Cloris bienamada, triste no estés,
que estas Furias no te arredren;
allá esas insensatas con su locura,
de infernal orgullo arrebatadas.
Que tus nobles pensamientos
no desciendan como sus sentimientos,
a quienes ni consejo enmienda
ni aun los dioses castigo imponen.
MICHAEL DRAYTON
En Shrewsbury College despertó cierto interés que la señorita Harriet Vane, la conocida escritora de novelas policíacas, estuviera pasando un par de semanas allí con el fin de investigar sobre la vida y la obra de Sheridan Le Fanu en la Biblioteca Bodleiana. La excusa era estupenda, y Harriet recopilaba material, sin prisas, para un estudio sobre Le Fanu, si bien la Bodleiana no era quizá el lugar más indicado, pero de alguna manera había que explicar su presencia, y Oxford siempre está dispuesto a creer que la Bodleiana es el centro mismo del saber universal. Encontró suficientes referencias en las publicaciones periódicas para justificar respuestas optimistas a las amables preguntas sobre el avance de su trabajo y, si bien sesteaba a menudo en los brazos de la Biblioteca Duque Humphrey, para compensar las horas que pasaba fisgoneando por los pasillos de noche, no era la única persona en Oxford a quien el ambiente creado por el cuero viejo y la calefacción central propiciaba el sueño.
Al mismo tiempo dedicaba muchas horas a poner orden en las caóticas pruebas de la señorita Lydgate. Se volvió a escribir la introducción y se restauraron los párrafos, gracias a la vasta memoria de la autora; se sustituyeron las páginas dañadas por nuevas pruebas; se eliminaron cincuenta y nueve errores y puntos oscuros en las remisiones; la réplica al señor Elkbottom, más contundente y concluyente, se incorporó al texto, y los responsables de la Oxford Press empezaron a hablar esperanzados de la fecha de publicación.
La autora de las cartas anónimas se había asustado, ya fuera por las rondas nocturnas de Harriet, o quizá simplemente por saber que el círculo de sospechosas se había reducido, o quizá por alguna otra razón, el caso es que durante los siguientes días hubo pocos incidentes. Sí que se produjo un acontecimiento fastidioso: se atascó por completo el retrete del baño de la sala de profesoras. Descubrieron que se debía a unos jirones de tela que habían metido por la rejilla con la ayuda de una varilla y que, una vez que el fontanero los sacó, resultaron ser los restos de unos guantes, manchados de pintura marrón y de propietario inidentificable. Se produjo otro incidente con la ruidosa aparición de las llaves perdidas de la biblioteca, que salieron del interior de un montón de fotografías enrolladas que había dejado la señorita Pyke media hora en un aula con la intención de utilizarlas después a modo de ilustración de ciertos comentarios sobre los frisos del Partenón. Ninguno de los incidentes llevó a ningún descubrimiento.
El claustro actuó con Harriet con el respeto tan puntilloso como impersonal por la misión en la vida de una persona que impone la tradición académica. Tenían muy claro que, una vez reconocida como investigadora oficial, había que permitirle que investigara sin obstáculos. Y no corrían a ella para proclamar su inocencia ni expresar su indignación. Afrontaron la situación con delicada imparcialidad, haciendo pocas alusiones al asunto y limitando la conversación en la sala de profesoras a cuestiones de interés general y de la universidad. Con un orden solemne y ritual la invitaron a tomar jerez con galletas en sus habitaciones y se abstuvieron de hacer comentarios las unas sobre las otras. La señorita Barton incluso se desvivió por conocer las opiniones de Harriet sobre Las mujeres en el Estado moderno y por consultarle sobre la situación en Alemania. Cierto que rechazaba de plano muchas de las opiniones expresadas, pero con objetividad y sin el menor rencor personal, y el controvertido tema del derecho del aficionado a investigar crímenes quedó cortésmente archivado. Dejando a un lado su animadversión, también la señorita Hillyard se esforzó por hablar con Harriet sobre los aspectos técnicos de crímenes históricos como el asesinato de sir Edmund Berry Godfrey y el presunto envenenamiento de sir Thomas Overbury por la condesa de Essex. Naturalmente, tales tentativas de acercamiento podían ser simple táctica, pero Harriet prefería atribuirlas a la prudencia y a un decoro instintivo.
Con la señorita De Vine mantuvo muchas conversaciones interesantes. La personalidad de la investigadora la atraía y la confundía enormemente. Más que con ninguna otra profesora, con la señorita De Vine tenía la sensación de que la dedicación a la vida intelectual no era el resultado de haber seguido apaciblemente una inclinación natural o adquirida, sino de una poderosa llamada espiritual que anulaba cualquier otro deseo o tendencia. Sin necesidad de estímulos, se despertó su curiosidad por la vida pasada de la señorita De Vine, pero indagar en ella resultaba complicado, y tras cada encuentro salía con la sensación de haber contado más de lo que había averiguado. Podía entrever una historia de conflictos, pero le costaba trabajo creer que la señorita De Vine no fuera consciente de sus represiones o incapaz de dominarlas.
Con el fin de establecer una relación amistosa con las alumnas, Harriet también se armó de valor para preparar y dar una «charla» titulada «La investigación en la realidad y la ficción» para una sociedad literaria del colegio. La tarea comportaba riesgos. Por supuesto, no hizo alusión alguna al triste caso en el que ella había sido considerada sospechosa, ni en el debate que siguió a la disertación tuvo nadie la falta de tacto de mencionarlo. El asesinato de Wilvercombe era un asunto distinto. No existía razón alguna para que no hablara a las alumnas sobre ese tema, y le parecía injusto privarlas de una emoción lícita por el motivo, puramente personal, de que fuera una pesadez tener que mencionar a Peter Wimsey cada dos por tres. La exposición, si bien pecó ligeramente de árida y académica, fue acogida con sinceros aplausos, y al final del acto la invitó a café la delegada, una tal señorita Millbanks.
La señorita Millbanks tenía su habitación en el Queen Elizabeth y la había amueblado con mucho gusto. Era una muchacha alta, elegante, a todas luces pudiente, vestía mucho mejor que la mayoría de las alumnas y llevaba sus logros académicos con naturalidad. Disfrutaba de una pequeña beca sin emolumentos, y declaraba públicamente que era becaria solo porque prefería estar muerta a llevar la ridícula toga corta de las estudiantes de pago. Como alternativas al café, le ofreció a Harriet madeira o un cóctel, disculpándose cortésmente por no disponer de hielo para la coctelera, dada la deficiencia de las instalaciones del college. Harriet, a quien no le gustaban los cócteles después de cenar y había consumido madeira y jerez en tantas ocasiones desde su llegada a Oxford que ya se había cansado, aceptó el café y se echó a reír mientras llenaban tazas y vasos. La señorita Millbanks le preguntó educadamente a qué venía la risa.
– Nada, es que el otro día leí un artículo en The Morning Star, y según la desagradable frase de cierto periodista, las «estudiantas» viven a base de cacao -dijo Harriet.
– Los periodistas siempre llevan treinta años de retraso -replicó la señorita Millbanks con cierta indulgencia-. ¿Usted ha visto cacao en el colegio, señorita Fowler?
– Ah, sí -contestó la señorita Fowler. Era una muchacha morena, robusta, de tercero, con un jersey desastrado que, según había explicado antes, no había tenido tiempo de quitarse, por haber estado muy ocupada con un trabajo hasta el momento mismo de la conferencia de Harriet-. Sí, lo he visto en las habitaciones de las profesoras, pero solo en ciertas ocasiones, y siempre me ha parecido una especie de infantilismo.
– ¿No es como resucitar el pasado heroico? -apuntó la señorita Millbanks-. O les beaux jours que ce siècle de fer, etcétera.
– Toman cacao las grupistas -intervino otra alumna de tercero. Era delgada, con una expresión desdeñosa y ansiosa, y no pidió disculpas por su jersey; debía de pensar que no merecía la pena prestar atención a tales asuntos.
– Pero ¡ah!, son tan compasivas con las debilidades de los demás…-dijo la señorita Millbanks-. La señorita Layton «cambió» una vez, y ahora ha vuelto a cambiar. Estuvo bien mientras duró.
La señorita Layton, acurrucada en un puf junto a la chimenea, levantó la traviesa carita en forma de corazón radiante de picardía.
– Yo disfrutaba diciendo a la gente lo que pensaba de ellas. Me extasiaba, sobre todo confesar en público los pérfidos pensamientos que tenía sobre esa mujer, la Flaxman.
– Que zurzan a Flaxman -dijo secamente la chica morena. Se llamaba Haydock, y según descubrió Harriet, se la consideraba candidata segura a un sobresaliente en historia-. Está revolucionando a todas las de segundo. No me gusta en absoluto la influencia que ejerce en ellas. Y a decir verdad, creo que a Cattermole le pasa algo muy grave. Sabe Dios que no quiero tener nada que ver con lo de ser el guardián de mi hermano (bastante lo sufrimos en la escuela), pero sería muy molesto que empujaran a Cattermole a hacer algo drástico. Como delegada, ¿no cree que podría hacer algo, Lilian?
Pero ¿qué puede hacer nadie, hija mía? -replicó la señorita Millbanks-. No le puedo prohibir a Flaxman que le amargue la vida a la gente, y si pudiera, no lo haría. No esperará que ejerza mi autoridad, ¿no? Bastante tengo con agobiar a la gente para que asista a las reuniones. El claustro no comprende nuestra triste falta de entusiasmo.
– Creo que en su época les apasionaban las reuniones y organizar cosas -dijo Harriet.
– Hay bastantes reuniones entre universidades -dijo la señorita Layton-. Tenemos muchos debates y estamos indignadas con las normas de inspección para los grupos mixtos, pero nuestro interés por los asuntos internos es más limitado.
– Pues yo creo que a veces nos excedemos con el laisser-aller -dijo la señorita Haydock sin rodeos-. A nadie le convendría que se produjera una trifulca.
– ¿Se refiere a las actividades de Flaxman o a la novatada? Por cierto, señorita Vane, supongo que se habrá enterado de lo del misterio del college.
– Algo he oído -replicó Harriet con cautela-. Francamente, es una pesadez.
– Mucho más pesado será si no se le pone fin -dijo la señorita Haydock-. Creo que nosotras deberíamos investigar un poquito. Me da la impresión de que el claustro está avanzando mucho.
– Desde luego, las últimas tentativas de investigar no han dado grandes resultados -dijo la señorita Millbanks.
– ¿Sobre Cattermole? No creo que sea ella. Cattermole es demasiado clara, y encima no tiene valor para eso. Podría hacer el ridículo, y lo hace, pero no con tanto secreto.
– No hay nada contra Cattermole -dijo la señorita Fowler-, salvo que alguien escribió una carta ofensiva a Flaxman con ocasión de que le birlara el novio a Cattermole, que entonces era la sospechosa más evidente, pero ¿por qué iba a hacer todo lo demás?
– Sin duda -intervino la señorita Layton, dirigiéndose a Harriet-, sin duda el sospechoso más claro es siempre inocente.
Harriet se echó a reír, y la señorita Millbanks dijo:
– Sí, pero estoy convencida de que Cattermole está llegando al punto en el que podría hacer prácticamente cualquier cosa para llamar la atención.
– Bueno, no creo que sea Cattermole -dijo la señorita Haydock-. ¿Por qué tendría que escribirme cartas a mí?
– ¿Ha recibido alguna?
– Sí, pero solo era una especie de deseo de que fallara en los exámenes, la estupidez de costumbre con letras pegadas. La quemé y aproveché para invitar a cenar a Cattermole.
– Bien hecho -dijo la señorita Fowler.
– Yo también recibí una -dijo la señorita Layton-. Una auténtica joya… Decía que las mujeres como yo recibirían su recompensa en el infierno, y yo, dándome por aludida, la envié a mi futuro domicilio tirándola a la chimenea.
– De todos modos es repugnante -dijo la señorita Millbanks-. Las cartas no me preocupan demasiado, pero sí las novatadas y las pintadas en las paredes. Si se enterase algún chismoso de fuera, habría un escándalo público, y sería una pesadez. No presumo de mucho sentido de lo social, pero reconozco que algo sí tengo. No nos gustaría que nos encerrasen a todas a modo de represalia, y preferiría que no dijeran que vivíamos en un manicomio.
– Sí, es bochornoso -admitió la señorita Layton-, aunque, claro, en cualquier sitio se puede encontrar un bicho raro aisladamente.
– Desde luego, hay gente rara en primero -dijo la señorita Fowler-. Pero ¿por qué cada año son más chillonas y vulgares?
– Siempre han sido así -replicó Harriet.
– Sí, y supongo que en tercero decían lo mismo cuando empezamos nosotras -dijo la señorita Haydock-. Pero lo cierto es que no teníamos ninguno de estos problemas antes de ese montón de novatas.
Harriet no la contradijo, pues no deseaba que las sospechas se centrasen en el claustro ni en la desgraciada Cattermole, quien, como todo el mundo recordaría, había estado en la celebración, librando batalla simultáneamente contra el amor despechado y contra los exámenes para la especialidad, pero sí preguntó si habían recaído sospechas sobre otras alumnas además de Cattermole.
– No, seguro que no -contestó la señorita Millbanks-. Está Hudson, claro… Llegó de la escuela con cierta fama de bromista, pero en mi opinión es bastante responsable. Yo diría que todas las de su curso lo son. Y en realidad, Cattermole se lo ha buscado, es decir, va pidiendo guerra.
– ¿Cómo? -preguntó Harriet.
– De diversas maneras -contestó la señorita Millbanks con una cautela que daba a entender que Harriet gozaba de demasiada confianza entre las profesoras para contarle detalles-. Tiene tendencia a romper las normas porque sí, que está muy bien si te diviertes con ello, pero no es su caso.
– Cattermole se está metiendo de lleno en un lío. Quiere demostrar a ese joven… ¿cómo se llama?… Farringdon, que no es el único hombre sobre la tierra. Hasta ahí, muy bien, pero lo está haciendo con cierto descaro. Sencillamente está asediando a ese muchacho, Pomfret.
– ¿Ese pobrecillo con cara de bueno de Queen's? -dijo la señorita Fowler-. Pues va a volver a tener mala suerte, porque Flaxman lo está acorralando.
– ¡Maldita Flaxman! -exclamó la señorita Haydock-. ¿Es que no puede dejar en paz a los hombres de las demás? Ha cazado a Farringdon; creo yo que podría dejarle Pomfret a Cattermole.
– Le sienta fatal dejarle nada a nadie -replicó la señorita Layton.
– Espero que no haya intentado llevarse a su Geoffrey -dijo la señorita Millbanks.
– No voy a darle ninguna oportunidad -contestó la señorita Layton con sonrisa pícara-. Geoffrey es sensato… Sí, queridas, sumamente sensato, pero no pienso correr riesgos. La última vez que lo invitamos a tomar el té en la sala de alumnas, Flaxman entró cimbreándose y… ah, perdón, resulta que no tenía ni idea de que hubiera alguien allí y se había dejado un libro. Con el cartel de «Ocupado» como una casa en la puerta. No le presenté a Geoffrey.
– ¿Él quería que lo presentara? -preguntó la señorita Haydock.
– Me preguntó quién era. Le dije que es la becaria de Templeton y peso pesado de la erudición. Eso lo desanimó.
– ¿Y qué hará Geoffrey cuando saque usted sobresaliente, hija mía? -preguntó la señorita Haydock.
– En fin, Eve… Como lo consiga, me veré en un aprieto. ¡Pobre criatura! Tendré que hacerle creer que lo conseguí por este aspecto frágil que da tanta pena en los orales.
Y, efectivamente, la señorita Layton lograba parecer frágil e inspirar lástima, y cualquier cosa menos culta. Sin embargo, ante las preguntas de la señorita Lydgate, Harriet descubrió que era la candidata favorita para la facultad de inglés, y que iba a elegir nada menos que lengua especial. Si los resecos huesos de la filología revivían gracias a la señorita Layton, desde luego esa chica era una verdadera sorpresa. Harriet sentía respeto por su cerebro; una personalidad tan impredecible era capaz de cualquier cosa.
Y después hablaban de las de tercero, pero el primer encuentro personal de Harriet con las de segundo resultó más dramático.
El college llevaba una semana de tal tranquilidad que Harriet se tomó unas vacaciones en su tarea de vigilancia y asistió a un baile que daba una coetánea suya que se había casado y vivía en el norte Oxford. Volvió entre las doce y la una, estacionó el coche en el garaje privado de la decana, se deslizó silenciosamente por la verja que separaba la entrada de tráfico del resto de las instalaciones y se dirigió hacia el Tudor por el patio viejo. El tiempo había mejorado, y la luna brillaba trémula y pálida entre las nubes. Recortado contra la luz, Harriet observó, al bordear la esquina del edificio Burleigh, algo extraño, abultado, en el contorno del muro oriental, cerca de donde la entrada trasera daba a Saint Cross Road. Saltaba a la vista que allí, como dice la vieja canción, había «un hombre donde ningún hombre debía haber».
Si le gritaba, saltaría al otro lado y desaparecería. Llevaba la llave de aquella puerta, pues le habían confiado un juego completo para su tarea de vigilancia. Se cubrió la cara con la capa negra y echó a correr con paso sigiloso por el sendero de hierba que discurría entre la casa de la rectora y el jardín de las profesoras, salió silenciosamente a Saint Cross Road y se quedó junto al muro. En ese momento surgió otra silueta oscura de entre las sombras y dijo: «¡Eh!».
El caballero encaramado en el muro miró a su alrededor, exclamó «¡Maldita sea!» y bajó rápidamente. Su amigo salió corriendo a buen paso, pero el escalador de muros debía de haberse hecho daño al descender y no andaba muy deprisa. Harriet, que a pesar de llevar más de nueve años fuera de Oxford estaba bastante ágil, salió en su persecución y lo alcanzó a escasos metros de la esquina de Jowett Walk. El cómplice, ya lejos, miró hacia atrás, vacilante.
– ¡Lárgate, chaval! -gritó el cautivo y a continuación, volviéndose hacia Harriet, añadió con sonrisa avergonzada-: Vaya, me ha pillado. Me he torcido el tobillo o algo.
– ¿Y qué hacía usted en nuestro muro, caballero? -preguntó Harriet.
A la luz de la luna contempló un rostro lozano, limpio y franco, de redondez juvenil y, en aquel momento, sorprendido con una expresión entre divertida y asustada. Era un hombre muy alto y corpulento, pero Harriet lo tenía aferrado con tal fuerza que difícilmente podría haberse zafado sin hacerle daño, y no daba señal alguna de intentar valerse de la violencia.
– Nada, jugando a la lotería -respondió el joven sin tardar-. Es una apuesta, a ver si me entiende, o sea colgar mi birrete en una de las hayas de Shrewsbury. Ese amigo mío era el testigo, pero para mí que he perdido la apuesta, ¿no?
– Si es así, ¿dónde está su birrete? -preguntó Harriet con severidad-. Y si a eso vamos, ¿dónde está la toga? ¿Y su nombre y su college?
– Pues si a eso vamos, ¿dónde están los suyos? -replicó el joven con descaro.
Cuando tu trigésimo segundo cumpleaños está prácticamente a la vuelta de la esquina, esa pregunta te halaga, y Harriet se echó a reír.
– Pero vamos a ver, joven, ¿es que me toma por una estudiante?
– ¡Un profesor… o sea una profesora! ¡Que Dios me ayude! -exclamó el joven, cuyo espíritu parecía elevado, aunque no excesivamente, por bebidas espirituosas.
– ¿Y…? -dijo Harriet.
– No me lo puedo creer -replicó el joven, escudriñando su rostro a la débil luz-. No es posible. Demasiado joven. Demasiado encantadora. Demasiado sentido del humor.
– Demasiado sentido del humor para dejar que se salga con la suya, muchacho. Y ningún sentido del humor para esta intromisión.
– Mire, de verdad que lo siento muchísimo -dijo el joven-. Era por divertirnos un poco. En serio; no queríamos hacerle daño a nadie. O sea, en absoluto. Solamente hemos ganado la apuesta y nos queríamos ir tranquilamente. Venga, sea comprensiva. O sea, no es usted la decana, ni la rectora, ni nada de eso, porque yo las conozco. ¿No podría hacer la vista gorda?
– Muy bien, pero no podemos consentir estas cosas -dijo Harriet-. No puede ser. ¿No ve que esto no puede ser?
– Sí, claro -concedió el joven-. Desde luego. No cabe la menor duda. Es una auténtica estupidez, que podría dar lugar a interpretaciones erróneas. -Hizo una mueca de dolor y levantó una pierna para frotarse el tobillo que se había lesionado-. Pero cuando ves un murito tan tentador como ese…
– Ah, ya. ¿Y dónde está la tentación? -preguntó Harriet-. Haga el favor de enseñármela. -Lo llevó con firmeza hacia la entrada, a pesar de sus protestas-. Ah, ya lo veo. A ese contrafuerte le faltan un par de ladrillos y es un punto de apoyo estupendo. Casi podría decirse que los han quitado a propósito, ¿no? Y además, un árbol que viene muy bien en el jardín de las profesoras. Ya se encargará de ello la administradora. ¿Conoce bien ese contrafuerte, joven?
– Se conoce su existencia -admitió el prisionero de Harriet-. Pero, mire, no… no íbamos a ver a nadie ni nada parecido, o sea, quiero decir, a ver si me entiende…
– Eso espero -replicó Harriet.
– No, estábamos solos -se apresuró a explicar el joven-. No hay nadie más metido en esto. No, por Dios. Y mire, me he lesionado un tobillo y encima nos van a prohibir salir. Por favor, amable señorita…
En ese momento resonó un fuerte gemido dentro de los muros del colegio. La cara del joven se ensombreció de preocupación y miedo.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Harriet.
– No sabría decir -contestó el joven.
Se repitió el gemido. Harriet aferró con fuerza al estudiante por un brazo y lo llevó hasta la puerta.
– Pero oiga, no debe… por favor, no vaya a pensar… -dijo el caballero, cojeando lastimosamente a su lado.
– Voy a ver qué ocurre -dijo Harriet.
Abrió la puerta, empujó a su prisionero y volvió a cerrarla. Junto al muro, justo debajo de donde se había encaramado el joven, había alguien acurrucado, al parecer víctima de agudos sufrimientos internos.
– Oiga, lo siento muchísimo -dijo el joven renunciando a todo pretexto-. Creo que hemos sido un poco irreflexivos. O sea, no nos dimos cuenta. Quiero decir, me temo que no se encuentra bien, y nosotros no nos hemos dado cuenta, ¿comprende?
– Esa chica está borracha -replicó Harriet, inflexible.
En sus malos tiempos había visto a demasiados poetas jóvenes aquejados de algo parecido y no podía confundir los síntomas.
– Bueno… Me temo que sí, que es eso -dijo el joven-. Es que Rogers se empeña en hacer unos combinados tan fuertes… Pero oiga, de verdad, no ha pasado nada, quiero decir…
– Ya. Bueno, no grite. Esa casa es la residencia de la rectora.
– ¡Maldita sea! -exclamó el joven por segunda vez-. Esto… ¿va usted a ser comprensiva?
– Depende -contestó Harriet-. Lo cierto es que ha tenido usted una suerte tremenda. No soy profesora. Estoy en el college de paso, así que soy completamente libre.
– ¡Que Dios la bendiga! -exclamó el joven con ardor.
– No se precipite. Tendrá que aclararme todo esto. Por cierto, ¿quién es la chica?
La enferma volvió a emitir un gemido.
– ¡Ay, Dios! -dijo el estudiante.
– No se preocupe -dijo Harriet-. Vomitará enseguida. -Se acercó a la paciente y la examinó-. Está bien. Puede mantener su caballerosa reserva. La conozco. Se llama Cattermole. ¿Y usted?
– Me llamo Pomfret… y estoy en Queen's.
– Ah -dijo Harriet.
– Hemos dado una fiesta en la habitación de mi amigo -explicó el señor Pomfret-. Bueno, empezó como una reunión, pero acabó en fiesta. Pero no pasó nada malo. La señorita Cattermole vino de broma. Todo muy sano. Lo que pasa es que éramos muchos, y entre unas cosas y otras bebimos demasiado y cuando vimos que la señorita Cattermole estaba bastante mal la recogimos y Rogers y yo.
– Comprendo -lo interrumpió Harriet-. No muy encomiable, ¿no?
– No; horrible -admitió el señor Pomfret.
– ¿Tenía permiso Cattermole para asistir a la reunión? ¿Y para volver tarde?
– No lo sé -contestó el señor Pomfret, inquieto-. Me temo que… Verá, es muy complicado, quiero decir, no pertenece a la sociedad…
– ¿Qué sociedad?
– La sociedad que celebraba la reunión. Creo que entró allí para divertirse.
– ¿Que se coló? Hum. Eso probablemente significa que no tenía permiso para volver tarde.
– Parece grave -dijo el señor Pomfret.
– Es grave para ella -replicó Harriet-. Ustedes se librarán con una multa o la prohibición de salir, supongo, pero nosotras tenemos que ser más exigentes. Vivimos en un mundo de malpensados, y nuestras normas deben tenerlo en cuenta.
– Lo sé -convino el señor Pomfret-. La verdad es que estábamos terriblemente preocupados. ¡Menuda historia para traerla hasta aquí! -exclamó con tono confidencial-. Por suerte, solo ha sido desde este extremo de Long Wall. ¡Puf! -Sacó un pañuelo y se enjugó la frente-. De todos modos, se agradece que no sea usted profesora.
– Me parece muy bien, pero soy miembro del college y debo sentirme responsable -replicó Harriet con severidad-. No queremos que pasen estas cosas.
Dirigió una fría mirada a la pobre señorita Cattermole, a quien le estaba ocurriendo lo peor.
– Tenga por seguro que nosotros tampoco lo queríamos -dijo el señor Pomfret desviando la mirada-, pero ¿qué podíamos hacer? No sirve de nada intentar sobornar a su portero. Ya se ha intentado -añadió con candidez.
– ¿De veras? -dijo Harriet-. No, de Padgett no se puede esperar mucho. ¿Había alguien más de Shrewsbury?
– Sí… La señorita Flaxman y la señorita Blake, pero tenían permiso para venir y se marcharon alrededor de las once, o sea que ellas no tienen problema.
– Deberían haber traído a la señorita Cattermole.
– Desde luego -dijo el señor Pomfret.
Parecía más pesimista que antes. Evidentemente, a la señorita Flaxman no le importaría lo más mínimo que la señorita Cattermole estuviera en apuros, pensó Harriet. Los motivos de la señorita Blake eran más oscuros, pero probablemente se trataba tan solo de estupidez. Harriet tomó la decisión, no muy escrupulosa, de que la señorita Cattermole no se metiera en líos si ella podía evitarlo. Se acercó a la joven desplomada y la obligó a ponerse en pie. La señorita Cattermole gimió lúgubremente.
– Se pondrá bien -dijo Harriet-. Me pregunto dónde estará la habitación de esta insensata. ¿Usted lo sabe?
– Pues la verdad es que sí -contestó Pomfret-. Suena fatal, pero es que… la gente te enseña sus habitaciones, a pesar de todas las normas y demás. Está por ahí, pasando por ese arco.
Señaló vagamente hacia el patio nuevo.
– ¡Por Dios! Ahí tenía que ser -dijo Harriet-. Creo que va a tener que echarme una mano. Pesa demasiado para mí, y no puede quedarse aquí con tanta humedad. Si nos ve alguien, tendrá usted que aguantarse. ¿Qué tal el tobillo?
– Mejor, gracias -respondió el señor Pomfret-. Creo que podré arreglármelas aunque cojee un poco. Oiga, es usted muy amable.
– Continúe y no pierda el tiempo con discursos -replicó Harriet con gravedad.
La señorita Cattermole era una joven robusta, con un peso nada desdeñable. Además, se encontraba en un estado de absoluta inercia. Para Harriet, obstaculizada por los zapatos de tacón, y el señor Pomfret, aquejado de un tobillo torcido, el avance por los patios fue cualquier cosa menos triunfal, además de bastante ruidoso, entre el crujido de la piedra y la gravilla al pisar y los gemidos del ser inerte que arrastraban. Harriet esperaba a cada momento oír una ventana abrirse de golpe o ver la silueta de una profesora alarmada salir corriendo para exigir explicaciones por la presencia del señor Pomfret a semejantes horas de la madrugada. Finalmente, y con gran alivio, encontró la puerta que buscaba y empujó el cuerpo indefenso de la señorita Cattermole hasta el interior.
– ¿Y ahora? -preguntó el señor Pomfret con un ronco susurro.
– Tiene que marcharse. No sé dónde está su habitación, pero no puedo consentir que usted deambule por todo el colegio. Un momento. Vamos a meterla en el primer baño que veamos. Ahí mismo, a la vuelta de esa esquina. Con calma.
El señor Pomfret volvió a aplicarse a la tarea diligentemente. -¡Ya está! -dijo Harriet. Tendió boca arriba a la señorita Cattermole en el suelo del cuarto de baño, quitó la llave de la cerradura y salió, tras haber cerrado la puerta-. De momento debe quedarse ahí. Ahora tenemos que librarnos de usted. No creo que nos haya visto nadie. Si se topa con alguien al salir, usted ha estado en el baile de la señora Heman y me ha acompañado a casa. ¿Entendido? No resultará muy convincente, porque no debería haber hecho ninguna de las dos cosas, pero es mejor que la verdad.
– Ojalá hubiera estado en el baile de la señora Heman -dijo agradecido el señor Pomfret-. Habría bailado con usted todas las piezas y los bises. ¿Le importaría decirme quién es usted?
– Me llamo Vane. Y más le vale no hacerse demasiadas ilusiones. No me interesa especialmente su bienestar. ¿Conoce bien a la señorita Cattermole?
– Bastante bien. Bueno, naturalmente, o sea, tenemos conocidos comunes y esas cosas. La verdad es que estaba prometida a un antiguo compañero de mi clase (está en el New College), pero aquello quedó en nada. No es asunto mío, pero ya sabe cómo son las cosas. Conoces a alguien y después lo conoces más…Y eso es todo.
– Sí, comprendo. En fin, señor Pomfret, no tengo el menor interés en meterlos a usted o a la señorita Cattermole en un lío…
– ¡Ya sabía yo que era usted comprensiva! gritó el señor Pomfret.
– No grite… pero esto no puede volver a ocurrir. Se acabaron las fiestas nocturnas y escalar muros. Entiéndalo: con nadie. No es justo. Si le voy con el cuento a la decana, a usted no le pasará prácticamente nada, pero la señorita Cattermole tendrá suerte si no la expulsan. Por Dios, deje de hacer el imbécil. Hay otras maneras, mucho mejores, de disfrutar de Oxford que andar enredando a medianoche con las alumnas.
– Ya lo sé. Sí, es una bobada.
– Entonces, ¿por qué lo hace?
– No lo sé. ¿Por qué se cometen estupideces?
– ¿Que por qué? -replicó Harriet. Pasaban junto al extremo de la capilla, y se detuvo para dar mayor énfasis a lo que decía-. Se lo voy a explicar, señor Pomfret. Porque no tienes agallas para decir no cuando alguien te pide que seas comprensivo. Esas absurdas palabras han creado problemas a más personas que todas las del diccionario juntas. Si ser comprensivo consiste en animar a las chicas a incumplir las normas, beber más de lo que pueden aguantar y meterse en líos por su culpa, yo dejaría de ser comprensivo e intentaría ser un caballero.
– Ah, ya -replicó dolido el señor Pomfret.
– En serio -insistió Harriet.
– Sí, comprendo lo que quiere decir -replicó el señor Pomfret, moviendo los pies, molesto-. Haré lo que pueda. Ha sido usted realmente com… quiero decir, se ha portado como un auténtico caballero… -Sonrió-. Y voy a intentar… ¡Dios! Viene alguien.
Unos píes enfundados en zapatillas se aproximaban apresuradamente por el corredor entre el comedor y el Queen Elizabeth. Harriet retrocedió sin pensárselo y abrió la puerta de la capilla.
– Entre -dijo.
El señor Pomfret se escurrió rápidamente tras ella. Harriet cerró la puerta y se quedó en silencio ante ella Las pisadas se aproximaron, llegaron hasta el porche y se detuvieron. El caminante nocturno emitió un chillido.
– ¡Aah!
– ¿Qué pasa? -preguntó Harriet.
– ¡Ah, es usted, señorita! Menudo susto me ha dado. ¿Ha visto algo?
– ¿Que si he visto qué? Por cierto, ¿quién es usted?
– Emily, señorita. Duermo en el patio nuevo, señorita, y al despertarme, estoy segura de haber oído la voz de un hombre en el patio interior, y al mirar allí lo vi, señorita, con toda claridad, viniendo hacia aquí con una de las señoritas jóvenes. Así que me puse las zapatillas, señorita…
Maldita sea, dijo Harriet para sus adentros. Será mejor que cuente parte de la verdad.
– No se preocupe, Emily. Era un amigo mío. Entró conmigo y quería ver el patio nuevo a la luz de la luna, así que lo cruzamos y volvimos a salir.
(Una excusa poco convincente, pero probablemente menos sospechosa que negarlo rotundamente.)
– Ah, ya, señorita. Perdone, pero entre unas cosas y otras me pongo muy nerviosa. Y si me perdona que se lo diga, señorita, no es corriente que…
– No, nada corriente -la interrumpió Harriet, dirigiéndose lentamente hacia el patio nuevo, para obligar a la criada a que la siguiera-. Ha sido una estupidez mía no pensar que podría molestar. Se lo explicaré a la decana por la mañana. Ha hecho muy bien en bajar.
– Bueno, señorita, es que yo no sabía quién era, y la decana es tan especial… Y con todas estas cosas raras que están pasando…
– Por supuesto. Desde luego. Siento de verdad mi falta de consideración. El caballero ya se ha marchado, así que nadie volverá a despertarla.
Emily parecía indecisa. Era una de esas personas que creen que no han dicho una cosa hasta que la dicen tres veces seguidas. Se detuvo al pie de la escalera para volver a contarlo todo. Harriet la escuchó impaciente, pensando en el señor Pomfret, que estaba echando chispas en la capilla. Por fin se libró de la criada y volvió.
Qué complicado, qué situación tan absurda, como una farsa, pensó Harriet Emily piensa que ha sorprendido a un estudiante, y yo que he sorprendido a un Poltergeist. Nos sorprendemos mutuamente. El joven Pomfret abandonado en la capilla, pensando que los estoy protegiendo a Cattermole y a él. Tras esconder con tanto cuidado a Pomfret, tengo que reconocer que estaba allí, pero si el Poltergeist hubiera sido Emily (y es probable), Pomfret no podría haberme ayudado a perseguirla. Esta clase de investigación te confunde mucho.
Abrió la puerta de la capilla. El porche estaba desierto. Maldita sea! -exclamó Harriet irreverentemente-. El muy imbécil se ha ido. O a lo mejor ha entrado.
Se asomó a la puerta interior y vio con alivio una figura oscura recortada débilmente contra el roble claro de la sillería del coro. A continuación se llevó una impresión tremenda al vislumbrar una segunda figura oscura, al parecer extrañamente suspendida en el aire.
– ¿Hola? -dijo Harriet. A la tenue luz de las ventanas orientadas hacia el sur vio el destello de la pechera de una camisa blanca cuando apareció el señor Pomfret-. Soy yo. ¿Qué es eso?
Sacó una linterna del bolso y enfocó despiadadamente. El haz de luz recayó en una lúgubre figura que colgaba del baldaquino sobre la sillería. Se balanceaba un poco de un lado a otro y giraba con el balanceo. Harriet se precipitó hacia allí.
– Qué imaginación tan morbosa tienen estas chicas, ¿no? -dijo el señor Pomfret.
Harriet contempló el birrete y la toga de licenciada, colocados sobre una almohada cilíndrica y un vestido sujetos por un delgado cordón a un extremo del baldaquino.
– Y encima con un cuchillo del pan en la tripa -añadió el señor Pomfret-. Casi me da un patatús, como diría mi tía. ¿Ha pillado a la joven?
– No. ¿Ha estado aquí?
– Sí, desde luego -contestó el señor Pomfret-. Es que pensé que debía apartarme un poco, y al entrar aquí vi eso. Me acerqué a investigar y oí a alguien saliendo a hurtadillas por la otra puerta… por ahí.
Señaló vagamente hacia el lado norte del edificio, donde había una puerta que daba a la sacristía. Harriet fue rápidamente a mirar. Estaba abierta, y aunque la puerta exterior de la sacristía estaba cerrada, la habían abierto desde dentro. Se asomó. Todo estaba en silencio.
– Malditas sean, ellas y sus novatadas -dijo Harriet al regresar-. No, no he visto a la señora en cuestión. Debe de haberse es capado mientras yo llevaba a Emily al patio nuevo. ¡Qué suerte la mía!
Pronunció las últimas palabras para sus adentros. Le daba un rabia tremenda haber tenido al Poltergeist al alcance de la mano y haberse entretenido por culpa de Emily. Volvió a acercarse a la muñeca y vio que había un papel en la cintura, sujeto con el cuchillo.
– Citas de los clásicos -dijo el señor Pomfret con soltura- Parece que alguien está resentido con las profesoras.
– ¡Las muy insensatas! -exclamó Harriet-. Pero es una faena muy convincente, si te paras a pensar. Si no lo hubiéramos visto nosotros, se habría armado un gran revuelo cuando hubiéramos entrado a la oración. Hay que iniciar una pequeña investigación. Bueno, es hora de que se vaya tranquilamente a casa y de que le prohíban las salidas, por su bien.
Lo acompañó hasta la verja y se la abrió.
– Por cierto, señor Pomfret, le agradecería que no hablara con nadie de esta novatada. No es precisamente de buen gusto. Favor con favor se paga.
– Como usted diga -replicó el señor Pomfret-. Y una cosa… ¿puedo pasarme por aquí mañana?… Bueno, ya es mañana, ¿no? Para preguntar y esas cosas. Seré correcto, por supuesto. ¿Cuándo estará usted? ¡Por favor!
– No se permiten visitas por la mañana -contestó Harriet de inmediato-. No sé qué haré por la tarde, pero puede preguntar en la conserjería.
¿Puedo, de verdad? Fantástico. Vendré, y si no está, dejaré una nota. O sea, tiene que venir a tomar el té o un cóctel o algo. Y le prometo que no volverá a ocurrir, en serio, si puedo evitarlo.
De acuerdo. A propósito… ¿A qué hora llegó la señorita Cattermole a las habitaciones de su amigo?
Pues… hacia las nueve y media, creo. No estoy seguro. ¿Por qué?
– Por saber si sus iniciales estaban en el cuaderno del portero, pero ya lo averiguaré. Buenas noches.
– Buenas noches y muchísimas gracias -dijo el señor Pomfret.
Harriet cerró la verja y volvió a cruzar el patio, pensando que de aquel absurdo incidente había sacado algo en claro. Difícilmente podrían haber colocado la muñeca antes de las nueve y media, de modo que, por pura estupidez, la señorita Cattermole había conseguido hacerse con una coartada a toda prueba. Harriet le estaba tan agradecida por haber adelantado la investigación incluso con un paso tan pequeño que decidió que, si era posible, la muchacha no pagaría las consecuencias de su aventura.
Eso le recordó que la señorita Cattermole seguía en el suelo del baño, esperando a que alguien se ocupara de ella. Resultaría muy violento que hubiera recuperado el conocimiento y se hubiese puesto a hacer ruido, pero al llegar al patio nuevo y abrir la puerta, Harriet encontró a su prisionera en la etapa de somnolencia de su carrera de libertina. Tras una breve búsqueda por los pasillos descubrió que la señorita Cattermole dormía en el primer piso. Abrió la puerta de la habitación; en el mismo momento se abrió la puerta de al lado y alguien asomó la cabeza.
– ¿Cattermole? -susurró aquella cabeza-. ¡Ay, perdón!
Y volvió a esconderse.
Harriet reconoció a la chica que había hablado con la señorita Cattermole tras la inauguración de la biblioteca. Fue a su puerta, en la que estaba escrito el nombre de C. I. Briggs y llamó con suavidad. La cabeza volvió a aparecer.
– ¿Esperaba a la señorita Cattermole?
– Pues… Es que he oído a alguien a su puerta y… ¡Ah! Es usted la señorita Vane, ¿no? -dijo la señorita Briggs.
– Sí. ¿Por qué estaba despierta esperando a la señorita Cattermole?
La señorita Briggs, que llevaba una chaqueta de lana encima del pijama, pareció asustarse un poco.
– Tenía que hacer un trabajo, o sea que de todas formas tenía que quedarme despierta. ¿Por qué?
Harriet miró a aquella chica. Era baja y corpulenta, de rostro enérgico, feúcho y con expresión de sensatez. Parecía digna de confianza.
– Si es usted amiga de la señorita Cattermole, haga el favor de ayudarme a subirla hasta aquí -dijo Harriet-. Está abajo, en el cuarto de baño. Me la encontré cuando un joven la ayudaba a subir el muro, y está hecha polvo.
– ¡Vaya por Dios! -exclamó la señorita Briggs-. ¿Borracha?
– Pues sí.
– Es una insensata -dijo la señorita Briggs-. Ya sabía yo que algún día pasaría algo. Muy bien; voy con usted.
Entre las dos arrastraron a la señorita Cattermole por las escaleras enceradas, que hacían un ruido tremendo, y la dejaron en la cama. La desnudaron en absoluto silencio y la cubrieron con las sábanas.
– Ahora dormirá hasta que se le pase la borrachera -dijo Harriet-. Por cierto, ¿no le parece que no estarían de más ciertas explicaciones?
– Venga a mi habitación -dijo la señorita Briggs-. ¿Le apetece tomar algo, leche caliente, un caldo, café?
Harriet le pidió leche caliente. La señorita Briggs encendió el hornillo en la antecocina, entró, avivó el fuego en la chimenea y se sentó en un puf.
– Por favor, cuénteme qué ha ocurrido -dijo la señorita Briggs.
Harriet se lo contó, omitiendo los nombres de los caballeros implicados, pero a la señorita Briggs le faltó tiempo para reparar la omisión.
– Reggie Pomfret, claro -dijo-. Pobrecillo. Siempre le cargan con el mochuelo. ¿Y qué va a hacer el muchacho, si la gente anda detrás de él?
– Es algo muy delicado -dijo Harriet-. O sea, se necesita cierto conocimiento del mundo para salir airoso. ¿A la chica le interesa de verdad?
– No -contestó la señorita Briggs-. La verdad es que no. Solamente necesita a alguien o algo, ¿comprende? Recibió un golpe tremendo cuando se rompió su compromiso. Verá, Lionel Farringdon y ella eran amigos de la infancia, y estaba todo decidido antes de que ella viniera aquí. Y entonces nuestra querida señorita Flaxman cazó a Farringdon y se produjo la ruptura, con muchas complicaciones. Y Violet Cattermole está muy nerviosa.
– Lo sé -dijo Harriet-. Es una sensación de desesperación… debo tener un hombre para mí sola y esas cosas.
– Sí. Y da igual quién sea. Creo que es una especie de complejo de inferioridad o algo parecido. Tienes que cometer estupideces y hacerte valer. ¿Me explico?
– Sí, sí. Lo entiendo perfectamente. Ocurre muchas veces. Hay que autoafirmarse a costa de lo que sea… ¿Ha ocurrido esto con frecuencia?
– Pues con más frecuencia de lo que a mí me gustaría -confesó la señorita Briggs-. He intentando hacer entrar en razón a Violet, pero ¿de qué sirven los sermones? Cuando la gente se pone tan frenética, es como hablar con la pared, y aunque es un fastidio para el joven Pomfret, él es de lo más decente y fiable. Desde luego, si fuera una persona más decidida, se libraría de esto, pero yo le agradezco que no lo haga, porque si no fuera por él, podría ser cualquier sanguijuela.
– ¿Es posible que salga algo de todo esto?
– ¿Se refiere a una boda? No, qué va. Creo que él tiene suficiente instinto de autoprotección para evitarlo. Y además… Mire, señorita Vane, de verdad que es vergonzoso. La señorita Flaxman no es capaz de dejar a nadie en paz, y también está intentando llevarse a Pomfret, aunque no lo quiere. Si dejara en paz a la pobre Violet, probablemente todo este asunto se acabaría sin más. Claro, yo le tengo mucho cariño a Violet. Es buena persona, y le iría perfectamente con el hombre adecuado. La verdad es que no le interesa lo más mínimo estar en Oxford. Lo que realmente quiere es llevar una vida hogareña con un hombre al que dedicarse, pero ese hombre tendría que ser firme, decidido y muy afectuoso, de una forma seria. Pero desde luego, no Reggie Pomfret, que es un imbécil caballeroso.
La señorita Briggs atizó el fuego con furia.
– Pues algo habrá que hacer al respecto -dijo Harriet-. No quiero hablar con la decana, pero…
– Claro que hay que hacer algo -la interrumpió la señorita Briggs-. Hemos tenido una suerte enorme, que fuera usted quien lo descubriera y no una de las profesoras. Yo casi estaba deseando que pasara algo. Me tiene realmente preocupada. Es ese tipo de cosas a las que no sé cómo enfrentarme, pero tenía que apoyar a Violet, más o menos, porque si no, habría perdido toda la confianza en sí misma, y sabe Dios qué estupidez podría haber cometido.
– Creo que tiene usted razón -dijo Harriet-. Pero ahora quizá podría tener yo una conversación con ella y decirle que se ande con cuidado. Al fin y al cabo, tiene que ofrecer ciertas garantías de que va a observar una conducta sensata para que yo no dé parte a la decana. Me parece que en este caso procede un poquito de amable chantaje.
– Sí -reconoció la señorita Briggs-. Debería hacerlo, y es usted de lo más amable. Agradecería librarme de esa responsabilidad. Es agotador… y además interfiere con tu trabajo. Al fin y al cabo, si estamos aquí es para trabajar. El próximo trimestre tengo exámenes finales, y te descentra muchísimo no saber qué va a pasar mañana.
– La señorita Cattermole confía mucho en usted, supongo.
– Sí, pero escuchar las confidencias de la gente lleva mucho tiempo, y a mí no se me da precisamente bien enfrentarme con arrebatos de mal genio.
– La tarea del confidente es muy ingrata y pesada -dijo Harriet-. No es de extrañar que acabe poco menos que con camisa de fuerza, mientras que sí es raro que se mantenga en sus cabales, como usted, pero estoy de acuerdo en que hay que quitarle esa carga de sus espaldas. ¿Es usted la única?
– Desde luego. La pobre Violet ha perdido muchos amigo por el revuelo que se formó.
– ¿Y la historia de los anónimos?
– Ah, se ha enterado de eso… Bueno, por supuesto que no ha sido Violet. Sería absurdo, pero Flaxman ha propagado ese chismorreo por todo el colegio, y con una acusación de tal calibre se hace mucho daño.
– Sí, desde luego. En fin, señorita Briggs, ya es hora de que las dos nos vayamos a la cama. Vendré a ver a la señorita Cattermole después del desayuno. No se preocupe demasiado. A lo mejor este disgusto es para bien. Bueno, me marcho. ¿Podría dejarme un buen cuchillo?
Un tanto atónita, la señorita Briggs le entregó una navaja consistente y le dio las buenas noches. Antes de llegar al Tudor, Harriet se detuvo para cortar la muñeca oscilante y se la llevó para inspeccionarla y tomar medidas un poco más tarde. Sentía una necesidad imperiosa de consultar el asunto con la almohada. Y debía de estar muy cansada, porque se quedó dormida en cuanto se metió en la cama, y no soñó ni con Peter Wimsey ni con nada.