuando ya tenés la responsabilidad, perder el miedo a ejercerla… y, además, guardarte muy bien de mostrar, por lo mismo que sos mujer, el otro miedo.

– Estoy segura que te va a ir bien -dijo Lavinia, sintiéndose trivial pero dándose cuenta de que no podía recargar su emotividad, su miedo, en el miedo de Flor.

– Eso espero -dijo ella.

– El otro día estaba pensando precisamente que hombres y mujeres nos hemos "especializado" en diferentes capacidades. Nosotras, por ejemplo, tenemos más capacidades afectivas. Ellos en eso son más limitados. Necesitarían aprender de nosotras, como nosotras aprender de ellos esa práctica más fluida de la autoridad, de la responsabilidad. Se necesitaría un intercambio -dijo Lavinia, por decir algo.

– No sé -dijo Flor, pensativa-. En este momento me parece que más bien lo que cabe es suprimir lo "femenino", tratar de competir en su terreno, con sus armas. Quizás más adelante, nos podremos dar el lujo de reivindicar el valor de nuestras cualidades…

– Pero uno debería ser capaz de "feminizar" el ambiente, sobre todo si estamos hablando de ambientes duros como la lucha… -insistió Lavinia.

– Para mí que el "ambiente de la lucha", como vos decís, está bastante "feminizado". Nos necesitamos y, por lo mismo, creamos vínculos afectivos sólidos con los demás… A mí me parece que nuestros hombres son sensibles. Es la muerte, el peligro, el miedo, lo que le obliga a uno a crear defensas… defensas necesarias. Sin ellos, no sé cómo podríamos seguir adelante -dijo suavemente Flor.

Parecía zambullida en sí misma. Sus palabras, pensó Lavinia, eran apenas el delicado contorno del pico del iceberg flotando en las aguas frías. Recuerdos, vivencias de los que ella apenas tenía un asomo, flotaban en sus ojos, llevándosela lejos.

– Me vas a hacer mucha falta -dijo Lavinia.

– Vos también -dijo Flor- pero me siento contenta de que sigas trabajando con Sebastián. Él está "feminizado" -dijo sonriendo-, ¡aunque no se te ocurra decírselo porque va a pensar que se trata de otra cosa…! Felipe también te va ayudar, aunque sea tan machista… Creo que mejor está con vos, que con otra mujer que nunca lo confrontara. Me divierte pensar cómo le diste la vuelta a sus planes. ¡Le salió el tiro por la culata!

– A veces pienso que tiene un machismo contradictorio -dijo Lavinia-. A juzgar por las mujeres que se ha buscado, algo en él, quizás inconscientemente, lo pone en ese tipo de situaciones.

– Curioso, ¿verdad? No me había puesto a pensar, pero ahora que lo decís… Ciertamente, la alemana no era muy mansa… Sí. Felipe es valioso y quiere cambiar, estoy segura. Teóricamente, está claro. Es en la práctica donde se le sale el indio.

– Lucha como Yarince -dijo Lavinia, distraída, sin poder concentrarse en la conversación, pensando y volviendo a pensar en el paso de Flor a la clandestinidad.

– ¿Y quién es Yarince? -preguntó Flor, curiosa.

– Qué -dijo Lavinia- ¿qué dije?

– Que luchaba como Yarince…

– No sé quién es Yarince. No sé de donde me salió…

– ¿No has estado leyendo sobre la conquista española? -preguntó Flor, y Lavinia negó con la cabeza-. Hay un Yarince indígena, cacique de los Boacos y Caribes, que luchó más de quince años contra los españoles. Es una historia hermosísima. Casi no se conoce la resistencia que hubo aquí. Nos han hecho creer que la colonia fue un período idílico, pero no hay nada más falso. Por cierto que, aunque no se sabe si es leyenda o realidad, Yarince tuvo una mujer que peleó con él. Fue de las que se negaron a parir para no darles más esclavos a los españoles… Deberías leer sobre eso. Tal vez lo oíste en alguna parte y se te quedó grabado el nombre. Eso pasa a veces. Hay un término médico, incluso: "paramnesia"… Lo que se guarda inconscientemente; como cuando llegas a un lugar y te parece haber estado allí antes…

– Debe ser -dijo Lavinia-. No sabes las cosas extrañas que me pasan; las cosas que se me ocurren… No les doy importancia pero ahora que lo decís, siempre tienen relación con los indios… con arcos y flechas, cosas así… Es extraño, ¿verdad?

– Yo no lo veo extraño. Tal vez algo te impresionó cuando estabas pequeña… Después de todo, lo indígena, lo llevamos en la sangre.

– Puede ser. Puede ser que mi abuelo me hablara de eso cuando niña.

Trató de recordar, sin resultado. No lograba concentrarse y Flor la trajo de vuelta hacia las instrucciones más recientes sobre la casa del general Vela.

Se quedaron mucho rato en el parque. Los niños pulcros y las niñeras almidonadas paseaban ya por las alamedas, y los columpios lejanos se balanceaban cual péndulos recordando el tiempo de las despedidas.

– Es hora de marcharme -dijo finalmente Flor-. Me ha hecho bien hablar con vos. Me siento más tranquila. Gracias.

– La que te tiene que dar gracias soy yo -dijo Lavinia, sintiendo que le volvían las contenidas ganas de llorar-. No sabes que ha sido para mí tener alguien como vos.

– Bueno -dijo Flor, sonriendo-, no te pongas así. Me parece que estás hablando como si ya me hubiera muerto. Me vas a seguir teniendo. Mientras tengas al Movimiento, me vas a seguir teniendo, así que va a ser por mucho tiempo…

– No puedo asimilar que no te volveré a ver hasta quién sabe cuando…

– La vida es dialéctica -dijo Flor, animadamente-; "todo cambia, todo se transforma". A lo mejor nos volvemos a ver pronto. Tenemos que ser optimistas…

– Gracias por lo del Juramento -dijo Lavinia-. Me alegro que hayas sido vos quien me lo tomaras…

– Yo también -dijo Flor- y ahora de verdad, ya me voy. Se está haciendo tarde.

– ¿No querés que te lleve? -dijo Lavinia, con la esperanza de prolongar el tiempo.

– No es necesario -dijo ella-. Arreglé un contacto cerca de aquí. Dame quince minutos antes de salir vos.

Bajo el alto ceibo de aquel rincón apartado del parque, se dieron un abrazo. Un abrazo corto, aparentando la naturalidad de una despedida cualquiera, un beso en la mejilla.

La vio partir y se quedó sola, sentada en el banco, oyendo los juegos de los niños, contemplando la húmeda y borrosa desaparición del día hasta que transcurrieron los quince minutos.

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