Capítulo 9

Ven aquí, amigo. Me avergüenza oír lo que oigo de ti… Casi has alcanzado la edad de nueve años, o al menos ocho y medio, y en vista de que conoces tu obligación, si no cumples con ella mereces mayor castigo que aquel que por ignorancia la desconoce. No pienses que la nobleza de tus antepasados te permite obrar a tu antojo; por el contrario, te obliga aún más a seguir el camino de la virtud.

PIERRE ERONDELL


– De modo que Jukes ha vuelto a las andadas… -dijo la administradora dirigiéndose briosamente al estrado de la mesa de autoridades el jueves siguiente.

– ¿Que ha vuelto a robar? -preguntó la señorita Lydgate-. ¡Dios mío, qué decepción!

– Annie me ha contado que lo sospechaba desde hace tiempo, Y como ayer tenía medio día libre fue a decirle a la señora Jukes que tenía que llevarse las niñas a otro sitio, cuando, quién lo iba a decir, apareció la policía y descubrió un montón de cosas que habían desaparecido hace dos semanas de la habitación de una estudiante de Holywell. Fue de lo más desagradable, para Annie, quiero decir. Le hicieron un montón de preguntas.

– A mí siempre me ha parecido un error que las niñas estuvieran en esa casa -dijo la decana.

– Así que a eso se dedicaba Jukes por la noche -dijo Harriet-. Había oído decir que lo habían visto rondando por el college. La verdad es que yo puse al tanto a Annie. Lástima que no se hubiera llevado antes a las niñas.

– Yo pensaba que se estaba portando bien -intervino la señorita Lydgate-. Tenía trabajo, y además, sé que criaba gallinas y que recibía dinero por las Wilson, las hijas de Annie, o sea… ¿qué necesidad tenía de robar, el pobre? A lo mejor es que la señora Jukes no se administra bien.

– Jukes es mala persona -dijo Harriet-. Es un asunto muy desagradable. Más vale que se quite de en medio.

– ¿Se había llevado mucho? -preguntó la decana.

– Según tengo entendido por Annie, han descubierto numerosos hurtos atribuibles a Jukes -contestó la administradora-. Supongo que es cuestión de averiguar si ha vendido los objetos.

– Supongo que los pondría en manos de un perista, un prestamista o alguien de esa calaña -dijo Harriet-. ¿Ya había estado dentro… o sea, en la cárcel?

– No que yo sepa -repuso la decana-. Pero debería haber estado.

– Entonces supongo que saldrá pronto, al no tener antecedentes.

– La señorita Barton debe de estar al tanto de esas cosas. Le preguntaremos. Espero que la pobre señora Jukes no esté metida en el asunto -dijo la administradora.

– ¡Seguro que no! ¡Una mujer tan buena! -exclamó la señorita Lydgate.

– Tenía que saberlo, a menos que sea imbécil -replicó Harriet.

– ¡Debe de ser terrible, saber que tu marido es un ladrón!

– Sí -convino la decana-. Debe de resultar muy incómodo tener que vivir del producto de los robos.

– Espantoso -dijo la señorita Lydgate-. No puedo imaginarme nada peor para los sentimientos de una persona honrada.

– Entonces, por el bien de la señora Jukes, esperemos que sea tan culpable como él.

– ¿Cómo puede decir algo tan espantoso? -replicó la señorita Lydgate.

– Bueno, o es culpable o se sentirá muy desgraciada -contestó Harriet, pasándole el pan a la decana con un centelleo en los ojos.

– No puedo por menos que disentir -dijo la señorita Lydgate-. O es inocente y desgraciada o culpable y desgraciada… No veo cómo podría ser feliz, la pobrecilla.

– Preguntémosle a la rectora la próxima vez que la veamos, si es posible que una persona culpable sea feliz -dijo la señorita Martin-. Y en tal caso, si es mejor ser feliz u honrada.

– Vamos, decana, no podemos consentir estas cosas -dijo la administradora-. Por favor, señorita Vane, un tazón de cicuta para la decana. Volviendo al tema que nos ocupa: como de momento la policía no se ha llevado a la señora Jukes, supongo que no hay nada contra ella.

– Me alegro mucho -dijo la señorita Lydgate, y con la llegada de la señorita Shaw, muy afligida por una de sus alumnas, que padecía un dolor de cabeza constante y no era capaz de trabajar, la conversación se desvió por otros derroteros.


El trimestre tocaba a su fin y la investigación no parecía haber progresado mucho, pero lo que sí parecía posible era que las peripatéticas actividades nocturnas de Harriet y el chasco ante los incidentes de la biblioteca y la capilla hubieran contribuido a frenar al Poltergeist, pues no se produjo ninguno más, ni tan siquiera una inscripción en un cuarto de baño o un anónimo, durante tres días. La decana, con muchísimo trabajo, agradeció la tregua, y también le alegró la noticia de que la señora Goodwin, la secretaria, fuera a volver el lunes para ocuparse de la avalancha del fin de trimestre. Se vio más animada a la señorita Cattermole, que hizo un trabajo bastante aceptable para la señorita Hillyard sobre la política marítima de Enrique VIII. Harriet invitó a café a la enigmática señorita De Vine. Como siempre, tenía intención de que la señorita De Vine le abriera su corazón, y como siempre, fue ella quien acabó abriéndole el suyo.


– Pienso lo mismo que usted sobre la dificultad de conciliar los intereses intelectuales con los emocionales -dijo la señorita De Vine-. Y no creo que afecte únicamente a las mujeres; también a los hombres, pero cuando un hombre antepone su vida pública a su vida privada, produce menos indignación que cuando una mujer hace otro tanto, porque las mujeres, por la educación que han recibido, están más acostumbradas que los hombres a ser relegadas.

– Pero vamos a suponer una cosa: que no sabes qué poner en primer lugar. Vamos a suponer -insistió Harriet, recurriendo a palabras ajenas- que tienes la maldición de poseer cerebro y corazón.

– Normalmente puede deducirse por la clase de errores que cometes -dijo la señorita De Vine-. Estoy convencida de que no se cometen errores de importancia vital en algo que realmente se quiere hacer. Los errores de importancia vital son producto de la falta de auténtico interés. En mi opinión, claro.

– Yo cometí un error muy grave una vez, como supongo que usted sabe -dijo Harriet-. No creo que fuera por falta de interés. En su momento parecía lo más importante del mundo.

– Y sin embargo, cometió el error, pero ¿cree que se había concentrado de verdad en ello? ¿Era de verdad tan rigurosa y exigente como cuando escribe un párrafo de buena prosa?

– Es una comparación muy difícil. Desde luego, no se pueden tratar las pasiones emocionales con tanta objetividad.

– ¿Y no es escribir buena prosa una pasión emocional?

– Sí, claro que sí. Al menos cuando das completamente en el clavo y lo sabes, no hay nada comparable. Te sientes en el séptimo cielo… al menos un ratito.

– Pues a eso me refiero. Solucionas el problema sin cometer errores… y entonces experimentas el éxtasis, pero si hay algún tema en el que te conformas con lo mediocre, entonces no es realmente tu tema.

– Tiene toda la razón -repuso Harriet tras una pausa-. Si verdaderamente te interesa algo, sabes ser paciente y dejar que pase el tiempo, como decía la reina Isabel. Quizá sea ese el significado de una frase que siempre me ha parecido absurda: que el genio es eterna paciencia. Si realmente deseas algo, no te apoderas de ello; si te apoderas, es que realmente no lo deseas. ¿Cree usted que si comprendes que te estás tomando verdaderas molestias por algo es prueba de lo mucho que te importa?

– Creo que sí, en gran medida, pero la gran prueba es que ese algo salga bien, sin esos errores de importancia vital. Naturalmente siempre se cometen errores superficiales, pero un error vital es señal inequívoca de que no te importa. Ojalá pudiera enseñársele hoy en día a la gente que apoderarse de lo que uno cree desear es una insensatez.

– Este invierno he visto seis obras de teatro en Londres, y todas predicaban la doctrina de apoderarse de las cosas -dijo Harriet-. Y he de reconocer que todas me dejaron con la sensación de que ninguno de los personajes sabía lo que quería.

– No -replicó la señorita De Vine-. Una vez que sabes con certeza lo que quieres, ves que todo queda aplastado, como la hierba bajo un rodillo… lo que te interesa a ti y a los demás. A la señorita Lydgate no le gustaría oírlo, pero es tan aplicable a ella como a cualquiera. Es la persona más bondadosa del mundo con cosas que le resultan indiferentes, como los engaños de Jukes, pero no tiene ninguna misericordia con las teorías prosódicas del señor Elkbottom. No las aceptaría ni para salvar al señor Elkbottom de la horca. Diría que no podía hacer semejante cosa. Y por supuesto que no podría. Si viera al señor Elkbottom humillándose como un gusano, sentiría lástima, pero no alteraría ni un párrafo. Eso supondría una traición. No se puede sentir lástima de nadie cuando se trata del trabajo. Supongo que usted sería capaz de mentir tranquilamente sobre cualquier cosa excepto… ¿sobre qué?

– ¡Ah, yo sobre cualquier cosa! -contestó Harriet, riéndose-. Excepto decir que un libro espantoso es bueno si no lo es. De eso no soy capaz. Me granjea muchos enemigos, pero no soy capaz.

– No, nadie puede -dijo la señorita De Vine-. Por muy doloroso que resulte, siempre hay algo a lo que hay que enfrentarse con sinceridad, si sigues conectada con tu intelecto. Yo tendría que saberlo, por experiencia propia. Naturalmente, ese algo puede ser un algo emocional, no digo que no. Puedes cometer todos los pecados habidos y por haber y sin embargo seguirle siendo fiel a una persona y ser honrada con ella. En tal caso, es probable que esa persona sea el trabajo que se te ha encomendado. Yo no desprecio esa clase de lealtad; simplemente, no es lo mío.

– ¿Lo descubrió al cometer un error de importancia vital? -preguntó Harriet con cierto nerviosismo.

– Sí -contestó la señorita De Vine-. Estuve prometida en cierta época, pero descubrí que siempre metía la pata, que hería sus sentimientos, que hacía estupideces, que cometía errores de lo más básico con él. Acabé por comprender que simplemente no me tomaba con él las mismas molestias que las que me habría tomado con una lectura polémica, y llegué a la conclusión de que no era mi trabajo. -Sonrió-. Además, yo lo quería más que él a mí. Se casó con una mujer extraordinaria que está dedicada a él en cuerpo y alma; es su trabajo, yo diría que a tiempo completo. Es pintor y casi siempre está al borde de la ruina, pero pinta muy bien.

– Supongo que no habría que casarse, a menos que estés dispuesta a que tu marido sea un trabajo a tiempo completo.

– Es probable, aunque yo creo que hay unas cuantas personas, muy pocas, que no se consideran un trabajo sino compañeros.

– Yo diría que Phoebe Tucker y su marido son así -dijo Harriet-. Usted la conoció en la fiesta. Esa colaboración parece funcionar, pero entre las esposas celosas del trabajo de sus maridos y los maridos celosos de las aficiones de sus esposas, da la impresión de que la mayoría nos consideramos un trabajo.

– Lo peor de ser un trabajo son las devastadoras consecuencias sobre el propio carácter -dijo la señorita De Vine-. Yo siento lástima de la persona que es el trabajo de otra; él, o ella, naturalmente, acaba por devorar o ser devorado. Mi pintor ha devorado a su esposa, pero ninguno de los dos lo sabe, y la señorita Cattermole, pobrecilla, corre el enorme riesgo de ser identificada con el trabajo de sus padres y ser devorada.

– Entonces, ¿es usted partidaria del trabajo impersonal?

– Sí -contestó la señorita De Vine.

– Pero asegura que no desprecia a quienes convierten a otra persona en el trabajo de su vida…

– Lejos de despreciarlos, los considero peligrosos -replicó la señorita De Vine.


Christ Church

Viernes

Estimada señorita Vane:

Si es capaz de perdonar mi estúpida conducta del otro día, ¿vendrá a comer conmigo el lunes a la una? Venga, por favor… Todavía tengo deseos de suicidarme, así que sería una verdadera obra de caridad. Espero que los merengues llegaran sanos y salvos.

Atentamente,

SAINT-GEORGE


Mi querido joven, pensó Harriet, mientras redactaba una nota para aceptar la ingenua invitación, si te crees que no veo lo que hay detrás de esto, estás pero que muy confundido. Esto no es por mí, sino por les beaux yeux de la cassette de l'oncle Pierre, pero hay peores comidas que las que salen de la cocina de tu college, y acudiré. Por cierto; me gustaría saber cuánto dinero despilfarras. El heredero de Denver debería tener lo suficiente por derecho propio sin necesidad de recurrir al tío Peter. ¡Dios del cielo! ¡Cuando pienso que a mí me daban para la matrícula, la ropa y cinco libras por trimestre y saltaba de alegría! No esperes mucha comprensión ni mucho apoyo de mi parte, milord.


Aún con esas ideas tan severas, el lunes bajó por Saint Aldate y preguntó al conserje bajo la torre Tom por lord Saint-George, a lo que le respondieron que el joven no se encontraba en el colegio.

– ¡Ah! -exclamó Harriet, desconcertada-. Si me había invitado a comer…

– Lástima que no la hayan informado, señorita. Lord Saint-George sufrió un terrible accidente de tráfico el viernes por la noche. Está en el hospital. ¿No lo ha visto en los periódicos?

– No, se me ha pasado. ¿Está muy grave?

– Según tenemos entendido, se lesionó un hombro y se hizo una enorme brecha en la cabeza -contestó el conserje con pesar pero con cierto deleite al poder anunciar malas noticias-. Estuvo inconsciente durante veinticuatro horas, pero se nos ha comunicado que su situación está mejorando. El duque y la duquesa han regresado al campo.

– ¡Dios mío! -exclamó Harriet-. Cuánto lo siento. Iré a preguntar. ¿Sabe si le permiten visitas?

El conserje le dirigió una mirada paternal que le dio a entender que si hubiera sido una estudiante la respuesta habría sido negativa.

– Según creo, se ha permitido la visita del señor Danvers y de lord Warboys a su señoría esta mañana, pero no puedo añadir nada más. Perdone… El señor Danvers está cruzando el patio. Iré a averiguarlo.

Salió de la garita de cristal y fue en pos del señor Danvers, que llegó a todo correr hasta la conserjería.

– ¿Es usted la señorita Vane? -preguntó-. Es que el pobre Saint-George acaba de acordarse de usted. Lo siente muchísimo, y Yo tenía que venir a buscarla y darle algo de comer. Ninguna molestia; será un placer. Tendríamos que haberla avisado, pero el pobrecillo ha estado fuera de combate. Y encima, con la familia dando la lata… ¿Conoce a la duquesa? ¿No? Ah, pues se ha marchado esta mañana, y después he podido acercarme a recibir instrucciones. En fin, que le pide mil perdones.

– ¿Cómo ocurrió?

– Es un auténtico peligro público conduciendo un coche de carreras -respondió el señor Danvers con una mueca-. Intentaba pasar antes de que cerrasen las puertas, y como dio la casualidad de que no había policía por allí, pues no sabemos exactamente qué pasó. Por suerte, no hay muertos. Al parecer, Saint-George se llevó un poste de telégrafos por delante, salió disparado de cabeza y aterrizó sobre un hombro. La suerte es que llevaba el parabrisas bajado, porque si no, tendría una cara nueva. El coche está completamente destrozado, y no sé cómo no lo está él también, pero es que esos Wimsey tienen más vidas que un gato. Venga, entre. Estas son mis habitaciones. Espero que no le importe tomar las típicas chuletas de cordero, porque no he tenido tiempo para pensar en nada especial, pero me encargaron que buscara el Niersteiner del 23 de Saint-George y que dijera que era de parte del tío Peter. No sé si el tío Peter lo compró, lo recomendó o se lo bebió, y ni siquiera sé qué tiene que ver con él, pero eso es lo que me han dicho que dijera.

Harriet se echó a reír.

– Si ha hecho cualquiera de esas cosas, estará muy bien.

El Niersteiner era excelente; Harriet disfrutó sin preocupaciones de la comida, y el señor Danvers le pareció un anfitrión muy agradable.

– Vaya a ver al enfermo -dijo el señor Danvers mientras acompañaba a Harriet hasta la puerta-. Está en condiciones de recibir visitas, y lo animará lo indecible. Está en una habitación privada, o sea que puede entrar cuando quiera.

– Voy ahora mismo -replicó Harriet.

– Estupendo -dijo el señor Danvers-. ¿Qué es eso? -añadió, volviéndose hacia el conserje, que llevaba una carta en la mano-. Ah, algo para Saint-George. Muy bien. Espero que se lo lleve la señorita, si va a verlo ahora. Si no, que se lo lleve el recadero.

Harriet miró la dirección. «Vizconde Saint-George, Christ Church, Oxford, Inghilterra.» Incluso sin el sello italiano, no cabía duda de dónde procedía.

– Ya se la llevo yo… Puede que sea urgente -dijo.


Con el brazo derecho en cabestrillo, la frente y un ojo ocultos por vendas y el otro ojo morado e inyectado en sangre, lord Saint-George se deshizo en saludos y excusas.

– Espero que Danvers se haya ocupado de usted como es debido. Y es usted de lo más amable por venir a verme.

Harriet le preguntó si era grave.

– Podría ser peor. Supongo que el tío Peter ha estado a punto de verle las orejas al lobo en esta ocasión, pero todo ha quedado en una brecha en la cabeza y un hombro dislocado. Y bueno, estado de shock, magulladuras y demás. Mucho menos de lo que me tengo merecido. Venga, quédese un ratito y hable conmigo. Es espantosamente aburrido estar aquí a solas, y encima con un solo ojo no veo nada.

– Si hablamos, a lo mejor le duele la cabeza.

– Es imposible que me duela más, y usted tiene una voz preciosa. Por favor, quédese aquí un rato.

– Le he traído una carta que ha llegado al college.

– Un acreedor o algo, como si lo viera.

– No. Es de Roma.

– El tío Peter. ¡Dios mío! En fin. Supongo que tendré que prepararme para lo peor.

Harriet le puso la carta en la mano izquierda y vio cómo manoseaba torpemente el ancho sello rojo.

– ¡Puaj! Lacre y el sello de la familia. Sé lo que significa: el tío Peter más estirado que nunca.

Luchó impaciente con el grueso sobre.

– ¿Quiere que lo abra yo?

– Sí, por favor… Y otra cosa: sea buena y léamelo. Incluso con los dos ojos en buen estado, algo de su puño y letra pone nervioso.

Harriet sacó la carta y echó un vistazo a las primeras palabras.

– Parece de carácter privado.

– Mejor usted que la enfermera. Además, lo soportaré mejor con un poquito de comprensión femenina. Por cierto, ¿lleva algún documento anexo?

– No. Ninguno.

El enfermo emitió un gemido.

– El tío Peter se revuelve. Se acabó lo que se daba. ¿Cómo empieza? Si es con «Pepinillo», «Jerry» o incluso «Gerald», aún queda esperanza.

– Empieza con «Mi querido Saint-George».

– ¡Santo Dios! Eso quiere decir que está hecho una furia. Y habrá firmado con todas las iniciales que haya podido sacar a relucir, ¿no?

Harriet le dio la vuelta a la carta.

– Ha firmado con los nombres y apellidos completos.

– ¡Monstruo implacable! Ya me daba a mí la impresión de que no se lo iba a tomar demasiado bien. No sé qué demonios voy a hacer.

Parecía tan enfermo que Harriet preguntó preocupada:

– ¿No sería mejor que lo dejáramos para mañana?

– No. Tengo que saber en qué situación me encuentro. Continúe, pero hable con dulzura a esta criaturita. Cántelo. Lo voy a necesitar.


Querido Saint-George:

Si he comprendido correctamente el estado de tus asuntos, que tan incoherentemente presentas, has contraído una deuda de honor que asciende a una suma de la que no dispones. La has satisfecho con un cheque por una cantidad de la que no disponías. Para cubrirlo, le has pedido prestado dinero a un amigo, a quien le has dado un cheque con fecha posterior por una cantidad de la que tampoco tienes razón alguna para pensar que dispondrás. Me propones que avale tu cuenta a seis meses, y que en caso de no poder responder, a) «lo intentaré otra vez con Levy» o b) te volarás la tapa de los sesos. Como tú mismo reconoces, la primera alternativa aumentará tu pasivo; la segunda, como me atrevería a señalar, no compensaría a tu amigo; meramente contribuiría a añadir la ignominia a la insolvencia.


Lord Saint-George cambió de postura, incómodo, entre las almohadas.

– Vaya forma tan lúcida y desagradable de poner las cosas.


Tienes la decencia de decir que acudes a mí en lugar de a tu padre porque, en tu opinión, es probable que yo sea más comprensivo con tu turbia situación económica. No puedo decir que tal opinión me halague.


– Yo no quería decir eso exactamente -gimió el vizconde-. Él sabe muy bien a qué me refiero. El jefe perdería los estribos. ¡Maldita sea, es culpa suya! No tendría que ser tan tacaño. ¿Qué es lo que espera? Teniendo en cuenta lo que despilfarró durante su loca juventud, podría saber algo del asunto. Y el tío Peter está forrado… No le pasaría nada por soltar un poco.

– No creo que sea tanto por el dinero como por los cheques sin fondos, ¿no?

– Ese es el problema. Pero ¿por qué demonios tiene que largarse a Roma precisamente cuando se le necesita? Sabe que no habría dado un cheque sin fondos si tuviera con qué cubrirlo, pero no podía hablar con él si no estaba aquí. En fin, continúe leyendo. Oigamos lo peor.


Soy consciente de que tu prematuro fallecimiento me dejaría como heredero presuntivo del título…


– ¿Heredero presuntivo?… Ah, ya. Mi madre podría estirar la pata y mi padre volver a casarse. Qué mente tan calculadora tiene.


… heredero presuntivo del título y del patrimonio. Por fastidiosa que pueda resultar semejante herencia, me perdonarás que diga que seguramente sería un administrador más honrado que tú.


– ¡Caray! ¡Eso es un golpe bajo! -exclamó el vizconde-. Sigue así, adiós muy buenas.


Me recuerdas que cuando llegues a la mayoría de edad, el próximo julio, recibirás una renta más elevada. Sin embargo, como la suma que mencionas asciende aproximadamente a los ingresos de un año en la escala más elevada de pago, tus posibilidades de liquidar las deudas en el plazo de seis meses son remotas, y tampoco comprendo cómo piensas vivir si has anticipado tus ingresos hasta tal extremo. Además, ni se me ocurre pensar que la suma en cuestión represente la totalidad de tu pasivo.


– ¡Maldito adivino! -gruñó su señoría-. Claro que no, pero ¿cómo lo sabe?


Dadas las circunstancias, he de declinar la posibilidad de avalar tu deuda o de prestarte dinero.


– Bueno, está muy claro. ¿Por qué no lo dice desde el principio?


Sin embargo, como has firmado un cheque con tu apellido, y ese apellido no debe quedar deshonrado, he dado instrucciones a mis banqueros…


– ¡A ver! Eso suena mejor. ¡Ay, tío Peter! Es fácil pillarlo por el buen nombre de la familia.


… les he dado instrucciones a mis banqueros para que cubran tus cheques…


– ¿Cheque o cheques?

– Cheques, en plural. Lo dice con toda claridad.


… tus cheques desde ahora hasta el momento en el que yo regrese a Inglaterra y pueda verte. Seguramente será antes de que acabe el trimestre de verano. Te ruego que antes te encargues de saldar todo tu pasivo, incluyendo las deudas pendientes en Oxford y tus compromisos con los hijos de Israel.


– Vaya. Un destello de humanidad -dijo el vizconde.


¿Puedo ofrecerte, además, un pequeño consejo? Ten muy en cuenta que el profesional aficionado es especialmente codicioso, algo aplicable a las mujeres y a los jugadores de cartas. Si apuestas por un caballo, apuesta por un precio razonable en ambos sentidos. Y, si te empeñas en volarte la tapa de los sesos, hazlo en un sitio donde no salpiques ni causes molestias.

Afectuosamente, tu tío,

PETER DEATH BREDON WIMSEY


– ¡Uf! ¡Qué horror! -exclamó lord Saint-George. Me da la impresión de que se ablanda un poco en el último párrafo, porque si no, diría que jamás había llegado carta más brutal para aliviar la atormentada frente del doliente. ¿A usted qué le parece?

En su fuero interno, Harriet pensó que no era la clase de carta que le habría gustado recibir. Es más, ponía de manifiesto casi todo lo que le contrariaba de Peter: la superioridad condescendiente, la arrogancia de casta y aquella generosidad que sentaba como una bofetada. Sin embargo…

– Ha hecho mucho más de lo que usted le había pedido -dijo-. Por lo que veo, no hay razón que le impida librar un cheque de cincuenta mil y dilapidarlo enterito.

– Eso es lo malo. Me tiene cogido y bien cogido. Me ha cargado con todo el maldito equipo. Yo pensaba que se ofrecería a pagar mis deudas, pero lo que hace es dejármelo a mí sin siquiera pedirme cuentas, y eso significa que tengo que hacerlo. No sé cómo voy a salir de esta. Es de lo más ingenioso para hacerte sentir como una rata. ¡Caray! ¡Me va a estallar la cabeza!

– Intente tranquilizarse y dormir. Ya no tiene de qué preocuparse.

– No, espere un momento. No se marche. Lo del cheque, que es lo más importante, está solucionado. Menos mal, porque me las habría visto negras para conseguir el dinero en otra parte, estando como estoy, pero pasa una cosa… Como no puedo mover este brazo, no tendré que escribir todo un testamento lleno de agradecimiento y arrepentimiento.

– ¿Sabe su tío lo del accidente?

– No, a menos que le haya escrito la tía Mary. Mi abuela está en la Riviera, y no creo que a mi hermana se le haya ocurrido. Todavía va a la escuela. El jefe nunca escribe a nadie, y desde luego, mi madre no se molestaría por el tío Peter. Mire, tengo que hacer una cosa. O sea, el pobre ha sido de lo más amable, francamente. ¿Podría escribirle unas líneas en mi nombre, explicándole lo que ha pasado? No quiero que mi familia se entere de esto.

– Por supuesto que sí.

– Dígale que saldaré las malditas deudas en cuanto pueda poner una firma reconocible. Hay que ver. ¡Pensar que tengo carta blanca con el fortunón del tío Peter y que no puedo firmar un cheque! Para partirse de la risa, ¿no? Dígale que… ¿cómo es la frase esa? Sí, que agradezco su confianza y que no lo defraudaré. Oiga, ¿puede darme un poquito de eso que hay en la jarra? Me siento como el rico Epulón en… ¿cómo se llamaba?

Tomó agradecido la bebida fría de un trago.

– ¡No, maldita sea! Tengo que hacer algo. El pobre está realmente preocupado. Creo que puedo medio mover los dedos. Tráigame papel y lápiz y lo intentaré.

– No creo que deba.

– Sí debo, y voy a hacerlo así muera en el intento. Búsqueme algo, sea buena.

Harriet encontró materiales de escritura y sujetó el papel mientras Saint-George garabateaba torpemente unas palabras. El dolor le hizo sudar: un hombro dislocado y vuelto a colocar en su sitio no es precisamente el colmo de la comodidad al día siguiente, pero apretó los dientes y se aplicó a la tarea animosamente.

– Ya está -dijo con una débil sonrisa-. Da verdadera lástima. Ahora depende de usted. Haga lo que pueda por mí, ¿vale?


Quizá Peter supiera cómo tratar a su sobrino, pensó Harriet. El chico tenía una desvergonzada tendencia a considerar suyo el dinero de los demás y, probablemente, si Peter se hubiera limitado a avalarlo, él habría considerado a su tío presa fácil y habría continuado procediendo en los mismos términos, pero en aquellas circunstancias daba la impresión de que estaba dispuesto a pensárselo un poco. Y además poseía algo de lo que ella carecía: el don de la gratitud. La facilidad para aceptar favores podría ser indicio de superficialidad; sin embargo, algo le había costado garrapatear aquella lastimera nota.


Hasta que se retiró a su habitación tras la cena y empezó a escribir a Peter, Harriet no se dio cuenta de lo delicado de su tarea. Dar una breve explicación sobre el encuentro con lord Saint-George y ponerle al corriente del accidente en tono tranquilizador fue un juego de niños. Las dificultades comenzaron con la economía del joven. Redactó el primer borrador con fluidez; tenía un toque de humor y daba a entender al benefactor que sus valiosos bálsamos estaban calculados para romperle la cabeza al receptor, allí donde no se la habían roto ya otros elementos. Se divirtió bastante escribiendo esto último. Al releerlo, la decepcionó ver que tenía cierto tono impertinente e indiscreto. Lo rompió.

Las alumnas estaban haciendo un ruido tremendo, correteando y riendo por el pasillo. Harriet las mandó a paseo mentalmente y se puso a intentarlo de nuevo.

El segundo borrador empezaba con frialdad: «Estimado Peter: te escribo en nombre de tu sobrino, que por desgracia…».

Una vez acabado, daba la impresión de que no tenía en buen concepto ni al tío ni al sobrino y de que estaba deseando desvincularse todo lo posible de sus asuntos. Lo rompió, volvió a maldecir a las alumnas y redactó un tercer borrador.

Cuando lo terminó, parecía un alegato conmovedor y sin duda convincente en favor del joven pecador, pero con muy poco del arrepentimiento y la gratitud que le habían pedido que expresara. El cuarto borrador, que pecaba justo de lo contrario, era simplemente empalagoso.

– Pero ¿qué demonios me pasa? -dijo en voz alta-. ¡Malditas mocosas! ¿Por qué no puedo escribir como es debido sobre un tema concreto?

Una vez formulada la dificultad con una sencilla pregunta; el intelecto imparcial se entregó dócilmente a su tarea académica y proporcionó la respuesta.

– Porque, lo expreses como lo expreses, herirá su orgullo terriblemente.

La respuesta resultó correcta.

Despojado de toda verborrea, lo que tenía que decir era lo siguiente: tu sobrino se ha portado de una forma estúpida y poco honrada, y yo lo sé; se lleva mal con sus padres, y eso también lo sé; me ha hecho confidencias, y aún más, confidencias sobre ti, algo a lo que no tengo derecho; lo cierto es que sé muchas cosas que tú preferirías que no supiera, y no puedes hacer nada por evitarlo.

En realidad, era la primera vez en el transcurso de su relación que Harriet ocupaba una posición de superioridad frente a Peter Wimsey y podía restregar su aristocrática nariz por el barro si lo deseaba. Como llevaba cinco años esperando semejante oportunidad, habría resultado extraño que no se apresurase a aprovecharla. Comenzó el quinto borrador, lenta y laboriosamente.


Querido Peter:

No sé si sabrás que tu sobrino está en el hospital, recuperándose de lo que podría haber sido un terrible accidente de automóvil. Tiene el hombro derecho dislocado y heridas en la cabeza, pero va bien y tiene suerte de no haberse matado. Según parece, chocó contra un poste de telégrafos. No conozco los detalles; quizá tú te hayas enterado por su familia. Lo conocí por casualidad hace unos días, y hasta hoy no me he enterado de lo del accidente, cuando vine a verlo.


Muy bien de momento, pero quedaba lo difícil.


Tiene un ojo vendado y el otro tremendamente hinchado, y por eso me ha pedido que le leyera una carta tuya que acababa de recibir. (Por favor, no vayas a pensar que ha perdido la vista; le he preguntado a la enfermera, y son solo cortes y moratones.) No había nadie que pudiera leérsela, ya que sus padres se han marchado esta mañana de Oxford. Como apenas puede escribir, me pide que te envíe la nota adjunta y que te diga que te lo agradece mucho y que lo siente. Agradece tu confianza y hará exactamente lo que le pides, en cuanto se recupere.


Confiaba en que no hubiera nada que pudiera parecer ofensivo. Al principio había escrito «hará honorablemente lo que pides», pero tachó la segunda palabra: mencionar el honor significaba dar a entender lo contrario. Su conciencia parecía haberse transformado en un centro nervioso en carne viva, sensible al mínimo asomo de insinuación maliciosa en sus propias palabras.


No me quedé mucho tiempo, porque estaba realmente hecho polvo, pero me han asegurado que va progresando. Se empeñó en escribir esta nota, aunque supongo que yo no debería haberle dejado. Volveré a verlo antes de marcharme de Oxford… única y exclusivamente por mí, porque es encantador. Espero que no te importe que te lo diga, aunque estoy segura de que no hace falta que te lo diga.

Afectuosamente,

HARRIET D. VANE


Parece que me estoy tomando muchas molestias con esta historia, pensó mientras releía cuidadosamente la carta. Si tuviera que creer a la señorita De Vine, podría empezar a suponer que… ¡Malditas alumnas!… ¡A quien se le diga que se puede tardar dos horas en escribir una simple carta…!

Metió con decisión la carta en un sobre, escribió la dirección y le puso un sello. No se sabe de nadie que, tras haber puesto un sello de dos peniques y medio, abra el sobre. Ya estaba hecho. Durante las dos horas siguientes se dedicaría a Sheridan Le Fanu.


Trabajó tan contenta hasta las diez y media; se calmó el barullo del pasillo, y las palabras fluían con facilidad. De vez en cuando levantaba la vista del papel, dudando sobre una palabra, y por la ventana veía las luces del Burleigh y el Queen Elizabeth destellando al otro lado del patio, réplicas de las suyas. Muchas, sin duda, iluminaban animadas fiestas, como la del edificio anexo; otras prestaban ayuda a personas que, como ella, estaban entregadas a la esquiva búsqueda del saber, cubriendo de tinta el papel y dudando de vez en cuando sobre una palabra. Harriet se sentía parte viva de una comunidad con un objetivo común.

«A la hora de tratar lo sobrenatural, a Wilkie Collins siempre lo entorpeció la funesta ansia», escribió Harriet (¿puede entorpecerte un ansia? ¿Por qué no? Bueno, de momento sirve), «la funesta ansia de explicarlo todo. Sus estudios de derecho…». ¡Maldita sea! Demasiado largo. «Lo entorpeció la funesta costumbre del abogado de explicarlo todo. Sus espectrales demonios…» No, demasiado anticuado. «Sus apariciones fantasmales son demasiado pulcras, llevan el sudario perfectamente colocado y no dejan cabos sueltos que puedan inquietarnos. Es en Le Fanu donde hallamos al creador natural de… al maestro natural de… al maestro de lo portentoso cuya maestría viene dada por la naturaleza. Si comparamos…»

Antes de poder establecer la comparación, la lámpara se apagó de repente.

– ¡Maldición! -exclamó Harriet. -Se levantó y accionó el interruptor de la pared-. ¡Se ha fundido! -dijo, abriendo la puerta para investigar. El corredor estaba a oscuras y los lamentos y protestas a ambos lados proclamaban que se habían apagado todas las luces del Tudor.

Harriet cogió su linterna de la mesa y se dirigió hacia el pabellón principal del edificio. Inmediatamente se vio inmersa entre una multitud de estudiantes, algunas con linternas y otras pegadas a quienes las llevaban, todas ellas vociferantes, queriendo saber qué pasaba con la luz.

– ¡Silencio! -gritó Harriet, escudriñando tras la barrera de luces de linterna para reconocer a alguien-. Deben de haber saltado los fusibles. ¿Dónde está el cajetín?

– Debajo de las escaleras, creo -dijo alguien.

– Quédense donde están -dijo Harriet-. Yo iré a ver.

Naturalmente, nadie se quedó donde estaba. Todas bajaron, enfadadas y deseosas de ayudar.

– Es la Poltergeist -dijo alguien.

– Esta vez vamos a pillarla -añadió otra persona.

– A lo mejor solo han saltado -sugirió una tímida voz en medio de la oscuridad.

– ¡Sí, saltado! ¡A la comba! -exclamó con desprecio otra voz en tono más alto-. ¿Desde cuándo saltan los fusibles? -Y añadió en un susurro agitado-: Vaya, si es la Chilperic. ¿Para qué habré hablado?

– ¿Es usted, señorita Chilperic? -preguntó Harriet, alegrándose de haber encontrado a una de las profesoras-. ¿Ha visto a la señorita Barton por alguna parte?

– No, estaba en la cama.

– ¡La señorita Barton no está allí -dijo alguien desde el vestíbulo y después intervino otra voz:

– ¡Han arrancado el cajetín y se lo han llevado!

Y a continuación una voz aguda desde el extremo del pasillo de abajo:

– ¡Ahí va, corriendo por el patio!

Harriet fue arrastrada escaleras abajo por veinte o treinta alumnas hasta el medio del gentío arremolinado en el vestíbulo. Se formó un tapón en la entrada. Perdió a la señorita Chilperic y se quedó atrás, forcejeando. Abriéndose paso bruscamente hasta la terraza, vio a la tenue luz una sucesión de personas que cruzaban el patio a todo correr. Se oían voces estridentes. Después, cuando las primeras cinco o seis perseguidoras se recortaron contra las brillantes ventanas bajas del Burleigh, también aquellas luces se extinguieron.

Harriet corrió con todas sus fuerzas, no hacia el Burleigh, donde se repetía la barahúnda, sino hacia el Queen Elizabeth, que a su juicio sería el siguiente punto de ataque. Sabía que las puertas laterales estarían cerradas con llave. Pasando junto a la escalera del vestíbulo, llegó al pórtico y se abalanzó sobre la puerta. También estaba cerrada con llave. Retrocedió y gritó por la ventana más próxima:

– ¡Cuidado! Hay alguien gastando bromas. Voy a entrar. -Una estudiante sacó la despeinada cabeza-. Déjeme pasar -dijo Harriet levantando la ventana de guillotina y encaramándose al alféizar-. Están apagando todas las luces del colegio. ¿Dónde está el cajetín?

– Pues no lo sé -contestó la estudiante, mientras Harriet atravesaba la habitación.

– ¡Claro! ¡Cómo iba a saberlo! -exclamó Harriet, sin razón alguna.

Abrió la puerta y salió bruscamente… a una oscuridad infernal. En aquel momento el revuelo ya había llegado al Queen Elizabeth. Alguien encontró la puerta y la abrió, y aumentó el tumulto: quienes estaban dentro salieron en tromba y quienes estaban fuera entraron en tromba. Se oyó decir: «Alguien ha pasado por mi habitación y ha salido por la ventana justo después de que se apagaran las luces». Aparecieron varias linternas. Aquí y allá se iluminó momentáneamente una cara, la mayoría desconocidas. Entonces empezaron a apagarse también las luces del patio nuevo, empezando por el extremo meridional. Todo el mundo corría de un lado a otro. Harriet salió de estampida pegada al estrado, se dio de manos a boca con alguien y le enfocó la cara con la linterna. Era la decana.

– ¡Gracias a Dios! -exclamó Harriet-. ¡Por fin alguien donde de debe estar!

Se agarró a ella.

– ¿Qué ocurre? -preguntó la decana.

– Quédese quieta -dijo Harriet-. Tendré una coartada para usted aunque muera en el empeño. -Mientras pronunciaba estas palabras, se apagaron las luces del noreste-. ¿Está bien? ¡Entonces, venga! Vamos a la escalera del oeste y la pillaremos.

Por lo visto a varias personas se les había ocurrido la misma idea, porque la entrada a la escalera del oeste estaba bloqueada por una multitud de estudiantes, incrementada por la multitud de criadas a las que Carrie había liberado del ala que ocupaban. Harriet y la decana lograron abrirse paso y encontraron a la señorita Lydgate desconcertada, estrechando sus pruebas contra el pecho, decidida a que en aquella ocasión no les ocurriera nada. Se la llevaron entre las dos (casi en volandas, pensó Harriet) y se dirigieron hada los cajetines que había bajo la escalera. Allí estaba Padgett, montando guardia con expresión grave; se había puesto los pantalones sobre el pijama apresuradamente y llevaba un rodillo de amasar en la mano

– Este no se lo llevan -dijo-. Ya me encargo yo, señora decana, señorita. A punto estaba yo de meterme en la cama, porque ya habían vuelto todas las señoritas con permiso de salida nocturno. Mi mujer está llamando por teléfono a Jackson para que nos traiga fusibles nuevos. ¿Ha visto los cajetines, señorita? Los han arrancado con un escoplo o algo por estilo. Qué bonito. Pero este no se lo llevan.

Y no lo hicieron. En el lado oeste del patio nuevo, en la casa de la rectora, la enfermería y el ala del servicio, atrincheradas tras la verja que se había vuelto a cerrar, las luces brillaban con normalidad, pero cuando llegó Jackson con los fusibles, los edificios que habían quedado a oscuras mostraban las huellas del desaguisado. Mientras Padgett esperaba en la ratonera al ratón que no apareció, Poltergeist había pasado por todo el colegio rompiendo tinteros, tirando papeles a las chimeneas, destrozando lámparas y vajilla y arrojando libros por las ventanas. También había desaparecido el cajetín del comedor, y habían lanzado las tazas de plata de la mesa de autoridades contra los retratos, cuyos cristales se habían roto, y el busto de escayola de un benefactor victoriano, tras ser arrojado por la escalera de piedra, había acabado en un reguero de patillas desprendidas y facciones desintegradas.

– ¡Bueno! -exclamó la decana contemplando el destrozo-, Al menos tenemos que agradecer una cosa: que no volveremos a ver al reverendo Melchisedek Entwistle, pero ¡Dios mío!

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