Parémonos a considerar las excelencias del dormir: es joya tan inestimable que si un tirano cambiara su corona por una hora de sueño, no podría comprarse; tan hermosa hechura tiene que aun si un hombre yaciera con una emperatriz, su corazón no latiría hasta que dejara sus abrazos para descansar con el otro; sí, tal es nuestra deuda con este pariente de la muerte que a él debemos la mitad de nuestra vida, pues el dormir es esa cadena de oro que une la salud con nuestro cuerpo. ¿Quién se lamenta de necesidad, de sus heridas, de temores, de opresión, de cautividad mientras duerme? Los pordioseros en sus camas disfrutan tanto como los reyes; ¿podemos, por tanto, hartarnos de tan delicada ambrosía? ¿Podemos beber demasiado de lo que, si tomamos demasiado poco, nos lleva al camposanto y si lo usamos con indiferencia nos reduce al asilo? No y no; fijaos en Endimión, el seguidor de la Luna, que durmió cien años, y no por ello se sintió peor.
THOMAS DEKKER
– La cesta de la merienda está detrás de ti, en la proa -dijo Wimsey.
Habían recalado bajo la sombra jaspeada de un sauce, a la orilla del Isis. Allí no había tanta gente, y la que había pasaba a cierta distancia. Si había algún sitio en el que pudieran encontrar alguna calma, era allí. Por consiguiente, con el termo aún en la mano, Harriet observó con algo más que irritación cómo se aproximaba una batea cargada de gente.
– ¡Lo que faltaba! ¡La señorita Schuster-Slatt y su grupo! Y dice que te conoce.
Las pértigas estaban firmemente clavadas a ambos lados de la embarcación; imposible huir. El contingente estadounidense se cernía inexorable sobre ellos. Ya estaban al lado, y la señorita Schuster-Slatt gritaba entusiasmada. En esta ocasión fue Harriet quien tuvo que sonrojarse por sus amigos. La señorita Schuster-Slatt pidió disculpas por su intromisión con increíble timidez, efectuó las presentaciones, dijo que estaba segura de que eran muy inoportunas, le recordó a lord Peter su primer encuentro, reconoció que él debía de estar tan placenteramente ocupado que no iba a hacerle el menor caso, soltó una andanada de vehementes y preocupantes comentarios sobre la propagación de los hábitos saludables, hizo hincapié una vez más en su falta de tacto, con palabras estridentes, puso en conocimiento de lord Peter que Harriet era una persona muy comprensiva y sencillamente encantadora, y obsequió a ambos con un ejemplar de su nuevo cuestionario. Wimsey prestó oídos y contestó, cortés e imperturbable, mientras que Harriet, que deseaba que el Isis se desbordara y se ahogaran todos, envidiaba su autocontrol. Cuando al fin se quitaron de encima a la señorita Schuster-Slatt y su grupo, las aguas traicioneras devolvieron su aguda voz desde lejos:
– ¿Qué, chicas? ¿No os había dicho que era el perfecto aristócrata inglés?
Ante lo cual Wimsey, ya demasiado agobiado, se tumbó entre las tazas y sufrió un ataque de risa histérica.
– Peter, tu temperamento, tan irreductiblemente dulce, resulta bochornoso -dijo Harriet cuando Peter dejó de cacarear como un gallo-. Esa inofensiva mujer me hace perder los estribos. Toma un poco más de té.
– Creo que debería dejar de ser el perfecto aristócrata inglés y empezar a ser el gran detective -dijo su señoría con tristeza-. Parece que el destino está convirtiendo mi romance de un día en una auténtica farsa. Si ese es el informe, dámelo. Veremos qué clase de detective eres cuando te quedas sola -añadió con una risita.
Harriet le entregó el cuaderno de anillas y un sobre con los documentos anónimos, refrendados, donde era posible, con la fecha y la forma de publicación. Wimsey examinó los documentos, uno a uno, minuciosamente, sin manifestar sorpresa, repugnancia ni ninguna emoción, salvo interés. Volvió a guardarlos en el sobre, llenó y encendió una pipa, se tendió entre los cojines hecho un ovillo y se concentró en el manuscrito. Lo leyó lentamente, volviendo atrás de vez en cuando para comprobar una fecha o un detalle. Al llegar al final de las primeras páginas, levantó la mirada y comentó:
– Hay que reconocerle una cosa a lo de escribir novelas policíacas, y es que sabes hilar una historia y presentar las pruebas.
– Gracias -replicó Harriet secamente-. «La aprobación de sir Hubert es aprobación de verdad.»
Peter continuó leyendo. Su siguiente observación fue:
– Veo que has eliminado a todo el ala de las criadas basándote en una puerta cerrada con llave.
– No soy tan simplona. Cuando llegues al incidente de la capilla, comprobarás que quedan todas eliminadas por otra razón.
– Perdóname. Estaba cometiendo el fatal error de teorizar antes de contar con todos los datos.
Aceptando el reproche, Peter volvió a sumirse en el silencio, mientras Harriet observaba su rostro, de perfil. En líneas generales, como fachada, ya le resultaba soportablemente familiar, pero en aquel momento apreció ciertos detalles, como ampliados por una lente mental. La oreja con sus delicadas volutas, pegada al cráneo, de hermosa línea. El brillo del pelo al rape allí donde se elevaban los músculos del cuello y se unían a la cabeza. La diminuta cicatriz en forma de hoz en la sien izquierda. Las finas arrugas de expresión alrededor del párpado, un poco caído en la comisura. El reflejo dorado del pómulo. La envergadura de las ventanillas de la nariz. Una gota de sudor casi imperceptible sobre el labio superior y un diminuto músculo que temblaba en la sensible comisura de los labios. El ligero enrojecimiento por el sol de la piel clara y la súbita blancura bajo la base del cuello. La pequeña oquedad entre las clavículas.
Peter levantó la mirada, y Harriet se puso roja como la grana, como si la hubieran metido en agua hirviendo. Una enorme mole parecía cernirse sobre ella en medio de la confusión de sus ojos nublados y sus oídos resonantes. Y de repente se despejó aquella bruma. Los ojos de Peter estaban clavados de nuevo en el manuscrito, pero su respiración era como si hubiera estado corriendo.
Vaya, ha ocurrido, pensó Harriet, pero había ocurrido hacía tiempo. La única novedad es que ahora tengo que reconocerlo. Lo sabía desde hace tiempo. Pero ¿lo sabe él? Después de esto, pocas excusas tiene para no saberlo. Al parecer, se niega a reconocerlo, y eso sí podría ser una novedad. En ese caso, lo que yo tenía intención de hacer debería resultar más fácil.
Miró con decisión las aguas ondulantes, pero consciente de cada movimiento de Peter, de cada página que volvía, de cada respiración. Era como si percibiera cada uno de los huesos del cuerpo de Peter, cada uno por separado. Al fin Peter habló, y Harriet se preguntó cómo habría podido confundir su voz con la de ningún otro hombre.
– Verás, Harriet, no tiene muy buena pinta.
– Claro que no. Y no podemos seguir con este problema, Peter. No podemos consentir que más personas se tiren al río de puro miedo. Con o sin publicidad, hay que parar todo esto. Si no, y aunque nadie sufra ningún daño, nos vamos a volver locas.
– Ahí está lo malo.
– Dime qué podemos hacer, Peter.
Harriet había vuelto a perder toda conciencia de Peter salvo por la inteligencia, tan conocida, que vivía y se movía de una forma tan extraña tras unos rasgos muy curiosos.
– Pues… hay dos posibilidades. Puedes poner espías por todas partes y esperar a abalanzarte sobre esa persona cuando se produzca el próximo incidente.
– Pero es que no sabes lo difícil que es vigilar un sitio así. Y además, la espera es espantosa. ¿Y si no la pifiamos y ocurre algo terrible?
– Tienes razón. La otra manera, para mí la mejor, sería hacer lo que podamos para asustar a esa loca y que se quede quietecita mientras averiguamos el móvil de toda esta historia. Estoy seguro de que no se trata de pura maldad. Sigue un método.
– ¿No es el móvil sencillamente evidente?
Wimsey se quedó mirándola pensativamente y dijo:
– Me recuerdas a un viejo tutor que yo tenía, ya difunto, un hombre encantador, cuyo tema de investigación eran las relaciones del Papado con la Iglesia de Inglaterra en unas fechas que no recuerdo bien. En una época pusieron este tema para la facultad de historia, y naturalmente, los estudiantes que elegían esa asignatura asistían a las clases del vejete y les iba muy bien, pero notaron que nadie de su propio college cursaba esa asignatura especial, por la sencilla razón de que el tutor era tan honrado que convencía de todo corazón a sus alumnos para que no la eligieran, por temor a influir en sus decisiones.
– ¡Qué hombre tan encantador! La comparación me halaga, pero no entiendo qué tiene que ver conmigo.
– ¿No? ¿No es cierto que, como más o menos te has decidido por el celibato, estás dispuesta a poblar el claustro de fantasmas? Si quieres prescindir de las relaciones personales, prescinde, pero no te precipites sobre ellas imaginándote que tienes que tenerlas o que te van a describir como un caso freudiano.
– No se trata ni de mí ni de mis sentimientos. Se trata de ese espantoso caso del college.
– Pero no puedes dejar tus sentimientos a un lado. De nada sirve decir que el sexo está en el fondo de todo esto. El sexo no es algo que funcione por sí mismo, con independencia de todo lo demás. Normalmente va unido a alguna persona.
– Eso es evidente.
– Pues echémosle un vistazo a lo evidente. El mayor delito de esos malditos psicólogos es impedir que se vea lo evidente. Son como quien va a hacer la maleta para el fin de semana y lo saca toda de armarios y cajones hasta que por fin encuentra el pijama y el cepillo de dientes. Vamos a empezar por unos cuantos puntos evidentes. Conociste a la señorita De Vine en la fiesta de fin de curso, y pusieron la primera carta en la manga de tu toga ese mismo día; las personas objeto de los ataques son casi todas profesoras o estudiantes; días después de tomar el té con el joven Pomfret, Jukes va a la cárcel; todas las cartas enviadas por correo llegan un lunes o un jueves; todos los textos están escritos en inglés, salvo la cita de las arpías; el vestido de la muñeca jamás se había visto en el colegio: tomados en conjunto, ¿todos estos hechos no te sugieren más que una idea general de represión sexual?
– Uno a uno sugieren muchas cosas, pero en conjunto no me dicen nada.
– Sueles tener mayor capacidad de síntesis. Ojalá pudieras quitarte de la cabeza esa preocupación personal. Pero ¿de qué tienes miedo? Los dos grandes peligros de la vida célibe son no tener otra opción y una cabeza desocupada. Las energías zumbando en el vacío producen quimeras, pero tú no corres peligro. Si quieres alcanzar el reposo eterno, es mucho más probable que lo encuentres en la vida del intelecto que en la vida del corazón.
– ¿Y precisamente tú dices eso?
– Eso digo. Son tus necesidades lo que tomamos en cuenta, no las de los demás. Esa es mi honrada opinión de estudioso, considerando el asunto desde el punto de vista académico y por sus propios méritos.
Harriet experimentó la conocida sensación de que Peter se estaba burlando de ella. Volvió a aferrarse al tema principal de la conversación.
– Entonces, ¿crees que podemos resolver el problema con una investigación directa, sin recurrir a un especialista en psiquiatría?
– Creo que puede resolverse con un razonamiento directo e imparcial.
– Peter, me da la impresión de estar actuando como una imbécil, pero la razón por la que quiero apartarme de la gente y los sentimientos y volver al ámbito intelectual es que es el único ámbito de la vida que no he traicionado ni destrozado.
– Lo sé -dijo Peter con más dulzura-. Y es terrible pensar que a su vez te pueda traicionar a ti, pero ¿por qué tienes que pensar eso? Aunque el conocimiento excesivo vuelva loca a una persona, no tiene por qué volver loco a todo el mundo. Todas estas mujeres están empezando a parecerte anormales porque no sabes de cuál sospechar, pero en realidad ni siquiera sospechas de más de una.
– No, pero estoy empezando a pensar que prácticamente cualquiera de ellas sería capaz de hacerlo.
– Supongo que ahí es donde tus temores están distorsionando tus ideas. Si toda persona frustrada se fuera derecha al manicomio, conozco al menos un peligro para la sociedad al que deberían encerrar.
– ¡Déjate de tonterías, Peter! ¿Quieres centrarte?
– Es decir, ¿qué medidas deberíamos tomar? ¿Me dejas esta noche para pensarlo? Si confías en mí para que me haga cargo del asunto, creo ver un par de líneas de investigación que podrían resultar útiles.
– Confío en ti más que en nadie.
– Gracias, Harriet. ¿Quieres que reanudemos nuestra interrumpida vacación?… Ah, mi juventud perdida. Ahí vienen los patos, a por los restos de nuestros bocadillos. Hace veintitrés años di de comer a unos patos idénticos a estos con unos bocadillos idénticos.
– Yo también les di de comer hasta que se hartaron hace diez años.
– Y de aquí a treinta años los mismos patos y los mismos estudiantes compartirán el mismo banquete ritual, y los patos les picarán los dedos a los estudiantes como acaban de picarme a mí. ¡Cuán efímeras son las pasiones humanas en comparación con la sólida continuidad de los patos…! Fuera, bobos. No hay más.
Arrojó las últimas migas de pan al agua, se dio la vuelta entre los cojines y se puso a contemplar el agua ondeante con los ojos entrecerrados… Pasó una batea llena de gente silenciosa, aturdida por el sol, con un plaf y un tintineo alternos cuando la pértiga entraba y salía del agua; después un ruidoso grupo con un gramófono que berreaba «Amor en flor»; a continuación un joven con gafas, solo en una piragua, remando como si le fuera en ello la vida; después otra batea, conducida a paso de funeral por un chico y una chica susurrantes; después un grupo de chicas acaloradas y enérgicas en una canoa de balancines; después otra piragua, conducida velozmente por dos estudiantes canadienses que iban arrodillados; luego una piragua muy pequeña, con una chica que se reía como una tonta y llevaba la pértiga peligrosamente y un joven burlón acuclillado a proa, ambos vestidos y preparados para el inevitable chapuzón; después un grupo muy sosegado, todos vestidos de pies a cabeza, muy corteses con una catedrática; a continuación un grupo de ambos sexos y todas las edades en un bote de remos, con otro gramófono que lanzaba quejoso «Amor en flor»: los habitantes de la ciudad desatados; después una sucesión de chillidos que anunciaban la llegada de un animadísimo grupo enseñando a manejar la pértiga a una novata; luego un ridículo contraste: un hombre muy corpulento con traje azul y sombrero de tela, propulsándose con gran solemnidad él solo en una cáscara de nuez y un joven delgado y en camisa pasando como un rayo a su lado con aire de desprecio, después tres bateas juntas, en las que todos parecían dormidos salvo los responsables de las pértigas y los zaguales. Una de ellas pasó a una palada de distancia de Harriet: un joven barrigón de pelo alborotado tumbado con las rodillas dobladas, la boca ligeramente abierta y la cara arrebolada por el calor; una chica despatarrada y apoyada sobre su hombro, mientras que el hombre enfrente de ella, con el sombrero sobre la cara y las manos apretadas contra el pecho y los pulgares bajo los tirantes también parecía haber perdido todo interés por el mundo exterior. La cuarta pasajera estaba comiendo bombones. La encargada de la pértiga llevaba un vestido de algodón arrugado y las piernas, picadas por los mosquitos, al aire. A Harriet le recordaron un compartimiento de tren de tercera clase en un día caluroso: dormirse en público era funesto, y muy tentador tirarle algo al joven barrigón. En aquel mismo momento, la devoradora de bombones apretujó los dulces que le quedaban en la bolsa y se la lanzó al joven barrigón. Le dio en el estómago, y él se despertó resoplando. Harriet sacó un cigarrillo de su pitillera y se volvió para pedirle fuego a su acompañante. Estaba dormido.
Dormía apaciblemente, sin ruido; la postura podría describirse casi como la del erizo, y el durmiente no presentaba ni la boca ni el estómago como posible blanco de objetos arrojadizos, pero no cabía duda de que estaba dormido. Y allí estaba la señorita Harriet Vane, de repente comprensiva, con miedo de hacer el menor movimiento por si lo despertaba y terriblemente contrariada ante la proximidad de una embarcación llena de imbéciles en cuyo gramófono sonaba, para variar, «Amor en flor».
«¡Qué maravilla la Muerte, la Muerte y su hermano, el Sueño!», dice el poeta. Y tras haber preguntado si Iante se despertaría y teniendo la certeza de que lo haría, él se pone a entretejer hermosos pensamientos sobre el sueño de Iante. De esto podemos deducir fácilmente (como Henry, arrodillado en silencio ante el diván que él albergaba buenos sentimientos hacia Iante. Porque el sueño de otra persona es la agria prueba de nuestros sentimientos. A menos que seamos unos salvajes, reaccionamos con bondad ante la muerte, ya sea la de un amigo o la de un enemigo. No nos saca de quicio; no nos tienta a arrojarle cualquier cosa; no nos hace ninguna gracia. La muerte es la debilidad postrera, y no nos atrevemos a insultarla, pero el sueño es solamente una ilusión de debilidad y, a menos que despierte nuestros instintos de protección, lo más probable es que nos provoque un desagradable deseo de intimidar. Desde una superioridad consciente, miramos con desprecio al durmiente, que pone en evidencia toda su fragilidad, y nos permitimos comentarios desdeñosos sobre su aspecto, sus modales y (si se trata de una ocasión en público) sobre la absurda posición en la que pone a su acompañante, si lo tiene, y sobre todo si somos nosotros ese acompañante. Así engañada para hacer de Febe con el durmiente Endimión, Harriet tuvo sobradas oportunidades de examinarse a sí misma. Tras una detenida reflexión, llegó a la conclusión de que lo que más necesitaba era una caja de cerillas. Peter había usado cerillas para encender la pipa; ¿dónde estaban? ¡Maldición! Se había quedado dormido con todo el equipo, pero el blazer estaba a su lado, sobre los cojines, y ¿conoce alguien a algún hombre que solo lleve una caja de cerillas en los bolsillos?
Apoderarse del blazer fue una tarea peliaguda, porque la embarcación se balanceaba con cada movimiento y tuvo que quitarle la prenda de las rodillas, pero Peter dormía el profundo sueño del cansancio físico, y Harriet retrocedió triunfalmente a gatas sin haberlo despertado. Registró los bolsillos con un extraño sentimiento de culpabilidad y encontró tres cajas de cerillas, un libro y un sacacorchos. Con tabaco y literatura se puede hacer frente a cualquier situación, siempre y cuando el libro no esté escrito en una lengua desconocida, naturalmente. No había título en el lomo, y al abrir la gastada tapa de piel de becerro lo primero que vio fue el ex libris grabado con su escudo de armas: tres ratones en plata sobre sable y el gato doméstico agazapado amenazadoramente en la corona del casco. Dos sarracenos armados sujetaban el escudo, bajo el cual aparecía el lema, burlón y arrogante: «A donde mi capricho me lleve». Volvió la portada. Religio Media. ¡Vaya…! Pero ¿era tan inesperado?
¿Por qué viajaba Peter con un libro así? ¿Dedicaba sus ratos libres, entre las investigaciones y la diplomacia, a cavilar sobre las transmigraciones «extrañas y místicas» de los gusanos de seda y «la prestidigitación de los niños cambiados al nacer»? ¿O a reflexionar sobre cuán «vanamente acusamos a la ferocidad de las armas de fuego y las nuevas invenciones de la muerte?». «Sin duda no existe la felicidad en este círculo de la carne, ni está en poder de la óptica de estos ojos contemplar la dicha. El primer día de júbilo es el de la muerte.» Harriet no sentía el menor deseo de darle una aplicación personal a semejante cosa; prefería que Peter estuviera seguro y feliz para que a ella pudiera molestarla su seguridad y su felicidad. Pasó las páginas apresuradamente. «Cuando sin él estoy, muero hasta estar con él. Las almas unidas no se satisfacen con abrazos, sino con el deseo de ser realmente el otro; al ser imposible, esos deseos son infinitos y han de continuar sin posibilidad de satisfacción.» Desde cualquier punto de vista, era un párrafo sumamente irritante. Volvió a la primera página y se puso a leer con meticulosidad, crítica con la gramática y el estilo, con el fin de ocupar la corriente superior de su conciencia sin husmear demasiado en lo que pudiera ocurrir bajo la superficie.
El sol descendía en el cielo y las sombras se alargaban sobre el agua. Ya quedaban menos embarcaciones en el río; los que habían merendado allí volvían a casa apresuradamente para cenar y los que iban a cenar aún no habían salido. Endimión daba la impresión de ir a pasar en la batea toda la noche; ya era hora de hacerse la fuerte y levantar las pértigas. Harriet lo fue retrasando un minuto tras otro, hasta que un agudo chillido y un golpetazo en el extremo de la batea la libró de tener que tomar una decisión. La novata incompetente había regresado con su tripulación y, tras abandonar la pértiga en mitad del río, había dejado su embarcación a la deriva frente a la popa de la batea de Harriet, que empujó a los intrusos con más vigor que simpatía y al darse la vuelta vio a su acompañante incorporándose y sonriendo un tanto avergonzado.
– ¿Me he quedado dormido?
– Casi dos horas -respondió Harriet con una risita de satisfacción.
– ¡Cielo santo, qué actuación tan repugnante! No sabes cuánto lo lamento. ¿Por qué no me has dado un grito? ¿Qué hora es? Pobrecita, si no nos damos prisa, hoy te quedas sin cenar. Mil perdones.
– No tiene la menor importancia. Estabas terriblemente cansado.
– Eso no es excusa. -Peter se había puesto en pie y estaba extrayendo las pértigas del cieno-. A lo mejor lo conseguimos si los dos cogemos las pértigas…, si puedes perdonar la tremenda caradura de pedirte que trabajes para compensar mi nauseabunda pereza.
– Me encantaría, pero ¡una cosa, Peter! -De repente le caía maravillosamente-. ¿Qué prisa hay? Quiero decir, ¿te está esperando el director o algo?
– No. Me he trasladado al Mitre. No puedo tomarme la residencia del director como si fuera un hotel y, además, tienen invitados.
– Entonces, ¿y si comemos algo a la orilla del río, y un día es un día? Quiero decir, si te apetece, ¿o tienes que cenar como es debido?
– Querida mía, de buen grado comería cáscaras de bellota por haberme portado como un cerdo. O cardos. Si, mejor cardos. Eres una mujer muy comprensiva.
– Venga, dame la pértiga. Yo me pongo en la proa y tú al timón.
– Y veo cómo subes la pértiga en tres movimientos.
– Te prometo que lo haré.
De todos modos, Harriet era consciente de la mirada crítica de Wimsey, de Balliol, que la observaba mientras manejaba la pesada pértiga, pues o lo haces con elegancia o espantosamente: no hay término medio. Pusieron rumbo a Iffley.
– Casi habrían sido preferibles los cardos -dijo Harriet cuando volvieron a embarcar un rato más tarde.
– Esa clase de comida está destinada a personas muy jóvenes que tienen la cabeza en otro sitio, «hombres de pasiones pero sin partes». Me alegro de haber cenado a base de tarta de albaricoque y limonada sintética: amplia tu experiencia. ¿Quién se encarga de la pértiga? ¿Tú, yo o los dos? ¿O abandonamos las distancias y la superioridad y remamos en paz y armonía codo con codo? -Sus ojos se burlaban de Harriet-. Yo soy sumiso. Ordena.
– Lo que tú prefieras.
Peter la llevó solemnemente al asiento de proa y se enroscó a su lado.
– ¿Dónde demonios me he sentado?
– En sir Thomas Browne, supongo. Lo siento, pero te he hurgado en los bolsillos.
– Como soy tan mal compañero, me alegro de haberte proporcionado un buen sustituto.
– ¿Te acompaña continuamente?
– Tengo unos gustos bastante católicos. Fácilmente podría haber sido Kai Lung o Alicia en el país de las maravillas o Maquiavelo…
– ¿O Boccaccio o la Biblia?
– Probablemente. O Apuleyo.
– ¿O John Donne?
Peter guardó silencio unos momentos y después contestó con un tono de voz distinto:
– ¿Ha sido un golpe al azar?
– ¿Buen disparo?
– En el centro de la diana… Si remas un poco por tu lado resultaría más fácil navegar.
– Perdona… ¿Te emborrachas fácilmente con las palabras?
– Con tanta facilidad que, si te digo la verdad, raras veces estoy completamente sobrio. Lo que explica que hable tanto.
– Sin embargo, a cualquiera que me preguntara, le diría que te apasionan el equilibrio y el orden… que no hay belleza sin medida.
– Puede apasionarte lo inalcanzable.
– Pero tú lo alcanzas, o al menos eso parece.
– ¿El perfecto augusto? ¡No! Mucho me temo que, como máximo, es un equilibrio de fuerzas opuestas… El río empieza a llenarse otra vez.
– Hay mucha gente que sale después de cenar.
– Sí, pobrecillos, ¿por qué no iban a salir? ¿Tienes frío?
– Ni pizca.
Era la segunda vez en cinco minutos que Peter evitaba que entrase en su terreno privado. Su estado de ánimo había cambiado desde primeras horas de la tarde y todas sus defensas estaban en pie una vez más. Harriet no podía olvidar de nuevo el letrero de «Prohibido el paso», así que dejó en manos de Peter cambiar de tema.
Así lo hizo él, cortésmente, preguntando qué tal iba la nueva novela.
– Estoy atascada.
– ¿Qué ha pasado?
Aquello supuso poner en escena la trama de La muerte entre viento y agua. Era una historia complicada, y la batea había recorrido un buen trecho del río cuando Harriet llegó al final.
– En lo fundamental no hay nada que esté mal -dijo Peter y procedió a ofrecerle sugerencias sobre los detalles.
– Qué inteligente eres, Peter. Tienes razón. Desde luego que esa sería la mejor manera de resolver la dificultad del reloj, pero ¿por qué toda la historia parece tan pobretona?
– En mi opinión, es Wilfrid. Sé que se casa con la chica, pero ¿tiene que ser tan memo? ¿Por qué se guarda las pruebas y cuenta tantas mentiras innecesarias?
– Porque cree que la culpable es la chica.
– Sí, pero ¿por qué lo hace? Adora a la chica… piensa que es el súmmum… y sin embargo, simplemente por encontrar el pañuelo de ella en el dormitorio se convence inmediatamente, por unos indicios de lo más endebles, no solo de que es la amante de Winchester, sino de que ella lo ha asesinado de una manera especialmente diabólica. Puede ser una forma de amar, pero…
– Pero tú quieres insistir en que no es la tuya… y en realidad, no lo era.
Ya estaba otra vez: el viejo resentimiento y el impulso de devolver despiadadamente el golpe por el placer de verlo sufrir.
– No. Estaba considerando el asunto desde un punto de vista impersonal -replicó Peter.
– Incluso académico.
– Sí… por favor… Desde un punto de vista puramente estructural, creo que la conducta de Wilfrid no queda suficientemente explicada.
– Bueno, en términos académicos reconozco que Wilfrid es el mayor zafio del mundo -dijo Harriet, recuperando el aplomo-. Pero si no oculta el pañuelo, ¿en qué queda la trama?
– ¿No podrías presentar a Wilfrid como uno de esos personajes morbosamente concienzudos, que han crecido con la idea de que todo lo placentero tiene que ser malo, de modo que si quiere considerar a la chica un ángel, precisamente por esa razón es mucho más probable que sea culpable? Ponle un padre puritano y una religión con fuego eterno incluido.
– Qué buena idea, Peter.
– Verás. Tiene la lúgubre convicción de que el amor es un pecado en sí mismo y de que solo puede expiarlo cargando sobre sí los pecados de la joven y regodeándose en un sufrimiento indirecto… Seguiría siendo un zafio, un zafio patológico, pero resultaría un poquito más coherente.
– Sí… sería interesante, pero si le atribuyo todos esos sentimientos intensos y verosímiles, desequilibrará por completo el libro.
– Tendrías que abandonar las historias como rompecabezas y escribir un libro sobre seres humanos, para variar.
– Me da miedo intentarlo, Peter. Quizá se pasaría de castaño oscuro.
– Quizá sería lo más sensato que puedes hacer.
– ¿Escribirlo y quitármelo de encima?
– Sí.
– Lo pensaré. Haría un daño terrible.
– ¿Y eso qué importa, si es un buen libro?
Harriet se quedó desconcertada, no por lo que había dicho Peter, sino por haberlo dicho. Nunca había pensado qué él se tomara su trabajo muy en serio, y desde luego, no se esperaba que adoptara una actitud tan implacable al respecto. ¿El varón protector? Tan protector como un abrelatas.
– Aún no has escrito el libro que podrías escribir si lo intentaras -prosiguió Peter-. Probablemente no podías escribirlo cuando tenías las cosas demasiado cercanas, pero ahora si podrías, si tuvieras… si tuvieras…
– ¿Agallas?
– Exacto.
– No creo que pueda enfrentarme a ello.
– Claro que sí. Y no tendrás paz de espíritu hasta que lo hagas. Yo llevo huyendo de mí mismo veinte años, y no funciona. ¿De qué sirve cometer errores si no los utilizas? Prueba. Empieza con Wilfrid.
– ¡Maldito Wilfrid!… De acuerdo. Lo intentaré. Le quitaré el polvo a Wilfrid, por lo menos.
Peter retiró la mano del zagual y se la tendió a Harriet con gesto de desaprobación.
– «Siempre dándole órdenes a alguien con exquisita insolencia.» Lo siento.
Harriet aceptó la mano y la disculpa y siguieron remando en concordia, pero era cierto, pensó, que ella había tenido que aceptar mucho más que eso. Le sorprendió no sentir rencor.
Se separaron al llegar a la puerta trasera.
– Buenas noches, Harriet. Te devolveré el manuscrito mañana. ¿Te vendría bien por la tarde? Tengo que almorzar con Gerald, supongo, y ponerme serio.
– Ven alrededor de las seis. Buenas noches… y muchas gracias.
– Estoy en deuda contigo.
Peter esperó cortésmente mientras Harriet cerraba la pesada reja.
– ¡Y asiií -con voz almibarada- se cerraron las puertas del conventooo tras Soniaaa!
Se golpeó la frente con gesto teatral y un grito de angustia y fue a caer prácticamente en brazos de la decana, que subía por la carretera al paso brioso de costumbre.
– Merecido se lo tiene -dijo Harriet y enfiló el sendero sin esperar a ver qué pasaba.
Al meterse en la cama, recordó la oración improvisada de un coadjutor bienintencionado pero incoherente que había oído en una ocasión y no había olvidado: «Señor, enséñanos a mirar nuestros corazones cara a cara, por difícil que resulte».