A menudo cuando se habían acostado, se abrían las puertas de dentro de par en par, así como las puertas de un armario que en la sala había, y todo ello con alboroto y ruido grandes. Y una noche las sillas, que cuando iban a acostarse se quedaban en el rincón de la chimenea, cambiaron de sitio y aparecieron en mitad de la habitación, muy bien ordenadas, y un cedazo colgando sobre una pieza de tela llena de agujeros, y la llave de una puerta sobre otra. Y por el día, mientras hilaban en la casa, muchas veces veían abrirse las puertas del establo de par en par, pero no quién las abría. En una ocasión, estando Alice hilando, la roca o rueca se desprendió varias veces y llegó al centro de la habitación… y muchas más cosas, tan ridículas que resultaría tedioso referirlas.
WILLIAM TURNER
– Peter -dijo Harriet, y con el sonido de su propia voz salió adormilada y flotando del fuerte cerco de los brazos de él por un triar verde de hojas de haya moteadas por el sol y se internó en la oscuridad-. Maldita sea -añadió para sus adentros-. Maldita sea. Y no quería despertarme.
El reloj del patio nuevo dio las tres melodiosamente.
– Esto no puede ser -dijo-. Esto no puede ser. Mi subconsciente tiene una imaginación de lo más traicionera. -Tanteó hasta encontrar el interruptor de la lámpara de la mesilla-. Qué inquietante pensar que los sueños jamás simbolizan los deseos reales, sino algo mucho peor. -Encendió la luz y se incorporó-. Si de verdad quisiera que Peter me abrazara apasionadamente, soñaría con dentistas o con la jardinería. Me pregunto qué inconcebible atrocidad puede ser únicamente expresada con el cortés símbolo de los abrazos de Peter. ¡Caray con Peter! ¿Qué haría con un caso como este?
Aquel pensamiento la devolvió a la noche en el Egotists Club y la carta anónima, y de ahí pasó a la absurda furia que sentía Peter por el esparadrapo.
«… pero como en aquel momento tenía la cabeza en mi trabajo…»
A veces cualquiera diría que es un cabeza de chorlito, pensó pero cuando trabaja se concentra. Sí, centrarse en el trabajo. ¿Qué hago yo, dejando que se me vaya la cabeza de un lado a otro? ¿Esto es un trabajo o no?… Supongamos que la autora de los anónimos anda ahora mismo por aquí, dejando cartas por debajo de las puertas… Pero ¿qué puertas? No se pueden vigilar todas… Debería apostarme en la ventana, ojo avizor, por si aparece alguien deslizándose sigilosamente por el patio… Alguien tendría que hacerlo pero ¿en quién confiar? Además, las profesoras tienen su trabajo; no pueden pasarse la noche en vela y trabajar todo el día… El trabajo… centrarse en el trabajo…
Ya había saltado de la cama y estaba descorriendo las cortinas. No había luna, y no se veía nada en absoluto. Tampoco parecía que nadie se estuviera quemando las pestañas redactando un trabajo a última hora.
Cualquiera podía ir a cualquier parte en una noche tan oscura, se dijo Harriet. Apenas se distinguían los contornos de los tejados del Tudor a la derecha, ni la oscura mole de la nueva biblioteca que sobresalía detrás del anexo a la izquierda.
La biblioteca: ni un alma allí dentro.
Se puso la bata y abrió la puerta con cautela. Hacía un frío terrible. Buscó el interruptor de la pared y bajó por el pasillo central del anexo, entre una hilera de puertas tras las cuales dormían las alumnas, soñando Dios sabe con qué… exámenes, deportes, muchachos, fiestas, la extraña mezcolanza que se resume en la palabra «actividades». Junto a las puertas había montoncitos de platos sucios para que las criadas los recogieran y los fregaran. Y zapatos. En las puertas había tarjetas con su nombres: señorita H. Brown, señorita Jones, señorita Colburn, señorita Szleposky, señorita Isaacson… Tantas incógnitas, tantas futuras esposas y madres de la raza, o bien tantas potenciales historiadoras, científicas, maestras, médicas, abogadas… según qué se considerase más importante, una cosa u otra. Al final del pasillo había una ventana grande, higiénicamente abierta por arriba y por abajo. Harriet levantó con suavidad la parte de abajo y se asomó, tiritando.
Y de repente comprendió que en la razón o la intuición que la había llevado a mirar en la biblioteca se había calibrado muy bien la situación. La nueva biblioteca debería haber estado a oscuras; no era así. Una de las alargadas ventanas estaba dividida de arriba abajo por una estrecha franja de luz.
Harriet se puso a pensar rápidamente. Si era la señorita Burrows, que continuaba con sus preparativos, legítima y abnegadamente, si bien a una hora intempestiva, ¿por qué se había molestado en correr las cortinas? Habían colgado cortinas en las ventanas, porque al estar orientada hacia el sur, la biblioteca necesitaba protección de la fuerte luz del sol, pero sería absurdo que la bibliotecaria se protegiese a sí misma y sus funciones de una posible observación en medio de una oscura noche de marzo. La dirección del centro no era tan hermética. Algo pasaba. ¿Qué hacer? ¿Ir allí a investigar sola o avisar a alguien?
Algo estaba muy claro: si quien acechaba tras aquellas cortinas era alguien del claustro, no sería diplomático que una alumna presenciara el descubrimiento. ¿Qué profesoras dormían en el Tudor? Sin consultar la lista, Harriet recordó que la señorita Barton y la señorita Chilperic tenían allí su alojamiento, pero en el otro extremo del edificio. Al menos, se le presentaba una buena ocasión de controlarlas. Tras echar un último vistazo a la ventana de la biblioteca, Harriet pasó rápidamente junto a su habitación, en el puente, y entró en el edificio principal. Se maldijo por no haber cogido una linterna y tuvo que entretenerse buscando los interruptores de la luz. Siguió por el pasillo, pasó de largo la escalera y torció a la izquierda. Ninguna profesora en aquel piso; debía de ser en el de abajo. Volvió, bajó las escaleras, y torció otra vez a la izquierda. Fue dejando todas las luces del pasillo encendidas, y pensó si llamarían la atención en otros edificios. Por fin, una puerta a la izquierda con un rótulo, «Señorita Barton». Y estaba abierta.
Llamó con firmeza y entró. El salón estaba vacío. Detrás, la puerta del dormitorio también estaba abierta.
– ¡Válgame Dios! -exclamó. ¡Señorita Barton!
No hubo respuesta, y al mirar en el dormitorio, vio que estaba tan vacío como el salón. La ropa de cama estaba retirada y alguien había dormido allí, pero quienquiera que fuese se había levantado y se había marchado.
Resultaba fácil pensar en una explicación inocente. Harriet reflexionó unos momentos, y entonces le vino a la memoria que la ventana de la habitación daba al patio. Las cortinas estaban descorridas. Miró la oscuridad. La luz seguía brillando en la ventana de la biblioteca, pero se apagó enseguida.
Harriet corrió hacia el pie de la escalera y atravesó el vestíbulo. La puerta del edificio estaba entornada. La abrió del todo y cruzó rápidamente el patio. Mientras corría, le dio la impresión de que algo surgía amenazante delante de ella. Se dirigió hacia allí y al alcanzarlo, lo aferró con fuerza.
– ¿Quién es? -preguntó Harriet con brusquedad.
– ¿Y quién es usted?
Una mano se desasió y la luz de una linterna cayó sobre la cara de Harriet.
– ¡Señorita Vane! ¿Qué hace usted aquí?
– ¿Señorita Barton? Estaba buscándola. He visto una luz en la biblioteca nueva.
– Yo también. Acabo de ir a investigar. La puerta está cerrada con llave.
– ¿Con llave?
– Sí, por dentro.
– ¿No hay otra entrada? -preguntó Harriet.
– Sí, claro. Tendría que haberlo pensado. Por el pasillo del comedor y la biblioteca de narrativa. ¡Venga!
– Un momento -dijo Harriet-. Quienquiera que sea puede seguir allí. Usted vigile la puerta principal, para que no salga por ahí, y yo subiré por el comedor.
– Buena idea. ¡Oiga! ¡No tiene linterna! Llévese la mía. Así no perderá tiempo encendiendo las luces.
Harriet cogió la linterna y echó a correr, sin dejar de pensar. Lo que le había contado la señorita Barton parecía verosímil. Se había despertado (¿por qué?), había visto la luz (probablemente dormía con las cortinas descorridas) y había salido a investigar mientras Harriet deambulaba por las plantas de arriba tratando de dar con la habitación que buscaba. Entretanto, la persona que estaba en la biblioteca había terminado lo que estuviera haciendo o posiblemente se había asustado al ver que encendían luces en el Tudor y había apagado la luz. No había salido por la puerta principal; o estaba aún en el ala de la biblioteca o se había escabullido por las escaleras del comedor mientras la señorita Barton y Harriet forcejeaban en el patio.
Harriet encontró la escalera del comedor y empezó a remontarla, usando la linterna lo menos posible y manteniendo la luz baja. Se convenció de que la persona a la que perseguía estaba, tenía que estar, desequilibrada, si no loca, y de que posiblemente se abalanzaría sobre ella desde un rincón oscuro. Llegó al último escalón y empujó la puerta batiente de cristal que daba al pasillo entre el comedor y la despensa. Entonces le pareció oír a alguien correteando y casi en el mismo momento vio el destello de una linterna. Tenía que haber un interruptor doble a la derecha, detrás de la puerta. Lo encontró y lo accionó. Un parpadeo, y a continuación la oscuridad. ¿Un fusible? Se rió de sí misma. Pues claro que no. Quienquiera que estuviera al otro extremo del pasillo le había dado al interruptor al mismo tiempo que ella. Volvió a accionar el interruptor y el pasillo se inundó de luz.
A la izquierda vio las tres entradas, con los pasaplatos en medio, que daban al comedor. A la derecha estaba la pared desnuda entre el pasillo y las cocinas, y enfrente, al fondo del pasillo, junto a la puerta de la despensa, había alguien agarrando la bata que llevaba puesta con una mano y un tarro grande con la otra.
Harriet se dirigió a toda velocidad hacia aquella aparición, que avanzaba dócilmente hacia ella. Sus rasgos le resultaban vagamente familiares, y enseguida los reconoció. Era la señorita Hudson, la estudiante de tercero que había asistido a la celebración.
– ¿Se puede saber qué demonios hace aquí a estas horas? -preguntó Harriet con tono severo.
No es que tuviera ningún derecho especial a interrogar a las alumnas sobre sus movimientos, ni que pensara que su aspecto, en pijama y con una gruesa bata de cuadros, inspirase respeto ni desprendiera autoridad. Desde luego, la señorita Hudson pareció quedarse estupefacta al verse abordada así por una desconocida a las tres de la mañana. Se quedó mirándola, sin habla.
¿Y por qué no podría estar aquí? -replicó al fin, desafiante-. No sé quién es usted, y tengo tanto derecho como usted a ir por ahí… ¡Ya, claro! -añadió, y se echó a reír-. Supongo que es una de las criadas. No la había reconocido sin el uniforme.
– No -dijo Harriet-. Soy antigua alumna. Y usted es la señorita Hudson, ¿no? Pero su habitación no está aquí. ¿Ha estado en la despensa?
Clavó la mirada en el tarro, y la señorita Hudson se sonrojó.
– Sí… Quería un poco de leche. Es que tengo que hacer un trabajo.
Lo dijo como si se tratara de una enfermedad. Harriet se rió.
– Así que seguimos en las mismas, ¿eh? Carrie es tan blanda como lo era Agnes en mi época. -Se acercó al pasaplatos de la despensa e intentó moverlo, pero estaba cerrado-. No, parece que no.
– Le pedí que lo dejara abierto, pero supongo que se le habrá olvidado -dijo la señorita Hudson-. Oiga… No vaya a delatar a Carrie. Es una persona maravillosa.
– Sabe muy bien que Carrie no debería dejar el pasaplatos abierto, y que si se quiere un poco de leche, hay que venir antes de las diez.
– Sí, ya lo sé, pero no siempre sabes si vas a quererla. Supongo que usted habrá hecho lo mismo en su época.
– Sí -replicó Harriet-. En fin, más vale que se marche, pero un momento. ¿Cuándo ha entrado aquí?
– Ahora mismo, unos segundos antes que usted.
– ¿Ha visto a alguien?
– No. -La señorita Hudson parecía asustada-. ¿Por qué? ¿Ha pasado algo?
– No, que yo sepa. Venga, váyase a la cama.
La señorita Hudson salió corriendo y Harriet intentó abrir la puerta de la despensa, que estaba cerrada a cal y canto, como el pasaplatos. Después entró en la biblioteca de narrativa, que estaba vacía, y puso una mano en el picaporte de la puerta de roble que daba a la biblioteca nueva.
No hubo forma de abrirla. No había llave en la cerradura. Harriet echó un vistazo a la biblioteca de narrativa. Sobre el alféizar de la ventana había un lápiz fino, un libro y unos papeles. Metió el lápiz en la cerradura y la puerta se abrió sin ofrecer resistencia.
Fue hasta la ventana de la biblioteca de narrativa y la abrió. Daba a la terraza de una pequeña galería. Dos personas no eran suficientes para jugar así al escondite. Arrastró una mesa hasta la puerta, para darse cuenta de si alguien intentaba salir a sus espaldas; después saltó a la terraza de la galería y se asomó a la barandilla. Abajo no distinguió nada con claridad, pero sacó la linterna del bolsillo e hizo una señal.
– ¡Hola! -oyó que decía la señorita Barton con cautela desde, abajo.
– La otra puerta está cerrada, y la llave ha desaparecido.
– Qué situación tan complicada. Si una de nosotras se va, podría salir alguien, y si gritamos pidiendo ayuda, se formará gran revuelo.
– Pues sí, más o menos -replicó Harriet.
– Vamos a ver. Voy a intentar entrar por una de las ventanas de la planta baja. Parece que todas tienen echado el pestillo, pero puedo romper un cristal.
Harriet se quedó esperando y al fin oyó un leve tintineo. Se hizo un silencio y después oyó el movimiento del marco de una ventana. Otro silencio, más largo. Volvió a la biblioteca de narrativa y retiró la mesa de la puerta. Al cabo de seis o siete minutos vio que el picaporte se movía y oyó un golpecito al otro lado de la puerta de roble. Se agachó hasta la cerradura y dijo: «¿Qué pasa?», y a continuación prestó oídos.
– Aquí no hay nadie -dijo la señorita Barton al otro lado-. No está la llave, y hay un lío espantoso.
– Voy para allá.
Harriet atravesó apresuradamente el comedor y dio la vuelta hasta la fachada de la biblioteca. Allí vio la ventana que había abierto la señorita Barton, entró por ella y subió a todo correr las escaleras de la biblioteca.
– ¡Vaya! -dijo.
La nueva biblioteca era una sala magnífica, de techos altos, con seis cubículos orientados hacia el sur e iluminados por otras tantas ventanas que llegaban casi desde el suelo hasta el techo. En el lado septentrional, la pared, sin ventanas, estaba revestida de estanterías hasta tres metros de altura. Por encima había un espacio vacío, donde en un futuro podría construirse otra galería cuando los libros excedieran la capacidad de las estanterías existentes. La señorita Burrows y su equipo habían adornado ese espacio vacío con una serie de grabados, como los que posee toda comunidad académica, que representaban el Partenón, el Coliseo, la columna de Trajano y otros temas clásicos y topográficos.
Todos los libros de la sala estaban tirados por el suelo; habían vaciado las estanterías por el expeditivo método de desencajarlas. Habían arrancado los grabados y habían adornado el espacio vacío con un friso de dibujos, toscamente realizados con pintura marrón y con inscripciones de unos treinta centímetros de altura, todo ello sumamente indecoroso. En medio del caos se erguía triunfalmente una escalerilla y un bote de pintura con una brocha dentro, para demostrar cómo se había llevado a cabo la transformación.
– Todo echado a perder -dijo Harriet.
– Sí -reconoció la señorita Barton-. Bonito recibimiento para lord Oakapple. -Su voz tenía un tono extraño… casi de satisfacción. Harriet la miró con dureza-. ¿Qué va a hacer? ¿Qué se hace en estos casos? ¿Registrarlo todo con lupa o llamar a la policía?
– Ninguna de las dos cosas -contestó Harriet. Se quedó reflexionando unos momentos-. Lo primero es ir a buscar a la decana. Lo segundo, buscar las llaves originales o las copias. Lo tercero, quitar esas inscripciones asquerosas antes de que las vea nadie. Y en cuarto lugar, dejar la habitación en condiciones antes de las doce. Tenemos tiempo de sobra. ¿Tendría la amabilidad de ir a despertar a la decana y traerla aquí? Mientras tanto, echaré un vistazo, a ver si encuentro alguna pista. Después hablaremos sobre quién ha hecho todo esto y cómo se ha escapado. Dese prisa, por favor.
– ¡Vaya! -dijo la profesora-. Así me gusta: las personas que saben lo que quieren.
Se marchó con una prontitud sorprendente.
– Su bata está llena de pintura -reflexionó Harriet en voz alta-. Pero a lo mejor se ha manchado al entrar aquí. -Fue al piso de abajo y examinó la ventana abierta-. Sí, aquí es donde pasó por encima del radiador húmedo. Supongo que yo también me habré manchado. Sí, claro, pero no hay nada que demuestre que todo viene de ahí. Pisadas recientes… suyas y mías, sin duda. Vamos a ver…
Siguió las huellas de pisadas hasta el último tramo de la escalera, donde eran apenas visibles y por último desaparecían. No encontró pisadas de una tercera persona, pero probablemente había dado tiempo a que las de la intrusa se secaran. Quienquiera que fuese, debía de haber empezado su tarea muy poco después de medianoche, como muy tarde. La pintura había salpicado mucho; si se pudiera registrar todo el colegio en busca de ropa manchada de pintura, sería estupendo, pero provocaría un terrible alboroto, pensó Harriet. La señorita Hudson… ¿tenía manchas de pintura en alguna parte? Harriet creía que no.
Volvió a mirar a su alrededor y de repente se dio cuenta de que había dejado todas las luces encendidas y de que las cortinas estaban descorridas. Si alguien estaba mirando desde alguno de los edificios de enfrente, el interior de la habitación destacaría como un escenario iluminado. Apagó las luces y corrió con cuidado las cortinas antes de volver a encenderlas.
– Ahora lo entiendo -dijo-. Esa era la idea. Las cortinas estaban corridas mientras hacía la faenita. Después apagó las luces y descorrió las cortinas. La pintora huyó y cerró la puerta con llave. Por la mañana todo habría parecido normal desde fuera. ¿Quién habría sido la primera persona en intentar entrar? ¿Una criada, para dar una última pasada? Se habría encontrado con la puerta cerrada, habría pensado que la señorita Burrows la había dejado así y probablemente no habría hecho nada. Probablemente habría subido primero la señorita Burrows. ¿Cuándo? Poco después de ir a la capilla, o un poco antes. No habría podido entrar. Habrían perdido mucho tiempo buscando las llaves, y cuando alguien hubiera logrado entrar, habría sido demasiado tarde para arreglar las cosas, con todo el mundo ya por allí. ¿Y el rector…?
La señorita Burrows habría sido la primera en llegar, pensó. También había sido la última en marcharse, y quien mejor sabía dónde habían dejado los botes de pintura. ¿Habría destrozado su propio trabajo, y habría destrozado sus propias pruebas la señorita Lydgate? ¿Hasta qué punto era sólida semejante premisa psicológica? Se puede ser capaz de destruir cualquier cosa en el mundo, salvo tu propia obra pero, por otra parte, si eres lo suficientemente astuto, comprendes que es lo que la gente va a pensar, e inmediatamente tomas las medidas necesarias para que tu obra sufra daños.
Harriet recorrió lentamente la biblioteca. Había una gran salpicadura de pintura en el parquet, y en el borde… ¡Ah, sí! Resultaría muy útil registrar el college para buscar ropa manchada de pintura, pero era evidente que la culpable no llevaba zapatillas ¿Para qué ponerse nada? Los radiadores de aquella planta estaban funcionando al máximo y la ausencia de ropa no solo habría sido una buena táctica, sino una comodidad.
¿Y cómo habría escapado aquella persona? Ni la señorita Hudson (si es que se le podía dar crédito) ni Harriet se habían encontrado con nadie al subir, pero había mediado suficiente tiempo para huir después de que se apagaran las luces. Desde el fondo del antiguo patio no se habría visto una figura atravesando furtivamente el pasadizo abovedado del comedor. O, ya puestos, podría haber sido alguien que estuviera al acecho en el comedor mientras Harriet y la señorita Hudson hablaban en el pasillo.
– He metido un poco la pata -dijo Harriet-. Debería haber encendido las luces del comedor para asegurarme.
Volvió a entrar la señorita Barton, con la decana, que miró a su alrededor y exclamó: «¡Dios mío!». Parecía un mandarín pequeñito pero robusto, con la larga coleta pelirroja y la bata azul acolchada salpicada de dragones escarlatas y verdes.
– ¡Qué tontas hemos sido! Deberíamos haberlo previsto. ¡Pero si era lo más evidente! Si se nos hubiera ocurrido, la señorita Burrows podría haber cerrado la puerta con llave antes de marcharse. ¿Y ahora qué hacemos?
– Lo primero que se me ocurre es aguarrás -dijo Harriet-. Y en segundo lugar, Padgett.
– Pero cuánta razón tiene. Padgett sabrá arreglárselas, como siempre. Es como la beneficencia: nunca falla. Gracias a Dios que ustedes han descubierto lo que pasaba. En cuanto limpien estas repugnantes inscripciones podremos dar una mano de temple de secado rápido o algo parecido, o empapelar la pared y… ¡Dios mío! ¿De dónde vamos a sacar el aguarrás, a menos que los pintores hayan dejado suficiente cantidad? Vamos a necesitar una cubeta. Pero seguro que Padgett lo solucionará.
– Voy ahora mismo a buscarlo y aprovecharé para coger por banda a la señorita Burrows -dijo Harriet-. Tendremos que volver a colocar los libros. ¿Qué hora es? Las cuatro menos cinco… Creo que podemos hacerlo. ¿Puede montar guardia hasta que yo vuelva?
– Sí. Ah, bueno, ahora encontrará la puerta abierta. Por suerte, yo tenía otra llave. Una llave preciosa, encobrada… Era para lord Oakapple, pero tendremos que llamar a un cerrajero para la otra puerta, a menos que los albañiles tengan una copia.
Lo más extraordinario de aquella extraordinaria mañana fue la imperturbabilidad de Padgett. Atendió a Harriet ataviado con un bonito pijama de rayas y recibió instrucciones absolutamente impasible.
– Padgett, la decana lamenta comunicar que alguien ha estado cometiendo grandes desaguisados en la biblioteca nueva.
– ¿De veras, señorita?
– Está todo patas arriba y han pintarrajeado palabras y dibujos de lo más ordinario en la pared.
– Lamentable, señorita.
– Con pintura marrón.
– Qué embarazoso, señorita.
– Habrá que limpiarlo inmediatamente, antes de que nadie lo vea.
– Muy bien, señorita.
– ¿Cree que podrá solucionarlo, Padgett?
– Usted déjemelo a mí, señorita.
La siguiente tarea de Harriet consistió en recoger a la señorita Burrows, que recibió la noticia con enérgicas expresiones de irritación.
– ¡Qué horror! ¿Quiere decir que hay que ordenar esos libros otra vez? ¿Ahora? Sí, claro… Supongo que no queda otro remedio. ¡Dios mío, qué suerte no haber puesto el infolio de Chaucer y otros libros valiosos en las vitrinas!
La bibliotecaria se levantó apresuradamente de la cama. Harriet se fijó en sus píes. Estaban limpios, pero en el dormitorio había un olor raro. Lo olfateó hasta las inmediaciones del lavabo.
– Oiga… ¿eso es aguarrás?
– Sí -contestó la señorita Burrows, poniéndose las medias con dificultad-. La he traído de la biblioteca, porque tenía pintura en las manos, de quitar los botes y demás.
– Ojalá me hubiera dejado un poco. Hemos tenido que entrar por la ventana, por encima de un radiador húmedo.
– Sí, claro.
Harriet salió, confusa. ¿Por qué se habría molestado la señorita Burrows en llevar el bote hasta allí, cuando podía haberse quitado la pintura en el momento? Pero comprendía que cualquiera que hubiera querido limpiarse la pintura de los pies, tras ser interrumpida en mitad del trabajo sucio, no habría tenido otra opción que coger el bote y salir corriendo.
A continuación se le ocurrió otra idea. La culpable no podía haber salido descalza de la biblioteca. Se habría puesto otra vez las zapatillas, y si te pones unas zapatillas con los pies manchados de pintura, quedan señales.
Volvió a su habitación y se vistió. Después regresó al patio nuevo. La señorita Burrows había desaparecido, pero sus zapatillas estaban junto a la cama. Harriet las examinó minuciosamente, por dentro y por fuera, pero no había ni rastro de pintura.
Al volver se encontró a Padgett, que caminaba reposadamente por el césped, cargado con una lata grande de aguarrás en cada mano.
– ¿De dónde ha sacado eso con lo temprano que es, Padgett?
– Pues verá, señorita, Mullins ha ido en la moto y ha despertado a un conocido suyo que tiene una tienda de queroseno y vive justo encima.
Así de sencillo.
Al cabo de un rato y decorosamente entogadas y vestidas, Harriet y la decana pasaban por el lado oriental del edificio Queen Elizabeth en pos de Padgett y el capataz de los pintores.
– Las señoritas tienen sus diversiones, como los señoritos -se oyó decir a Padgett.
– Cuando yo era mozo, las señoritas eran las señoritas y los señoritos los señoritos, a ver si me entiendes -replicó el capataz.
– Lo que necesita este país es un Hitler -dijo Padgett.
– Eso es -dijo el capataz-. Las muchachas, en su casa tenían que estar. Vaya trabajo que tienes aquí, jefe. ¿Qué hacías antes de meterte en este gallinero?
– Ayudante del de los camellos en el zoológico. Y bien interesante que era el trabajo.
– ¿Y por qué lo dejaste?
– Septicemia. Un mordisco que me dio una hembra en el brazo -contestó Padgett.
– Ah -dijo el capataz.
Cuando llegó lord Oakapple no había nada chocante a la vista en la biblioteca, aparte de cierta humedad y unas cuantas manchas en la parte de arriba, donde el papel recién colocado se estaba secando de forma irregular. Habían recogido los cristales y limpiado los churretes de pintura del suelo; habían sustituido el Coliseo y el Partenón por veinte fotografías de estatuas clásicas rescatadas de un armario; los libros estaban en sus correspondientes estanterías y convenientemente expuestos en las vitrinas el infolio de Chaucer, el primer libro en cuarto de Shakespeare, los tres Morris de la Kelmscott, el ejemplar de El propietario con el autógrafo de Galsworthy y el guante bordado que había pertenecido a la condesa de Shrewsbury.
La decana revoloteaba alrededor del rector como una gallina con su polluelo, atribulada y nerviosa por la posibilidad de que una misiva indiscreta cayera de su servilleta o se deslizara inopinadamente por entre los pliegues de su toga, y cuando, después del almuerzo, el rector sacó un montón de notas de un bolsillo y las hojeó con el entrecejo fruncido, confuso, en la sala de profesoras, la tensión llegó a tal extremo que a punto estuvo la decana de que se le cayera el azucarero. Al final resultó que el rector no sabía dónde había metido una cita en griego; nada más. Aunque estaba al tanto de lo ocurrido en la biblioteca, la rectora hizo gala del aplomo de costumbre.
Harriet no presenció nada de eso. Después de que los pintores cumplieran su cometido, se dedicó a observar los movimientos de cuantas personas entraban y salían de la biblioteca y a asegurarse de que no dejaban nada inconveniente.
Pero, al parecer, la Poltergeist del college había puesto toda la carne en el asador. A Harriet, celadora voluntaria, le llevaron un almuerzo frío. Iba cubierto por una servilleta, pero bajo sus pliegues no acechaba nada; simplemente unos emparedados de jamón y otras sustancias igualmente inocuas. Harriet reconoció a la criada.
– ¿No es usted Annie? ¿Ahora está en la cocina?
– No, señora. Sirvo en el comedor y en la sala de profesoras.
– ¿Qué tal sus hijas? Si mal no recuerdo, la señorita Lydgate me ha dicho que tiene dos niñas.
– Sí, señora. Qué amable es usted por preguntar. -La cara de Annie resplandecía de satisfacción-. Están estupendamente. Oxford les sienta muy bien, después de vivir en una ciudad industrial, donde estábamos antes. ¿Le gustan los niños, señora?
– Desde luego -contestó Harriet.
La verdad es que no les tenía demasiado cariño, pero eso no se les puede decir con tanta claridad a quienes disfrutan de tal dicha.
– Debería estar casada y con hijos, señora. ¡Vaya! No tendría que haber dicho una cosa así… No soy quién para eso, pero me parece terrible que todas estas señoras solteras vivan juntas. No es natural, ¿no?
– Bueno, Annie, cada cual tiene sus gustos. Y hay que esperar a que aparezca la persona adecuada.
– Eso sí que es verdad, señora. -De repente Harriet se acordó de que el marido era raro, que se había suicidado o había hecho algo lamentable, y pensó que el lugar común que había soltado no era muy discreto, pero Annie parecía encantada. Volvió a sonreír. Tenía unos ojos grandes, azul claro, y Harriet pensó que debía de haber sido muy guapa antes de adelgazar tanto y de tener aquella expresión de preocupación-. Estoy segura, o sea espero que pronto le llegue a usted… ¿o está ya prometida?
Harriet frunció el entrecejo. No le hacía gracia que le preguntaran semejante cosa, y no tenía el menor deseo de hablar de sus` asuntos privados con la servidumbre del college, pero la pregunta no parecía obedecer a ninguna impertinencia, y contestó con amabilidad:
– Todavía no, pero nunca se sabe. ¿Qué le parece la nueva biblioteca?
– Es una habitación muy bonita, ¿verdad, señora? Pero me parece una verdadera lástima tener un sitio tan grande solo para que las mujeres estudien libros aquí. No sé qué quieren sacar las chicas de los libros. No les van a enseñar a ser buenas esposas.
– ¡Qué opinión tan terrible tiene usted! -replicó Harriet ¿Cómo se le ocurrió venir a trabajar a un college femenino, Annie?
El rostro de la criada se ensombreció.
– Verá, señora, me han ocurrido varias desgracias. Acepté de buena gana lo que me salió.
– Claro, claro. Era una broma. ¿Le gusta el trabajo?
– Está bien, pero algunas de esas señoras tan listas son un poco extrañas, ¿no le parece, señora? O sea, raras. No tienen corazón.
Harriet recordó que había habido ciertos malentendidos con la señorita Hillyard.
– No, no -repuso con vehemencia-. Naturalmente, son personas con muchas ocupaciones y no les queda tiempo para preocuparse por cosas del exterior, pero son todas buenas personas.
– Sí, señora, estoy segura de que esa intención tienen, pero es que siempre pienso en lo que dice la Biblia, que «tanto aprender te ha vuelto loco». Eso no está bien.
Harriet levantó la vista bruscamente y percibió una extraña mirada en los ojos de la criada.
– ¿A qué se refiere, Annie?
– No, nada, señora. Solo que a veces pasan cosas raras, pero claro, como usted está de visita, no se habrá enterado, y no soy quién para hablar de eso… porque hoy en día solo soy una criada.
– Desde luego, yo no mencionaría nada por el estilo a las personas de fuera ni a las visitas -dijo Harriet, intranquila-. Si tiene alguna queja, debería hablar con la administradora, o con la directora.
– No tengo ninguna queja, señora, pero a lo mejor ha oído hablar de las palabras groseras que han aparecido en las paredes y de lo que quemaron en el patio… Si hasta ha salido algo en los periódicos… Ya descubrirá que todo empezó cuando llegó cierta persona al college, señora.
– ¿Quién es esa persona? -preguntó Harriet con tono severo.
– Una de esas señoras tan sabias, señora. En fin, quizá sea mejor que no diga nada más sobre el asunto. Usted escribe libros de misterio, ¿no, señora? Pues si descubre algo en el pasado de esa señora, puede estar segura de que es verdad. Por lo menos eso es lo que dicen muchos. Y a nadie le gusta estar en el mismo sitio que una mujer así.
– Estoy segura de que se equivoca, Annie, y debería andarse con cuidado y no propagar ese rumor. Será mejor que vuelva inmediatamente al comedor. Supongo que hace usted falta allí.
De modo que eso era lo que comentaba la servidumbre. Claro la señorita De Vine; ella era la «señora sabia» cuya llegada había coincidido con el comienzo de los problemas… una coinciden más exacta de lo que Annie podía saber, a menos que también ella hubiera visto el dibujo en el patio la noche de la celebración. Una mujer curiosa, la señorita De Vine, y sin duda con muchas y variadas experiencias tras aquellos ojos desconcertantes; pero a Harriet le caía bien, y sin duda no parecía loca, o no con la locura de la autora de las cartas anónimas, si bien no la habría sorprendido enterarse de que tenía cierta vena de fanatismo. Y, a propósito, ¿qué había hecho la noche anterior? Su alojamiento estaba en el patio nuevo, y probablemente tenía pocas probabilidades de ofrecer una coartada. La señorita De Vine… ¡Pues sí! Habría que ponerla en la misma situación que a todo el mundo.
La inauguración de la biblioteca se llevó a cabo sin problemas. El rector abrió la puerta con la llave encobrada, sin saber que aquella misma llave la había abierto la noche anterior, en extrañas circunstancias. Harriet observó detenidamente las caras de las profesoras y las criadas allí presentes, y ninguna de ellas dio muestras de sorpresa, ira o decepción ante la biblioteca, que tenía un aspecto muy decente. Allí estaba la señorita Hudson, que parecía animada y despreocupada. También la señorita Cattermole. Daba la impresión de haber estado llorando, y Harriet observó que se quedaba a solas en un rincón sin hablar con nadie hasta que, al concluir la ceremonia, se le acercó una chica de piel oscura y gafas entre la multitud y se marcharon juntas.
Más tarde Harriet fue a ver a la rectora para presentarle el informe prometido. Destacó las dificultades de enfrentarse sola a un incidente como el de la noche anterior. Un grupo que hubiera patrullado por patios y pasillos probablemente habría capturado a la culpable, o al menos se habría podido controlar a las sospechosas desde el principio. Aconsejó que se contratase a varias mujeres de la agencia de la señorita Climpson, y a continuación explicó en qué consistía tal agencia.
– Comprendo -replicó la rectora-, pero he comprobado que al menos dos miembros del claustro ponen fuertes objeciones a tomar semejantes medidas.
Lo sé -dijo Harriet-. La señorita Allison y la señorita Barton, pero ¿por qué?
Yo también creo -añadió la rectora, sin contestar la pregunta- que el asunto presenta ciertas dificultades. ¿Qué pensarían las alumnas de unas desconocidas rondando por el college de noche? Se preguntarían por qué no podemos asumir las tareas de vigilancia nosotras mismas, y difícilmente podríamos explicarles que precisamente nosotras somos las más sospechosas. Y para realizar como es debido las tareas que usted propone se necesitarían muchas personas, si es que queremos controlar todos los puntos estratégicos. Y como esas personas ignorarían las condiciones de la vida del college, fácilmente cometerían errores nefastos y seguirían e interrogarían a las personas que no debieran. No creo que pudiéramos evitar un escándalo muy desagradable y más de una queja.
– Lo comprendo, rectora, pero a pesar de todo, es la solución más rápida.
La rectora inclinó la cabeza sobre un bonito bordado en cañamazo en el que estaba trabajando.
– No me parece recomendable. Ya sé que usted dirá que la situación en sí misma no es recomendable, y estoy de acuerdo. -Levantó la mirada-. No dispondrá de tiempo para prestarnos auxilio, ¿verdad, señorita Vane?
– Sí dispongo de tiempo -contestó Harriet lentamente-, pero sin ayuda va a resultar muy difícil. Todo sería mucho más fácil si se pudiera exonerar de toda sombra de sospecha a un par de personas.
– La señorita Barton la ayudó anoche con mucha habilidad.
– Sí, pero… ¿cómo podría decirlo? Si yo estuviera escribiendo un relato sobre esto, la primera persona a la que se encontrara en el lugar de los hechos sería la primera de la que habría que sospechar.
– ¿Podría explicarlo, por favor?
Harriet lo explicó minuciosamente.
– Lo ha expresado con suma claridad -dijo la doctora Baring-. Y lo he entendido perfectamente. Pues bien; esa alumna, la señorita Hudson. Su explicación no es muy convincente. No podía esperar sacar comida de la despensa a esa hora, y no la sacó.
– No -dijo Harriet-. Pero sé muy bien que en mi época no costaba demasiado que la jefa de criadas dejara el pasaplatos abierto toda la noche si la pillabas de buenas. Así, si tenías que terminar un trabajo o algo y te entraba hambre, bajabas y cogías lo que querías.
– Dios santo -dijo la rectora.
– Éramos muy honradas y lo apuntábamos todo en la pizarra para que figurase en nuestra factura de gastos al final del bimestre. Sin embargo -añadió Harriet pensativa-, seguramente se pasaban de contrabando algunos embutidos y grasa de carne para untar. De todos modos, pienso que la explicación de la señorita Hudson resulta aceptable.
– Pero lo cierto es que el pasaplatos estaba cerrado.
– Cierto. Estaba cerrado. Es más, he visto a Carrie, y asegura que anoche estaba cerrado a las diez y media, como de costumbre Reconoce que la señorita Hudson le pidió que lo dejara abierto, pero que no lo hizo, porque justo anoche la administradora había dado órdenes especiales para que se cerrasen el pasaplatos y la despensa. Sin duda debió de ser después de la reunión. También dice que este curso se ha puesto más exigente, porque el anterior hubo pequeños problemas por lo mismo.
Ya… Es decir, no existen pruebas en contra de la señorita Hudson. Sin embargo, según tengo entendido, es una joven muy inquieta, y convendría vigilarla. Es muy competente, pero sus circunstancias anteriores no son especialmente refinadas, y no me sorprendería que considerase una broma las desagradables expresiones halladas en esas… eh… comunicaciones. No se lo digo para fomentar prejuicios contra esa muchacha, sino simplemente por el posible valor testimonial que pueda poseer.
– Gracias. Entonces, si usted cree que es imposible solicitar ayuda del exterior, le propongo quedarme en el college una semana más o menos, de cara a la galería para ayudar a la señorita Lydgate con su libro y para investigar un poco en la Biblioteca Bodleiana por mi cuenta. Así podría hacer más indagaciones. Y si al final del trimestre no se han obtenido resultados concluyentes, entonces creo que habría que plantearse seriamente contratar a profesionales.
– Es una oferta muy generosa -dijo la rectora-. Le quedaríamos sumamente agradecidas.
– Creo que debería advertirle de que no soy del agrado de ciertas personas del claustro -dijo Harriet.
– Eso podría dificultar un poco las cosas, pero si está dispuesta a soportar esa situación un tanto violenta por el bien del college, le quedaríamos aún más agradecidas. No puedo hacer suficiente hincapié en la extraordinaria importancia de evitar la publicidad. Nada puede perjudicar más al college en particular y a las universitarias en general que los chismorreos propagados por la prensa, malintencionados y con información falsa. De momento, las alumnas parecen leales. Si alguna hubiera sido indiscreta, no cabe duda de que ya nos habríamos enterado.
– ¿Y el novio de la señorita Flaxman, que está en el New College?
– Tanto él como la señorita Flaxman han actuado muy bien. Naturalmente, al principio se consideró un asunto estrictamente personal, pero cuando la situación cambió, hablé con la señorita Flaxman, y me aseguró que su prometido y ella guardarían silencio hasta que todo se aclarase.
– Ya -dijo Harriet-. En fin, haremos lo que podamos. Me gustaría proponer una cosa: que se dejen encendidas las luces de los pasillos por la noche. Bastante complicado resulta vigilar una serie de edificios grandes a plena luz del día, pero en plena oscuridad es imposible.
– Una idea muy sensata -replicó la doctora Baring-. Hablaré del asunto con la administradora.
Y Harriet tuvo que conformarse con tan insatisfactoria solución.