La virginidad es un hermoso cuadro, como lo denomina Buenaventura, una bendición en sí misma, y si hemos de creer a un papista, algo de gran mérito. Y si bien a tales personas afligen ciertas molestias, irritación, aislamiento, etcétera… no son estos sino juegos, fácilmente soportables, en comparación con las frecuentes dificultades del matrimonio. Y a mi parecer, tarde o temprano, entre tantos acaudalados solteros, se encontrará un benefactor que erija un college monástico para que vivan juntas las doncellas ancianas, decrépitas, deformes o descontentas, que han perdido su primer amor o se les ha malogrado, o que por lo que sea desean llevar una vida de celibato. Lo demás, insisto, son juegos en comparación, y suficientemente recompensados por los innumerables gozos y los inigualables privilegios de la virginidad.
ROBERT BURTON
Harriet llegó a Oxford en medio de una asquerosa aguanieve que se colaba por las juntas de las ventanillas y obligaba al limpiaparabrisas a funcionar a pleno rendimiento. Nada parecido al anterior viaje en junio, pero el mayor cambio estaba en sus sentimientos. Entonces se sentía incómoda, reacia a ir allí, como la hija pródiga sin el atractivo romántico de las algarrobas y sin la certeza del ternero cebado. En esta ocasión, era el college el que había manchado su nombre requiriéndola como se requiere a un especialista, sin demasiada consideración por la moral privada, pero con una fe desesperada en la habilidad profesional. No es que le preocupara terriblemente el problema, ni que tuviera grandes esperanzas de resolverlo, pero ya era capaz de considerarlo un simple problema y una tarea que realizar. En junio, en cada recodo del camino se decía: «Todavía queda tiempo… Cincuenta kilómetros antes de empezar a sentirme incómoda…, treinta kilómetros más de respiro…, aún quedan quince kilómetros». En esta ocasión estaba lisa y llanamente ansiosa por llegar a Oxford lo antes posible, un estado de ánimo del que el mal tiempo quizá fuera en gran medida responsable. Bajó por Headington Hill sin mayor preocupación que un pasajero temor a derrapar, al cruzar el puente de Magdalen dirigió un cáustico comentario a un grupo de esforzados ciclistas, murmuro «¡Gracias a Dios!» al llegar a la verja de Saint Cross Road y saludó alegremente con un «buenas tardes» a Padgett, el portero.
– Buenas tardes, señorita. Vaya día malo que tenemos. La decana ha dejado un recado, que la señorita se aloje en la habitación de huéspedes del Tudor y que ha salido a una reunión pero que volverá para la hora del té. ¿Conoce la habitación de huéspedes, señorita? Bueno, supongo que ya era de su época, pero está en el puente nuevo, entre el edificio Tudor y el anexo del norte, donde estaba la casita, ¿sabe, señorita?, pero claro, lo han quitado y tendrá que subir por la escalera principal, delante de la sala de lectura occidental, señorita, lo que era antes la sala de estudiantes, antes de que hicieran la nueva entrada y cambiaran de sitio la escalera, y después a su derecha, y está a mitad del pasillo, señorita. No tiene pérdida, señorita. Cualquiera de las criadas se la indicará, si es que encuentra alguna a estas horas.
– Gracias, Padgett. Seguro que la encuentro. Voy a llevar el coche al garaje.
– No se moleste usted, señorita, que están cayendo chuzos de punta. Ya se lo llevo yo un poco más tarde. No le va a pasar nada en la calle. Y la maleta se la subo ahora mismo, señorita, solo que no puedo dejar la puerta sola hasta que vuelva la señora Padgett, que ha ido corriendo a la despensa, porque si no, le indicaría el camino yo mismo.
Harriet insistió en que no se molestara.
– No, si es muy fácil cuando se conoce el camino, señorita, pero entre lo que han tirado, lo que han construido y lo que han cambiado aquí y allá, resulta que muchas de las antiguas señoritas se nos pierden cuando vuelven a vernos.
– Yo no voy a perderme, Padgett.
Y en efecto, no tuvo la menor dificultad en encontrar la misteriosa habitación de huéspedes junto a la escalera desplazada y la casita inexistente. Observó que desde sus ventanas se dominaba el patio viejo, aunque el patio nuevo quedaba fuera del campo de visión y el edificio de la nueva biblioteca oculto por el ala anexa del Tudor.
Tras tomar el té con la decana, Harriet se encontró sentada en la sala del profesorado en una reunión informal de profesoras y tutoras presidida por la rectora. Ante ella tenía los documentos del caso, un desolador montoncito de sucios delirios. Habían recogido unos quince para someterlos a examen. Había media docena de dibujos, todos ellos muy parecidos al que había encontrado Harriet. Había varios mensajes, dirigidos a diversos miembros del claustro, en los que se las informaba, con epítetos tan variados como odiosos, de que sus pecados las descubrirían, que no eran aptas para la sociedad decente y que a menos que dejaran en paz a los hombres les ocurrirían cosas desagradables. Algunas misivas habían llegado por correo; otras las habían encontrado en el alféizar de las ventanas debajo de las puertas; todas estaban hechas con el mismo tipo de letras recortadas y pegadas en hojas de papel basto. Dos alumnas también habían recibido mensajes: uno dirigido a una estudiante de último curso, una chica muy educada e inofensiva que estudiaba clásicas; o a una tal señorita Flaxman, brillante alumna de segundo curso. Este último era más explícito que la mayoría, puesto que mencionaba un nombre: «SI NO DEJAS EN PAZ AL JOVEN FARRINGDON», decía, añadiendo un término insultante, «PEOR PARA TI».
Los demás elementos de la colección consistían, en primer lugar, en un librito escrito por la señorita Barton, La situación de las mujeres en el Estado moderno. El ejemplar era de la biblioteca, y lo habían encontrado un domingo por la mañana ardiendo alegremente en la chimenea de la sala de estudiantes de Burleigh House En segundo lugar, las pruebas y el manuscrito de la Prosodia Inglesa de la señorita Lydgate. La historia era como sigue. La señorita Lydgate al fin había cambiado todas las correcciones del texto a última prueba de página y destruido las anteriores revisiones. Después había entregado las pruebas, junto con el manuscrito de la introducción, a la señorita Hillyard, que se comprometió a examinarlos para verificar ciertas referencias históricas. La señorita Hillyard declaró que los había recibido un sábado por la mañana y se los había llevado a sus habitaciones (que estaban en la misma escalera que las de la señorita Lydgate, en la planta de arriba). Después había llevado a la biblioteca (es decir, a la biblioteca del Tudor, que estaba a punto de ser reemplazada por la biblioteca nueva), y estuvo trabajando un rato con la ayuda de varios libros de consulta. Dijo que había estado sola, salvo por una persona, a la que no había llegado a ver, que se movía de un lado a otro en el cubículo del fondo. Fue a almorzar al comedor y dejó los papeles en la mesa de la biblioteca. Después de comer fue al río para someter a una prueba de remo a unas alumnas de primer curso. Cuando volvió a la biblioteca después del té para reanudar el trabajo, vio que los papeles habían desaparecido de la mesa. Al principio pensó que la señorita Lydgate había entrado y, al verlos allí, se los había llevado para hacer algunas de sus famosas correcciones. Fue a las habitaciones de la señorita Lydgate para preguntarle qué había pasado, pero no estaba. Dijo que la había sorprendido un poco que la señorita Lydgate los hubiera recogido sin dejarle una nota para advertirla, pero no se preocupó de verdad hasta que, tras volver a llamar a la puerta de la señorita Lydgate antes de ir al comedor, se acordó de repente de que la tutora de inglés había dicho que se iría antes del almuerzo y que iba a pasar un par de noches en la ciudad. Naturalmente, de inmediato se puso en marcha una investigación, pero no se averiguó nada hasta que, lunes por la mañana, justo después de ir a la capilla, se encontraron las pruebas perdidas, desparramadas por el suelo y la mesa de la sala de profesoras. Las encontró la señorita Pyke, que fue la primera profesora que entró aquella mañana en la habitación. La criada encargada de quitar el polvo en la sala tenía la plena certeza de que no había semejantes cosas por allí antes de la misa en la capilla, y por el aspecto que presentaban los papeles daba la impresión de que alguien los había tirado por la ventana al pasar, algo que podría haber hecho cualquiera sin la menor dificultad. Sin embargo, nadie había visto nada sospechoso, a pesar de que interrogaron a todas las personas del college, y sobre todo a quienes habían llegado más tarde a la capilla y a las alumnas cuyas ventanas daban a la sala de profesoras.
Cuando se encontraron las pruebas, estaban pintarrajeadas con tinta. Habían tachado todos los cambios en los márgenes del manuscrito y escrito en algunas páginas epítetos ofensivos en torpes mayúsculas. Habían quemado la introducción del manuscrito y había una nota que lo anunciaba triunfalmente en grandes letras de imprenta pegada en la primera página de las pruebas.
Con tales noticias había tenido que recibir la señorita Hillyard a la señorita Lydgate cuando esta volvió al college el lunes, inmediatamente después del desayuno. Se hizo todo lo posible por averiguar el momento exacto en que las pruebas habían desaparecido de la biblioteca. Se descubrió quién era la persona que estaba en el cubículo del fondo, que resultó ser la bibliotecaria, la señorita Burrows. Sin embargo, dijo que no había visto a la señorita Hillyard, que había entrado después que ella y se había ido a comer antes que ella y tampoco había visto las pruebas, o al menos no se había percatado de que estuvieran sobre la mesa. No habían ido muchas usuarias a la biblioteca el sábado por la tarde, pero una alumna que había entrado alrededor de las tres a consultar el Diccionario de latín tardío de Ducange, en el cubículo donde había estado trabajando la señorita Hillyard, dijo que había cogido el libro y lo había puesto sobre la mesa, y que pensaba que si las pruebas hubieran estado allí, las habría visto. La alumna en cuestión era una tal señorita Waters, alumna de la señorita Shaw de segundo año de francés.
La situación se puso un tanto embarazosa por la intervención de la administradora, que al parecer había visto a la señorita Hillyard entrando en la sala de profesoras justo antes de la hora de la capilla el domingo por la mañana. La señorita Hillyard explicó que solo había llegado hasta la puerta, pensando que se había dejado allí la toga, pero que al recordar a tiempo que la había colgado en el guardarropa del edificio Queen Elizabeth, se marchó inmediatamente, sin entrar en la sala. Preguntó airada si la administradora sospechaba que ella había cometido el desaguisado. La señorita Stevens contestó: «Claro que no, pero si la señorita Hillyard hubiera entrado, podría haber visto si las pruebas estaban ya en la sala y aportar así un terminus quo, o en su defecto, ad quem, para esa parte de la investigación».
En realidad, esas eran todas las pruebas materiales de que se disponía, aparte de que había desaparecido un tintero de gran tamaño del despacho de la secretaria y tesorera, la señorita Allison. No había tenido ocasión de entrar en el despacho ni el sábado por la tarde ni el domingo; solo podía decir que el tintero estaba en el sitio de costumbre el sábado a la una. No cerró con llave la puerta del despacho en ningún momento, puesto que allí no se guardaba dinero, y todos los papeles importantes se dejaban a buen recaudo en una caja fuerte. Su ayudante no vivía en el college y no había estado durante el fin de semana.
Solo se había producido otro acontecimiento de cierta importancia: la aparición de garabatos desagradables en pasillos y servicios. Naturalmente, habían borrado tales inscripciones en cuanto las habían visto y ya no estaban disponibles.
Por supuesto, habían tenido que notificar oficialmente la pérdida y la posterior manipulación de las pruebas de la señorita Lydgate. La doctora Baring había hablado ante todo el college para Preguntar si alguien tenía alguna prueba. Nadie presentó ninguna, e inmediatamente advirtió de que el asunto no debía conocerse fuera del college e indicó que cualquiera que enviara comunicaciones indiscretas a los periódicos de la universidad o a la prensa podría incurrir en grave falta disciplinaria. Un delicado interrogatorio en los demás colleges femeninos puso de manifiesto que el acoso se limitaba, de momento, a Shrewsbury.
Como tampoco hasta el momento había salido a la luz nada que demostrara que el acoso hubiera empezado antes de octubre, era natural que las sospechas se centrasen en las alumnas de primer curso. Cuando la doctora Baring llegó a este punto de su exposición, Harriet sintió la obligación de hablar.
– Creo que me encuentro en situación de descartar el primer curso, e incluso a la mayoría de las actuales alumnas -dijo.
Y con cierto desasosiego, continuó contando a las allí reunidas cómo había encontrado los dos ejemplares de la obra de la escritora anónima, la noche de la celebración y después.
– Gracias, señorita Vane -dijo la rectora cuando hubo acabado Harriet-. Lamento profundamente que tuviera una experiencia tan desagradable, pero naturalmente, su información reduce mucho el campo de la investigación. Si la culpable es alguien que asistió a la celebración, debe de ser una de las pocas alumnas actuales que estaban esperando los exámenes orales, una de las criadas o… una de nosotras.
– Sí, me temo que así es.
Las profesoras se miraron unas a otras.
– Por supuesto, no puede ser una antigua alumna -añadió la doctora Baring-, puesto que esas atrocidades han continuado después, ni una residente en Oxford ajena al college, puesto que sabemos que han metido papeles por debajo de la puerta de algunas personas por la noche, por no hablar de las inscripciones en las paredes, que, según se ha demostrado, aparecen entre la medianoche y la mañana siguiente. Por consiguiente, hemos de preguntarnos quién, entre el número relativamente reducido de personas pertenecientes a las tres categorías que he mencionado, podría ser la responsable.
– Sin duda, es mucho más probable que sea una de las criadas que una de nosotras -intervino la señorita Burrows-. Difícilmente puedo imaginarme que ninguna de las presentes en esta sala sea capaz de algo tan repugnante, mientras que esa clase de personas…
– Creo que ese comentario es muy injusto -la interrumpió la señorita Barton-. Estoy firmemente convencida de que no debemos permitir que nos cieguen los prejuicios de clase.
– Que yo sepa, todas las criadas son mujeres de magnífico carácter, y les aseguro que contrato al personal con sumo cuidado -dijo la administradora-. Naturalmente, las encargadas de fregar y otras mujeres que vienen de día están libres de sospecha. Además, recordarán que la mayoría de las criadas duermen en un ala aparte. La puerta exterior se cierra con llave por la noche y las ventanas de la planta baja tienen rejas, aparte de la verja de hierro que aísla la entrada trasera del resto de los edificios. La única comunicación posible por la noche sería a través de la despensa, que también se cierra con llave. La jefa de criadas tiene las llaves. Carrie lleva con nosotras quince años, y supongo que es de fiar.
– Nunca he llegado a comprender por qué hay que encerrar por la noche a las pobres criadas como si fueran fieras salvajes, mientras que todas las demás pueden entrar y salir cuando y como les plazca -dijo la señorita Barton mordazmente-. De todos modos, tal y como están las cosas, mejor para ellas.
– Como usted bien sabe -replicó la administradora-, la razón es que no hay portero en la entrada de servicio, y que a cualquier persona no autorizada no le resultaría difícil saltar por las verjas de fuera. Y también quisiera recordarle que todas las ventanas de la planta baja que dan directamente a la calle y al patio de la cocina, incluidas las de las profesoras, tienen barrotes. Con respecto a cerrar con llave la despensa, yo diría que se hace para evitar que la saqueen las alumnas, como ocurría con frecuencia en la época de mi predecesora, según tengo entendido. Se toman tales precauciones con las personas pertenecientes al colegio y con las criadas por igual.
– ¿Y las criadas de los demás edificios? -preguntó la tesorera.
– Quizá haya dos o tres que ocupan dormitorios en cada edificio -contestó la administradora-. Todas son mujeres de confianza que están a nuestro servicio desde antes de que yo llegar No tengo aquí la lista, pero creo que hay tres en el Tudor, tres o cuatro en el Queen Elizabeth y una en cada una de las cuatro buhardillas del patio nuevo. En Burleigh solo hay habitaciones de alumnas. Y naturalmente, está el personal al servicio de la rectora, además de la ayudante de la enfermera, que duerme con en la enfermería.
– Tomaré medidas para que el personal que trabaja para mí no obre mal -dijo la doctora Baring-. Y será mejor que usted haga otro tanto en la enfermería, administradora. Y, por su propio interés, se debería someter a cierta vigilancia a las criadas que no duermen en el college.
– Pero por supuesto, rectora… -empezó a decir con vehemencia la señorita Barton.
– Por su propio interés -repitió la rectora con tranquilidad firmeza-. Señorita Barton, estoy completamente de acuerdo c usted en que no existen más razones para sospechar de ellas que una de nosotras, pero mayor motivo para dejarlas fuera de este asunto de una vez por todas.
– Desde luego -replicó la administradora.
– En cuanto al método para mantener vigiladas a las criadas o a cualquiera, estoy convencida de que cuantas menos personas estén al tanto, mejor. Quizá la señorita Vane pueda sugerir un buen sistema, confidencialmente, a mí o a…
– Exactamente -intervino la señorita Hillyard con tono grave-. ¿A quién? Que yo sepa, no podemos confiar plenamente en ninguna de nosotras.
– Es cierto, por desgracia -dijo la directora-. Y también es aplicable a mí. Si bien huelga decir que tengo plena confianza en las responsables del college, tanto en conjunto como individualmente, me parece que, exactamente como en el caso de las criadas, es de suma importancia que tomemos precauciones, por nuestro propio interés. ¿Qué opina usted, vicerrectora?
– Sin duda -contestó la señorita Lydgate-. No debemos hacer ninguna distinción. Estoy dispuesta a someterme a cualquier medida de vigilancia que se nos recomiende.
– Bueno, al menos usted difícilmente podría ser sospechosa -dijo la decana-. Es usted la más perjudicada.
– Todas hemos sido perjudicadas de uno u otro modo -terció la señorita Hillyard.
– Creo que debemos tener en cuenta lo que, a mi entender, es una costumbre muy conocida de estos desventurados… eh… escritores de cartas anónimas: enviarse cartas a sí mismos para desviar las sospechas. ¿No es así, señorita Vane?
– Sí -contestó Harriet, rotunda-. En el caso que nos ocupa, parece improbable que alguien se causara a sí misma el daño material que han infligido a la señorita Lydgate, pero si empezamos a hacer distinciones, será difícil saber dónde poner límites. No creo que deba aceptarse como prueba nada que no sea una coartada clara.
– Y yo no tengo ninguna coartada -dijo la señorita Lydgate-. El sábado no salí del colegio hasta después de que la señorita Hillyard se fuera a comer. Fui al Tudor durante la hora del almuerzo, a devolver un libro a la habitación de la señorita Chilperic antes de marcharme, de modo que no habría tenido dificultad para recoger el manuscrito en la biblioteca.
– Pero sí tiene coartada para el momento en que las pruebas se dejaron en la sala del profesorado -replicó Harriet.
– No, ni siquiera para eso -dijo la señorita Lydgate-. Vine en el primer tren y llegué cuando todo el mundo estaba en la capilla. Tendría que haber sido muy rápida para correr hasta la sala de profesoras, tirar dentro las pruebas y volver a mis habitaciones antes de que se descubriera lo ocurrido, pero supongo que podría haberlo hecho. En cualquier caso, preferiría que se me tratase igual a que a las demás.
– Gracias -dijo la rectora-. ¿Hay alguien que no piense lo mismo?
– Estoy segura de que todas pensamos lo mismo -respondió la decana-. Pero estamos pasando por alto a un grupo de personas.
– Las alumnas actuales que estuvieron en la celebración -dijo la rectora-. Bien. ¿Qué ocurre con ellas?
– He olvidado quiénes eran exactamente, pero creo que la mayoría estaban preparándose para los exámenes de la facultad y q ya han terminado. Ya lo veré en las listas. Y, ah, claro, también estaba la señorita Cattermole, para presentarse al primer examen de la licenciatura… por segunda vez.
– Ah, sí, Cattermole -dijo la administradora.
– ¿Y la que iba a examinarse para la licenciatura… cómo llama? Hudson, ¿no? ¿No estaba aquí todavía?
– Sí -contestó la señorita Hillyard.
– Deben de estar en segundo y tercero, supongo -dijo Harriet-. Por cierto, ¿se sabe quién es el «joven Farringdon» de la nota dirigida a la señorita Flaxman?
– Ahí está -dijo la decana-. El joven Farringdon es alumno de… New College, creo, y estaba prometido a Cattermole cuando empezaron sus estudios, pero ahora está prometido a Flaxman.
– ¿En serio?
– Sobre todo, creo, o en parte, a consecuencia de esa carta. Según me han contado, la señorita Flaxman acusó a la señorita Cattermole de haberla enviado y se la enseñó al señor Farringdon, con el resultado de que el caballero rompió el compromiso e hizo objeto de sus afectos a Flaxman.
– No es muy bonito que digamos -dijo Harriet.
– No, pero no creo que el compromiso con Cattermole fuera mucho más que un acuerdo entre familias, y el nuevo compromiso no mucho más que el reconocimiento del fait accompli. Supongo que ha habido cierto revuelo en segundo por esta historia.
– Comprendo -dijo Harriet.
– La cuestión que sigue planteándose es qué medidas vamos a tomar -dijo la señorita Pyke-. Hemos pedido consejo a la señorita Vane y, personalmente debo reconocer, sobre todo en vista de lo que hemos oído esta tarde, que es sobradamente necesario que una persona de fuera nos preste ayuda. Decididamente, no es recomendable recurrir a la policía, pero ¿puedo preguntar si, en la fase en la que nos encontramos, se está sugiriendo que la señorita Vane inicie personalmente una investigación? ¿O que, por el contrario, ella nos proponga que pongamos el asunto en manos de un detective privado? ¿O qué?
– Me encuentro en una situación muy incómoda -contestó Harriet-. Estoy dispuesta a prestar cuanta ayuda pueda, pero supongo que comprenderán que esta clase de indagaciones suelen llevar mucho tiempo, sobre todo si el investigador tiene que ocuparse de ellas sin la colaboración de nadie. Es casi imposible vigilan o controlar eficazmente un sitio como este, donde la gente entra sale a todas horas. Haría falta una pequeña brigada de detectives, aunque se hicieran pasar por criadas o alumnas, podría resultar muy embarazoso.
– ¿No se pueden obtener pruebas materiales examinando los propios documentos? -preguntó la señorita Pyke-. Hablando solo por mí misma, estaría dispuesta a que me tomaran las huellas dactilares o a someterme a cualquier otra medida de precaución que se considerase necesaria.
– Me temo que lo de las huellas dactilares no es tan fácil como parece en los libros. Es decir, naturalmente que se podrían tomar las huellas del claustro, e incluso de las sirvientas, aunque no les haría mucha gracia, pero dudo que se encontraran huellas distinguibles en un papel tan basto. Y además…
– Además -interrumpió la decana-, cualquier malhechor sabe hoy en día lo suficiente sobre huellas dactilares para ponerse guantes.
– Y si no lo sabíamos, ya nos hemos enterado -dijo la señorita De Vine con cierta crudeza, interviniendo por primera vez.
– ¡Santo cielo! -exclamó la decana impetuosamente-, me había olvidado que nosotras estamos metidas en esto.
– ¿Ven lo que quería decir con que no era conveniente que discutiéramos demasiado abiertamente los métodos de investigación? -dijo la rectora.
– ¿Por las manos de cuántas personas han pasado esos documentos? -preguntó Harriet.
– Por las de bastantes, creo -contestó la decana.
– Pero ¿no se podría registrar…? -empezó a decir la señorita Chilperic.
Era la profesora más joven, una muchacha tímida de baja estatura y piel blanca, tutora auxiliar de lengua y literatura inglesas, conocida sobre todo por estar prometida a un joven profesor de otro college. La rectora la interrumpió.
– Por favor, señorita Chilperic. Esa es precisamente la clase de sugerencia que no se debe hacer aquí. Podría tomarse como un aviso.
– Esta situación es intolerable -dijo la señorita Hillyard y miró airada a Harriet, como si ella fuera responsable de la situación, lo que de algún modo era cierto.
– A mí me parece que ahora que hemos pedido a la señorita Vane que venga a aconsejarnos, nos resulta imposible seguir su consejo, ni siquiera saber en qué consiste -dijo la tesorera-. Es una situación de opereta.
– Hemos de ser sinceras hasta cierto punto -dijo la rectora-. ¿Aconseja usted un detective privado, señorita Vane?
– No uno normal y corriente -contestó Harriet-. No les gustaría nada, pero conozco una organización en la que se puede encontrar a la persona adecuada y la mayor discreción posible.
Porque acababa de recordar la existencia de una tal señorita Katherine Climpson, que dirigía lo que en apariencia era una agencia de mecanografía pero que en realidad era una eficiente organización de mujeres que se dedicaban a realizar pequeñas investigaciones de vez en cuando. La agencia se autofinanciaba, pero Harriet sabía que detrás estaba el dinero de Peter Wimsey. Era una de las pocas personas que lo sabían en todo el reino.
La tesorera tosió.
– La factura de una agencia de detectives resultaría un tanto extraña en la contabilidad anual -dijo.
– Creo que eso podría arreglarse -intervino Harriet-. Conozco esa organización personalmente. Quizá no haya que pagarles nada.
– Eso no estaría bien -dijo la rectora-. Por supuesto que le pagarían sus honorarios. Yo, personalmente, me encargaría ello de buena gana.
– Tampoco eso estaría bien -intervino la señorita Lydgate-. No nos gustaría una cosa así.
– Quizá pueda averiguar a cuánto ascenderían los honorarios -sugirió Harriet.
La verdad era que no tenía ni idea de cómo funcionaba esa parte del asunto.
– No se perdería nada por preguntar -dijo la rectora-. Mientras tanto…
– Si me permite una sugerencia -dijo la decana-, yo pondría que se entregaran las pruebas a la señorita Vane, ya que la única de las aquí presentes sobre la que no pueden recaer sospechas. Quizá quiera consultarlo con la almohada y darle un informe por la mañana. Bueno, no por la mañana, a causa de lord Oakapple y la inauguración, pero sí mañana en un momento dado.
– De acuerdo -dijo Harriet en respuesta a la mirada interrogativa de la rectora-. Eso haré. Y si se me ocurre cómo, haré todo lo posible por ayudar.
La rectora le dio las gracias y añadió:
– Todas somos conscientes de lo delicado de la situación, estoy segura de que haremos lo posible para contribuir a aclararla. Y me gustaría decir lo siguiente: que pensemos lo que pensemos y sintamos lo que sintamos, es de suma importancia descartar, dentro de lo posible, toda vaga sospecha y tener especial cuidado a la hora de decir algo que pueda interpretarse como una acusación contra alguien. En una comunidad cerrada como la nuestra, nada podría perjudicar más que un ambiente de desconfianza recíproca. Insisto en que tengo absoluta confianza en todo el claustro. Intentaré mantener una actitud abierta, y cuidaré de que mis colegas hagan otro tanto.
Las profesoras expresaron su conformidad, y acabó la reunión.
– ¡Vaya! -exclamó la decana, mientras Harriet y ella salían al patio nuevo-. Es la reunión más desagradable a la que he asistido en mi vida. ¡Hija, ha sido usted un auténtico bombazo!
– Eso me temo, pero ¿qué podía hacer?
– Desde luego, no podía haber hecho otra cosa. ¡Ay, Dios! Para la rectora es muy fácil hablar de una actitud abierta, pero todas nos vamos a sentir fatal preguntándonos qué pensarán las demás y si no parecemos un poco chifladas. Lo más terrible es la mezquindad.
– Lo sé. Por cierto, me niego en redondo a sospechar de usted, decana. Es usted la persona más cuerda que he conocido en mí vida.
– Me parece que eso no es mantener una actitud abierta, pero de todos modos le agradezco sus amables palabras. Tampoco se puede sospechar de la rectora ni de la señorita Lydgate, ¿no?, pero supongo que será mejor que no diga ni siquiera eso. Es que si no, por eliminación… ¡Dios mío! ¡Por todos los santos!, ¿es que no podemos encontrar a alguien de fuera con una coartada a toda prueba a punto de romperse?
– Esperemos que sí. Y, por supuesto, hay que ocuparse de esas dos alumnas y de las criadas.
Se detuvieron ante la puerta de la decana y entraron. La señorita Martin atizó el fuego con furia en el salón, se sentó en un sillón y se quedó mirando las llamas saltarinas. Harriet se acurrucó en un sofá, contemplando a la señorita Martin.
– Vamos a ver -dijo la decana-. Más vale que no me cuente demasiado de lo que usted piensa, pero no hay razón alguna para que cualquiera de nosotras no le cuente lo que piensa, ¿no? Pues bien, vamos al meollo de la cuestión. ¿Cuál es el objetivo de este acoso? No parece un resentimiento personal contra nadie en concreto. Es una especie de odio ciego contra el college en pleno. ¿Qué se esconde detrás?
– Pues podría ser alguien que piensa que el college como entidad la ha ofendido, o podría tratarse de un resentimiento personal que se enmascara como ataque general. O alguien con la manía de crear problemas por simple diversión, que es normalmente la raíz de esta clase de sucesos, si es que se puede considerar una razón.
– En ese caso es una simple chifladura, como esos niños pesados que se dedican a tirar muebles o los sirvientes que se hacen pasar por fantasmas. Y hablando de sirvientes, ¿cree usted que podría haber algo de cierto en la idea de que lo más probable es que sea alguien de esa clase de personas? Desde luego, la señorita Barton se negaría a aceptarlo, pero es que algunas de las palabras que utilizan son de lo más ordinario.
– Sí, pero no hay ni una sola cuyo significado no conozca yo, por poner un ejemplo -replicó Harriet-. Sé que cuando hasta la persona más mojigata que pueda imaginarse se encuentra bajo los efectos de la anestesia es capaz de utilizar el vocabulario más extraño del mundo, por el subconsciente… Es más; cuanto más mojigatos, más ordinarios.
– Es verdad. ¿Se ha fijado en que no hay ni una sola falta de ortografía en todo ese montón de notas?
– Claro que me he fijado, y eso puede apuntar a la autoría de una persona bastante culta, si bien no se podría aplicar necesariamente lo contrario, es decir, que a veces las personas cultas cometen faltas de ortografía adrede, de modo que eso no prueba gran cosa, pero no cometer faltas resulta más difícil si no surge de una forma natural. Bueno, no lo estoy explicando muy bien.
Claro que sí. Alguien con buena ortografía puede hacerse pasar por lo contrario, mientras que alguien con mala ortografía no puede hacerlo, igual que yo no podría hacerme pasar por matemática.
– A lo mejor consulta un diccionario.
– Pero tendría que poseer los suficientes conocimientos para ser sensible al diccionario, como se diría en la nueva jerga. ¿No es un poco estúpida quien nos envía esas cartas anónimas con una ortografía perfecta?
– No lo sé. La persona culta a veces simula muy mal las faltas de ortografía: comete errores en palabras muy fáciles y escribe bien las difíciles. Creo que es más prudente no presuponer nada.
– Comprendo. Con esto nos inclinamos a excluir a las criadas… pero probablemente escriben mejor que nosotras. Muchas están mejor educadas que nosotras, y desde luego, visten mejor, pero eso no viene al caso. Estoy empezando a decir tonterías. Dígame que me calle.
– No está diciendo tonterías -replicó Harriet-. Lo que dice es la pura verdad. No veo que se pueda excluir a nadie, de momento.
– ¿Y qué ha sido de los periódicos mutilados? -preguntó la decana.
– Esto no puede ser -dijo Harriet-. Es usted demasiado astuta. Precisamente es una de las cosas que me estaba preguntando yo.
– Es que ya nos hemos metido con eso -replicó la decana con tono de satisfacción-. Hemos examinado los periódicos de la sala de estudiantes y de profesoras desde que llegó a nuestro conocimiento este asunto, es decir, más o menos desde el principio de este bimestre. Antes de que los reduzcan a pulpa, los examinamos todos, con la lista, para ver si hay algo recortado.
– ¿Quién se encarga de eso?
– Mi secretaria, la señorita Goodwin. Creo que no la conoce. Vive en el colegio durante el curso. Es una chica encantadora, bueno, más bien una mujer encantadora. Se quedó viuda, con muy poco dinero, y tiene un niño de diez años en un colegio privado de primaria. Cuando murió su marido, que era maestro, se puso a estudiar secretariado y le fue muy bien. Para mí es sencillamente impagable, y de lo más meticulosa y fiable.
– ¿Estuvo aquí la noche de la celebración?
– Por supuesto, pero… ¡Dios santo! ¿No pensará que ella…? ¡Es absurdo, hija mía! Si es la persona más cuerda y sencilla del mundo… Y además está muy agradecida al college por haberle dado trabajo, y desde luego, no querría correr el riesgo de perderlo.
– De todos modos, tenemos que incluirla en la lista de posibles sospechosas. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
– Vamos a ver… casi dos años. No había pasado nada hasta noche de la celebración, y ya llevaba aquí un año.
– Pero las profesoras y las criadas que viven en el college llevan aquí aún más tiempo, al menos la mayoría. No podemos hacer excepciones. ¿Y las demás secretarias?
– La secretaria de la rectora, la señorita Parsons, vive en las habitaciones de su jefa. Las secretarias de la administradora y de la tesorera viven fuera, así que podemos descartarlas.
– ¿La señorita Parsons lleva aquí mucho tiempo?
– Cuatro años.
Harriet apuntó los nombres de la señora Goodwin y de la señorita Parsons.
– Creo que por el bien de la señora Goodwin deberíamos volver a examinar esos periódicos. No es que tenga mucha importancia, porque si quien escribe los anónimos sabe que se están examinando los periódicos, no los usará. Y supongo que lo sabrá, por las molestias que se han tomado en recogerlos.
– Es muy probable. Ese es el problema, ¿no?
¿Y los periódicos de la gente?
Naturalmente, eso no podemos controlarlo. Hemos vigilado todo lo posible las papeleras. Nunca se destruye nada, ¿sabe? Se recoge todo en sacos, por una cuestión de economía, y se envía a los fabricantes de papel o lo que sean, que dan dinero por el papel viejo. El bueno de Padgett tiene órdenes de revisar los sacos… pero es una tarea tremenda. Y claro, como además hay chimeneas en todas las habitaciones, ¿por qué iba nadie a dejar pruebas?
– ¿Y las togas que quemaron en el patio? Debió de llevar su trabajo. Seguro que tuvo que hacerlo más de una persona.
– No sabemos si forma parte de la misma historia. Unas diez o doce personas habían dejado sus togas en diversos sitios, como se suele hacer antes de la cena del domingo. Unas estaban en el pórtico del Queen Elizabeth, otras al pie de las escaleras del comedor y así sucesivamente. La gente las deja tiradas por ahí hasta que entra en la capilla. -Harriet asintió; la capilla de los domingos era a las ocho menos cuarto, y obligatoria. Además, era una especie de reunión para dar avisos-. Bueno, pues cuando sonó la campana, no encontraron las togas y no pudieron entrar en la capilla. Todo el mundo pensó que se trataba de una broma, pero en mitad de la noche alguien vio un resplandor en el patio, y resulta que era una alegre fogata de popelina. Habían empapado las togas con gasolina y ardían estupendamente.
– ¿De dónde sacaron la gasolina?
– Era una lata que tiene Mullins para su motocicleta. ¿Recuerda a Mullins, el portero de Jowett? Guarda el vehículo en un pequeño cobertizo en el jardín de la conserjería, y no lo cerraba con llave. ¿Por qué iba a hacerlo? Ahora sí, pero ya no sirve de nada. Podría haberla cogido cualquiera. Ni su esposa ni él oyeron nada al haberse retirado a descansar decentemente. La hoguera se inició en medio del patio viejo y dejó un feo claro quemado en el césped Un montón de gente salió corriendo cuando se avivaron las llama radas, y quienquiera que lo hiciera probablemente se mezcló con la multitud. Las víctimas fueron cuatro togas de dos licenciadas, dos de investigadoras y las demás de alumnas, pero no creo que las eligieran. Simplemente estaban por ahí.
– Me pregunto dónde las pusieron en el intervalo entre la cena y el inicio del fuego. Cualquiera con un montón de togas por el college habría llamado la atención.
– No, porque fue a finales de noviembre y debía de estar bastante oscuro. Fácilmente podrían haberlas dejado en un aula y después entrar a recogerlas. Es que no se organizó una búsqueda como es debido. Las pobres víctimas que se quedaron sin toga pensaron que alguien les estaba gastando una broma y se enfadaron mucho, pero no resultaron muy eficaces. La mayoría se dedicó a acusar a sus amigas, nada más.
– No creo que podamos sacar gran cosa en claro de ese incidente a estas alturas. En fin… Más vale que vaya a adecentarme para bajar al comedor.
La cena resultó un tanto embarazosa en la mesa de autoridades. La conversación se ciñó a asuntos de interés académico y mundano. Las alumnas charlaban ruidosa y animadamente; daba la impresión de que la sombra que se cernía sobre el college no las había afectado. Harriet las recorrió con la mirada.
– La que está a la derecha de la mesa, ¿es la señorita Cattermole? La del vestido verde, muy mal maquillada.
– Esa es la señorita en cuestión -contestó la decana-. ¿Cómo lo sabe?
– Recuerdo haberla visto en la celebración. ¿Y dónde está la irresistible señorita Flaxman?
– No la veo. A lo mejor no está cenando aquí. Muchas prefieren tomarse un huevo cocido en su habitación, para no tener que cambiarse. Son unas desastradas. Y la del jersey rojo, en la mesa del centro, es la señorita Hudson. La del pelo negro y gafas con montura de concha.
– Parece bastante normal.
– Y que yo sepa, lo es. Claro, que yo sepa, todas somos normales.
– Supongo que incluso los asesinos parecen personas normales y corrientes, señorita Vane -dijo la señorita Pyke, que había oído la última frase-. ¿O tiene usted sus opiniones sobre las teorías de Lombroso? Según tengo entendido, han sido ampliamente refutadas.
Harriet agradeció que se le permitiera hablar sobre asesinos.
Después de la cena, Harriet se sintió un tanto perdida. Pensaba que tenía que hacer algo o interrogar a alguien, pero era difícil saber por dónde empezar. La decana había anunciado que estaría ocupada revisando unas listas, pero que podía recibir visitas más tarde. La señorita Burrows, la bibliotecaria, se dedicaría a dar los toques finales a la biblioteca antes de la visita del rector; había pasado la mayor parte del día recogiendo y trasladando libros y se había procurado un pequeño grupo de alumnas para que la ayudaran a colocarlos en las estanterías. Varias profesoras dijeron que tenían cosas que hacer, y a Harriet le dio la impresión de que les asustaba un poco la compañía de las demás.
Cogió por banda a la administradora y le preguntó si podía proporcionarle un plano del colegio y una lista de las habitaciones y sus ocupantes. La señorita Stevens se ofreció a darle la lista y añadió que pensaba que había un plano en el despacho de la tesorera. Acompañó a Harriet hasta el patio nuevo para recoger las cosas.
– Espero que no dé mucha importancia al inoportuno comentario de la señorita Burrows sobre las criadas -dijo la administradora-. Personalmente, nada me gustaría más que trasladar a todas las doncellas al ala de la servidumbre, libre de toda sospecha, s fuera viable, pero allí no hay sitio. Por supuesto, no me importa darle los nombres de quienes duermen en el college, y por supuesto, estoy de acuerdo en que habría que tomar precauciones, pero en mi opinión, el asunto de las pruebas de la señorita Lydgate elimina por completo a las criadas. No creo que a muchas de ellas les interesen unas pruebas, ni que sepan nada sobre esas cosas, ni que a muchas se les pasara por la cabeza la idea de mutilar manuscritos. Si fueran cartas groseras, sí, es posible, pero destrozar esas pruebas tiene que ser obra de una persona culta, ¿no cree?
– Prefiero no decir lo que pienso -contestó Harriet.
– Sí, hace bien, pero yo sí puedo decirlo. Solo se lo diría a usted, aunque de todos modos, no me gusta nada esta prisa por convertir a las criadas en chivos expiatorios.
– Lo que parece más increíble es que hayan elegido como vi tima precisamente a la señorita Lydgate. ¿Cómo puede nadie guardarle rencor a ella, y mucho menos una de sus colegas? ¿No da más la impresión de que la culpable no conocía el valor de las pruebas y simplemente ha hecho un gesto de desafío al azar contra el mundo en general?
– Es posible, en efecto. Señorita Vane, he de decir que las pruebas que ha presentado hoy complican mucho las cosas. Reconozco que preferiría sospechar de la servidumbre que del claustro, pero cuando quien se precipita a lanzar esas acusaciones es la última persona que al parecer estuvo en la misma habitación que el manuscrito, lo único que puedo decir es que…, bueno, que lo considero una imprudencia.
Harriet no replicó. La administradora debió de pensar que había llegado demasiado lejos y añadió:
– Yo no sospecho de nadie. Lo único que digo es que no habría que afirmar nada sin pruebas.
Harriet dijo que estaba de acuerdo, y tras subrayar los nombres relevantes de la lista que le dio la administradora, fue a buscar a la tesorera.
La señorita Allison le entregó un plano del college y le mostró la situación de las habitaciones que ocupaban diversas personas.
– Espero que esto signifique que tiene intención de encargarse personalmente de la investigación -dijo-. Supongo que no podríamos pedirle que dedique mucho tiempo a semejante asunto, pero estoy convencida de que la presencia de detectives a sueldo en este college resultaría sumamente desagradable, por discretos que fueran. Llevo al servicio del college un considerable número de años y me preocupo enormemente por sus intereses. Usted sabe lo desaconsejable que es que una persona extraña intervenga en un asunto de estas características.
– Desde luego que sí -dijo Harriet-. Sin embargo, en cualquier sitio puede ocurrir la desgracia de tener un sirviente rencoroso o deficiente mental. No me cabe duda de que lo más importante es llegar al fondo del misterio lo antes posible, y un par de detectives profesionales resultarían mucho más eficaces que yo.
La señorita Allison la miró pensativa y balanceó lentamente las gafas que llevaba colgadas de una cadena de oro.
– Veo que se inclina por la teoría más cómoda, probablemente como todas nosotras, pero existe otra posibilidad. Claro, desde su punto de vista, comprendo que no le gustaría contribuir al desenmascaramiento de alguien del claustro, pero si se diera el caso, yo confiaría más en su tacto que en el de un detective profesional. Y usted cuenta con la gran ventaja de conocer el funcionamiento del sistema universitario.
Harriet dijo que seguramente podría aportar alguna sugerencia cuando hubiera realizado un examen preliminar de todas las circunstancias.
– Si inicia las pesquisas, creo que es de justicia avisarla de que podría toparse con cierta oposición. Ya han dicho que… pero quizá no debería contárselo.
– Solo usted puede decidirlo.
– Ya han dicho que reducir las sospechosas a los límites mencionados en la reunión que hemos mantenido hoy se basa única mente en lo que usted ha presentado. Por supuesto, me refiero los dos papeles que encontró el día de la celebración.
– Comprendo. ¿Creen acaso que me lo he inventado?
– No creo que nadie llegue a ese extremo, pero usted ha dicho que a veces recibe cartas semejantes, de lo que se desprende que…
– ¿Qué si hubiera encontrado algo parecido debería haberlo traído? Sí, posiblemente, pero da la casualidad de que el estilo d esos papeles se parece mucho al de estos. No obstante, tengo que reconocer que solo cuentan con mi palabra.
– No lo he puesto en duda ni un instante. Lo que dicen es que, si acaso, su experiencia en estas cuestiones es una desventaja. Y perdone, no es lo que yo digo.
– Por eso me apetecía tan poco participar en la investigación. Es absolutamente cierto. No he llevado una vida precisamente intachable, y eso no se puede pasar por alto.
– Si quiere que le diga la verdad, en la vida intachable de algunas personas hay muchas cosas censurables. No soy tonta, señorita Vane. No cabe duda de que mi vida ha sido intachable en lo que se refiere a los pecados más generosos, pero hay ciertos puntos sobre los que espero que usted sostenga una opinión más equilibrada que ciertas personas. No creo que haga falta que añada nada más, ¿no le parece?
A continuación Harriet fue a ver a la señorita Lydgate, con la excusa de preguntarle qué pensaba hacer con las pruebas mutiladas que obraban en su poder. Encontró a la tutora de inglés corrigiendo pacientemente un montoncito de trabajos de las alumnas.
– Pase, pase -dijo la señorita Lydgate animadamente-. Casi he acabado con esto. Ah, ¿es por lo de mis pruebas? Pues creo que no me van a servir de gran cosa. Francamente, son indescifrables. Me temo que no me queda más remedio que reescribirlas desde el principio. En la imprenta deben de estar tirándose de los pelos, los Pobres. No tendré muchas dificultades con la mayor parte, o eso espero, y tengo el borrador de la introducción, o sea que no es tan terrible como podría haber sido. Lo peor es la pérdida de varias notas a pie de página del manuscrito y dos apéndices que tuve que incluir a última hora para refutar ciertas conclusiones, en mi opinión poco meditadas, del señor Elkbottom en su último libro, La versificación moderna. Cometí la estupidez de escribirlos en las páginas en blanco de las pruebas, y son irrecuperables. Tendré que verificar todas las citas en el libro de Elkbottom. Resulta tedioso, sobre todo a final de curso, cuando hay tanto trabajo, pero es culpa mía, por no anotarlo todo como es debido.
– No sé si yo podría ayudarla con las pruebas. De buena gana dedicaría unas cuantas noches a esa tarea, si sirviera de algo. Estoy acostumbrada a hacer auténticos malabarismos con las pruebas, y creo que recuerdo lo suficiente de mis tiempos escolares para mostrarme razonablemente preparada con respecto a los anglosajones y los primeros ingleses.
– ¡Eso me resultaría de enorme ayuda! -exclamó la señorita Lydgate, y se le iluminó el rostro-. Pero ¿no sería abusar demasiado de su tiempo?
Harriet dijo que no, que llevaba bastante adelantado su trabajo y le gustaría dedicar algún tiempo a la Prosodia inglesa. Lo que tenía pensado era que si realmente quería hacer pesquisas en Shrewsbury, las pruebas de la señorita Lydgate proporcionarían una buena excusa para su presencia en el college.
La oferta quedó en el aire de momento. Con respecto a la autora de los desaguisados, la señorita Lydgate no pudo sugerir nada, salvo que, quienquiera que fuese, la pobre debía de tener una enfermedad mental.
Al salir de la habitación de la señorita Lydgate, Harriet se encontró con la señorita Hillyard, que descendía la escalera desde sus aposentos.
– Bueno, ¿cómo va la investigación? Ah, claro, no debería preguntárselo. Se las ha ingeniado para arrojar la manzana de la discordia entre nosotras, y con ganas. Sin embargo, como está usted tan acostumbrada a ser la destinataria de comunicados anónimos, no cabe duda de que es la persona idónea para encargarse de esta situación.
– En mi caso, solo he recibido lo que hasta cierto punto me merecía, pero este asunto es completamente distinto. No se trata del mismo problema. El libro de la señorita Lydgate no podría haber sido motivo de ofensa para nadie.
– Excepto para algunos de los hombres cuyas teorías rebate -replicó la señorita Hillyard-. Sin embargo, dadas las circunstancias, el sexo masculino parece excluido de la investigación. En otro caso, este ataque en serie contra un college femenino para mí sería indicio del típico resentimiento masculino contra las mujeres cultas, pero claro, usted lo consideraría ridículo.
– En absoluto. Hay multitud de hombres resentidos, pero no creo que haya hombres rondando de noche por el college.
– Yo no estaría tan segura -replicó la señorita Hillyard, sonriendo sarcásticamente-. Lo que dice la administradora, que las puertas se cierran con llave, es absurdo. ¿Qué podría impedirle a un hombre ocultarse en el jardín antes de que se cierren las puertas y escabullirse cuando vuelven a abrirlas por la mañana? ¿O incluso saltar por los muros, ya puestos?
A Harriet aquella teoría le pareció inverosímil, pero interesante a pesar de todo, como prueba de los prejuicios de su interlocutora, prácticamente obsesivos.
– Lo que, en mi opinión, apunta a la autoría de un hombre es la destrucción del libro de la señorita Barton, que es abiertamente feminista. Supongo que no lo habrá leído y que probablemente no le interesará, pero ¿por qué otra razón habrían escogido ese libro? Harriet se despidió de la señorita Hillyard en la esquina del patio y se dirigió al edificio Tudor. No albergaba muchas dudas sobre quién podría oponerse a que ella investigara. Si había que buscar a alguien de mente calenturienta, saltaba a la vista que la de la señorita Hillyard era un tanto retorcida. Y, pensándolo bien, no podía demostrarse de ninguna manera que las pruebas de la señorita Lydgate hubieran llegado a la biblioteca ni que hubieran salido de las manos de la señorita Hillyard. Además, no cabía duda de que la habían visto en el umbral de la sala del profesorado antes de la hora de la capilla el domingo por la mañana. Si la señorita Hillyard era tan demente como para propinar semejante golpe a la señorita Lydgate, debía ser internada en un manicomio, y lo mismo era aplicable a cualquier otra persona.
Entró en el Tudor y llamó a la puerta de la habitación de la señorita Barton. Cuando ella la invitó a entrar, le preguntó si podía prestarle un ejemplar de El lugar de la mujer en el Estado moderno.
– ¿El sabueso en plena faena? -dijo la señorita Barton-. Aquí tiene, señorita Vane. A propósito: quiero disculparme por algunas cosas que dije la última vez que estuvo usted aquí. Me alegraría que usted solucionara este asunto tan desagradable, algo que seguramente no le resultará grato. Admiro mucho a cualquiera que sea capaz de supeditar sus sentimientos al interés común. Evidentemente, se trata de un caso patológico, como toda conducta antisocial, en mi opinión, pero supongo que no hay ni que plantearse procedimientos judiciales. Eso espero, al menos. No deseo que el asunto se lleve ante los tribunales, y por ese motivo estoy en contra de contratar detectives de ninguna clase. Si logra usted llegar al fondo de la cuestión, estoy dispuesta a prestarle toda la ayuda posible.
Harriet le dio las gracias por haberle dado su opinión y el libro.
– Seguramente es usted la mejor psicóloga que hay aquí -dijo-. ¿Qué piensa de todo esto?
– Pues que seguramente se trata de lo de siempre: un deseo morboso de llamar la atención y armar revuelo. Las personas más sospechosas son las adolescentes y las de mediana edad. Dudo mucho que sea algo más, quiero decir, aparte de que las obscenidades, algo fortuito, apuntan a la existencia de un trastorno sexual, pero eso es lo normal en casos como estos. Ahora bien, no sabría decirle si debería buscar a una atrapahombres o a una odiahombres -añadió la señorita Barton, con el primer destello de humor que le había visto Harriet.
Tras haber guardado los recientes hallazgos en su habitación, Harriet pensó que era el momento de ir a ver a la decana. Estaba con ella la señorita Burrows, muy cansada y cubierta de polvo tras el trabajo en la biblioteca, reconfortándose con un vaso de leche caliente al que la señorita Martin había insistido en añadir un chorrito de whisky para favorecer el sueño.
– Hay que ver lo que cambia la idea que se tiene sobre las costumbres del claustro cuando se es antigua alumna -dijo Harriet-. Yo pensaba que solo había una botella de alcohol fuerte en el college, y que la administradora la guardaba bajo llave y candado para emergencias de vida o muerte.
– Antes sí que era así -dijo la decana-, pero con la edad me estoy volviendo frívola. Incluso a la señorita Lydgate le gusta tener su pequeña reserva de aguardiente de cerezas para los días especiales y las vacaciones. Y la administradora está pensando en una pequeña bodega de oporto para el college.
– ¡Dios santo! -exclamó Harriet.
– En teoría, las alumnas no deben ingerir alcohol -dijo la decana-, pero yo no saldría fiadora por lo que contienen los armarios del college.
– Al fin y al cabo, sus aburridos padres las acostumbran a tomar cócteles y esas cosas en casa, así que seguramente les parecerá absurdo no hacer lo mismo aquí -dijo la señorita Burrows.
– ¿Y qué se puede hacer? ¿Una investigación policial de sus cosas? Yo me niego en redondo. No podemos convertir el college en una prisión.
– El problema es que todo el mundo se burla de las restricciones y reclama libertad hasta que pasa algo engorroso -terció la bibliotecaria-. Entonces preguntan airadas qué ocurre con la disciplina.
– Hoy en día no se puede imponer la vieja disciplina -dijo la decana-. Sienta muy mal.
– La idea moderna consiste en que las jóvenes se disciplinen a sí mismas, pero ¿lo hacen? -preguntó la bibliotecaria.
– No, claro que no. Las responsabilidades les aburren. Ante de la guerra se celebraban apasionadas reuniones del college por todo. Ahora eso les trae sin cuidado. La mitad de las antiguas instituciones, como los debates y la obra de teatro de tercer año, han, muerto o están moribundas. No quieren responsabilidades.
– Están demasiado ocupadas con los novios -dijo la señorita Burrows.
– ¡Dichosos novios! -exclamó la decana-. En mis tiempo sencillamente estábamos ansiosas por tener responsabilidades Nos tenían en la escuela como corderitos y salíamos deseando demostrar lo bien que podíamos organizar las cosas cuando las dejaban en nuestras manos.
– Desde mi punto de vista, la culpa es de las escuelas, con la libre disciplina y demás. Las niñas están hasta las narices de ten que dirigirlo todo ellas y de encargarse de la disciplina, y cuando llegan a Oxford están agotadas y lo único que quieren es quedar sentaditas tranquilamente y que otras lleven la batuta. Incluso mis tiempos, las que salían de las escuelas republicanas más al tenían miedo de tomar posesión de su cargo, las pobres ignorantes.
– Ahora todo es distinto -dijo la señorita Burrows, bostezando-. En fin, yo hoy he conseguido que las voluntarias de la biblioteca trabajaran un poco. Hemos llenado como Dios manda la mayoría de las estanterías, colgado los cuadros y puesto las cortinas. Ha quedado muy bien, y espero que al rector le cause buena impresión. No han terminado de pintar los radiadores de abajo, pero he metido los botes de pintura y esas cosas en un armario, y que sea lo que Dios quiera. Y he pedido un grupo de criadas para que limpien, de modo que mañana no haya que hacer nada.
– ¿A qué hora llega el rector? -preguntó Harriet.
– A las doce. Recepción en la sala de profesoras y enseñarle el college. Después almuerzo en el comedor, y espero que le guste. Ceremonia a las dos y media. Y luego echarlo para que llegue al tren de las cuatro menos cuarto. Es un hombre encantador, pero empiezo a hartarme de tanta inauguración. Hemos inaugurado el patio nuevo, la capilla (con coro), el comedor de profesoras (con almuerzo para antiguas tutoras e investigadoras), el anexo Tudor (con té para antiguas alumnas), el ala de las cocinas y la servidumbre (con miembros de la familia real), el sanatorio (con discurso del catedrático de medicina), la cámara del consejo y la residencia de la rectora, y hemos descubierto el retrato de la difunta rectora, el reloj de sol conmemorativo de Willett y el nuevo reloj. Y ahora la biblioteca. Padgett me dijo el último curso, cuando estábamos haciendo las reformas del Queen Elizabeth: «Perdone, señora decana, señorita, pero ¿podría decirme la fecha de la inauguración, señorita?». «¿Qué inauguración, Padgett?», le dije. «No vamos a inaugurar nada este curso. ¿Qué queda por inaugurar?» «Bueno, señorita, yo es que estaba pensando en aquí los nuevos servicios, con perdón, señora decana, señorita», me dice. «Es que ya hemos inaugurado todo lo que se puede inaugurar, señorita, y si va a haber una ceremonia, señorita, debería yo saberlo a tiempo, para solucionar lo de los taxis y lo del estacionamiento.»
– ¡Pobre Padgett! -exclamó la señorita Burrows-. Es lo más inteligente que tenemos aquí. -Volvió a bostezar-. Estoy muerta de cansancio.
– Llévela a la cama, señorita Vane -dijo la decana-. Ya está bien por hoy.