No, no existe un final: ¡el final es la muerte y la locura! Como jamás estoy mejor que cuando estoy loco, a mi parecer soy un individuo valiente, y entonces obro maravillas, pero cuando la razón de mí se aprovecha, llegan los tormentos y el mismo infierno. Al menos, señor, traedme a uno de los asesinos, que aun si fuera tan fuerte como Héctor, yo lo haría pedazos.
BEN JONSON
Jueves, un jueves sombrío y deprimente, con una lluvia anodina que caía de un cielo encapotado, como un cubierto por una tapa gris. La rectora había convocado una reunión del claustro a las dos y media, una hora francamente desoladora. Las tres convalecientes ya podían valerse por sí mismas. A Harriet le habían cambiado las vendas por unos esparadrapos nada favorecedores y mucho menos románticos, y no es que realmente le doliera la cabeza, sino que tenía la sensación de que podía empezar a dolerle de un momento a otro. La señorita De Vine parecía recién salida de la tumba. Aunque menos afectada físicamente, Annie seguía presa de miedos y nervios y realizaba sus tareas a duras penas, siempre asistida por la otra doncella de la sala del profesorado.
Se había dado a entender que lord Peter Wimsey asistiría a la reunión del claustro para aportar ciertos datos. Harriet había recibido una breve nota, muy del estilo de Peter, que decía: «Enhorabuena por no haberte muerto todavía. Me he llevado el collar para que le pongan mi nombre». Ya había echado en falta el collar, y con lo que le había contado la señorita Hillyard, revivió una imagen de Peter junto a su cama, entre la noche y el amanecer, en silencio y dándole vueltas a la correa entre las manos.
Llevaba toda la mañana deseando verlo, pero Peter llegó en el último momento, de modo que su encuentro tuvo lugar en la sala del profesorado, a la vista de todas las allí presentes. Peter había salido de Londres sin siquiera cambiarse de traje, y por encima de la tela oscura su cabeza parecía una acuarela, o más bien una aguada. Presentó sus respetos a la rectora y a las profesoras y a continuación se acerco a Harriet y la tomó de la mano.
– A ver, ¿qué tal estás?
– Dadas las circunstancias, no demasiado mal.
– Qué bien.
Peter sonrió y fue a sentarse al lado de la rectora. Harriet se sentó discretamente al otro lado de la mesa, junto a la decana. Todo lo que aún seguía vivo en Peter, Harriet lo tenía en la palma de la mano, como una manzana madura. La doctora Baring le había pedido que comenzara, y eso estaba haciendo él, con la voz impersonal del secretario que lee las actas de una reunión de empresa. Tenía varios papeles ante él, entre otros, según observó Harriet, su informe, que debía de haberse llevado el lunes por la mañana, pero empezó a hablar sin consultar ni una sola nota, dirigiéndose a un jarrón lleno de caléndulas que había en la mesa enfrente de él.
– No considero necesario que perdamos el tiempo revisando todos los detalles de esta situación, que es sumamente confusa. En primer lugar, expondré los puntos más destacados tal y como se me explicaron cuando vine a Oxford el pasado domingo, con el fin de mostrarles la base sobre la que construí mi teoría. A continuación formularé dicha teoría y aduciré las pruebas que espero y creo que considerarán concluyentes. He de decir que prácticamente todos los datos necesarios para el establecimiento de mi teoría están contenidos en el valiosísimo resumen que preparó la señorita Vane y que me entregó a mi llegada. El resto de las pruebas son simplemente lo que la policía denomina trabajo de rutina.
Esto sí que es adaptar tu estilo a tus oyentes, pensó Harriet. Miró a su alrededor. Los miembros del claustro guardaban un respetuoso silencio, como feligreses a punto de escuchar un sermón, pero notó la tensión nerviosa en el aire. No sabían qué iban a oír.
– Lo primero que sorprende a alguien de fuera es el hecho de que los incidentes comenzaran en las celebraciones de fin de curso. Yo diría que ese fue el primer error que cometió su autora. Por cierto; nos ahorrará tiempo y problemas si me refiero a dicha autora con el tradicional término de X. Si X hubiera esperado al comienzo del trimestre, se habría multiplicado el número de posibles sospechosas. Por consiguiente, me planteé qué incitaría a X a no esperar hasta un momento conveniente.
»No parece muy probable que ninguna de las alumnas que ya residían el college pudiera provocar la animosidad de X, porque los incidentes siguieron produciéndose en el siguiente trimestre, pero no durante las vacaciones de verano, de modo que me dediqué a averiguar qué personas habían llegado en la fiesta de fin de curso y residían aquí el bimestre siguiente. Solo una cumplía tales requisitos, y era la señorita De Vine.
La sala se alborotó, como un maizal cuando sopla el viento.
– Las dos primeras pruebas cayeron en manos de la señorita Vane. Una de ellas, que equivalía a una acusación de asesinato, la encontró en una manga de su toga y, quizá por una coincidencia, podría ir dirigida a ella, pero es posible que la señorita Martin recuerde que había dejado la toga de la señorita Vane en la sala del profesorado junto a la de la señorita De Vine. Yo creo que X, confundiendo «H.D.Vane» con «H. De Vine», puso la nota en la toga que no debía. Por supuesto, no puedo probarlo, pero la posibilidad da que pensar. El error, si fue tal, desvió la atención del objeto central de la campaña desde el principio.
El tono desapasionado de la voz de Peter no se alteró lo más mínimo al exponer aquella vieja ignominia para a renglón seguido relegarla al olvido, pero la mano que había sujetado la de Harriet se tensó unos segundos y después se relajó. Harriet contempló aquella mano mientras se movía entre los papeles.
– La segunda nota, que por casualidad recogió la señorita Vane en el patio, fue destruida, como la anterior, pero por la descripción, deduzco que era un dibujo similar a este. -Desprendió un papel del clip y se lo dio a la rectora-. Representa un castigo infligido por una figura femenina desnuda a otra asexuada, vestida con ropajes académicos. Esta parece ser la clave simbólica de la situación. En el trimestre de otoño aparecen más dibujos parecidos, junto con el ahorcamiento de un personaje académico, tema que se repite en el incidente de la muñeca colgada que se encontró más adelante en la capilla. También se enviaron notas de carácter vagamente obsceno y amenazador que no nos detendremos a considerar. Quizá la más importante e interesante sea el mensaje dirigido, según creo, a la señorita Hillyard: «Ningún hombre está a salvo con mujeres como usted», y el otro, enviado a la señorita Flaxman, en el que le exigen que deje en paz al prometido de otra alumna. Ambas notas insinuaban que el motivo de agravio de X eran celos sexuales normales y corrientes, insinuación que, en mi opinión, es completamente errónea y contribuyó a oscurecer el asunto de una forma extraordinaria.
»A continuación, y pasando por alto el incidente de la quema de togas en el patio, llegamos a la cuestión del manuscrito de la señorita Lydgate, mucho más grave. No creo que sea una coincidencia que las partes más dañadas y las destruidas por completo fueran aquellas en las que la señorita Lydgate rebatía las conclusiones de otros eruditos, hombres todos ellos. Si no me equivoco, vemos que X es una persona que sabe leer y que, hasta cierto punto, es capaz de comprender un trabajo académico. Junto a este atropello podemos colocar la mutilación de la novela. La búsqueda en el punto exacto en el que el autor defiende, o parece defender en ese momento, la doctrina de que la lealtad a la verdad abstracta debe prevalecer sobre toda consideración personal, y también la quema del libro de la señorita Burton, en el que ataca la doctrina nazi según la cual el lugar de la mujer en el Estado debe limitarse a las tareas de «femeninas» de Kinder, Kirche, Kuche.
»Aparte de estas agresiones personales contra individuos, tenemos el incidente de la hoguera y las esporádicas manifestaciones obscenas de las paredes. Cuando llegamos a los destrozos de la biblioteca, vemos una agresión generalizada de una forma más espectacular, y empieza ponerse claramente de manifiesto el objeto de la campaña. El resentimiento de X pasa de una sola persona a todo el college, y la intención consiste en provocar un escándalo que desacredite la institución como tal.
Al llegar aquí, el orador apartó por primera vez la mirada del jarrón de caléndulas, la paseó lentamente por la mesa y la fijó en el atento rostro de la directora.
– Permítanme que les diga, aquí y ahora, que lo único que ha frustrado la agresión definitiva ha sido la excepcional solidaridad y el espíritu público de que ha hecho gala el college en su totalidad. Creo que ese era el último obstáculo que esperaba encontrarse X en una comunidad de mujeres. Nada sino la gran lealtad del claustro hacia el college y el respeto de las alumnas por el claustro se ha interpuesto entre ustedes y una publicidad sumamente desagradable. Es una osadía por mi parte decirles lo que ustedes saben mejor que yo, pero lo digo no solo por mi propia satisfacción, sino porque esta clase de lealtad constituye al tiempo la excusa psicológica para las agresiones y la única defensa posible contra ellas.
– Gracias -dijo la rectora-. Estoy segura de que todas las aquí presentes sabrán apreciarlo.
– A continuación llegamos al incidente de la muñeca en la capilla -prosiguió Wimsey, de nuevo con la mirada clavada en las caléndulas-. Simplemente repite el tema de los primeros dibujos, pero con miras a crear un efecto más dramático. Su importancia radica en la cita de la arpía prendida a la muñeca, en la misteriosa aparición de un vestido negro que nadie pudo reconocer, en la posterior condena por robo del antiguo conserje, Jukes, y en el hallazgo del periódico mutilado en la habitación de la señorita De Vine, que cierra la sucesión de acontecimientos. Volveré a estos puntos más adelante.
»Fue más o menos por entonces cuando la señorita Vane conoció a mi sobrino Saint -George, y él le contó que, bajo circunstancias en las que quizá no sea necesario indagar, una noche había visto a una misteriosa mujer en el jardín, y que ella le dijo dos cosas. En primer lugar, que en Shrewsbury College mataban a los chicos guapos como él, les arrancaban el corazón y se lo comían, y en segundo lugar, que «el otro también era rubio».
Este dato era desconocido para la mayoría de los miembros del claustro, y causó cierta sensación.
– Aquí tenemos realzado el «motivo del asesinato», con un pequeño detalle sobre la víctima. Es un hombre, rubio, guapo y relativamente joven. Mi sobrino dijo entonces que no podía comprometerse a reconocer a la mujer, pero en una ocasión posterior la vio y sí la reconoció.
Una vez más la sala se estremeció.
– El siguiente incidente importante fue el asunto de los fusibles desaparecidos.
Al llegar a este punto la decana no pudo contenerse y exclamó:
– ¡Qué título tan bonito para una novela de misterio!
Los ojos velados se alzaron al instante y en las comisuras de los párpados se marcaron las arrugas de expresión.
– Perfecto. Y eso era precisamente. X abandonó, sin haber conseguido más que una novela de misterio con buena publicidad.
– Y fue después de eso cuando encontraron el periódico en mi habitación -dijo la señorita De Vine.
– Sí -convino Wimsey-. He hecho una exposición racional, no cronológica… y así llegamos al final del segundo trimestre. Las vacaciones transcurrieron sin incidentes. En el trimestre de verano nos enfrentamos con el efecto acumulativo de un acoso largo e insidioso a una estudiante de temperamento sensible. Esa fue la fase más peligrosa de las actividades de X. Sabemos que, además de la señorita Newland, otras alumnas habían recibido cartas en que les deseaban mala suerte en los exámenes para la especialidad; por suerte, la señorita Layton y las demás son de carácter más fuerte, pero me gustaría que prestaran especial atención al hecho de que, con unas cuantas excepciones sin importancia, la animosidad iba dirigida contra las profesoras.
Al llegar aquí, intervino la administradora, que llevaba un rato manifestando irritación.
– No comprendo por qué están haciendo tanto ruido debajo de este edificio. ¿Le importa que vaya a ponerle remedio, rectora?
– Lo siento -dijo Wimsey-. Yo soy el responsable. Le he insinuado a Padgett que un registro de la carbonera podría resultar fructífero.
– Entonces, me temo que tendremos que aguantarnos, administradora -sentenció la rectora.
– Esto es un resumen de los acontecimientos tal y como me los presentó la señorita Vane cuando, con su consentimiento, rectora, me expuso el caso. Deduje -la mano derecha parecía inquieta y empezó a tamborilear un silencioso tatuaje sobre el tablero de la mesa- que ella y algunas de ustedes se inclinaban a considerar esas atrocidades consecuencia de las represiones que en ocasiones acompañan a la vida célibe y que derivan en una maldad obscena e irracional que se ceba en parte en las condiciones de esa vida y en parte en las personas que disfrutan, han disfrutado o supuestamente han disfrutado de una experiencia más amplia. No cabe duda de que esa clase de maldad existe, pero a mí me pareció que la historia de este caso ofrecía un perfil psicológico completamente distinto. En este claustro hay una mujer que ha estado casada y otra que está prometida, y ninguna de ellas, que deberían haber sido las primeras víctimas, ha sufrido acoso alguno, que yo sepa. También es muy significativa la actitud dominante de la figura femenina desnuda del primer dibujo, así como la destrucción del libro de la señorita Barton. Además, los prejuicios que muestra X parecen centrarse en lo académico, y tener un motivo más o menos racional, basado en una afrenta equivalente para ella al asesinato, infligida a una persona del sexo masculino por una académica. A mi entender, el resentimiento iba dirigido fundamentalmente contra la señorita De Vine, y por extensión, contra todo el college y posiblemente contra todas las mujeres con estudios. Por consiguiente, pensé que deberíamos buscar una mujer casada o con experiencia sexual, de educación limitada pero familiarizada con lo académico, cuyo pasado estuviera vinculado de alguna manera al de la señorita De Vine y que probablemente hubiera empezado a residir en el college después del pasado diciembre, si bien esto era una suposición.
Harriet apartó la mirada de la mano de Peter, que había dejado de tamborilear y descansaba sobre la mesa, para estimar la reacción de las oyentes ante sus palabras. La señorita De Vine tenía el ceño fruncido, como si volviendo mentalmente a los años anteriores considerase sin pasión sus posibilidades de haber cometido un asesinato; el rostro de la señorita Chilperic estaba sonrojado, con expresión atribulada, y la señorita Goodwin parecía disgustada, los ojos de la señorita Hillyard reflejaban una extraordinaria mezcla de triunfo y bochorno; la señorita Barton asentía en silencio, la señorita Allison sonreía, la señorita Shaw parecía ligeramente ofendida, la señorita Edwards miraba a Peter con ojos que decían claramente: «Es usted la clase de persona con la que yo puedo tratar». El grave semblante de la rectora estaba inexpresivo, la decana, de perfil, no daba muestra alguna de sus sentimientos, pero emitió un breve suspiro, como aliviada.
– Y ahora pasemos a las pruebas materiales. En primer lugar, los mensajes impresos. Me parecía inverosímil que hubieran podido confeccionarse en tales cantidades dentro de los muros del colegio sin haber dejado rastros de su procedencia. Más bien pensaba que todo tenía que proceder del exterior, y también en el caso del vestido que se encontró en la muñeca; parecía muy extraño que nadie lo hubiera visto jamás, a pesar de que era de varias temporadas anteriores. En tercer lugar, la curiosa circunstancia de que las cartas que llegaban por correo siempre se recibieran un lunes o un jueves, como si domingo y miércoles fueran los únicos días en los que se pudieran echar al correo, desde una sucursal o un buzón lejos de aquí. Estos tres factores podrían inducir a pensar en alguien que viviera lejos y que viniera a Oxford solamente dos veces a la semana, pero los incidentes nocturnos indicaban claramente que la persona en cuestión vivía entre estos muros y tenía dos días fijos para salir y algún sitio en el exterior donde podía guardar ropa y preparar las cartas. La persona que mejor cumpliría estas condiciones sería una de las criadas.
La señorita Stevens y la señorita Barton se movieron inquietas.
– Sin embargo, la mayoría de las criadas parecían descartadas. Las que no estaban confinadas en su ala por la noche eran mujeres de confianza con muchos años de servicio aquí. La mayoría ocupaban habitaciones dobles y, por consiguiente, un sitio donde guardar la ropa y preparar las cartas.
– ¡Pero…! -empezó a decir la administradora con indignación.
– Así es el caso tal y como lo vi el pasado domingo -continuó Wimsey-. E inmediatamente se plantearon serias objeciones. El ala de las criadas quedaba aislada al cerrarse con llave puertas y verjas, pero con el incidente de la biblioteca se puso de manifiesto que el pasaplatos de la despensa se dejaba a veces abierto para comodidad de las alumnas que deseaban provisiones a última hora de la noche. La señorita Hudson esperaba encontrarlo abierto esa misma noche. La señorita Vane comprobó que estaba cerrado, pero eso fue después de que X hubiera salido de la biblioteca, y recordarán que la señorita Vane y la señorita Hudson por un extremo y la señorita Barton por el otro demostraron que X había quedado atrapada en el edificio del comedor. Lo que se supuso en aquel momento fue que se había escondido en el comedor.
»Tras ese incidente, se tomaron precauciones para mantener cerrado el pasaplatos de la despensa, y según tengo entendido, la llave, que antes se dejaba por dentro del pasaplatos, se quitó y ahora la lleva Carrie en su llavero, pero se puede hacer una copia de una llave en un día. En realidad, fue una semana antes de que ocurriese el siguiente incidente nocturno, que nos lleva al siguiente miércoles, cuando alguien pudo hacer fácilmente una copia de la llave sustraída a Carrie y ponerla de nuevo en sus sitio. Tengo la certeza de que ese miércoles un ferretero de la ciudad hizo una copia de una llave, aunque no he podido identificar al cliente, pero es un simple detalle de rutina. Hay un factor que predispuso a la señorita Vane a exonerar a todas las criadas: que una mujer de semejante clase social fuera capaz de expresar su resentimiento con la cita latina de La Eneida que se encontró en la muñeca.
»Esa objeción también me influyó un poco a mí, pero no demasiado. Era el único mensaje que no estaba en inglés, pero al que podría tener acceso cualquier colegial. Por otra parte, el hecho de que fuera una excepción entre los demás me convenció de que tenía un significado especial, es decir, no es que X expresara habitualmente sus sentimientos en hexámetros. Ese párrafo debía de tener algo especial aparte de su aplicación general a mujeres desnaturalizadas que les quitan el pan de la boca a los hombres. Neo saevior ulla pestis.
– La primera vez que lo oí, tuve la certeza de que había un hombre detrás de todo esto -intervino la señorita Hillyard.
– Y probablemente no se equivocó -admitió Wimsey-. Yo estoy seguro de que lo escribió un hombre… Bueno, huelga decir lo fácil que le resulta a cualquiera andar por el college de noche y gastar bromas a la gente. En una comunidad de doscientas personas, algunas de la cuales apenas se conocen de vista, es más difícil encontrar a alguien que perderlo, pero la intervención de Jukes en aquel momento puso en un aprieto a X. La señorita Vane anunció su decisión de investigar la vida familiar de Jukes. A consecuencia de eso, alguien que conocía bien las costumbres de Jukes dio cierta información y Jukes acabó en la cárcel. La señora Jukes fue acogida por sus familiares, y enviaron a las hijas de Annie a Headington. Y con el fin de que pensáramos que la casa de los Jukes no tenía nada que ver con el asunto, poco después apareció un periódico mutilado en la habitación de la señorita De Vine.
Harriet levantó los ojos.
– Eso lo comprendí… más adelante, pero lo que ocurrió la semana pasada parece invalidarlo.
– Perdone que se lo diga, pero creo que no abordó el problema con una actitud imparcial, y que no le prestó total atención -replicó Peter-. Algo se interpuso entre usted y los hechos.
– La señorita Vane me ha prestado una ayuda tan generosa con mis libros… -murmuró la señorita Lydgate-. Y además tiene su propio trabajo. No deberíamos haberle pedido que dedicara tiempo a nuestros problemas.
– Tenía tiempo de sobra, pero he sido tonta -repuso Harriet.
– De todos modos, la señorita Vane hizo lo suficiente para que X la considerase peligrosa -dijo Wimsey-. A principios de este trimestre vemos que X está más desesperada y con intenciones aún más terribles. Con las tardes más luminosas, resulta más difícil hacer trastadas por la noche. Tenemos la tentativa de acabar con la vida y la razón de la señorita Newland, y al fallar, hace un esfuerzo para montar un escándalo en la universidad enviando cartas al vicerrector. Sin embargo, la universidad demostró tanta solidez como el college: tras haber dejado entrar a las mujeres, no estaba dispuesta a defraudarlas. Eso debió de sacar de quicio a X. El doctor Threep actuó como intermediario entre ustedes y el vicerrector y seguramente se ocuparon del asunto.
– Yo le comuniqué al vicerrector que se estaban tomando medidas -dijo la rectora.
– Desde luego, y para mí fue un honor que me pidiera que tomase esas medidas. Yo tenía muy pocas dudas sobre la identidad de X desde el principio, pero una sospechosa no es una prueba, y no deseaba sembrar ninguna sospecha que no pudiera justificar. Mi primera tarea consistía, evidentemente en averiguar si la señorita De Vine había asesinado o lesionado de verdad a alguien. En el transcurso de una conversación sumamente interesante después de la cena en esta habitación, puso en mi conocimiento que, hace seis años, había desempeñado un papel decisivo en despojar a un hombre de su prestigio y sus medios de vida, y si lo recuerdan, llegamos a la conclusión de que su conducta podría haber contrariado a cualquier hombre viril o a cualquier mujer femenina.
– ¡Quiere decir que toda esa discusión estaba destinada a sacar a relucir esa historia? -preguntó la decana.
– Ofrecí una oportunidad para que la historia saliera a la luz, pero si no hubiera salido entonces, yo habría preguntado. A propósito, también me convencí de algo de lo que estaba seguro desde el principio: que no hay en este claustro ninguna mujer, casada o soltera, dispuesta a poner las lealtades personales por encima del honor profesional. Era un punto que me pareció necesario aclarar, no tanto por mí como por ustedes.
La rectora miró a la señorita Hillyard, después a la señora Goodwin y de nuevo a Peter.
– Sí -dijo-. Creo que fue muy acertado.
– Al día siguiente le pregunté a la señorita De Vine el nombre del hombre en cuestión, del que ya sabíamos que era guapo y estaba casado -prosiguió Peter-. Se llamaba Arthur Robinson, y con esta información me propuse averiguar qué había sido de él. Mi teoría consistía en que X era la esposa o alguien de la familia de Robinson, que había venido aquí cuando se anunció el nombramiento de la señorita De Vine, con la intención de vengarse de ella, del college y de las universitarias en general, y que casi seguro, era una persona que mantenía una estrecha relación con la familia Jukes. Esta teoría quedó reforzada por el descubrimiento de que había dado información perjudicial para Jukes mediante una carta anónima similar a las que circulaban por aquí.
»Pues bien, lo primero que ocurrió después de mi llegada fue la irrupción de X en el aula de ciencias. La idea de que X se arriesgara a ser descubierta al preparar las cartas de una forma tan abierta y peligrosa era a todas luces absurda. Era todo un montaje, destinado a inducirnos a error y posiblemente a establecer una coartada. Había preparado los mensajes en otro sitio y los había colocado adrede; de hecho, no quedaban suficientes letras en la caja para terminar el comunicado que había empezado para la señorita Vane. La habitación elegida se ve perfectamente desde el ala de las criadas, y la luz del techo estaba llamativamente encendida, aunque había un flexo que funcionaba perfectamente. Fue Annie quien le dijo a Carrie que se fijara en la luz de la ventana, y Annie la única que aseguró haber visto a X, y mientras que quedó establecida una coartada para ambas, Annie era la única que cumplía las condiciones requeridas por X.
– Pero Carrie oyó a X en la habitación -objetó la decana.
– Sí, claro -repuso Wimsey, sonriendo-. Y Annie la mandó a buscarla a usted mientras ella quitaba las cuerdas con que había apagado la luz y tiraba la pizarra desde el otro lado de la puerta. ¿Recuerda que le comenté que había limpiado a fondo el polvo de la parte superior de la puerta para que no se notaran las marcas de las cuerdas?
– Pero las huellas del alféizar de la ventana del cuarto oscuro… -dijo la decana.
– Auténticas. Salió por allí la primera vez, dejando las puertas cerradas con llave por dentro para hacerlo más convincente. Después entró en el ala de las criadas por la despensa, avisó a Carrie y se la llevó a que viera la escenita… Por cierto, creo que alguna de las criadas podía tener sus sospechas. Quizá encontrase la puerta de la habitación de Annie misteriosamente cerrada en varias ocasiones, o se topara con ella en el pasadizo a horas intempestivas. En cualquier caso, saltaba a la vista que había llegado el momento de establecer una coartada. Me atrevía a aventurar que a partir de entonces cesarían las correrías nocturnas, y así fue. Y supongo que no encontraremos la otra llave de la despensa.
– Muy bien, pero no tiene pruebas -dijo la señorita Edwards.
– No. Me fluí para recabarlas. Entretanto, X, si es que no le gusta cómo la he identificado, llegó a la conclusión de que la señorita Vane era peligrosa y le tendió una trampa para atraparla. No le salió bien, porque con mucha sensatez, la señorita Vane telefoneó al college para confirmar el misteriosos recado que había recibido en Somerville. Dieron ese recado desde una cabina de teléfonos de la calle el miércoles por la noche, a las once menos diez. Justo antes de las once, Annie volvió de su día libre y oyó a Padgett hablando con la señorita Vane por teléfono. No se enteró de la conversación pero probablemente oyó el nombre.
»Aunque esa tentativa fracasó, yo estaba seguro de que volvería a intentar algo, contra la señorita De Vine o contra la criada suspicaz… o contra las tres y las advertí. Lo siguiente que ocurrió fue que destruyeron las piezas de ajedrez de la señorita Vane, algo inesperado. Parecía más una cuestión de odio personal que de miedo. Hasta ese momento la señorita Vane había recibido un trato casi tan cariñoso como si hubiera sido una mujer femenina. ¿Se le ocurre algo que pudiera haber dado esa impresión a X, señorita Vane?
– No lo sé -contestó Harriet confusa-. Le pregunté por las niñas y hablé con Beatie… ¡Dios mío, sí, Beatie!… cuando las conocí. Y recuerdo que en una ocasión le di la razón cortésmente a Annie y le dije que el matrimonio podía ser algo bueno si encontrabas a la persona adecuada.
– Una frase muy diplomática, si bien falta de principios. ¿Y el atento señor Jones, del Jesús? Si trae jóvenes al college por la noche y los esconde en la capilla…
– ¡Cielo santo! -exclamó la señorita Pyke.
– … es normal que se la considere una mujer femenina. De todos modos, no tiene mayor importancia. Me temo que esa impresión quedó borrada por completo cuando declaró públicamente que las relaciones personales deben relegarse ante los deberes públicos.
– Pero ¿qué le pasó a Arthur Robinson? -preguntó la señorita Edwards con impaciencia.
– Estaba casado con una mujer llamada Chyarlotte Ann Clarke, que era la hija de su casera. A su primera hija, que nació hace ocho años, le impusieron el nombre de Batrice. Después del incidente de York, cambió su apellido por el de Wilson y encontró un puesto de maestro en una pequeña escuela privada de primaria, donde no les importaba contratar a alguien que había sido despojado de su título universitario, con tal de no tener que pagarle mucho. Su segunda hija, que nació poco después, se llamaba Carola. Me temo que los Wilson no llevaron una vida fácil. Perdió el primer trabajo (lamento decir que por la bebida), encontró otro, volvió a meterse en líos y hace tres años se voló la tapa de los sesos. Salieron fotografías en los periódicos locales. Aquí están. Un hombre rubio, guapo, de unos treinta y ocho años, inseguro, atractivo, parecido a mi sobrino. Y esta es la fotografía de la viuda.
– Tiene usted razón -dijo la rectora-. Es Annie Wilson.
– Sí. Si leen el informe de la investigación judicial, verán que dejo una carta en la que decía que lo habían acosado hasta la muerte… una carta un tanto incoherente, con una cita en latín, que tradujo el juez de instrucción.
– ¡Santo cielo! -exclamó la señorita Pyke-. Tristius haud illis monstrum…
– Ita. Al fin y al cabo, lo escribió un hombre, de modo que en ese sentido la señorita Hillyard estaba en lo cierto. Al verse obligada a hacer algo para mantener a sus hijas y a sí misma, Annie se puso a servir.
– Me dieron muy buenas referencias de ella -dijo la administradora.
– No me cabe duda; ¿por qué no? Debió de seguirle la pista a la señorita De Vine, y cuando la Navidad pasada se anunció el nombramiento, solicitó trabajo aquí. Probablemente sabía que al ser una pobre viuda con dos hijas pequeñas, atendería su petición…
– ¿y qué decía yo? -exclamó la señorita Hillyard-. Siempre he dicho que este absurdo sentimentalismo con las mujeres casadas acabaría con la disciplina de este colegio. No están, ni pueden estar, centradas en su trabajo.
– ¡Dios mío! ¡Pobrecilla! -dijo la señorita Lydgate-. ¡Venga a darle vueltas en la cabeza a esa afrenta de una forma tan desequilibrada! Si lo hubiéramos sabido, sin duda podríamos haber hecho algo para que viera el asunto con una perspectiva más racional. Señorita De Vine, ¿nunca se le ocurrió averiguar qué le había ocurrido a ese desdichado Robinson?
– Lamento decir que no.
– ¿Y por qué tendría que habérsele ocurrido? -preguntó la señorita Hillyard.
El ruido de la carbonera había cesado hacía unos minutos. Como si el silencio hubiera desencadenado una serie de asociaciones mentales, la señorita Chilperic se volvió hacia Peter y preguntó con titubeos:
– Si la pobre Annie ha hecho realmente todas esas cosas tan espantosas, ¿cómo se quedó encerrada en la carbonera?
– ¡Ah! -exclamó Peter-. Esa carbonera ha estado a punto de hacerme perder la fe en mi teoría, sobre todo porque no recibí el informe de mis investigadores hasta ayer, pero pensándolo bien, ¿qué otra cosa podía hacer Annie? Tenía un plan para agredir a la señorita De Vine cuando volviera a Londres… Probablemente las criadas sabían en qué tren llegaría.
– Nellie sí lo sabía -dijo Harriet.
– Entonces pudo decírselo a Annie. Por una suerte extraordinaria, no perpetró la agresión contra la señorita De Vine, a quien habría cogido desprevenida y cuyo corazón no es muy fuerte, sino contra unja mujer más fuerte y más joven, que hasta cierto punto estaba preparada para ello. Aun así fue muy grave, y fácilmente podría haber resultado mortal. Me cuesta trabajo perdonarme a mi mismo por no haber hablado antes, con o sin pruebas, y haber sometido a observación a la sospechosa.
– ¡Qué tontería! -exclamó vivamente Harriet-. Si lo hubiera hecho, ella podría haber dejado el asunto durante el resto del bimestre, y aún no habríamos confirmado nada. La herida no es grave.
– No, pero podría no haber sido usted. Yo sabía que estaba usted dispuesta a correr el riesgo, pero no tenía ningún derecho a exponer a la señorita De Vine.
– La mayor responsabilidad es mía -dijo la rectora-. Debería haberla telefoneado para avisarla antes de que saliera de Londres.
– De quienquiera que sea la culpa -terció Peter-, fue la señorita Vane quien sufrió la agresión. En lugar de un estrangulamiento tranquilo, se produjo una terrible caída y gran derramamiento de sangre, parte de la cual debió de ir a parar a las manos y el vestido de la agresora, sin duda. Se encontraba en una situación complicada. Se había equivocado de persona, estaba manchada de sangre y despeinada, y la señorita De Vine o alguien más podía llegar en cualquier momento. Aunque volviera rápidamente a su habitación, podían verla (llevaba el uniforme manchado), y cuando encontraran el cuerpo, vivo o muerto, estaría perdida. Su única posibilidad consistía en fingir una agresión contra sí misma. Salió por la parte trasera de la galería, se metió en la carbonera, se encerró y procedió a disimular las manchas de sangre de la señorita Vane con la suya. A propósito, señorita Vane, si recordaba algo de la lección, debió de dejarle señales en las muñecas a Annie.
– Juro que lo hice -replicó Harriet.
– Pero al intentar escabullirte por un respiradero, te puedes hacer numerosas magulladuras. Bien. Verán, las pruebas siguen siendo indiciarias, aunque mi sobrino está dispuesto a identificar a la mujer que vio cruzando el puente de Magdalen el miércoles con la mujer que conoció en el jardín. Se puede coger un autobús para Headington al otro lado del puente de Magdalen. Mientras tanto, ¿han oído a ese hombre en la carbonera? O mucho me equivoco, o va a llegar alguien con algo parecido a pruebas concretas.
Tras unas fuertes pisadas en el corredor, llamaron a la puerta, y Padgett entró casi antes de que le dijeran que pasara. Había restos de polvo de carbón en su ropa, si bien saltaba a la vista que se había lavado apresuradamente la cara y las manos.
– Perdone, señora rectora, señorita -dijo-. Aquí tiene, comandante. Estaba en el fondo del montón de carbón. He tenido que removerlo todo.
Dejó una llave grande sobre la mesa.
– ¿Ha intentado abrir la carbonera?
– Sí, señor, pero no hacía falta. Aquí está la etiqueta que le puse ¿Ve? «Carbonera.»
– Es muy fácil encerrarte y esconder la llave. Gracias, Padgett.
– Un momento, Padgett -dijo la directora-. Quiero ver a Annie Wilson. ¿Podría ir a buscarla y traerla aquí, por favor?
– Será mejor que no -dijo Wimsey en tono más bajo.
– Por supuesto que sí -replicó la decana con acritud-. Ha presentado usted una acusación en público contra esa desgraciada mujer, y es justo que se le dé la oportunidad de defenderse. Tráigala inmediatamente, Padgett.
Peter hizo un elocuente gesto de resignación cuando salió Padgett.
– Creo que es muy necesario que se aclare este asunto por completo, e inmediatamente -dijo la administradora.
– ¿De verdad le parece acertado, rectora? -pregunto la decana.
– En este college no se acusa a nadie sin permitirle que se explique -replicó la rectora-. Sus argumentos parecen muy convincentes., lord Peter, pero las pruebas pueden estar sujetas a otra interpretación. No cabe duda de que Annie Wilson es Charlotte Ann Robinson, pero de ahí no se deduce que sea la autora de las fechorías. Reconozco que las apariencias están en su contra, pero puede haber habido falsificaciones o coincidencias. Por ejemplo, la llave: podrían haberla puesto en la carbonera en cualquier momento durante los últimos tres días.
– He bajado a ver a Jukes… -empezaba a decir Peter cuando la llegada de Annie lo interrumpió.
Pulcra y apagada como siempre, se aproximó a la directora.
– Padgett me ha dicho que deseaba verme, señora. -Después su mirada recayó sobre el periódico abierto sobre la mesa y aspiró aire con un largo silbido, mientras recorría la habitación con unos ojos que parecían los de un animal acorralado.
– Señora Robinson – dijo Peter con tranquilidad-, podemos comprender cómo llegó a sentirse agraviada, quizá justificadamente, por la persona responsable de la trágica muerte de su esposo, pero ¿cómo pudo usted consentir que sus hijas la ayudaran a preparar esas terribles notas? ¿No comprendía que si ocurría algo podrían haberlas citado como testigos ante un tribunal?
– No, claro que no -replicó Annie con presteza-. Ellas no sabían nada. Solo me ayudaban a recortar las letras. ¿Cree usted que dejaría que sufrieran? ¡Dios mío! No pueden hacer eso… no pueden… ¡Qué brutos son ustedes! Antes me mataría.
– Annie, ¿hemos de entender que admite ser la responsable de todos estos abominables incidentes? -dijo la doctora Baring-. La he llamado para que limpie su nombre de ciertas sospechas que…
– ¡Que limpie mi nombre! Ni falta que me hace, hipócritas engreídos… Atrévanse a llevarme ante un tribunal, que me voy a reír en su cara. ¿Qué harían mientras le cuento al juez que esa mujer mató a mi marido?
– La noticias me ha impresionado terriblemente -dijo la señorita De Vine-. No sabía nada hasta hace un momento, pero no tuve elección. No pude prever las consecuencias, y aunque hubiera podido…
– No le habría importado. Usted lo mató y no le importó. Usted lo asesinó. ¿Qué le había hecho él? ¿Qué daño le había hecho a nadie? Lo único que quería era vivir y ser feliz. Usted le quito el pan de la boca y nos dejó en la miseria a mis hijas y a mí. ¿Qué podía importarle a usted? Usted no tenía hijos. Usted no tenía un hombre al que cuidar. Lo sé todo de usted. Tuvo un hombre en una ocasión y lo dejó plantado porque era demasiada molestia cuidar de él, pero ¿no podía haber dejado a mi hombre en paz? Dijo una mentira sobre alguien que llevaba muerto y enterrado cientos de años, y eso no le afectaba a nadie. ¿Era más importante un trozo de papel sucio que nuestras vidas y nuestra felicidad? Usted lo destrozó y lo mató… para nada. ¿Usted cree que ese es trabajo para una mujer?
– Desgraciadamente, era mi trabajo -contestó la señorita De Vine.
– ¿Y por qué tiene que meterse en un trabajo así? El trabajo de una mujer consiste en cuidar de su marido y sus hijos. Ojalá la hubiera matado yo a usted. Ojalá pudiera matarlas a todas. Ojalá pudiera reducir a cenizas este sitio y todos los sitios como este… donde enseñan a las mujeres a quitarles el trabajo a los hombres, a robarles y a matarlos.
Se volvió hacia la rectora.
– ¿No saben lo que hacer? Las he oído quejarse del desempleo… pero son ustedes, son las mujeres como ustedes las que les quitan el trabajo a los hombres y les destrozan el corazón y la vida. No me extraña que no puedan tener un hombre a su lado y que detesten a las mujeres que sí pueden. Que Dios libre a los hombres de caer en sus manos, eso es lo que yo digo. Serían capaces de matar a sus marido, si es que los tuvieran, por un libro viejo o un trozo de papel… Yo quería a mi marido, y ustedes lo destrozaron. Aunque hubiera sido un ladrón o un asesino, yo habría seguido queriéndolo y lo habría defendido. Él no quería robar ese viejo papel… solo lo guardó. No suponía nada para nadie. No habría ayudado a ningún hombre, mujer o niño en el mundo… no le habría servido de nada ni a un gato, pero ustedes lo mataron por eso.
Peter se había levantado y estaba detrás de la señorita De Vine, con la mano en su muñeca. Ella movió la cabeza. Inflexible, implacable, pensó Harriet; eso no le alteraría el pulso lo más mínimo. El resto del claustro parecía simplemente atónito.
– ¡No, claro! -exclamó Annie, reflejando los pensamientos de Harriet-. Ella no siente nada. Ninguna siente nada. Son todas iguales… unas sinvergüenzas. Lo único que les importa es su pellejo y su asquerosa reputación. Las he asustado a todas, ¿eh? ¡Dios! ¡Lo que me he reído al ver cómo se miraban! Ni siquiera se fiaban las unas de las otras. No son capaces de ponerse de acuerdo en nada, salvo en odiar a las mujeres decentes y a sus hombres. Ojalá les hubiera cortado el cuello a todas, pero les habría hecho un favor. Lo que querría es verlas muertas de hambre, como nosotros. Querría verlas a todas arrastradas por el barro. Las querría ver… que se burlaran de ustedes, que las degradaran, como hicieron con nosotros. Les vendría bien aprender a fregar suelos para ganarse la vida, como he hecho yo, y a usar las manos para algo, y a llamar «señora» a un hatajo de guarras… Pero por lo menos les metí el miedo en el cuerpo. Ni siquiera han sido capaces de averiguar quién hacía todo eso… para eso les sirven sus maravillosas cabezas. En sus libros no hay nada sobre la vida, el matrimonio y los hijos, ¿verdad?, nada sobre las personas desesperadas, el amor, el odio, nada que sea humano. Son todas unas ignorantes, unas estúpidas y unas inútiles. Son una pandilla de imbéciles, incapaces de hacer nada solas. Incluso ustedes, viejas brujas, han tenido que buscar a un hombre para que les hiciera el trabajo.
»Usted lo trajo aquí. -Se inclinó sobre Harriet con ojos furibundos, como si hubiera querido abalanzarse sobre ella y despedazarla-. Y usted es la más hipócrita y asquerosa de todas. Sé quién es usted. Tuvo un amante una vez, y murió. Lo mandó a paseo por que era usted demasiado orgullosa para casarse con él. Usted era su querida y le chupó la sangre, y no lo valoraba lo suficiente como para dejar que hiciera de usted una mujer honrada. Se murió por que usted no lo cuidó. Supongo que usted diría que lo quería, pero no sabe qué significa el amor. Significa estar con tu hombre a las duras y a las maduras y pasar penalidades, pero usted usa a los hombres y los tira cuando ha acabado con ellos. Acuden a usted como moscas a la miel, y se caen y mueren. ¿Qué piensa hacer con ese de ahí? Lo busca cuando lo necesita para que le haga el trabajo sucio, y cuando haya acabado con él lo echará a patadas, porque no quiere cocinarle ni arreglarle la ropa ni darle hijos como una mujer decente. Va a usarlo, como una herramienta más, para machacarme a mí. Le gustaría verme en prisión y a mis hijas en un asilo, porque no tiene agallas para hacer el trabajo que le corresponde en el mundo. Todas ustedes juntas no tienen lo que hay que tener para que un hombre se fije en ustedes. Y usted…
Peter había vuelto a su sitio y estaba sentado, con la cabeza entre las manos. Annie fue hasta allí y lo sacudió con furia por los hombros, y cuando Peter alzó la mirada, Annie le escupió en la cara.
– ¡Usted, cerdo traidor! ¿Rata asquerosa! Son los hombres como usted los que hacen así a las mujeres. Lo único que sabe hacer es hablar. ¿Qué sabrá usted de la vida, con su título, su dinero, su ropa y sus coches? Jamás ha hecho un trabajo honrado. Puede comprar a todas las mujeres que quiera. Si por usted fuera, las esposas y madres podrían morirse de asco, mientras usted habla sobre el deber y el honor. Nadie se sacrificaría por usted… ¿por qué iban a hacerlo? Esa mujer lo está dejando en ridículo y usted ni se da cuenta. Si se casa con usted por su dinero, quedará todavía más en ridículo, y merecido se lo tiene. Para lo único que sirve es para tener las manos bien blancas y para engendrar los hijos de otros hombres… ¿Qué piensan hacer todas ustedes? ¿Salir corriendo a llorarle al magistrado porque las he dejado en ridículo a todas? No se atreven. Tienen miedo de dar la cara. Tienen miedo por su querido college y por ustedes, pero yo no tengo miedo. Lo único que he hecho es defender la carne de mi carne y la sangre de mi sangre. ¡Imbéciles! ¡Puedo reírme, de todas ustedes! No se atreverán a ponerme la mano encima. Yo tenía marido y lo quería… y ustedes tenían celos de mí y lo mataron. ¡Dios mío! Lo mataron entre todos, y no volvimos a tener un solo momento de felicidad.
De repente estalló en llanto, entre grotesca y digna de lástima, con la cofia descolocada y retorciendo el delantal con las manos.
– ¡Por Dios bendito! -murmuró desesperadamente la decana-. ¿No podemos hacer algo?
La señorita Barton se levantó.
– Vamos, Annie -dijo con decisión-. Lo sentimos mucho por usted, pero no puede actuar como una histérica. ¿Qué pensarían las niñas si la vieran? Lo mejor será que se acueste y se tome una aspirina. Administradora, ¿podría ayudarme a llevármela, por favor?
Como electrizada, la señorita Stevens se levantó, cogió a Annie por el otro brazo y salieron las tres juntas. La rectora se volvió hacia Peter, que estaba de pie enjugándose mecánicamente la cara con el pañuelo, sin mirar a nadie.
– Le pido disculpas por haber permitido esta escena. Debería haberlo comprendido. Tenía usted toda la razón.
– ¡Por supuesto que tenía razón! -exclamó Harriet. La cabeza estaba a punto de estallarle, como una máquina de vapor-. Siempre tiene razón. Dijo que era peligroso preocuparse por nadie. Dijo que el amor es una bestia demoníaca. Tú eres honrado, ¿verdad, Peter? Redomadamente honrado… ¡Dios! Déjenme salir. Voy a vomitar.
Tropezó contra Peter, que le abrió la puerta y tuvo que llevarla con mano firme hasta la puerta del lavabo. Cuando volvió, la rectora se había puesto de pie, y con ella las profesoras. Parecían aturdidas por la impresión de ver tantos sentimientos al desnudo en público.
– Por supuesto, señorita De Vine – estaba diciendo la rectora-, a nadie en su sano juicio se le ocurriría culparla a usted.
– Gracias rectora -repuso la señorita De Vine-. A nadie, salvo quizá a mí.
– Lord Peter -dijo la rectora un poco más tarde, cuando todas se habían calmado un poco-, creo que a todas nos gustaría decirle…
– No, por favor -replicó él-. No tiene ninguna importancia.
La rectora salió y las demás la siguieron, como plañideras en un funeral, y solo quedó la señorita De Vine, sentada bajo la ventana. Peter cerró la puerta y se acercó a ella, pasándose el pañuelo por la boca. Al darse cuenta, lo tiró a la papelera.
– Yo sí me echo la culpa -dijo la señorita De Vine, dirigiéndose no tanto a Peter como a sí misma-. Con amargura. No por mi forma de actuar, que era inevitable, sino por las consecuencias. Nada de lo que pueda decirme me hará sentirme más responsable de lo que ya me siento.
– No tengo nada que decirle -replicó Peter-. Al igual que usted y la totalidad del claustro, admito que los principios y las consecuencias van unidos.
– Eso no sirve de nada -dijo la profesora sin rodeos-. Habría que pensar en las demás personas. La señorita Lydgate habría hecho lo mismo que yo, pero se habría molestado en averiguar qué había sido de ese desdichado y de su esposa.
– La señorita Lydgate es una gran persona, una persona excepcional, pero no podría evitar que otras personas sufrieran por sus principios. En cierto modo, parece que para eso están los principios… Yo no pretendo ser cristiano ni nada parecido -añadió con su inseguridad de costumbre-, pero hay algo en la Biblia que a mí me parece una simple exposición de la brutalidad de los hechos, quiero decir, lo de no traer la paz sino una espada.
La señorita De Vine lo miró con curiosidad.
– ¿Cuánto va a sufrir usted por esto?
– Sabe Dios. Es problema mío. Quizá nada, pero de todos modos, estoy con usted… siempre.
Cuando Harriet salió del lavabo, encontró a la señorita De Vine sola.
– Gracias a Dios, se han ido -dijo-. Lamento haber dado un espectáculo. Ha sido… tremendo ¿no? ¿Donde está Peter?
– Se ha marchado -respondió la señorita De Vine. Vaciló unos momentos, y añadió-: Señora Vane, no tengo ningún deseo de meterme en sus asuntos como una impertinente, y páreme los pies si me excedo, pero hemos hablado mucho de que hay que enfrentarse a los hechos. ¿No va siendo hora de que usted se enfrente a los hechos con respecto a ese hombre?
– Llevo bastante tiempo enfrentándome a un hecho -respondió Harriet, contemplando el patio sin verlo-, y es que si cedo una sola vez ante Peter, me desharé.
– Eso es casi evidente -replicó la señorita De Vine secamente-. ¿Cuántas veces ha utilizado esa arma contra usted?
– Nunca -contestó Harriet, recordando los momentos en que Peter podría haberlo hecho-. Jamás.
– Entonces, ¿de qué tiene miedo? ¿De sí misma?
– ¿No ha sido esta tarde suficiente advertencia?
– Quizá. Ha tenido usted la suerte de dar con un hombre muy generoso y muy honrado. Ha hecho lo que usted le pidió sin importarle lo que iba a costarle y sin rehuir la cuestión. No ha intentado ocultar los hechos ni influir en su opinión. Al menos reconocerá eso.
– Supongo que se daría cuenta de cómo me habría sentido.
– ¿Que se dio cuenta? -dijo la señorita De Vine con cierta irritación-. Mi querida amiga, reconozca que ese hombre tiene una gran inteligencia. Es increíblemente sensible y mucho más inteligente de lo que le convendría, pero de verdad, creo que no puede usted seguir así. No va agotar su paciencia, ni a quebrantar su autocontrol ni su espíritu, pero si puede quebrantar su salud. Parece una persona al límite de su resistencia.
– Ha estado de acá para allá, trabajando mucho -replicó Harriet a la defensiva-. No resultaría agradable vivir conmigo. Tengo muy mal carácter.
– Bueno, si él quiere correr ese riesgo… Valor no parece que le falte.
– Solo conseguiría amargarle la vida.
– Muy bien. Si ha llegado a la conclusión de que usted no le llega ni a la suela de los zapatos, dígaselo y despáchelo.
– Llevo cinco años intentando despachar a Peter, pero con él no funciona.
– Si lo hubiera intentado en serio, podría haberlo despachado en cinco minutos… Perdone. Supongo que usted no lo habrá pasado muy bien, pero él tampoco puede haberlo pasado muy bien… viéndolo todo y sin poder intervenir.
– Sí. Casi preferiría que hubiera intervenido, en lugar de ser tan terriblemente inteligente. Sería un alivio que me trataran sin ninguna consideración, para variar.
– Él jamás haría una cosa así. Ese es su punto flaco. Jamás decidirá por usted. Usted tendrá que tomar sus propias decisiones. No tiene que temer perder su independencia; él siempre la obligaría a recuperarla. Si alguna vez encuentra algún reposo con él, será el reposo de un equilibrio muy delicado.
– Es lo mismo que dice él. Si estuviera en mi lugar, ¿a usted le gustaría casarse con un hombre así?
– Francamente, no -respondió la señorita De Vine-. Bajo ninguna circunstancia. El matrimonio entre dos inteligencias independientes e igualmente susceptibles me parece una insensatez demencial. Podrían hacerse un daño terrible el uno al otro.
– Lo sé, y no creo que yo soportara que me hicieran más daño.
– Entonces, le aconsejo que deje de hacer daño a los demás. Enfréntese a los hechos y exprese sus conclusiones. Ponga su mente académica a trabajar y acabe con el problema de una vez por todas.
– Creo que tiene usted razón -reconoció Harriet-. Lo haré. Y eso me recuerda que esta mañana he visto escrito PARA IMPRENTA en Historia de la prosodia, de la señorita Lydgate, de su puño y letra. Salí corriendo con el manuscrito y cogí por banda a una alumna para que lo llevara a la imprenta. Estoy casi segura de haber oído una débil voz que decía algo desde una ventana, algo sobre una nota en la página 97… pero hice como si no lo oyera.
– ¡Gracias a Dios! ¡Al menos ese trabajo académico ha dado al fin sus frutos! -dijo la señorita De Vine, riendo.