Capítulo 14

Tregua, dulce amor; parlamentar ansío;

largo tiempo ha del inicio de estas guerras

que ni tú ni yo ganar podemos:

malo el combate sin vencedor.

Te ofrezco condiciones de paz justa,

mi corazón de rehén, y aquí quedará;

despidamos nuestras tropas, que cese el rencor,

y que con mi promesa tu promesa renueves.

MICHAEL DRAYTON


– Buena tormenta hemos tenido -dijo la decana.

– De primera categoría -replicó secamente la administradora-, para quienes les guste y no tengan que soportar a quienes no les gusta. Las habitaciones del servicio eran un auténtico caos. Carrie histérica, la cocinera convencida de que había llegado su última hora y Annie a voz en grito diciendo que sus hijas debían de estar aterrorizadas y que quería irse a Headington inmediatamente para consolarlas…

– Pues no sé por qué no la envió allí enseguida en el primer coche que estuviera disponible -terció la señorita Hillyard con tono sarcástico.

– … y a una de las pinches de cocina le dio un ataque de religiosidad y confesó sus pecados ante un montón de personas boquiabiertas -añadió la señorita Stevens-. No acabo de entender por qué la gente tiene tan poco dominio de sí misma.

– A mí los truenos me espantan -dijo la señorita Chilperic.

– La pobre Newland se ha vuelto a alterar mucho -dijo la decana-. A la enfermera ha llegado a asustarla. Dice que la ayudante se escondió en el armario de la ropa blanca y que no quería quedarse a solas con Newland, pero la señorita Shaw se responsabilizó amablemente de la situación.

– ¿Quiénes son las cuatro alumnas que estaban bailando en traje de baño en el patio? -preguntó la señorita Pyke-. Parecía algo ritual, y es que me recordaron los bailes ceremoniales de…

– Lo que a mí me daba miedo es que a las hayas las derrumbara un rayo -dijo la señorita Burrows-. A veces pienso si estando tan cerca de los edificios, deberían seguir ahí. Si se vinieran abajo…

– Administradora, en mi techo hay una gotera tremenda -dijo la señora Goodwin-. Me entra el agua a chorros, y justo encima de la cama. He tenido que cambiar de sitio todos los muebles, y la alfombra está hecha un…

– De todos modos, hemos tenido una buena tormenta -insistió la decana-, y ha limpiado el aire. Fíjense. ¿Podría pedirse una mañana de domingo más luminosa y más bonita?

Harriet asintió con la cabeza. El sol brillaba sobre la hierba húmeda y soplaba un viento fresco.

– ¡Y gracias a Dios, se me ha quitado el dolor de cabeza! Me gustaría hacer algo tranquilo y bonito, muy de Oxford. ¿No tiene todo un color precioso? ¡Si parece un misal miniado, con esos azules, escarlatas y verdes!

– Verá lo que vamos a hacer -dijo la decana muy animada-. Vamos a ir como dos buenas chicas al sermón del University. No se me ocurre nada más normal, más académico y que más pueda tranquilizarla a una. Y los sermones del doctor Armstrong siempre son interesantes.

– ¿Un sermón? -A Harriet le hizo gracia-. Bueno, es lo último que se me habría ocurrido, pero no es mala idea. Vamos.


Sí, la decana tenía razón: allí estaban los aspectos más reconfortantes y ceremoniales del gran compromiso anglicano. La solemne procesión de doctores con muceta; el vicerrector haciendo la reverencia de rigor al predicador y los bedeles tropezando delante de ellos; la multitud de togas negras y el decoroso colorido de los vestidos veraniegos de las esposas de los catedráticos; el himno y la oración petitoria; el predicador, de muceta y toga, austero con su sotana y sus bandas; el discurso calmo y delicado con voz débil, clara y académica sobre las relaciones de la filosofía cristiana con la física atómica. Allí estaban la universidad y la Iglesia de Inglaterra, unidas en un beso honesto y apacible, como los ángeles de una Natividad de Botticelli: exquisitamente ataviados, alegres pero serios, un tanto amanerados, un tanto pendientes de su recíproca cortesía. Allí, sin acaloramiento, podían discutir su problema común, coincidir plácidamente o plácidamente coincidir en discrepar. Nada tenían que decir aquellos ángeles de las feas y grotescas figuras demoníacas que cubrían la parte inferior del cuadro. En caso de necesidad, ¿qué solución aportarían para el problema de Shrewsbury? Otras instituciones serían más audaces: la Iglesia católica daría una respuesta fluida, competente, experta; las extrañas y discordantes sectas de la nueva psicología darían otra distinta, fea, torpe, vacilante y aplicada con un empirismo desaforado. Resultaba entretenido imaginarse una universidad freudiana indisolublemente unida a un organismo católico: sin duda no vivirían con tanta armonía como la Iglesia anglicana y la Escuela de Humanidades, pero daba gusto creer, aunque solo fuera durante una hora, que se podían tratar todas las dificultades humanas con aquel espíritu de imparcialidad y cordialidad. «La universidad es un paraíso»… cierto, pero… «después comprendí que hay un camino hacia los infiernos aun desde las puertas de los cielos».


Recibieron la bendición; los solos fueron estirándose, en una especie de fuga prebachiana; el cortejo volvió a agruparse y a deshacerse, hacia aquí y hacia allá; los fieles se pusieron en pie y empezaron a salir en metódico desorden. La decana, muy aficionada a las fugas antiguas, se quedó discretamente en su asiento junto a Harriet, que tenía una soñadora mirada clavada en los santos delicadamente coloreados del trascoro. Al fin se levantaron las dos y se dirigieron a la puerta. Cuando pasaban por entre las columnas retorcidas del porche del doctor Owen les salió al encuentro una ligera ráfaga de viento que obligó a la decana a aferrar su rebelde birrete e infló sus togas con amplios arcos y volutas. Entre almohadón y almohadón de nubes redondeadas, el cielo era de un azul pálido y transparente, aguamarina.

En la esquina de Cat Street había un grupo de togados en animada charla, dos profesores de All Souls y un personaje majestuoso que Harriet reconoció: el director de Balliol. A su lado había otro hombre, que al pasar Harriet y la decana, que iban hablando del contrapunto, se dio la vuelta bruscamente y se levantó el birrete.

Harriet no pudo dar crédito a sus ojos durante unos momentos. Peter Wimsey. Peter, ni más ni menos. Peter, que en teoría estaba en Varsovia, tan tranquilamente allí plantado, casi como si allí hubiera nacido. Peter, con birrete y toga como cualquier licenciado ortodoxo, con toda la pinta de haber asistido con fervor al sermón, hablando tranquilamente de cuestiones de trabajo con dos profesores del All Souls y el director del Balliol.

¿Y por qué no?, pensó Harriet al recobrarse de la sorpresa. Es licenciado. Estudió en el Balliol. ¿Por qué no iba a hablar con el director si le apetece? Pero ¿cómo había llegado hasta allí? ¿Y por qué? ¿Y cuándo había llegado? ¿Y por qué no me lo ha dicho?

De repente empezaron las confusas presentaciones, y ella presentó a lord Peter a la decana.

– Llamé ayer desde Londres -decía Wimsey-, pero habías salido. -Y a continuación más explicaciones, algo sobre el vuelo desde Varsovia, y que si «mi sobrino, que está en Oxford» y «la amable hospitalidad del director» y que si había enviado una nota al college. Por último, entre tantas naderías de simple cortesía, una frase que Harriet entendió perfectamente.

– Si vas a estar en el college y estás libre durante la próxima media hora, ¿puedo pasar a verte?

– Sí, será un placer -contestó Harriet no muy convencida. Se calmó un poco y añadió-: Supongo que no podría invitarte a comer, ¿no?

Al parecer Peter iba a comer con el director, y al almuerzo también iba a asistir uno de los miembros de All Souls. En definitiva, según dedujo Harriet, iba a ser una pequeña celebración, con una especie de base histórica, para hablar del artículo de alguien sobre las actas de esto o lo otro, para lo cual Wimsey iba «a pasar un momento al All Souls, nada, ni diez minutos», y para una consulta sobre la impresión y distribución de unos polémicos opúsculos sobre la Reforma (tema en el que Wimsey era experto) con otro experto y con un historiador de otra universidad, inexperto pero con ciertas pretensiones.

El grupo se deshizo. El director levantó su birrete y se alejó, no sin antes recordarles a Wimsey y al historiador que el almuerzo sería a la una y cuarto; Peter le dijo a Harriet algo así como que estaría allí «dentro de unos veinte minutos», desapareció con los dos profesores en el All Souls, y Harriet y la decana reanudaron el paseo.

– ¡Vaya! Conque este es el hombre en cuestión -dijo la señorita Martin.

– Sí, es él -repuso Harriet débilmente.

– Querida mía, es encantador. No nos había dicho usted que fuera a venir a Oxford.

– No lo sabía. Yo creía que estaba en Varsovia. Sabía que vendría este trimestre, tarde o temprano, a ver a su sobrino, pero no tenía ni idea de que fuera a llegar tan pronto. La verdad es que quería preguntarle… pero no creo que haya recibido mi carta…

Le dio la impresión de que sus esfuerzos por explicarse solo contribuían a complicar las cosas. Acabó por confesárselo todo a la decana.

– No sé si recibió mi carta y ya lo sabe todo, o si, si no lo sabe, debería contárselo. Sé que es absolutamente de fiar, pero si la rectora y los demás miembros del claustro… No esperaba que se presentase así.

– Yo diría que es lo mejor que podría usted haber hecho -replicó la señorita Martin-. No debemos contar demasiadas cosas en el college. Si viene, tráigalo, y que nos ponga patas arriba. Un hombre con esos modales sería capaz de meterse en el bolsillo al claustro entero. Qué suerte que sea historiador… Así se ganará las simpatías de la señorita Hillyard.

– Yo no lo consideraba historiador.

– Bueno, y con sobresaliente… ¿No lo sabía?

Harriet no lo sabía. Ni siquiera se había molestado en pensarlo. Nunca había relacionado conscientemente a Wimsey con Oxford. Otra vez la historia del Ministerio de Asuntos Exteriores. Si Peter se hubiera dado cuenta de su falta de consideración, le habría hecho daño. Harriet se vio como un monstruo insensible, una ingrata.

– Según me han contado, lo consideraban uno de los mejores estudiantes de su época -añadió la decana-. A. L. Smith lo tenía en muy alto concepto. En cierto modo, es una lástima que no se haya dedicado a la historia, pero naturalmente, lo que más le interesa no es lo estrictamente académico.

– No -dijo Harriet.

De modo que la decana había indagado. Normal. Probablemente, todo el claustro podría darle detalles de la trayectoria académica de Wimsey. Era comprensible: ellas pensaban de esa manera, pero ella podría haber dedicado al menos un par de, minutos a consultar el anuario.

– ¿Y dónde lo meto cuando venga? Porque supongo que si lo llevo a mi habitación será un mal ejemplo para las alumnas. Y además, casi no hay sitio.

– Pueden quedarse en mi salón. Mucho mejor que ninguna de las salas públicas, si van a hablar de este espantoso asunto. Me pregunto si habrá recibido esa carta. Quizá el interés que ocultaba esa penetrante mirada era que sospechaba de mí. ¡Y yo que lo había atribuido a mi fascinación personal! Ese hombre es peligroso, aunque no lo parezca.

– Precisamente por eso es peligroso, pero si leyó mi carta, sabrá que no es usted.


Cuando llegaron al college y encontraron una nota de Peter en el casillero de Harriet, se aclararon ciertas confusiones. La nota de Wimsey explicaba que había llegado a Londres el sábado por la tarde y que la carta de Harriet estaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores. «Intenté llamarte, pero no di mi nombre, porque no sabía si querías que yo interviniera personalmente en este asunto.» Aquella tarde tenía compromisos en Londres, lo llevaron en coche hasta Oxford para cenar, unos amigos del Balliol lo liaron un poco y el director tuvo la amabilidad de invitarlo a pasar allí la noche, y pensó en «llamarte mañana» con la esperanza de encontrarla.


Así que Harriet esperó en las habitaciones de la decana, observando tranquilamente el jugueteo del sol estival entre las ramas de los plátanos del patio nuevo y el dibujo saltarín que trazaba sobre el estrado, hasta que alguien llamó a la puerta. Cuando dijo «¡Adelante!», esa expresión, tan común y corriente, pareció adquirir una importancia insólita. Para bien o para mal, había solicitado la presencia de algo explosivo del mundo exterior que rompería el orden y la tranquilidad de aquel lugar; había vendido aquella violación de lo establecido a una fuerza extraña; había tomado partido por Londres frente a Oxford y por el mundo frente a la clausura.

Pero cuando entró Peter, Harriet comprendió que la idea que se había hecho era absurda. Peter daba la impresión de formar parte de aquella habitación silenciosa, como si nunca hubiera formado parte de ningún otro sitio.

– ¡Hooola! -dijo Peter, con un débil eco de su vieja actitud frívola. Después se despojó de la toga, la tiró sobre el sofá, junto a la de Harriet, y dejó el birrete sobre la mesa.

– He encontrado tu nota al volver. O sea que recibiste mi carta…

– Sí. Siento que hayas tenido que tomarte tantas molestias. Pensé que, como de todos modos iba a venir a Oxford, podía venir a verte. Mi intención era haber llegado anoche, pero me liaron… y además, pensaba que sería mejor anunciar mi llegada.

– Gracias. Siéntate.

Harriet le acercó una butaca, y Peter literalmente se desplomó en ella. No sin cierta angustia, Harriet observó que la luz ponía de relieve las angulosidades de la mandíbula y las sienes de Peter.

– ¡Peter! ¡Si es que estás muerto de cansancio! ¿Qué has estado haciendo?

– Hablar -contestó Peter, contrariado-. Palabras, palabras y más palabras durante semanas interminables. Soy el gracioso profesional del Ministerio de Asuntos Exteriores. ¿No lo sabías? Pues así es. No pasa con frecuencia, pero siempre tengo que estar listo por si se me necesita. Si algo sale mal… qué sé yo… que el secretario de un subsecretario con poca discreción y menos dominio del francés suelta una frase poco afortunada en un discurso después de la cena, pues envían al actor con labia para poner a todos de buen humor otra vez. Llevo a la gente a comer, les cuento cosas divertidas y los preparo para que se ablanden un poco. ¡Dios! ¡Menudo jueguecito!

– No lo sabía, Peter. Acabo de darme cuenta de que he sido demasiado egoísta incluso para intentar enterarme de nada, pero tú no sueles estar tan desanimado. Pareces…

– No te preocupes, Harriet. No me digas que empiezo a aparentar la edad que tengo. El eterno infantilismo es mi única baza diplomática.

– Lo único que te pasa es que parece que llevas varias semanas sin dormir.

– Pues ahora que lo dices, no estoy seguro de haber dormido. Pensaba (en cierto momento todos lo pensamos) que podía ocurrir algo, el asqueroso revuelo de siempre. Llegué al extremo de decirle una noche a Bunter: «Ya lo tenemos encima. Otra vez al ejército, sargento…». Pero al final todo ha quedado en nada… de momento.

– ¿Gracias a los comentarios ocurrentes?

– No, por Dios, no. Lo mío ha sido una trivialidad, una ligera escaramuza fronteriza. No te creas que soy yo el hombre que ha salvado al imperio.

– ¿Y quién ha sido?

– Ni idea. Nadie lo sabe. Nunca se sabe con certeza. Cuando el viejo cacharro se bambolea hacia un lado, piensas: «¡Ya está!», luego se bambolea hacia el otro lado y piensas: «Todo en orden», y de repente un día te ves metido en el lío y no te acuerdas de cómo te has metido.

– Eso es lo que todos tememos en el fondo.

– Sí. A mí me aterroriza. Es un alivio haber vuelto aquí, encontrarte… y que todo siga como antes. Aquí es donde se hacen las cosas de verdad, Harriet… si esos metepatas de fuera cerraran la boca y dejaran que esto siguiera adelante. ¡Dios, cómo detesto la violencia, las prisas y ese ingenio espantoso, evasivo! Es desatinado, falto de rigor, de sinceridad… únicamente propaganda, argucias y «¿qué sacamos nosotros de esto?». Ni tiempo, ni paz, ni silencio; únicamente conferencias, periódicos y discursos hasta que ya no sabes ni lo que piensas… Si pudiera uno echar raíces aquí, entre la hierba y las piedras y hacer algo que mereciera la pena, aunque solo fuera recuperar el aliento perdido por amor al trabajo y nada más.

Harriet se quedó atónita al oírlo hablar con tal vehemencia.

– Pero Peter, si estás diciendo precisamente lo que yo siento desde hace tiempo, pero ¿qué se puede hacer?

– No, no se puede hacer nada, aunque a veces uno vuelve y piensa que sí.

– «Preguntad por las antiguas sendas, cuál es el buen camino, y seguidlo, pues hallaréis reposo para vuestra alma».

– Sí -dijo Peter con amargura-. Y continúa: «Mas ellos respondieron: no lo seguiremos». ¿Reposo? Había olvidado que existía semejante palabra.

– Yo también.

Guardaron silencio unos minutos. Wimsey le ofreció a Harriet su pitillera y encendió una cerilla para los dos.

– Peter, qué raro parece que estemos aquí hablando así. ¿Te acuerdas de aquellos momentos terribles en Wilvercombe cuando no encontrábamos nada que tirarnos el uno al otro salvo agudezas de mal gusto y comentarios llenos de maldad? Bueno, yo estaba llena de maldad; tú no.

– Era por el ambiente del balneario -replicó Wimsey-. Uno se pone ordinario en los balnearios. Si hay algo que me aterroriza en la vida es que un día surja un problema de antología en Brighton o Blackpool y que sea lo suficientemente imbécil para entrometerme. -La risa había vuelto a su voz y tenía los ojos serenos-. Gracias a Dios, resulta dificilísimo ser vulgar en Oxford… por lo menos, después del segundo año. Lo cual me recuerda que aún no te he dado las gracias debidamente por haber sido tan amable con Saint-George.

– ¿Ya lo has visto?

– No. He amenazado con caer sobre él el lunes, y mostrarle la sanción de desheredamiento. Hoy se ha ido a no sé dónde con un grupo de amigos, y sé lo que eso significa. Es un perfecto malcriado.

– No es de extrañar, Peter. Es increíblemente guapo.

– Un cretinillo precoz, eso es lo que es -replicó Wimsey sin entusiasmo-. Aunque de eso no puedo echarle la culpa: lo lleva en la sangre, pero está actuando con su típica impudencia al obligarte a relacionarte con él, cuando siempre te has negado a conocer a mi familia.

– Verás, Peter, lo encontré yo solita.

– Literalmente, o eso dice él. Al parecer estuvo a punto de tirarte al suelo, te estropeó tus cosas, te dio la lata e inmediatamente tú dedujiste que tenía que ser pariente mío.

– Eso es… si eso es lo que dice, sabes que no debes creértelo, pero era imposible no ver el parecido.

– ¡Pero si sé de personas que hablan con desprecio de mi aspecto! Te felicito por esa percepción tuya, digna de Sherlock Holmes en sus mejores momentos.

A Harriet le hizo gracia y la enterneció aquella vena de vanidad de Peter, pero sabía que él la calaría de inmediato si le seguía el juego diciendo algo más halagador que la verdad.

– Reconocí la voz incluso antes de verlo. Y tiene tus mismas manos. No creo que nadie haya hablado con desprecio de eso.

– ¡Maldita sea, Harriet! ¡Mi única debilidad realmente bochornosa, el secreto de mi soberbia más celosamente guardado expuesto sin piedad a la luz del día! Siento un orgullo absurdo por haber heredado las manos de los Wimsey. A mi hermano y a mi hermana no les ha tocado, pero en los retratos de familia se remontan a hace trescientos años. -Su rostro se ensombreció unos momentos-. Me extraña que a estas alturas no se les haya agotado toda la fuerza. Tenemos los días contados. Harriet, ¿vendrás conmigo a Denver un día a verlo antes de que lo invada la nueva civilización, como la jungla? No quiero ponerme en plan Galsworthy. Te dirán que todo ese tinglado me importa un bledo, y no sé si me importa, pero nací allí y lamentaría vivir para ver la tierra vendida para edificios y la casa solariega convertida en escenario de películas de Hollywood.

– Lord Saint-George no haría una cosa así, ¿verdad?

– No lo sé, Harriet. ¿Por qué no? Nuestro espectáculo está muerto y enterrado. ¿De qué demonios le sirve a nadie en los tiempos que corren? Pero quizá le importe más de lo que cree.

– A ti sí te importa, ¿no, Peter?

– Para mí es muy fácil que me importe, porque no tengo vela en este entierro. Soy el típico mojigato de mediana edad con una admirable habilidad para atar pesadas cargas y depositarlas sobre los hombros de los demás. No creas que le envidio su tarea a mi sobrino. Yo prefiero vivir en paz y que mis huesos reposen en la tierra. Lo que pasa es que me empeño en mantener ciertos valores anticuados, y tengo la cobardía de renegar de ellos, como mi tocayo de los Evangelios. Nunca voy a casa si puedo evitarlo, y también evito venir aquí: los gallos cantan demasiado fuerte y demasiado tiempo.

– Peter, no tenía ni idea de que te sintieras así. Me gustaría ver tu casa.

– ¿En serio? Entonces iremos, un día de estos. No te impondré a la familia, aunque creo que mi madre te caerá bien. Pero elegiremos un día en que estén todos fuera, salvo diez o doce duques inofensivos en el panteón familiar. Todos embalsamados, pobrecillos, para perdurar llenos de polvo hasta el día del Juicio. Típico de una tradición familiar que ni siquiera dejen que te pudras, ¿verdad?

A Harriet no se le ocurrió nada que decir. Llevaba cinco años peleando con Peter, y lo único que había descubierto era su fortaleza, mientras que en la última media hora él había dejado al descubierto todas sus debilidades, una detrás de otra. Y honradamente no podía decirle: «¿Por qué no me lo habías contado?», porque sabía bien cuál sería la respuesta. Afortunadamente, Peter no parecía esperar ningún comentario.

– ¡Dios santo! -fue la siguiente frase de Peter-. ¡Mira qué hora es! Has dejado que me pusiera a divagar y no hemos dicho ni media palabra sobre tu problema.

– Me siento muy agradecida de haberlo olvidado unos momentos.

– Me lo imagino -dijo Peter, mirándola pensativamente-. Oye, Harriet, ¿no podríamos tomarnos el día libre? Debes de estar harta de esta maldita historia. Ven a aburrirte conmigo, para variar. Será un alivio para ti, como cambiar un dolor de muelas por un bonito ataque de reumatismo. Igualmente deplorable pero diferente. Tengo que ir a ese almuerzo, pero no tiene por qué durar demasiado. ¿Qué te parece un paseo en batea desde el puente de Magdalen a las tres?

– El río estará hasta los topes. El Cherwell ya no es lo que era, sobre todo los domingos. Se parece más a Margate en día festivo, con gramófonos, trajes de bario y empujones.

– No importa. Vamos y aportamos nuestros empujones a los del feliz populacho. A menos que prefieras subir al coche y volar conmigo al fin del mundo, pero las carreteras estarán peor que el río. Y si encontramos un sitio tranquilo, o te doy la lata o acometemos ese problema del demonio. Lo público es lo más seguro.

– Muy bien, Peter. Haremos lo que tú quieras.

– Pues entonces en el puente de Magdalen a las tres. De verdad, no estoy rehuyendo el problema. Si no podemos resolverlo juntos, buscaremos a alguien que pueda hacerlo. No hay ni mares innavegables ni tierras inhabitables.

Se levantó y le tendió una mano.

– ¡Peter, eres como una roca! La sombra de una roca enorme en una tierra baldía. Dios mío, ¿en qué estás pensando? En Oxford nadie estrecha la mano.

– El elefante nunca olvida. -Le besó delicadamente los dedos-. Es que me he traído mi cortesía cosmopolita. ¡Dios mío! Hablando de cortesía… voy a llegar tarde al almuerzo.

Recogió el birrete y la toga y desapareció sin darle tiempo a Harriet a acompañarlo hasta la conserjería.

Pero mejor así, pensó Harriet, viéndolo correr por el patio como un estudiante. No tiene mucho tiempo. ¡Válgame Dios, se ha llevado mi toga en lugar de la suya! Bueno, qué más da. Somos casi de la misma estatura y la mía tiene los hombros bastante anchos, así que es lo mismo.

Y de repente le pareció extraño que fuera lo mismo.


Harriet sonrió para sus adentros al ir a cambiarse para el río. Si Peter se empeñaba en mantener tradiciones decadentes, encontraría oportunidades de sobra manteniendo una forma de patronear, unos modales y una vestimenta propios de la época anterior a la guerra, sobre todo la vestimenta. Unos pantalones cortos y mugrientos o unos pantalones corrientes negligentemente enrollados alrededor de la cintura eran la versión moderna de la moda masculina en el Cherwell; para las mujeres, traje de bario y, para las novatas, sandalias de playa de vivos colores. Harriet movió la cabeza ante la luz del sol, que estaba radiante y quemaba. Ni siquiera para impresionar a Peter estaba dispuesta a exhibir una espalda achicharrada y unas piernas comidas por los mosquitos. Se pondría algo apropiado y cómodo.

Al encontrársela bajo las hayas, la decana la miró con exagerada sorpresa ante el deslumbrante despliegue de lino blanco.

– Si fuera hace veinte años, diría que va usted al río.

– Allí voy. De la mano de un pasado más señorial.

La decana gruñó levemente.

– Pues mucho me temo que va a llamar la atención. Ya no se hacen esas cosas. Va vestida, limpia y fresca. Y encima, un domingo por la tarde. Me avergüenzo de usted. Al menos, espero que en ese paquete que lleva bajo el brazo haya discos de cantantes.

– Ni siquiera eso -replicó Harriet.

Lo que había era su diario del problema de Shrewsbury. Había pensado que lo mejor sería que Peter se lo llevara y lo estudiara a solas y después decidiera qué se podía hacer.

Llegó puntual al puente, pero Peter ya estaba allí. Su obsoleta cortesía quedaba acentuada por la presencia de la señorita Flaxman y otra alumna de Shrewsbury, que estaban sentadas en la plataforma, al parecer esperando a su acompañante, acaloradas y enfadadas. A Harriet le divirtió dejar que Wimsey se ocupara del paquete, la ayudara ceremoniosamente a subir a la batea y le arreglara los cojines, y también saber, por su mirada irónica, que Peter comprendía bien la razón de su insólita docilidad.

– ¿Qué se te antoja? ¿Hacia arriba o hacia abajo?

– Bueno, hacia arriba hay más alboroto, pero el fondo es mejor; hacia abajo se va bien hasta la bifurcación, y después hay que elegir entre el cieno y el vertedero.

– Pues habrá que elegir el mal menor, pero tú solo tienes que darme la orden. «Mi oído se abre cual ávido tiburón para percibir la melodía de una divina voz.»

– ¡Cielo santo! ¿De dónde has sacado eso?

– Aunque no te lo creas, es el estrepitoso final de un soneto de Keats. Cierto que es obra de juventud, pero hay cosas que ni la juventud puede justificar.

– Vamos río abajo. Necesito soledad para recobrarme del susto.

Peter sacó la batea al río y salvó el puente hábilmente. Después dijo:

– ¡Qué mujer tan extraordinaria! Has permitido que extendiera la cola de la vanidad ante esas dos Ariadnas abandonadas. ¿Prefieres ser independiente y coger la pértiga? Reconozco que es más divertido llevar que que te lleven, y que el deseo de divertirte tú más que nadie constituye las nueve décimas partes de la ley de caballería.

– ¿Será posible que tengas una actitud justa y generosa? A mí, a generosidad no me gana nadie. Me quedaré aquí sentada como toda una señora y te veré trabajar. Es bonito ver las cosas bien hechas.

– Si dices eso, empezaré a creérmelo y haré alguna tontería.

Realmente resultaba agradable verlo con la pértiga, moviéndose con naturalidad y sorprendente rapidez. Se abrieron paso entre la multitud por el sinuoso río a una velocidad increíble hasta que en un estrecho tramo los detuvo otra batea que giraba con torpeza en medio de la corriente y encajonaba peligrosamente dos piraguas contra la orilla.

– ¡Antes de meterse en estas aguas, tendrían que aprender las normas del río! -gritó Wimsey, empujando a los infractores y mirando ofensivamente al joven responsable (nervudo, desnudo de cintura para arriba y rosa como una gamba por el sol)-. Esas piraguas tienen preferencia, y si no sabe sujetar una pértiga como es debido, le recomiendo que se retiren a las aguas estancadas y se queden

En aquel mismo momento un hombre de mediana edad, cuya batea estaba amarrada un poco más arriba, volvió bruscamente la cabeza y gritó con voz resonante:

– ¡Dios santo! ¡Wimsey, de Balliol!

– Vaya, vaya, vaya -dijo su señoría, abandonando al joven rosado y situándose junto a la otra batea-. ¡Por todos los santos, Peake, de Brasenose! ¿Qué te trae por aquí?

– Pero si yo vivo aquí -respondió el señor Peake-. Más bien habría que preguntar qué te trae a ti por aquí. No conoces a mi esposa… Cariño, lord Peter Wimsey, el as del críquet. El resto de mi familia.

Señaló vagamente con la mano un surtido de vástagos.

– Nada, he venido a dar una vuelta -dijo Peter cuando hubieron acabado las presentaciones-. Es que tengo un sobrino aquí y esas cosas. ¿Qué haces? ¿Eres tutor, profesor…?

– Bueno, doy clases. Una vida de perros, de verdad. ¡Dios mío! Ha pasado mucha agua bajo el puente Folly desde la última vez que nos vimos, pero habría reconocido tu voz en cualquier parte. Nada más oír ese tono brusco y desdeñoso, he dicho: «Wimsey, de Balliol». ¿Tenía o no tenía yo razón?

Wimsey subió la pértiga y se sentó.

– ¡Ten piedad, hijo, ten piedad! «Deja que los muertos entierren a sus muertos.»

– Es que, veréis -le dijo el señor Peake al mundo en general-, cuando estábamos juntos… de eso hace un montón de años ¡pero es igual!, cuando a alguien le endosaban un primo del campo o un viajero estadounidense que preguntaba, como siempre hace esa gente: «¿Qué es eso que llaman el estilo de Oxford?», le enseñábamos a Wimsey, de Balliol. Encajaba estupendamente entre los jardines de Saint John y el monumento a los Mártires.

– Pero ¿y si no estaba o no quería desempeñar su papel?

– Esa catástrofe jamás ocurrió. Era imposible no encontrar a Wimsey, de Balliol, plantado en el centro del patio dándole órdenes a alguien con exquisita insolencia.

Wimsey escondió la cara entre las manos.

– Hacíamos apuestas sobre lo que dirían de él después -añadió el señor Peake, que parecía conservar el humor estudiantil, sin duda debido al continuo contacto con la mentalidad de los de primer curso-. La mayoría de los estadounidenses decían: «¡Caramba! ¡Si es el perfecto aristócrata inglés!», pero algunos decían: «¿De verdad le hace falta ese cristal en el ojo o forma parte del disfraz?».

Harriet se rió, pensando en la señorita Schuster-Slatt.

– Cariño… -dijo la señora Peake, que parecía de natural bondadoso.

– Los primos del campo -continuó implacable el señor Peake- invariablemente se quedaban estupefactos y había que reanimarlos con café y helados en Buol's.

– Yo, como si no estuviera -dijo Peter, cuyo rostro era invisible, salvo la punta de una oreja carmesí.

– Pero te conservas muy bien, Wimsey -añadió el señor Peake, benévolo-. Mantienes la línea. ¿Todavía sirves para una carrerita por el terreno de juego? No puedo decir que yo sirva ya de gran cosa, excepto para el partido de padres, ¿eh, Jim? Es lo que tiene el matrimonio, que engordas y te vuelves vago, pero tú no has cambiado, ni pizca. Sigues siendo inconfundible. Y tienes razón con lo de estos patanes del río. Estoy hasta la coronilla de que me empujen y de que me metan sus asquerosas pértigas en la proa. No saben ni pedir perdón. Les parece divertidísimo. Si serán zoquetes… Y con esos gramófonos vociferándote en los oídos… ¡Pero míralos! ¡Míralos! Si es que te dan ganas de vomitar. ¡Son como la jaula de los monos del zoológico!

– «¡Noble, desnuda y antigua!» -apuntó Harriet.

– No me refiero a eso. Me refiero a trepar por la pértiga. ¡Fíjense en esa chica! Una mano encima de la otra… ¡y arriba! Y ahora gira y empuja como si estuviera desatascando un desagüe. Como no tenga cuidado, al agua que se va.

– Va vestida para eso -replicó Wimsey.

– Voy a decirte una cosa -dijo el señor Peake con tono confidencial-. Esa es la verdadera razón del traje. Esperan caerse. Está muy bien salir del agua con esas preciosas arrugas en los pantalones, pero si te caes así, es todavía más divertido.

– Cuánta razón tienes. Bueno, estamos impidiendo el paso. Iré a verte un día, si me lo permite la señora Peake. Hasta pronto.

Las bateas se separaron.

– ¡Ay, Dios mío! -exclamó Peter cuando ya no podían oírlos. Qué agradable ver a los viejos amigos. Y qué saludable.

– Sí, pero ¿no te resulta deprimente cuando se ponen a gastar las mismas bromas de hace cien años?

– Terriblemente deprimente. Es el único inconveniente de vivir aquí, que te mantiene joven. Demasiado joven.

– Es penoso, ¿no?

El río se ensanchaba allí, y a modo de respuesta Peter dobló las rodillas para darse impulso, haciendo a la batea una reverencia y al agua borbotear alegremente bajo la proa.

– ¿Recuperarías la juventud si pudieras, Harriet?

– Por nada del mundo.

– Yo tampoco. Por mucho que me dieran, aunque a lo mejor es una exageración. Por una cosa que tú podrías darme quizá me gustaría recuperar veinte años de mi vida, pero no los mismos veinte años. Y si volviera a tener veintitantos, no querría lo mismo.

– ¿Por qué estás tan seguro? -preguntó Harriet, acordándose de repente del señor Pomfret y el ayudante del supervisor.

– Por el vivo recuerdo de mis locuras… ¡Harriet! ¿No me irás a decir que los jóvenes no son todos tontos a los veinte años? -Se puso en pie, arrastrando la pértiga y mirando a Harriet; las cejas enarcadas le daban un toque caricaturesco a su rostro-. Vaya, vaya, vaya… Espero que no sea Saint-George, por cierto. Sería una complicación doméstica verdaderamente lamentable.

– No, Saint-George no.

– Ya decía yo. Sus locuras son menos ingenuas, pero alguien hay. En fin, me niego a preocuparme, puesto que lo has mandado a paseo.

– Me gusta la rapidez con la que haces deducciones.

– Eres incurablemente sincera. Si hubieras hecho algo drástico, me lo habrías contado en tu carta. Habrías dicho: «Estimado Peter, tengo que exponerte un caso, pero en primer lugar creo que es simplemente de justicia que te informe de que estoy prometida al señor Jones, del Jesus». ¿O no?

– Es probable. ¿Y de todas maneras habrías investigado el caso?

– ¿Por qué no? Un caso es un caso. ¿Qué tal es el fondo en el río viejo?

– Asqueroso. Por cada palada que das retrocedes dos.

– Entonces nos quedaremos en el tramo nuevo. En fin, el señor Jones, del Jesus, cuenta con mi sincera simpatía. Confío en que sus cuitas no afecten a sus estudios.

– Solo está en segundo.

– Entonces tiene tiempo para superarlo. Me gustaría conocerlo. Probablemente es el mejor amigo que tengo en el mundo.

Harriet no replicó. La inteligencia de Peter le daba mil vueltas a la suya, más lenta. Era verdad que, en cierta medida, el cariño espontáneo de Reggie Pomfret le había hecho más creíble que los sentimientos de Peter fueran algo más que la ternura del artista hacia su obra, pero le resultaba odioso que Peter hubiera llegado a esa conclusión con tal rapidez. Le molestaba que fuera capaz de entrar y salir de sus pensamientos como si se tratara de su propia casa.

– ¡Cielo santo! -exclamó Peter. Escudriñó preocupado las aguas verde oscuro. Una sarta de burbujas grasientas subió lentamente hasta la superficie, dejando al descubierto el sitio donde la pértiga había abierto el cieno, y en el mismo momento les inundó las fosas nasales un repugnante hedor a putrefacción.

– ¿Qué pasa?

– He encontrado algo espantoso. ¿No lo hueles? Es verdaderamente escandaloso cómo me persiguen los cadáveres. En serio, Harriet…

– Si serás tonto… No es más que el vertedero.

Wimsey siguió con la mirada la mano de Harriet, que señalaba la otra orilla, donde una nube de moscas revoloteaba alrededor de un repulsivo montón de inmundicias.

– ¡Pero por todos los…! ¿Qué demonios pretenden con una cosa así? -Wimsey se pasó una mano húmeda por la frente-. Durante unos momentos he estado de verdad convencido de que me había topado con el señor Jones, del Jesus, y empezaba a arrepentirme de haber hablado con tanta frivolidad del pobre chico. ¡Venga! ¡Vámonos de aquí!

Impulsó vigorosamente la batea hacia delante.

– Me quedo con el Isis. En este río ya no hay romanticismo.

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