Capítulo 19

¡Oh, fornido Sansón, Sansón el de fuertes músculos! Con la espada te aventajo, cual tú me aventajas con puertas a tu espalda. También yo estoy enamorado

WILLIAM SHAKESPEARE


Cuánta razón tenía Harriet con lo de Wilfrid. Se había pasado casi cuatro días enteros cambiando y humanizando a Wilfrid, y aquel día, tras una mañana angustiosa con él, llegó a la deprimente conclusión de que tenía que volver a escribirlo todo desde el principio. La atormentada humanidad de Wilfrid destacaba frente a la eficiente vacuidad de los demás personajes como una herida abierta. Además, al reducir las motivaciones de Wilfrid a lo psicológicamente verosímil, se había desprendido una gran parte de la trama, dejando un hueco por el que se podrían entrever nuevas marañas de excitante intriga. Miró distraídamente el escaparate de la tienda de antigüedades. Wilfrid empezaba a parecerse a una de las codiciadas piezas de ajedrez. Si indagabas en su interior, descubrías una esfera delicadamente tallada de sensibilidades, y al darle vueltas entre los dedos, encontrabas otra dentro, y dentro de esta, otra más.

Detrás de la mesa donde estaban las piezas de ajedrez había un aparador jacobeo de roble negro, y de repente los rasgos de un rostro se delinearon pálidamente sobre el fondo oscuro, como el fantasma de Pepper.

– ¿Qué miras? -preguntó Peter por encima del hombro de Harriet-. ¿Las jarras de cerveza, los jarros de peltre o el dudoso arcón con asas?

– Las piezas de ajedrez -contestó Harriet-. He caído en sus garras, sin saber por qué. No me servirían de nada, pero es como un hechizo.

– «La razón que nadie conoce, que sea suficiente. Lo que contemplamos está censurado por nuestros ojos» Ser poseído es una excelente razón para poseer.

– ¿Cuánto crees que pedirán por ellas?

– Si están todas y son auténticas, entre cuarenta y ochenta libras.

– Es demasiado. ¿Cuándo has vuelto?

– Justo antes de la hora de comer. Ahora iba a verte. ¿Vas a algún sitio concreto?

– No… Estaba paseando. ¿Has descubierto algo útil?

– He recorrido Inglaterra en busca de un hombre llamado Arthur Robinson. ¿Te suena de algo ese nombre?

– De nada.

– Ni a mí. Lo abordé con una reconfortante falta de prejuicios. ¿Alguna novedad en el college?

– Pues sí. La otra noche pasó algo muy raro, y no acabo de entenderlo.

– ¿Vienes a dar un paseo y me lo cuentas? He traído el coche, y hace una tarde muy agradable.

Harriet miró a su alrededor y vio el Daimler estacionado junto al bordillo.

– Me encantaría.

– Nos entretendremos por los caminos y tomaremos té en alguna parte -añadió Peter, muy convencional, mientras ayudaba a subir a Harriet.

– ¡Qué original, Peter!

– ¿Verdad? -Avanzaron decorosamente por la abarrotada calle mayor-. La palabra té tiene algo hipnótico. Te estoy pidiendo que disfrutes de las maravillas del campo inglés, que me cuentes tus aventuras y escuches las mías, que planeemos una campaña de la que dependen el bienestar y el prestigio de doscientas personas, que me honres con tu sola presencia y me concedas la ilusión del Paraíso… y hablo como si el objeto supremo de todo deseo fuera un cacharro lleno de agua hervida y un plato de pastelitos sintéticos en Ye Olde Worlde Tudor Tea-Shoppe.

– Si nos entretenemos hasta que abran, podemos tomar pan con queso y cerveza en el bar del pueblo -dijo Harriet.

– Eso sí que es buena idea.


Los manantiales cristalinos, cuyo sabor ilumina

los ojos refinados con eterna visión,

como plata contrastada discurren por el Paraíso

para recreo de Jenócrates el divino.


Como Harriet no encontró respuesta adecuada para estos versos, se limitó a observar las manos de Peter, apoyadas delicadamente sobre el volante. Pasaron por Long Marston y Elsfield; enseguida torcieron por una carretera secundaria, después entraron en un camino y se detuvieron.

– Llega un momento en el que hay que dejar de navegar solo por los extraños mares del pensamiento. ¿Quién habla primero? ¿Tú o yo?

– ¿Quién es Arthur Robinson?

– Es el caballero que actuó de forma tan extraña con una tesis. Era licenciado por la Universidad de York, ocupó diversas tutorías en diversos templos del saber, solicitó la cátedra de historia moderna en York y se topó con la formidable memoria y la habilidad detectivesca de la señorita De Vine, que era entonces directora de Flamborough College y del tribunal examinador. Era un hombre apuesto, rubio, de unos treinta años, muy agradable y muy querido por todos, si bien con un pequeño obstáculo para su vida social, ya que en un momento de debilidad se había casado con la hija de su casera. Tras el lamentable incidente de la tesis, desapareció de los círculos académicos y no se volvió a saber nada de él. En el momento de su desaparición tenía una hija de dos años y otra en camino. Conseguí encontrar a un antiguo amigo suyo, que me dijo que no sabía nada de Robinson desde aquel desastre, pero suponía que se había marchado al extranjero y cambiado de apellido. Me habló de un hombre llamado Simpson, que vivía en Nottingham. Busqué a Simpson, y averigüé que había tenido la ocurrencia de morirse el año pasado. Volví a Londres y despaché a varios miembros de la agencia de la señorita Climpson a buscar otros amigos y colegas de Arthur Robinson, y también a Somerset House a indagar en el registro civil. Y eso es todo lo que puedo ofrecer tras dos días de intensa actividad, salvo que entregué honradamente el manuscrito a tu secretaria.

– Muchas gracias. Arthur Robinson. ¿Crees que podría tener algo que ver con este asunto?

– Bueno, es algo muy distinto, pero lo cierto es que no hubo incidentes hasta que llegó la señorita De Vine, y lo único que ella ha mencionado que pudiera apuntar a una enemistad personal es la historia de Arthur Robinson. Me pareció que valía la pena investigar.

– Sí, comprendo… Espero que no vayas a insinuar que la señorita Hillyard es Arthur Robinson disfrazado, porque la conozco desde hace diez años.

– ¿Y por qué la señorita Hillyard? ¿Qué ha hecho?

– Nada que pueda demostrarse.

– Cuéntame.

Harriet contó lo de la llamada telefónica, y Peter la escuchó con expresión grave.

– ¿Ha hecho una montaña de un grano de arena?

– Creo que no. Creo que nuestra amiga se ha dado cuenta de que representas un peligro y ha decidido emprenderla contigo primero. A menos que se trate de un enfrentamiento totalmente distinto, que también es posible. Hiciste muy bien en llamar.

– El mérito es tuyo. No había olvidado tus mordaces comentarios sobre la protagonista de novela policíaca y el recado falso de Scotland Yard.

– ¿En serio?… Harriet, ¿me dejas que te enseñe a enfrentarte a una agresión si algún día se produce?

– ¿Enfrentarme a…? Sí, me gustaría saberlo, aunque la verdad es que soy bastante fuerte. Creo que podría hacer frente a casi todo, menos una puñalada por la espalda. Y eso era lo que me esperaba.

– Pues dudo que sea eso -replicó Peter con tranquilidad-. Se pone todo asqueroso y hay que deshacerse de un arma asquerosa. El estrangulamiento es más limpio y rápido y no se hace ruido.

– ¡Aaag!

– Tienes buen cuello -añadió pensativo su señoría-. Tiene un aspecto como de lirio de agua que es por sí mismo una invitación a la violencia. No quiero que me lleven preso por agresión, pero si tienes la amabilidad de acompañarme a ese prado que queda tan a mano, me complacerá estrangularte científicamente en varias posturas.

– Eres un compañero horripilante para una excursión.

– Hablo en serio. -Peter había salido del coche y tenía la portezuela abierta para Harriet-. Vamos, Harriet. Estoy fingiendo cortésmente que no me importan los riesgos que corras. No querrás que te suplique de rodillas, ¿no?

– Vas a hacer que me sienta ignorante y desvalida -repuso Harriet, siguiéndole de todas formas hasta la valla más cercana-. Y no me gusta la idea.

– Este prado nos viene que ni de perlas. No lo han preparado para el heno, está relativamente libre de cardos y boñigas de vaca y hay un seto que nos protege de la carretera.

– Y cuando me caiga estará blandito y además tiene una charca a la que arrojar el cadáver si te entusiasmas demasiado. Muy bien. He rezado mis oraciones.

– Entonces ten la bondad de imaginarte que soy un canalla malcarado con los ojos puestos en tu bolso, tu virtud y tu vida.

Los siguientes minutos resultaron agotadores.

– No te revuelvas tanto -dijo Peter con gentileza-. Así solo conseguirás cansarte. Usa mi peso para hacerme perder el equilibrio. Lo pongo enteramente a tu disposición, y no puedo moverlo en dos direcciones al mismo tiempo. Si dejas que me domine mi desmedida ambición, caeré al otro lado con la maravillosa precisión de la manzana de Newton.

– No lo entiendo.

– Tú intenta estrangularme a mí y lo verás.

– Conque este prado era blandito, ¿eh? -dijo Harriet cuando Peter la hizo tropezar ignominiosamente. Se frotó los pies con resentimiento-. Ahora voy a hacértelo a ti, ya verás.

Y en esta ocasión, por habilidad o por benevolencia, consiguió que Peter perdiera el equilibrio, de modo que se salvó de desplomarse despatarrado gracias a un complicado giro que recordaba a una anguila retorciéndose en un anzuelo.

– Deberíamos parar -dijo Peter después de haberle enseñado a Harriet cómo deshacerse del canalla que ataca de frente, del canalla que se abalanza por detrás y del canalla, más refinado, que inicia las operaciones con un pañuelo de seda-. Mañana te vas a sentir como si hubieras jugado al futbol.

– Creo que me dolerá la garganta.

– Lo siento. ¿Me he dejado llevar por mi naturaleza animal? Es lo peor que tienen estos deportes tan duros.

– Más duro sería si fuera en serio. No me gustaría encontrarme contigo en un callejón en una noche oscura, y espero que la autora de los anónimos no haya estudiado el tema. Peter no pensarás en serio que…

– Huyo de los pensamientos serios como de la peste, pero te aseguro que no he estado dándote golpes a diestro y siniestro por divertirme.

– Te creo. Ningún caballero podría zarandear a una señora de una forma más impersonal.

– Gracias por el cumplido. ¿Un cigarrillo?

Harriet aceptó el cigarrillos, que en su opinión se merecía, y se sentó con los brazos alrededor de las rodillas, transformando mentalmente los acontecimientos de la última hora en una escena de un libro (la desagradable costumbre del novelista) y pensando que, con un poquito de vulgaridad por ambas partes, podía convertirse en una bonita secuencia de exhibicionismo para el varón y una provocación para la fémina en cuestión. Manipulándolo un poco, podría ser objeto del capítulo en el que el sinvergüenza de Everard va a seducir a Sheila, la esposa exquisita pero abandonada. Podía atraparla, rodilla contra rodilla y pecho contra pecho, estrecharla en un férreo abrazo y sonreír desafiante ante su rostro arrebolado, y Sheila podía desfallecer, momento en el que Everard cubriría su boca de apasionados besos o diría: «¡No, por Dios! ¡No me tientes!», que al fin y al cabo sería lo mismo. Les iría bien a esos dos ordinarios, pensó Harriet, y se pasó un dedo inquisitivo bajo la mandíbula, donde había dejado su recuerdo la presión de un pulgar implacable.

– Anímate -dijo Peter-. Se te quitará.

– ¿Tienes intención de darle clases de defensa personal a la señorita De Vine?

– Me tiene preocupado. Está mal del corazón, ¿no?

– Supuestamente, sí. No subió a la torre de Magdalen.

– Y seguramente tampoco andará por el college robando fusibles ni entrando y saliendo por las ventanas, en cuyo caso las horquillas la inculparían, lo cual nos remite a la teoría de Robinson, pero es fácil fingir que tienes el corazón peor de lo que está. ¿La has visto con un ataque al corazón?

– Pues ahora que lo dices, no.

– ¿Ves? Ella me dio la pista de Robinson. Yo le ofrecí la oportunidad de contar una historia, y la contó. Al día siguiente fui a verla y le pregunté el apellido. Se hizo mucho de rogar, pero me lo dijo. Es fácil arrojar sospechas sobre personas que te guardan rencor, sin necesidad de decir mentiras. Si quisiera que creyeras que alguien me la tiene jurada, podría darte una lista de enemigos tan larga como mi brazo.

– Supongo que sí. ¿Han intentado liquidarte?

– No con demasiada frecuencia. De vez en cuando me envían estupideces por correo, como crema de afeitar llena de bichos. Y en una ocasión, conocí a un caballero que tenía una píldora para curar la debilidad y la fatiga. Mantuve una larga correspondencia con él, siempre con sobres corrientes. Lo bonito de su sistema era que te hacía pagar por la píldora, lo que sigue pareciéndome un detalle magnífico. La verdad es que logró embaucarme, sólo cometió un pequeño error de cálculo al suponer que yo necesitaba la píldora, y no me extraña, porque con la lista de síntomas que le presenté, cualquiera habría pensado que necesitaba la farmacopea completa, pero un día me envió la dosis para una semana, siete píldoras, a un precio escandaloso, y yo, muy prudente fui a ver a mi amigo del Ministerio del Interior que se ocupa de los charlatanes, de los anuncios inmorales y demás, y desperté su curiosidad lo suficiente para que las analizara. «Hum. Seis de ellas no te harían ni bien ni mal, pero la otra, seguro que curaba la fatiga», me dijo. Así que, como es natural, le pregunté qué contenía. «Estricnina», me dijo. «Una dosis mortal. Si quieres echarte a rodar como un aro por toda la habitación, con la cabeza tocándote los pies, te garantizo el resultado.» Así que fuimos a buscar a ese caballero.

– ¿Lo encontrasteis?

– Sí, claro. Un viejo amigo mío. Ya lo había sentado en el banquillo por posesión de cocaína. Lo metimos en chirona, y el muy desgraciado intentó chantajearme basándose en la correspondencia que habíamos mantenido por la píldora. Jamás he conocido a un bribón que me cayera más simpático… ¿Te apetece un poquito más de sano ejercicio, o volvemos a la carretera?

Cuando pasaban por un pueblecito. Peter se fijó en una tienda de artículos de cuero y arneses y se detuvo bruscamente.

– Ya sé lo que te hace falta -dijo-. Necesitas un collar de perro. Voy a comprarte uno, con trocitos de bronce.

– ¿Un collar de perro? ¿Para qué? ¿Como símbolo de propiedad?

No lo quiera Dios. Para protegerte de las dentelladas de los tiburones. También es excelente contra los canallas y los cortadores de cuellos.

– ¡Pero hombre de Dios!

– En serio. Es demasiado duro para retorcerlo y puede torcer el filo de un cuchillo… y aunque te cuelgue con él, no te ahogará como una soga.

– No puedo andar por ahí con un collar de perro.

– Bueno, no de día, pero te dará seguridad cuando patrulles de noche. Y con un poco de práctica, podrás dormir con él. No hace falta que entres. Te he rodeado el cuello con las manos suficientes veces para saber qué tamaño necesitas.

Desapareció dentro de la tienda, y Harriet lo vio después consultando con el dueño. Salió al cabo de poco tiempo con un paquete y volvió a sentarse al volante.

– El vendedor estaba muy interesado por mi perra bull-terrier -comentó-. Es extraordinariamente valiente, pero una luchadora obstinada e imprudente. Me ha dicho que, personalmente, prefiere los galgos. Me ha dicho adónde podía llevar el collar para que le pusieran mi nombre y dirección, pero yo le he dicho que no corría prisa. Ahora que hemos salido del pueblo, te lo puedes probar.

Se acercó a un lado de la carretera con tal fin y ayudó a Harriet a abrocharse la pesada correa (un tanto satisfecho de sí mismo, según le pareció a Harriet). Era una especie de gargantilla enorme e increíblemente incómoda. Harriet buscó un espejo en el bolso y contempló el resultado.

– Muy favorecedor ¿no crees? -dijo Peter-. No veo por qué no podría marcar una nueva moda.

– Pues yo sí -replicó Harriet-. Si no te importa, quítamelo.

– ¿Te lo vas a poner?

– ¿Y si alguien lo agarra por detrás?

– Entonces déjate caer con fuerza. Caerás en blando, y con suerte, el agresor se abrirá la cabeza.

– Eres un monstruo sanguinario. Muy bien. Haré lo que quieras si me lo quitas ahora.

– Me lo has prometido -repuso Peter, y la liberó-. Este collar se merece que lo pongas en una caja de cristal -añadió mientras lo enrollaba y lo dejaba en las rodillas de Harriet.

– ¿Por qué?

– Porque es lo único que me has permitido que te regalara.

– Aparte de mi vida… aparte de mi vida… aparte de mi vida.

– ¡Maldita sea! -exclamó Peter, y clavó una colérica mirada en el parabrisas-. Debió de ser un regalo muy doloroso, porque no consientes que lo olvidemos ninguno de los dos.

– Perdóname. Peter he sido una mezquina y una bruta. Regálame algo si quieres.

– ¿Puedo? ¿Y qué quieres que te regale? Los huevos del ave roc hoy están a buen precio.

A Harriet se le quedó la mente en blanco unos segundos. Le pidiera lo que le pidiese, tenía que ser algo adecuado. Algo anodino, corriente o simplemente caro le parecería insultante. Y él comprendería en seguida si se estaba inventando un deseo para complacerlo…

– Peter… Regálame las piezas de ajedrez de marfil.

Peter parecía tan encantado que Harriet pensó que esperaba que le hiciera un feo pidiéndole algo de saldo.

– ¡Pues claro que sí! ¿Las quieres ahora?

– ¡Ahora mismo! A lo mejor se las está llevando un pobre estudiante. Cada vez que paso por la tienda voy con el miedo de que hayan desaparecido. Date prisa.

– De acuerdo. Pisaré el acelerador para no bajar de los ciento diez, salvo en el límite de los cincuenta y cinco.

– ¡Dios mío! -exclamó Harriet cuando arrancó el coche.

Le aterrorizaba la velocidad, y Peter lo sabía. Tras ocho kilómetros espeluznantes, Peter la miró de reojo, para ver cómo lo llevaba, y aflojó la presión sobre el acelerador.

– Ha sido mi canto triunfal ¿Han sido cuatro minutos espantosos?

– Merecido me lo tengo -contestó Harriet apretando los dientes-. Sigue.

– Ni loco, Seguiremos a un ritmo prudente, arriesgándonos a que se presente el maldito estudiante.

Pero las piezas de marfil seguían en el escaparate cuando llegaron. Peter las sometió a una minuciosa y monocular inspección y dijo:

– Parece que están bien.

– Son preciosas. Tienes que reconocer que cuando hago una cosa, la hago divinamente. Te he pedido treinta y dos regalos de golpe.

– Parece sacado de A través del espejo. ¿Entras o dejas que regatee yo solo?

– Pues claro que voy a entrar. ¿Por qué? ¡Ah! ¿Se me nota que estoy muy interesada?

– Demasiado interesada.

– Bueno, es igual. De todos modos voy a entrar.

La tienda estaba a oscuras y atestada por una extraña colección de objetos de primera categoría, cachivaches y trampas para incautos. No obstante, el dueño del establecimiento estaba ojo avizor y tras una refriega preliminar de superlativos, reconoció que tenía que vérselas con un cliente obstinado, experto y bien informado y se sometió con cierto entusiasmo a un prolongado asedio de la posición. A Harriet jamás se le habría ocurrido que nadie pudiera dedicar una hora y cuarenta minutos a comprar un ajedrez. Hubo que examinar minuciosamente todas y cada una de las bolas talladas de las treinta y dos piezas, con las yemas de los dedos, a simple vista y con una lupa de relojero, en busca de señales de desperfectos, reparaciones, sustituciones o factura defectuosa, y no se mencionó ninguna cantidad hasta después de una severa catequesis sobre la procedencia de las piezas y una larga conversación sobre las condiciones comerciales en China, la situación del mercado de antigüedades en general y su efecto sobre la depresión económica en Estados Unidos, y cuando al fin se mencionó esa cantidad, hubo otra discusión, en el transcurso de la cual volvieron a escudriñarse todas las piezas. Todo acabó cuando Peter accedió a adquirirlas por el precio fijado (considerablemente por encima del mínimo que él había calculado, pero por debajo, del máximo), a condición de que en él fuera incluido el tablero, y el vendedor accedió, si bien de mala gana, tras haber hecho hincapié en que el tablero era español, del siglo XVI, y que, por consiguiente, era casi pura condescendencia por parte del comprador aceptarlo como regalo.

Habiendo concluido el combate con un resultado honorable, el anticuario sonrió afablemente y preguntó adónde había que enviar el paquete.

– Nos lo llevamos -contestó Peter con decisión-. Si prefiere dinero en efectivo a un cheque…

El anticuario insistió en que el cheque sería perfecto pero que el paquete sería bastante grande y tardaría mucho tiempo en prepararlo, puesto que había que embalar las piezas por separado.

– No tenemos prisa. Nos lo llevamos nosotros -dijo Peter, cumpliendo así la primera norma de la buena conducta con los niños, que siempre hay que llevar personalmente los regalos y no que los entregue la tienda.

El comerciante subió a buscar una caja idónea, y Peter se volvió hacia Harriet para disculparse.

– Siento haber tardado tanto. Has hecho una elección mejor de lo que creías. No soy experto, pero o mucho me equivoco, o es un juego muy antiguo y bueno, con un valor bastante superior al precio que piden. Por eso he regateado tanto. Cuando algo parece una ganga, suele tener alguna pega. Si una de esas piezas no fuera la original, el conjunto no valdría nada.

– Sí, supongo que sí. -A Harriet la asaltó una idea inquietante-. Si no hubiera sido perfecto, ¿lo habrías comprado?

– A ningún precio.

– ¿Ni aunque yo lo quisiera?

– No. Eso es lo malo que tengo. Además, tú no habrías querido. Tienes una mente académica, y te habrías sentido incómoda al saber que algo no era bueno, aunque nadie lo supiera.

– Es verdad. Siempre que alguien lo elogiara, me sentiría obligada a decir: «Sí, pero una de las piezas es moderna», y sería una pesadez. En fin, me alegro de que todas sean buenas, porque le he cogido un cariño realmente absurdo. Llevo semanas soñando con ellas. Y ni siquiera te he dado las gracias.

– Claro que sí… y, además, para mí ha sido un placer… Veamos si esa espineta funciona.

Se abrió paso por «el extremo y abismo oscuros» de la tienda, apartando una rueca, un enfriador de vino georgiano, una lámpara de bronce y un bosquecillo de ídolos birmanos que se interponían entre el instrumento y él.

– Variaciones sobre una caja de música -dijo, pasando los dedos por las teclas, y tras acercar un taburete, se sentó y tocó, primero un minué de una suite de Bach, después una giga, y a continuación atacó la melodía de «Mangasverdes»:


Ay, amor, cuánto me duele

tu descortés abandono,

yo que tanto tiempo te amé

y tu compañía fue mi deleite.


Ahora verá que no me importa, pensó Harriet, y alzó la voz alegremente en el estribillo:


Pues Mangasverdes era mi dicha

y Mangasverdes era mi gozo…


Peter dejó de tocar inmediatamente.

– No es tu tono. Dios te tiene destinada a contralto. -Transportó la canción a mi menor, en una tintineante cascada de modulaciones-. No me habías dicho que supieras cantar… No, ya veo que no practicas… ¿En un coro? ¿Un coro de Bach?… Claro… Tendría que habérmelo imaginado… «Y Mangasverdes era mi corazón, y quién sino mi señora Mangasverdes»… ¿Conoces alguna de las Cancionetas para dos voces, de Morley?… Vamos… «¡Y hete aquí al rayar el alba…!» La parte que quieras, son todas iguales… «Ella, mi amor, adornaba…» Sol natural, hija mía, sol natural…

El comerciante bajó las escaleras cargado con materiales para embalar, sin prestarles atención. Estaba acostumbrado a las rarezas de los clientes, y además, probablemente albergaba la esperanza de venderles la espineta.

– Esto es la esencia misma de la música -dijo Peter, después de que tenor y contralto se hermanaran en una última y cordial cadencia-. Cualquiera puede alcanzar la armonía, si nos dejan a nosotros el contrapunto. ¿Qué más?… ¿«Acuéstate, dulce musa…»? ¡Vamos, vamos! ¿Es cierto? ¿Es gentil? ¿Es necesario?… «El amor es capricho, el amor es frenesí»… Muy bien, te debo una por eso, y con mirada pícara tocó los compases iníciales de «Dulce Cupido, madura su deseo».

– No -dijo Harriet, sonrojándose.

– No, no es de muy buen gusto. Otra cosa.

Vaciló unos momentos, pasó de una melodía a otra y al final se decidió por la más conocida de las canciones de amor isabelinas:


De buen grado cambiaría esa nota

con que el sincero amor me cautivó…


Con los codos apoyados en la tapa de la espineta y la barbilla entre las manos, Harriet dejó que Peter cantara solo. Dos caballeros que habían entrado y estaban hablando en voz muy alta en la parte delantera de la tienda, abandonaron la desganada búsqueda de candelabros de bronce y avanzaron a trompicones en medio de la oscuridad para ver quién hacía aquel ruido.


Albergue de dicha y gozo,

de los más dulces placeres,

solo a ti adoro;

te veo como eres,

te amo de corazón

y ante ti me postro.


El excelente aire de Tobias Hume se eleva en un desafío agudo y triunfal en el penúltimo verso y a continuación retoma la tónica con estruendo. Harriet le hizo una señal al cantante para que bajase la voz, pero era demasiado tarde.

– ¡Eh, oiga! -gritó con agresividad el más corpulento de los dos jóvenes-. ¡Está armando un jaleo de mil demonios! ¡Cállese!

Peter giró el taburete.

– ¿Cómo dice? -Limpió el monóculo con exagerada parsimonia, se lo colocó y recorrió con la mirada el inmenso personaje embutido en un traje de mezclilla inclinado sobre él-. Usted perdone, pero ¿iba dirigida a mi esa amable observación?

Harriet empezó a decir algo, pero el joven se volvió hacia ella.

– ¿Quién es este sinvergüenza afeminado? -preguntó a voz en grito.

– Me han acusado de muchas cosas, pero la acusación de afeminamiento es una novedad para mí. ¿Le importaría explicarse?

– No me gusta su canción -contestó el joven, balanceándose un poco-, no me gusta su voz y no me gusta su ridículo monóculo.

– Cálmate, Reggie -dijo su amigo.

– Está molestando a esta dama -insistió el joven-. La está dejando en evidencia. ¡Fuera de aquí!

– ¡Dios santo! -exclamó Wimsey, dirigiéndose a Harriet-. ¿No será este por casualidad el señor Jones, del Jesus?

– ¿A quién llama usted puñetero galés? -gruñó furibundo el joven-. Me llamo Pomfret.

– Y yo Wimsey -replicó Peter-. Igualmente ancestral pero menos eufónico. Venga, hijo, no sea tonto. No debe actuar así ante sus mayores, ni ante las damas.

– ¡Al diablo los mayores! -exclamó el señor Pomfret, a quien aquella frase tan poco afortunada le recordaba demasiadas cosas-. ¿Cree que puede burlarse de mí? ¡Defiéndase! ¿Por qué no puede defenderse solo?

– En primer lugar, porque tengo veinte años más que usted -repuso Wimsey con gentileza-. En segundo lugar, porque usted es quince centímetros más alto que yo, y en tercer lugar, porque no quiero hacerle daño.

– ¿Ah, sí? Pues a ver, gallina.

El señor Pomfret lanzó un impetuoso puñetazo contra la cabeza del Peter, que lo paró aferrándolo por la muñeca.

– Como no se tranquilice, va a romper algo -dijo su señoría-. Mire, caballero. Haga el favor de llevarse a casa a su eufórico amigo. ¿Cómo demonios puede estar borracho a estas horas?

El amigo ofreció una confusa explicación sobre un almuerzo y la consiguiente borrachera. Peter negó con la cabeza.

– Una ginebra detrás de otra, maldita sea -dijo Peter con tristeza-. En fin, caballero. Será mejor que pida disculpas a la señora y se largue.

Conteniéndose y a punto de estallar en llanto, el señor Pomfret dijo entre dientes que lamentaba haber armado tanto jaleo.

– Pero ¿por qué se ha burlado de mí? -le preguntó a Harriet en tono de reproche.

– No se ha burlado de usted, señor Pomfret. Está usted muy equivocado.

– ¡Al diablo con los mayores! -exclamó el señor Pomfret.

– No empiece otra vez -le pidió Peter con amabilidad. Al levantarse, sus ojos quedaron a la altura de la barbilla del señor Pomfret-. Si desea continuar con la conversación, me encontrará mañana por la mañana en el Mitre. Salga usted, por favor.

– Vamos, Reggie -dijo el amigo.

El anticuario, que había vuelto a la tarea de empaquetar tras asegurarse de que no hacía falta llamar a la policía ni a los supervisores de la universidad, dio un brinco para abrir la puerta y dijo amablemente: «Buenas tardes, caballeros», como si no hubiera ocurrido nada fuera de lo normal.

– De mí no se burla nadie, maldita sea -dijo el señor Pomfret en la puerta, intentando volver a montar un espectáculo.

– Venga, muchacho, que nadie se está burlando de ti -dijo su amigo-. ¡Vamos! Ya te has divertido lo suficiente esta tarde.

Pusieron tierra de por medio.

– ¡Vaya, vaya! -dijo Peter.

– Es que los jóvenes son alegres -dijo el anticuario-. Lamento que el paquete sea tan voluminoso, señor. He puesto el tablero aparte.

– Métalos en el coche. Irá todo bien -dijo Peter.

Una vez cumplido el encargo, el anticuario, encantado de despejar la tienda, empezó a echar el cierre, puesto que ya era más que hora de cerrar.

– Siento lo de mi amigo -dijo Harriet.

– Parece que se lo ha tomado a mal. ¿Por qué demonios se ha enfadado tanto por el simple hecho de que yo sea mayor?

– ¡Pobrecito! Debió de pensar que yo te había contado lo que pasó entre él, el supervisor y yo. Supongo que debería contártelo.

Peter la escuchó y se rió con cierto remordimiento.

– Perdona, pero es que esas cosas te hacen un daño terrible a su edad. Voy a enviarle una nota para aclarar las cosas. ¡Oye, por cierto!

– ¿Qué?

– Que no nos hemos tomado esa cerveza. Vente conmigo al Mitre a preparar un bálsamo para los sentimientos heridos.

Peter escribió la epístola con un par de jarras de cerveza en la mesa.


Hotel Mitre, Oxford

A la atención del señor don Reginald Pomfret.


Señor:

La señorita Vane me ha dado a entender que en el transcurso de nuestra conversación de esta tarde lamentablemente utilicé una expresión que se podría haber interpretado erróneamente como una alusión a sus asuntos personales. Permítame asegurarle que dichas palabras fueron fruto de una completa ignorancia, y que nada más lejos de mi intención que ofenderlo. Si bien condeno enérgicamente su conducta, deseo expresar mi más sincero pesar por cualquier trastorno que inadvertidamente hubiera podido causarle, y le ruego que me siga considerando su seguro servidor.

PETER DEATH BRENDON WIMSEY


– ¿Es suficientemente pomposo?

– Es estupendo -dijo Harriet-. Ni una palabra fuera de su sitio y todos tus apellidos. Como diría tu sobrino, «el tío Peter en plan estirado». Lo único que falta son el emblema y el lacre. ¿Por qué no escribirle al pobre chico una nota amable, simpática?

– No quiere amabilidad -replicó su señoría sonriendo burlonamente-. Lo que quiere es desagravio. -Pulsó el timbre y ordenó al camarero que viniera Bunter con el lacre-. Tienes razón sobre los efectos beneficiosos de un sello rojo… pensará que es un duelo. Bunter, tráeme el sello. Pensándolo bien, no es mala idea. ¿Le doy a elegir entre espada o pistola al amanecer en Port Meadow?

– A mi me parece que ya va siendo hora de que crezcas -dijo Harriet.

– ¿Tú crees? -replicó Peter, dirigiéndose al sobre-. Nunca he desafiado a nadie. Sería divertido. A mí me han desafiado tres veces y me he batido dos. La tercera vez se metió la policía de por medio, supongo que porque a mi adversario no le gustaba el arma que yo había elegido… Gracias, Bunter… Es que una bala puede ir a cualquier parte, pero el acero casi siempre llega a alguna parte.

– Peter, creo que eres un presumido -dijo Harriet, mirándolo con severidad.

– Yo también lo creo -replicó él, colocando con precisión el pesado anillo sobre el lacre-. Todo gallo cacarea en su propio estercolero -añadió con una sonrisa entre enfurruñada y despectiva-. Detesto que se me echen encima esos estudiantes gigantescos y que me hagan notar la edad que tengo.

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