Capítulo 15

POCOS DIAS DESPUÉS, la "normalidad" retornó. La agitación momentánea cedió paso a la tensa calma. Así era en Paguas. Se acumulaba energía; se soltaba de pronto y luego igual que la tierra cuando tiembla, el paisaje volvía a recuperar sus conocidos contornos.

No había sucedido nada espectacular. Anotaciones solamente para el lado oscuro del país. Tres muertos. Algunas decenas de heridos. Presos. Buses quemados. Almacenes con las vidrieras rotas. Mediación del obispo. " La Guardia Nacional mantiene el orden en todo el territorio nacional."

Felipe y sus alumnos retornaron a sus clases nocturnas. A ninguno de ellos le tocó paliza o carcelada. No engrosaron las filas de los más belicosos. En esa ocasión, mantuvieron los riesgos al mínimo.

"Hubiera sido suicida" -dijo Felipe, dándole a Lavinia por una vez la razón. "Por cada uno de nosotros, desarmados, había diez soldados armados hasta los dientes. Los que gritaron fueron provocadores."

Los preparativos del baile continuaron.

Lavinia acudió a recoger su vestido a la dry deaning. "Frescos como la aurora en tan sólo una hora" anunciaba el lugar. Era el único establecimiento que contaba con un servicio tan inmediato.

Los dueños eran amables, prósperos y rubios emigrantes de uno de los pequeños países vecinos. Perfecto equipo matrimonial y empresarial, moviéndose diligentes a través de largas hileras de trajes primorosamente empacados en largas bolsas plásticas sobre las que podía verse el diseño de una flor roja y el nombre de la lavandería a todo lo ancho, repetido innumerables veces.

Desde el mostrador, mientras esperaba, observó la profusión de vestidos de noche y smokings, evidencia de la cercanía del baile; olvido de manifestaciones, muertos y balazos.

Extraña resultaba aquella indumentaria posada sobre las rígidas perchas alineadas en barras de metal. Mientras la dependienta tomaba el comprobante con sus datos y se perdía en la selva de trajes, buscando el correspondiente, ella pensaba cuan pronto tomarían vida aquellas telas inanimadas; cuan pronto envolverían cuerpos delgados y gruesos, pieles acuciosamente cuidadas con crema de almendras y otras delicadezas, apartadas del sol para lucir una blancura de leche y nácar.

Sería interesante ver el baile con otros ojos, pensó, estar dentro y, a la vez, fuera del espectáculo.

– Aquí está -dijo la dependienta, sacándola de sus meditaciones.

Al llegar a su casa, el teléfono repicaba. Corrió a levantarlo, temiendo que hubiese estado sonando mucho rato, que fuera Felipe y no la encontrara.

– ¿Lavinia? -la inconfundible voz de su madre, la confundió.

– ¿Lavinia?

– Sí. Soy yo.

– Es que me encontré con Sara hoy y me dijo que irías al baile…

– ¿Sí?

– No, nada, sólo quería saber si realmente vas a ir…

– Sí, voy a ir.

– Ay, hijita, no sabes cómo nos alegra… No sabes cómo nos alegraría que pudieras ir con nosotros…

– No puedo, mamá, ya me comprometí con Sara y Adrián.

– Pero a ellos no les importaría, me parece. No crees que es mejor que vayas con nosotros a ir con una pareja de recién casados… sería mejor visto.

– Ya tienen más de un año de casados, mamá.

– Sí, ya sé, pero eso no es nada. Todavía son recién casados… Va a dar que hablar que lleguemos cada uno por su lado. Ya suficiente se habló cuando te fuiste de la casa… Vos sos una muchacha soltera todavía.

Lo debió suponer. Se le pasó por la mente en algún momento pero lo descartó. No pensó que su madre la llamaría a pesar de todo, a pesar de que supuso que se preocuparía por su aparición, sola, en el baile.

Debió advertirle a Sara que se abstuviera de comentarlo. Nunca se cansaría de asombrarse de las preocupaciones de su madre.

– No te preocupes tanto, mamá, yo ya soy mayor de edad… ¿Qué puede decir la gente que no haya dicho?

– A tu papá y a mí nos gustaría mucho llevarte. No es normal que estemos tan distanciados, se ve muy mal…

A tantos meses del distanciamiento, hasta ahora pensaba que "no era normal".

– Pero esa es la situación, mamá. El baile no la va a cambiar.

– Quizás ahora nos podrás escuchar. Después de todo, somos tus padres. No podemos estar así toda la vida.

El baile, el regreso del hijo pródigo. Una cosa llevaba a la otra.

– No puedo ir con ustedes, mamá. Ya me comprometí con Sara. Podemos vernos allí. Me puedo sentar un rato con ustedes.

No estaría mal sentarse un rato con ellos. Mejoraría sus referencias.

– Es que no es lo mismo, hija.

– Mamá, no insistas, por favor…

– Bueno, bueno, ¿pero te sentarás un rato con nosotros? ¿Seguro?

– Sí, mamá, seguro. ¿Cómo está mi papá?

– Trabajando como siempre. No ha llegado de la oficina aún.

– Me le das saludos.

– Sí hija. ¿Estás segura que no podés ir al baile con nosotros? Seguro que a Sara no le importaría…

– No, mamá, ya te dije que no. No hagamos desagradable esto.

– Bueno, hija, bueno. ¿Te sentás con nosotros, entonces?

– Sí, mamá.

– ¿Nos vemos allí entonces?

– Sí mamá.

– Bueno, hasta pronto.

– Hasta pronto, mamá.

Miró el auricular sin atinar a retornarlo a su lugar. El sonido agudo del tono recorría largas espirales en su mano.

Su madre era alta y hermosa. Cuando niña, verla le causaba un vago sentimiento de asombro y orgullo. En las reuniones del colegio, cuando las madres de sus amigas ocupaban las hileras de asientos, pensaba en lo bien que se vería su madre entre ellas, cuánto más alta, cuánto más hermosa. Pero las reuniones le causaban fastidio y jamás asistió a ninguna. "Son inútiles, decía, son una pérdida de tiempo."

La hermosura le consumía todo el tiempo libre, antes y después de jugar a las cartas con sus amigas, recibir a su padre y a los amigos de éste.

Lo más cerca que la tuvo fue cuando llegó a Europa a equiparla del "ajuar" apropiado para el regreso a Paguas. En esa ocasión, la arrastró en largas caminatas y compras, hablando incansablemente de modas y costumbres, hoteles y restaurantes.

Siempre fue para Lavinia una figura lejana, inalcanzable. Cuando buscaba sus brazos, muy pequeña, acobardada por alguna historia de miedo de la niñera, encontraba la expresión intolerante y aquel "no seas llorona".

Desde muy niña intuyó que su madre no la quería. Menos mal que existió la tía Inés, pensó, limpiándose las lágrimas que empezaban a borrarle los contornos de los muebles.

Porque a su tía Inés, sí le gustaba abrazarla, acurrucaría, llevarle dulces. Le gustaba meterla en su cama y contarle cuentos mientras le acariciaba el pelo. Tenía, como Lavinia, una inmensa sed de cariño.

"La va a malcriar" -decía su madre- y ella entraba en pánico de pensar que decidirían ahuyentar a la tía.

Pero su padre salía en defensa de la hermana. "Está muy sola. Pobrecita. La niña es lo único que la alegra."

"La tía te salvó del desamparo" -decía Natalia, su amiga española.

Pero nadie salvaba de la ausencia de la madre. Y eso era su madre: una perenne ausencia. Debió suponer que la llamaría por lo del baile. Imposible que no le preocupara lo que dirían sus amigas.

Era increíble, sin embargo, que la hubiese llamado sólo para eso.

Sólo para eso.

Se dio cuenta que aún tenía el auricular en la mano. El sonido largo del tono había sido reemplazado por un palpitar intermitente. Lo puso y siguió llorando.

Lloró por todo lo que pudo llorar.

Amaneció deprimida. Se deprimió más después de acompañar a Sara a la peluquería por la tarde. Lo único que compensó la espera y el espectáculo de todas aquellas mujeres de pies finos y cuidados, aglomerándose en la sala de recibo, fue la feliz casualidad de haberse encontrado con las hermanas Vela. Habían entrado con aire de grandes damas, a prepararse para el baile que, esa misma noche, ofrecería el Gran General en el Club de Recreación de las Fuerzas Armadas. "Mi marido ya solicitó su ingreso en el Social Club, pero como lo hizo recientemente, seguramente podremos ir al baile sólo hasta el año próximo" había dicho la señora Vela con un tono de seguridad que estaba lejos de sentir, mientras Sara la miraba despreciativamente. "El Gran General" no se mide, sentenció Sara después, acercándose y hablándole en voz baja, "como no le aceptan a sus oficiales en el club ahora les hace bailes el mismo día en el Casino Militar para que no se sientan de menos…

Lavinia sólo pensó que había sido perfecto encontrarlas; poder decirles que iba al baile; coincidir con ellas en el recinto de la peluquería más cotizada de la ciudad.

Al regreso del trabajo, se sirvió un alto vaso de jugo de naranja con cubos de hielo y entró en su habitación para descansar un rato antes de vestirse para el baile. Se estiró en la cama distendiendo los músculos, imaginándose en una balsa sobre el agua bajo un sol esplendoroso. Necesitaba relajarse, estaba tensa y excitada. Como en una pantalla se veía vestida de rojo, entrando a los salones del club; las miradas posándose sobre ella, el tintinear de los vasos, el sonido de la orquesta desde la terraza. Ella los miraría desde lejos. Sentiría el poder de ser diferente. Se imaginó su actuación, los pies moviendo el borde del vestido con ímpetus desafiantes de bailadora de flamenco, la tela suave rozándole los talones sobre el piso de brillantes losas de mármol. Los niños de su infancia, convertidos en hombres, abrazándola, incómodos, con olor a colonia y químicos limpiadores en las solapas de los smokings.

Ella sonreiría, coqueta; explicaría su vida de arquitecto introduciendo en la conversación la dosis de aburrimiento necesario para hacerlos pensar que la niña había agotado el encanto de juguete nuevo de la "rebelión" y "la independencia".

Se dio vuelta en la cama. Sintió su cuerpo tibio y sudado. La soledad no tenía frontera en su cama esa tarde. A nadie podría explicar la rara excitación que le producía la idea de enfundarse de nuevo aquel vestido rojo, de escote profundo. Exhibirse ahora sería un placer. Casi una venganza. Exhibirse ahora que nadie podía tocarla, penetrar su intimidad, amenazarla con matrimonios perpetuos, servidumbres disfrazadas de éxito. La sensación era filosa y a la vez contradictoria. No podía negar que le producía placer la idea de ver a algunas de sus amigas. Sólo que era un placer casi maquiavélico. Igual al que sentía imaginando la cara de los jóvenes profesionales que frente a ella dejarían de lado las pretensiones de civilidad, el respeto que mostraban hacia las vírgenes prudentes, y se dejarían envolver por su calculada seducción, sólo para finalmente intuir que no tenían ninguna esperanza, que había sido sólo un juego. Nada tendría que decirse con todo aquello. Habían nadado en dirección opuesta en las aguas de rumbos y destinos, y la certeza, aunque placentera, era también inquietante.

¿Se estaría engañando?, pensó. ¿Estaría creando para sí misma una pose de heroína de novela tan estúpida como la de cualquiera de sus amigas jugando a las vírgenes prudentes? No, pensó. No era igual. Para ella, ir al baile era un retorno final, un retorno para salir desde dentro: entrar al ambiente de su medio como una extraña para abandonarlo totalmente, traicionarlo, conspirar para que terminara aquel mundo de oropel.

Y así debía ser. No tenía arrepentimiento. No deseaba su continuidad, pero no podía evitar aún recordar los sonidos de aquellos entornos y ambientes que habían rodeado desde siempre su vida y que debían estallar alguna vez, desaparecer… y cuando sucediera, ella estaría al otro lado, al lado de la caja negra donde se aplastaría el detonante, donde las manos encenderían la mecha.

Y quizás como Felipe, como los hombres que se criaban con una determinado identidad, una piel profunda difícil de arrancar; soportaría su piel original, oculta, agazapada, tras la nueva identidad que deseaba.

Cerró los ojos y sintió un golpe de angustia. Quería llorar por sentirse tan sola, tan perdida en ese terreno de nadie, por no ser aún ni una cosa ni la otra, por ser nada más que un deseo, una voluntad, un ardor abstracto que la recorría de certeza; la certeza de que en su campo magnético, la aguja apuntaba a un norte definitivo. Hacia allá avanzaba tropezando, poco a poco quedándose desnuda, impulsado por una misteriosa, inusitada fuerza.

Terminó de tomar el último sorbo de jugo de naranja. La llave de Felipe abría la puerta.

– Hiuuiuu… hola… ¿Lavinia? -lo escuchó, buscándola por la casa.

– Aquí estoy, en el cuarto.

Felipe entró. Venía acalorado. Manchas de sudor en la camisa. Se inclinó para darle un beso. Ella le olfateó el cuello. Le gustaba su sudor. Había algo primitivo y sensual en la piel sudada, el sabor salobre, el olor a agua de mar.

– Te huele rico el pelo -dijo Felipe, pasándole la mano por la cabeza.

– Champú de hierbas, nada menos -dijo Lavinia, sonriendo-. ¡Lo malo es que la mayoría de las mujeres en el baile van a oler igual hoy por la noche! Si fueras un perrito y me buscaras por el olor hoy a medianoche, podrías acabar tropezándote con el pelo de una de las hermanas Vela. Ellas estaban en el mismo salón de belleza. El Gran General organizó, también para hoy, su propio baile de "debutantes" para los guardias, en el Club de Recreación Militar…

– Así que el Gran General da un baile también… -dijo Felipe, sentándose en el borde de la cama.

– Sí. Según Sara, es una manera de compensar a los guardias, por el desprecio "histórico" de los directivos del Social Club.

– Es una buena movida… entretenerlos para que no se sientan rechazados por los aristócratas, crearles su propia vida social. El Gran General no es tonto. Sabe cuando es necesario el circo.

– Y va a ser circo completo, según las informaciones de las Vela.

– Seguramente ese va a ser un sabroso tópico de conversación en tu fiesta. Interesante, además. Será bueno saber qué piensa la aristocracia. Tenés trabajo.

– La aristocracia no los aceptará jamás. Los necesita pero los desprecia. Eso lo sabe cualquiera.

– Pero hasta ahora, nunca se había establecido una competencia. Tenían sus territorios bien definidos. En la medida en que el Gran General se siente amenazado, refuerza más a su gente. Les ha dado negocios últimamente que hacen competencia a la aristocracia. Esto no les debe gustar nada a tus amigos. Estoy convencido que, al tratar de afianzar su costa militar, el Gran General está creando contradicciones que ni él mismo se imagina. Contradicciones que nosotros debemos saber medir para aprovecharlas.

– ¿Y vos crees que realmente el Gran General se siente "amenazado"?

– Pienso que está inquieto. Creyó que podría terminar con la presencia nuestra en las montañas fácilmente, igual que lo hacía con los intentos militares de los Verdes, pero no ha sido así. Estamos creciendo. Ha tenido que enviar muchos destacamentos a las montañas. Han tenido bajas importantes. Y la manifestación del otro día… están nerviosos.

– Pero aún no creo que se sienta "amenazado".

– No, aún no; pero ahora sus hombres corren más riesgos y él siente que debe compensarles. Mantener contento al ejército es cada vez más importante para él.

– Me encantaría poder ver ese baile del Casino Militar por un agujero…-dijo Lavinia-. Me pregunto cómo le irá a la "señorita" Azucena…

– No creo que sufra mucho -dijo Felipe-, parece contenta en su papel de hermana de la Vela, al menos por lo que vos decís.

– Sí, no parece desgraciada. Tiene las ventajas de la hermana, sin las desventajas.

– Deberías acercarte más a ella… Si no está contenta, hasta podríamos conseguirle novio -dijo Felipe, haciéndole un guiño malicioso.

– ¿Ese es el vestido que te vas a poner? -añadió, acercándose al closet e inspeccionando a través del plástico de la lavandería-. ¿Pero no es hasta las ocho que te pasarán a recoger?

– Sí. Pero me voy a bañar, maquillarme… y no me gusta correr. En un arranque, Lavinia se acercó a él, puso la cabeza en su pecho. Necesitaba aquel abrazo de Felipe.

– Estoy nerviosa -dijo, dejando el tono de broma.

– ¿De qué? -dijo Felipe, apartándola y mirándola a los ojos.

– No sé… de volver a entrar al club. Me siento extraña. No sé qué soy todavía -dijo Lavinia.

– Sos compañera del Movimiento -dijo Felipe-. ¿No decís que estás segura de eso?

– Sí, tenés razón. Son tonterías mías -y se apartó dirigiéndose al closet a sacar una toalla limpia. No podía hablar con nadie de esto, pensó. Nadie la comprendería. Ni los unos, ni los otros. Tendría que soportar sus inseguridades sola.

– ¿A qué hora tenés que irte? -preguntó a Felipe.

– Más tarde -respondió él-, después que te veo vestida. Quiero ver como te ves con ese disfraz -y salió rumbo a la cocina diciendo que se prepararía algo, tenía hambre.

No le pareció disfraz cuando la vio ya vestida y arreglada, cuando salió con Adrián y Sara de la casa.

La estuvo observando mientras se maquillaba, haciendo bromas todo el tiempo, tratando de disimular su incomodidad con aires de indiferencia. A medida que fue apareciendo la imagen que verían los asistentes al baile, notó su silencio, sus miradas de duda.

Lavinia se vio hermosa en el espejo. Había adelgazado y el vestido caía más suave sobre su cuerpo, el color rojo contrastando con la piel blanca y el cabello oscuro sobre los hombros. Los zapatos de altos tacones contribuían a darle más estampa, a resaltar la figura esbelta.

"Sos la viva imagen de la burguesía próspera" le dijo Felipe con una sonrisa. Ella rió sin ganas. Intuyó en la frase el antagonismo producido en Felipe por su imagen de lujo. Él tendría sus contradicciones, pensó. La miraba igual que los ocupantes de las bancas de la sala de espera que la rodeaban aquella noche en que acompañó a Lucrecia al hospital. Quizás su argumento de que "aún no estaba madura", tenía relación con todo eso.

Silenciosa, recostada en el asiento trasero del automóvil camino al baile, atravesando las avenidas flanqueadas de palmeras, recordaba la expresión divertida de Felipe cuando llegaron Adrián y Sara a recogerla, la manera en que los miró -a Adrián particularmente, con su smoking- y los despidió cortésmente. Ella había sentido la distancia en la despedida; le pareció que decía "nos vemos luego" desde el otro lado de una infranqueable hendidura, cual una escena de película donde la tierra se abre y un hombre y una mujer que se aman quedan separados por una grieta inmensa.

– ¿Vas bien allá atrás? -preguntaba Adrián-. ¿Querés que suba el aire acondicionado?

– No, no -decía Lavinia-, voy bien, no te preocupes.

Pasaban por barrios marginales, barrios de casas de cartón y tablas, de calles sin asfaltar, malamente iluminadas. Precaristas asentados en terrenos altos. Allí estarían hasta que se les asignaran otros terrenos "más apropiados", más ocultos, donde no molestaran con el despliegue inoportuno de su pobreza; o hasta que la alcaldía vendiera los terrenos y los echara.

Desembocaron finalmente en la ancha avenida iluminada, sin tugurios a los lados. Poco después tomaron la vía privada que servía de acceso al club. En la entrada, una hilera de automóviles aguardaba el paso por la caseta de control. Los carros se detenían, mostraban su invitación y la barrera -igual a la usada para el paso de los trenes por las carreteras- se levantaba, asegurando que no ingresaran los que no pertenecían a ese mundo exclusivo.

Los campos de golf estaban alumbrados profusamente con luces en los árboles, al igual que las canchas de tenis que tenían encendidos los faros para los juegos nocturnos. Adrián saludó al portero y la barrera se levantó. En el recodo, frente a la marquesina de entrada, los choferes de Mercedes Benz brillantes, Jaguar, Volvo, enormes carros americanos y modernos modelos japoneses, abrían las puertas para que descendieran parejas de smoking y trajes largos.

Desde la piscina, la orquesta tocaba una bossanova. Bajaron del automóvil. Sara parecía exuberante y alegre; Adrián sacaba más pecho que de costumbre. Estaban nerviosos, igual que ella, pensó Lavinia, pasándose la mano por el pelo y alisándose el vestido. Adrián las tomó del brazo, situándose en medio de ambas, orondo.

¿Qué pensaría Adrián?, se preguntó Lavinia. Con frecuencia, le reprochaba su "rebelión". Era un curioso defensor del statu quo, por mucho que mencionara la "valentía" de los guerrilleros. No aceptaba sus afanes de independencia femenina, su relación "informal" con Felipe. Él también, como su madre, consideró señal de conciliación, de "ubicarse en la realidad", el hecho de que ella asistiera al baile.

El salón resplandecía con el brillo de las enormes lámparas de cristal, adornadas con guirnaldas de flores, que derramaban su luz sobre aquella agrupación multicolor de vestidos de noche, escotes y joyas, que se movía en oleadas de un lado al otro, esperando el inicio oficial del baile.

En el sector de las mesas, sonaban las risas mezcladas con el cristal de los vasos en los cuales tintineaba el hielo, el champagne y el whisky.

El salón se abría sobre una terraza al lado de una inmensa piscina de aguas celestes iluminada por reflectores acuáticos, sobre la cual se había construido un puente para el paso de las debutantes.

Inmensas flores de loto, naturales, traídas especialmente desde Miami, flotaban en el agua.

Adrián había reservado una mesa al lado de la piscina, para poder apreciar mejor el desfile de las debutantes. En el recorrido hacia la mesa conducidos por el ujier que se encargaba de acomodar a los invitados, habían encontrado numerosos conocidos. "Cuánto tiempo sin verte, estás muy bien, espero que me concederás una pieza" y expresiones como: "¡Lavinia! ¡Por fin apareciste!" la habían acompañado.

– ¡Parece que estás más popular que nunca! -decía Sara, mientras se sentaban.

– Estoy empezando a sospechar que tu "retiro" era parte de un plan para aumentar la demanda y rendir admiradores a tus pies -decía Adrián divertido.

– Escogiste un buen lugar -dijo Lavinia, sonriendo enigmática, respirando el aire fresco de la noche, mientras miraba las flores de loto en la piscina y el puente donde pasarían las debutantes.

Una vez sentada recorrió el salón con los ojos. Mesas cubiertas con manteles y adornos florales colmaban el salón. La mayoría estaban ya ocupadas, mientras otras lucían letreros de "reservado". De una mesa a otra, las miradas inspeccionaban peinados, vestidos. La concurrencia femenina parecía inmersa en el juego de pretender saludarse de lejos, reconocerse los trajes anunciados en conversaciones telefónicas o en comentarios de modistas comunes. No vio a sus padres. Aún no llegaban o estaban ocultos tras los gruesos pilares revestidos de flores y plantas. Quizás podría encontrarlos cuando se iniciara el desfile y los invitados se sentaran.

De lejos, Lavinia reconoció y saludó a varias amigas de colegio, muchas con sus flamantes esposos llevándolos del brazo. Antonio y Florencia le hicieron grandes aspavientos de saludo desde la mesa cercana de la pandilla. Se levantó a saludarlos moviendo airosa el borde de su vestido rojo.

– Parece que ahora sólo te vamos a ver en estos lugares despreciables…-dijo Antonio, socarrón, cuando ella se aproximó.

– Nos has abandonado totalmente -dijo Sandra.

– No. Nada de eso -aseguró Lavinia, sonriendo, contenta de encontrarlos-, ya se me está pasando la onda de seriedad…

– ¿Y la onda del Felipe ese? -preguntó Antonio.

– No seas curioso -dijo Lavinia, haciendo un guiño. El presidente del club cruzó el salón dirigiéndose al micrófono.

– Ya va a empezar -dijo Florencia, con tono de niña de escuela. Lavinia retornó a la mesa con Sara y Adrián. Se sentó cuando empezaba el discurso.

– Buenas noches, queridos socios -tronaron los altoparlantes ocasionando la movilización general hacia las mesas. El murmullo general de excitación ante el inicio del espectáculo, fue bajando hasta crear el silencio necesario para las palabras del presidente, quien en tono de solemne regocijo continuaba:

– "Como todos los años en la querida tradición de nuestro club, nos hemos dado cita hoy en el baile anual, para dar un cálido recibimiento a las bellas y distinguidas señoritas, hijas de nuestros honorables socios, que hoy serán presentadas en sociedad…

El discurso ensalzó las cualidades de las damitas, cuyos nombres junto a los de sus respectivos padres, fueron leídos con aplausos.

"Ahora las nombrará una a una" se dijo Lavinia, recordando cuando ella fue una de las nombradas: la espera en el tocador de señoras, en lo alto de la escalera, a que anunciaran su nombre, para bajar, mientras la orquesta tocaba La vida en rosa. No hubo puente en la piscina esa vez, afortunadamente.

Ahora el presidente, con aire teatral, apoyado por el redoble del tambor de la orquesta, anunciaba a la primera debutante, la "novia" del club: Patricia Vilón (la recordó bulliciosa en los corredores del colegio, entre las niñas menores que ella). La muchacha apareció en la pasarela con un vestido de brocado blanco cargado de chaquiras y lentejuelas, con una rosa en su pelo castaño, caminando por el puente cual si se sintiera Miss Universo. La orquesta explotó con la gran marcha de Aída, de Verdi, sobre los aplausos de los asistentes.

Con la mano extendida, el presidente esperaba a la "novia" en el extremo final de su recorrido. Con una sonrisa de satisfacción e importancia, la tomó del brazo y la colocó a su lado, en un semicírculo formado por los padres de las otras muchachas.

Murmullos y aplausos acompañaban la aparición de aquellas visiones blancas y vaporosas, de flores en el pelo, que iban colocándose al lado del presidente y la "novia".

Sara y Adrián aplaudían y comentaban. Ella también aplaudió, recordando las instrucciones de Sebastián de mostrarse feliz, como "pez en el agua". Ese había sido su ambiente, después de todo, aunque ahora se sintiera fuera de lugar. El sentido de lo absurdo la envolvía, provocándole ganas de reírse del rito de iniciación de aquellas vestales consagradas al lujo y a la perpetuación de la especie.

Íntimamente, la reconfortaba su decisión de unirse al Movimiento, de alejarse de ese espectáculo: era imposible estar allí y no darse cuenta del desatino de aquel país donde la opulencia podía coexistir tan impunemente con los extremos de la miseria, ignorándola: ignorando los campesinos lanzados de los helicópteros por colaborar con la guerrilla, los alaridos de los torturados en los sótanos del palacio presidencial.

El baile se iniciaba. El presidente tomaba del brazo a la "novia" avanzando hacia el salón de baile, iniciando el revoloteo en las vueltas y revueltos de un vals, al que se iban uniendo el resto de los padres con las debutantes, entre aplausos y sonrisas de labios coloreados, murmullos de contento, comentarios sobre quién era la más linda, quién llevaba el vestido más "elegante".

Los invitados se levantaron de sus mesas, formando un semicírculo alrededor de la pista donde bailaban las protagonistas del acontecimiento social más "destacado" del año.

Adrián, Sara y Lavinia se acercaron, junto con los demás.

– Te acordás -le decía Sara, de pie a su lado-, cuando nos tocó a nosotras. Creo que sólo el día que me casé estuve tan nerviosa…

Recordaba todo perfectamente. De vez en cuando volvía a ver el álbum de fotos y se avergonzaba de ser ella la que aparecía del brazo de su padre, con la misma expresión que ahora veía en las muchachas danzantes.

– Yo las recuerdo a las dos -dijo Adrián- tenían caras de venaditos asustados. Gracias a Dios que a mí no me tocó ser mujer.

– Allá está tu mamá -indicó Sara, de pronto, poniéndose seria- está haciéndonos señas.

Divisó a su madre a través del salón, de pie en el círculo de observadores. Levantaba el brazo en señal de saludo. Su padre sacaba los anteojos para verla mejor.

– Se ha envejecido -comentó Lavinia, levantando el brazo para responder al saludo.

Los observó a través de una aglomeración de cabezas y dulces. Su madre había engordado un poco, acentuando su porte de matrona de cabellos grises. Su padre, en cambio, parecía haber adelgazado. No estaba tan distinto de cuando lo vio la última vez.

El círculo se rompió en ese momento, cuando a una señal del presidente, los asistentes se incorporaron al baile. Su padre y su madre se abrazaron y cruzaron bailando hacia el extremo donde ella se encontraba.

Era el "gran momento". Varias personas de las mesas vecinas se acomodaron para presenciar el encuentro, aquella reunión de plaza pública a ritmo de merengue.

– Hijita, ¿cómo estás? -dijo su madre, dándole un beso en la mejilla, como si hubiesen salido juntas de la casa-. ¿Cómo están?

– preguntó a Sara y Adrián que se inclinaron a saludarla.

– ¿Cómo estás? -dijo su padre, mirándola de arriba abajo-, te ves muy bien. -Y la abrazó apretadamente.

Se soltó del abrazo, imaginando el "corten" en una mala película mexicana, de hijos pródigos y padres arrepentidos. Le era imposible, en ese ambiente, emocionarse, responder al intento de su padre de mostrarle afecto. Lo sintió por él. Al menos, en el curso de los meses, la llamó de vez en cuando por teléfono, preguntándole si necesitaba dinero, si se encontraba bien.

– ¿Por qué no van a nuestra mesa? -sugirió Adrián, tomando control del silencio después de los saludos, sobreponiéndose a aquella escena incómoda y tensa a la que el bullicioso merengue de la orquesta amenazaba con el ridículo-. Sara y yo vamos a bailar-dijo.

Se dirigieron a la pista. Lavinia vio a Sara hablando. Imaginó que le reprocharía a Adrián que la hubiera apartado justo cuando la presencia de ambos hubiera aliviado la tensión del encuentro de ella con sus padres.

– Estás muy bien, hija -dijo la madre, una vez que se sentaron a la mesa-, y el vestido todavía parece nuevo. ¿Te acordás que te dije que valía la pena comprar cosas de marca? Ya ves que tenía razón.

– Te ves muy guapa -dijo el padre.

– ¿Y cómo están ustedes? -preguntó Lavinia.

– Estamos bien -dijo el padre que, obviamente, se proponía hacer esfuerzos por acaparar la conversación y evitar la intervención de la madre.

– Has causado sensación en el baile -interrumpió la madre-. Todas mis amigas me han preguntado si es que regresarás a la casa.

– Espero que les hayas aclarado que no es así -dijo Lavinia, empezando a sentir la típica reacción que su madre provocaba.

– ¿Cómo te va en el trabajo? -preguntó el padre, interviniendo rápidamente.

– Bien, bien -dijo Lavinia- y la fábrica, ¿cómo va?

– Ahí va. Necesito conseguir un buen gerente que me releve casi totalmente. Ya estoy muy viejo y cansado. Pero el negocio sigue produciendo, aunque no sé cómo cambiarán las cosas ahora que abran la fábrica nueva que están montando varios oficiales del Gran General.

– ¿Están montando una fábrica?

– Sí. Están introduciéndose en varios sectores de la industria, la banca y el negocio de bienes raíces. ¿Has oído del Banco Unido? bueno, pues lo están montando con capital del Gran General y varios de sus generales. Se están metiendo a competir con nosotros en todo lo que pueden. Y es una competencia desleal porque ellos consiguen exención de impuestos "libres", construyen los edificios con maquinaria estatal… nos quieren arruinar.

– ¿Cuándo vas a llegar a la casa, hija? -decía su madre-; podríamos organizar un almuerzo con tus amigas…

– ¿Cuál es tu idea, qué vas a hacer con tu vida? -preguntaba el padre, uniéndose a las preocupaciones de la madre.

– Mi vida está tranquila y organizada -dijo Lavinia-, tengo trabajo, administro mi casa. No tienen nada de qué preocuparse-. Y sonrió sin dar más detalles, con expresión de punto final sobre el asunto.

– ¿Y ese "arquitecto" desconocido con el que andas…? -la interrogó su madre.

– Es sólo un compañero de trabajo. Lo veo de vez en cuando. No hay nada serio con él… ¿y no van a hacer nada para impedir la competencia del Gran General? -dijo Lavinia, tratando de regresar a lo que había empezado a decir el padre.

– Pues nos hemos estado reuniendo, pero no encontramos ninguna solución.

Después de un rato de estar sentados, mirando a los que bailaban, comentando la madre sobre los vestidos y los últimos chismes, el padre sobre sus reuniones, él se levantó, diciendo que casi no se podía hablar por el ruido, era mejor que Lavinia llegara a visitarlos a la casa.

Se levantaron los tres, obviamente aliviados ante el fin del encuentro, guardando cada uno lo que hubiera querido decir, ocultándolo tras las convenciones, la despedida, el beso en la mejilla, el "nos vemos pronto". Los vio alejarse: el padre y la madre, altos ambos entre los que danzaban, una pareja de seres humanos bien parecidos; el padre con el cuerpo erecto, el cabello aún abundante, cano, facciones fuertes, ojos grandes, moviéndose apesadumbrado, sonriendo con desgano a los que lo saludaban al pasar. La madre con su porte de gran dama, el cabello gris grueso y brillante, las manos largas que ella había heredado, la expresión artificial, alegre. Mientras los veía, las lámparas de cristal, las luces, adquirieron el contorno difuso y brillante que provocan las lágrimas. Tuvo la sensación de haberse puesto unos binoculares al revés. Los vio lejos a través de los ojos húmedos, y asaltada por un momento de deslumbramiento, comprendió que ya estaba al otro lado, que, finalmente, había logrado nadar contra la corriente y se encontraba en la otra orilla. Sólo llanto, agua, había entre ellos, agua borrándolo todo.

– ¿No querés bailar? Estás muy sólita aquí…

La mano en el hombro desnudo la asustó. Las mesas, los danzantes, el sonido de la orquesta, volvieron a entrar en foco. Levantó la cabeza y vio a Pablo Jiménez, un amigo de sus tiempos de debutante, mirándola desde lo alto del smoking y la pajarita negra en el cuello.

Era un hombre callado y tímido. El tono de su piel, su pelo y sus ojos parecían haber sido desleídos por el agua fuerte del vientre de su madre -una mujer dominante y bulliciosa-. Todos lo llamaban "Pablito". Las muchachas decían que era "inofensivo".

– Hola, Pablito -dijo como respuesta.

– Hola -dijo él, manteniendo la mano extendida para llevarla a bailar- vamos a bailar… vení, no te quedes allí sentada…

Se levantó pensando que no habría podido escoger mejor pareja para su primer baile que este hombre gentil, transparente, "inofensivo”

El bolero suavizaba también la entrada a la pista. Se abrieron un pequeño espacio. Las parejas se movían abrazadas, aprovechando la música para rozar los cuerpos y decirse cosas al oído.

Pablito olía a colonia. La tomó suavemente por la cintura y empezaron a mecerse siguiendo el ritmo.

– Supe que estabas trabajando con Julián Lazo -le dijo- ¿te va bien?

– Sí, sí, me va muy bien. Es un trabajo interesante.

– Pero te habías desaparecido… sólo en las discotecas se te veía.

– Es que después del año del debut, quedé un poco saturada de este tipo de fiestas. Ahora ya se me pasó…

Se acercó un poco más a él, deseando que dejara de hablar para poder disfrutar de la música y bailar. Le gustaba bailar. Pablito bailaba bien. "No debería hacer esto, pensó, debería hablar, preguntar cosas…" Sin embargo, estaba atolondrada. Le costaba fijar la atención, olvidar a los padres. Hubiera deseado que los brazos que le estrechaban fuesen los de Felipe. Entonces habría podido cerrar los ojos, olvidar en la música el peso de aquella incómoda relación con sus padres.

– ¿Y vos que has hecho? -preguntó.

– Estoy trabajando en el Banco Central, en una oficina de investigaciones que acaban de abrir. Hacemos estudios socio-económicos, supuestamente apolíticos, independientes. Según parece, el presidente del Banco ha convencido al Gran General sobre la necesidad de contar con un equipo que produzca información no adulterada. El gobierno se está preocupando un poco más por saber qué diablos está pasando realmente en el país. No creo que sirva de mucho, pero, por lo menos, uno siente que tal vez, aunque por miedo, se decidirán a mejorar algunas cosas…

– Pero no te sentís mal trabajando allí.

– No. Yo creo que lo único que uno puede hacer en este país es tratar de trabajar desde dentro del régimen, y como lo vamos a tener por muchos años más, lo más práctico es ver qué se puede hacer para que algunas cosas al menos funcionen mejor. Además, como te decía, somos un grupo "independiente". Nada de política. Nosotros somos técnicos…

Ser "apolítico" era una cómoda manera de ser cómplice, estuvo a punto de decir Lavinia, pero recordó que estaba allí para crearse una cobertura y no para darse más tinte de rebelde. Además, de nada serviría su comentario. En aquel ambiente, la mayoría eran opositores. Lo normal era criticar y quejarse del régimen, aun cuando tácticamente se supieran aliados. Critiquémoslo pero no lo cambiemos, era la consigna.

Esa había sido la suya hasta hacía poco.

El bolero terminó y la orquesta cambió de ritmo iniciando una cumbia que se encargó de poner fin a la conversación.

– Te devuelvo a la mesa -dijo Pablito- este no es mi tipo de ritmo.

Sara y Adrián habían regresado también. Se daban aire con las servilletas.

– Esta pista de baile es un horno… ¿Qué tal, Pablito?

– Muy bien, gracias. Ustedes se ven muy bien también…

– Con el ejercicio que hemos hecho…-dijo Adrián. El baile con Pablito abrió el acercamiento de amigos y amigas a la mesa, en los breves intervalos de descanso de la orquesta.

Pláticas intercambiando breves informaciones sobre carreras y otros rumores se sucedieron en la noche, envueltas todas en un ambiente de civilidad y cortesía. Era imposible saber que pensaban realmente aquellas caras amables y sonrientes que se detenían por la mesa.

Bailó con sus conocidos de la pandilla: con Antonio indagando tenaz sobre Felipe; Jorge y sus chistes. Con ellos se divertía. No le era difícil abatir pestañas y coquetear su "simpatía".

A ratos, retornaba la extrañeza. Su mente proyectaba las imágenes de Sebastián, Flor y Felipe; el entierro del médico que todos parecían haber olvidado. Uno que otro comentó la suerte de que el baile no se hubiese cancelado, el temor que habían experimentado de que el desastre los envolviera.

Sus viejas amigas del colegio le hablaron de sus planes de boda, los pretendientes, las modas y los últimos anticonceptivos.

De vez en cuando captaba la mirada de Adrián observándola burlesco y curioso.

Estaba segura que Adrián se daba cuenta que estaba actuando, pero jamás sabría por qué lo hacía.

Intentó sacarla a bailar, pero Lavinia, consciente de que la sometería a interrogatorio, fingió no poder acomodarlo entre las múltiples solicitudes.

– Deberíamos irnos -dijo finalmente-, no puedo bailar más. Mis pobres pies están destrozados…

Sara, que ya empezaba a bostezar, apoyó la idea.

– Sí, vámonos -dijo-, me estoy muriendo de sueño.

Salieron dando la vuelta por la terraza de la piscina para evitar la aglomeración del salón de baile. En el estacionamiento, vio de lejos a sus padres montar en su vehículo y salir. La habían estado observando cuando bailaba cerca de su mesa, cruzándose con ella miradas indescifrables.

– Estuviste encantadora -dijo Adrián, cuando recorrían el camino de regreso.

– ¿Me porté simpática, verdad? -dijo Lavinia, haciéndose la tonta.

– Vos sos simpática -dijo Adrián- cuando sos lo que sos y no pretendes hacerte la mujer liberada, independiente…

– Yo soy liberada e independiente -dijo Lavinia-. No te confundas.

– Nunca entenderé a las mujeres -respondió Adrián.

Se quedaron en silencio escuchando la respiración acompasada de Sara que dormía en el asiento delantero.


¿Es nostalgia lo que siente? Yo muchas veces sentí nostalgia por la vida de mi tribu. Pero en mi caso no hubo regreso posible. Lo que abandoné, se disolvió cual un lienzo que se deshace. Nunca más retornaron las quietas alegrías de los "Calmecc", donde nuestros maestros nos enseñaban las artes del baile y del tejido; jamás volví a engalanarme para las ceremonias sagradas con las que recibíamos el regreso del sol, después de los últimos días del año; los días nefastos cuando todos nos guardábamos y ayunábamos y no nos era permitido a los jóvenes bañarnos en el río o divertirnos cazando peces en el lago.

Extraños son los sentimientos de Lavinia; punzantes, cual dardo. Mezcla de veneno y miel. Toda ella es una tela confusa, un brazo que dijera adiós, que amara y odiara a un tiempo. Y es por cierto confuso este tiempo donde se suceden acontecimientos dispares cual si dos mundos existiesen uno al lado del otro, sin mezclarse. Un poco como ella y yo, habitando esta sangre.


Se quitó el vestido rojo. Lo tiró sobre la silla. Lo vio convertirse en un bulto informe de pliegues y destellos bajo el haz de luz que provenía del baño. Se lavó la cara, el maquillaje negro de los ojos.

Le divirtió ver a Felipe en su cama, esperándola, fingiendo dormir.

Estaba segura que la observaba con los ojos entrecerrados. Por eso dio a sus movimientos una movilidad teatral. Se paró desnuda frente al espejo del baño, limpia ya de vestigios de la fiesta, antes de caminar descalza hacia la cama. Recordaba un trozo de alguna novela de Cortázar donde el hombre observa a la mujer verse sola frente al espejo, desnuda.

– ¿Qué tal te fue? -preguntó Felipe, con la voz pastosa, como si despertara, no bien ella levantó las sábanas para entrar a la cama.

– Bien, muy bien -contestó, acomodándose a su lado, dándole un beso en la mejilla.

– ¿Eso es todo? No me vas a contar cómo fue…

– Déjame que piense en una manera de resumírtelo… Había mucha gente, muchos vestidos brillantes, con lentejuelas y chaquiras, un puente sobre la piscina para que pasaran las debutantes, flores de loto traídas de Miami flotando en el agua, mucha conversación intrascendente, dos orquestas, lleno el salón de baile… bailé bastante. Me porté "simpática" como me dijo Sebastián.

"Me encontré con mis padres”.

– ¿Y de qué hablaba la gente?

– De cualquier cosa…

Siempre tenía la impresión de que aquella gente hablaba para escucharse, pensó Lavinia. Antes incluso de que su nueva conciencia le pusiera cosas como estas más en evidencia, había notado que hablaban constantemente, como si necesitaran oírse mucho para protegerse de su propia soledad.

Parecían no saber escuchar el sonido de los demás, sino como instrumentos menores en la sinfonía de su propia autocomplacencia. Tal vez es una cuestión de educación, de clase, se dijo. Todos nosotros fuimos criados para pensarnos el centro del mundo, el principio del universo.

– Eso es muy vago -dijo Felipe, levantándose sobre el codo, sonriéndole-, ¿qué decían?

– Lo que vos querés saber es si obtuve alguna información útil, ¿verdad? Porque si me pongo a repetir lo que decían, llegamos a mañana.

– Sí. Tenés razón. ¿Qué dijeron que sea útil?

Le contó lo que había dicho su padre, Pablito, comentarios sueltos sobre el "mal gusto" del Gran General de hacer una fiesta para "la guardia" en el Club Recreativo de los Fuerzas Armadas el mismo día…

– Así que están molestos porque se les están empezando a meter en su territorio… interesante -dijo Felipe-. Ya nosotros lo intuíamos.

Lo vio perderse dentro de sí en una meditación afirmativa, satisfecho de hacer comprobaciones. Ella, en cambio, quería analizar la fiesta desde una perspectiva diferente. No había oído nada extraordinario en relación a cuestiones políticas; lo que consideraba interesante era haber podido ver todo aquello con la capacidad de observación que le daba el hecho de que el paso del tiempo se acomodara con orden en su vida ahora, el tener frente a sí el diseño del movimiento de sus días y encontrar que las cosas guardaban sentido, tenían su razón de ser. Quería compartir sus pensamientos con Felipe; decirle cómo sentía haber cambiado desde que ya no se levantaba por los mañanas con la sensación de estar frente a un agujero informe, una masa de arcilla esperando el génesis para llenarse de peces o convertirse en árbol o manzana.

Ahora que sabía el porqué de sus obligaciones.

Ahora que había tomado el mando de las horas y pensaba haber entrado finalmente a la edad adulta; ser capaz de mirar a su alrededor y descubrir lo "otro" y a los "demás" bajo distinta luz, sin la necesidad infantil de hacer girar el mundo a su alrededor.

– Es interesante ver cómo actúan las personas de mi origen -dijo Lavinia, pensativa-, todos quieren llamar la atención sobre sí mismos. Es una competencia feroz. Usan cualquier recurso para ganar el centro, para monopolizar el foco, la luz.

"Y son divertidas, ¡claro! Me reí muchísimo. Pero fíjate, por ejemplo, a mí no me habían visto en un montón de tiempo. Sólo me hicieron preguntas superficiales, lo usual… ¿cómo estás, qué has hecho? Nadie me preguntó nada más. Yo no les interesaba. Lo único que les interesaba era lucirse, ser graciosos, contar interminablemente sus cuentos…

"Para mí, mejor que así haya sido, pero no deja de reflejar cómo es que son.

Felipe alzó los hombros. Obviamente para él, ella no estaba descubriendo nada nuevo.

– ¿Y con quiénes bailaste? -preguntó.

Le dijo cómo los hombres se habían acercado a la mesa, las preguntas sobre si tenía o no novio.

Era interesante observar su reacción. A él tampoco pareció importarle mucho lo que ella hubiera pensado, ni siquiera le preguntó por sus padres. Después de lo político, tenía un interés de macho por saber quienes se habían acercado. Irradiaba inseguridad desde la aparente indiferencia con que su rostro volvía a adquirir la suave sensualidad de la somnolencia para seducirla, para hacerle un amor frenético y violento a través del cual sentir que la poseía y así vengarse de boleros y otros ritmos.

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