Capítulo 23

El último refugio, y el remedio más seguro, que debe aplicarse en caso extremo, cuando ningún otro recurso surta efecto, consiste en dejar que se vayan juntos para que disfruten el uno del otro: potissima cura est ut heros amasia sua potiatur, dijo Guianerio… El propio Esculapio no puede inventar mejor remedio para esta dolencia, quam ut amanti cedat amatum… que el amante satisfaga su deseo.

ROBERT BURTON


Por la mañana no hubo noticias de Peter. La rectora comunicó breve y discretamente al college que se había encontrado a la delincuente y que se había solucionado el problema. Recuperado de la impresión, todo el claustro se dedicaba tranquilamente a las actividades del trimestre. Habían vuelto a la normalidad. Siempre habían sido normales. Una vez desaparecido el espejo deformante de los recelos, eran seres humanos amables e inteligentes, que quizá no vieran más allá de sus intereses, como cualquier hombre corriente en su trabajo o cualquier mujer corriente en sus tareas domésticas, pero tan comprensibles y agradables como el pan de cada día.

Tras haberse quitado de encima las pruebas de la señorita Lydgate, y sintiéndose incapaz de enfrentarse con Wilfrid, Harriet recogió su notas sobre Le Fanu y fue a la Cámara a trabajar un poco serio.

Poco antes de mediodía, notó una mano en el hombro.

– Me han dicho que estabas aquí -dijo Peter-. ¿Tienes un momento? Podemos subir a la azotea.

Harriet dejó la pluma y lo siguió por la cámara circular con sus mesas llanas de lectores silenciosos.

– Tengo entendido que están tratando el problema médicamente -dijo Peter, empujando la puerta de vaivén que daba a la escalera de caracol.

– Ah, sí. Cuando la mente académica capta realmente una hipótesis, y a veces tarde un poco, funciona con meticulosidad y eficacia. No pasa nada por alto.

Subieron en silencio, y al fin salieron por la torrecilla a la galería de la Cámara. La lluvia del día anterior había dado paso a un sol radiante sobre una ciudad radiante. Pisando con cautela el suelo de listones para dirigirse al extremo suroeste del círculo, se sorprendieron un poco al toparse con la señorita Cattermole y el señor Pomfret, que estaban sentados juntos en un saliente de piedra y se levantaron ante su llegada, como pájaros asustados en un campanario.

– No se muevan -dijo Wimsey con gentiliza-. Hay sitio para todos.

– No importa, señor -replicó el señor Pomfret-. Ya nos íbamos, de verdad. Tengo clase a las doce.

– ¡Madre mía! -exclamó Harriet, observándolos mientras desaparecían por la torrecilla, pero a Peter ya no le interesaban ni el señor Pomfret ni sus asuntos. Estaba con los codos apoyados en el pretil, mirando Cat Street. Harriet se puso a su lado.

Al este, a tiro de piedra, se alzaban las torres gemelas de All Souls, fantásticas e irreales como un castillo de naipes, recortadas a la luz del sol, el óvalo empapado del patio de abajo brillante como una esmeralda engastada en un anillo. Detrás, negro y gris, New College, ceñudo, con alas negras revoloteando alrededor del campanario, y Queen's con su cúpula de cobre verde, y al dirigir la mirada hacia el sur, Magdalen, amarillo y esbelto, el alto lirio de torres, las facultades y la fachada almenada de la universidad; Merton, de pináculos cuadrados, semioculto tras el umbrío costado norte y la aguja rampante de Saint Mary. Y al oeste, Christ Church, enorme entre la aguja de la catedral y la torre Tom; Brasone al lado; Saint Aldate y Carfax detrás, agujas, torres y patios, todo Oxford brotando a sus pies con hojas vivas y piedra imperecedera, cercada a lo lejos por el baluarte de sus azules colinas.


Ciudad torreada, ramosa entre torres,

embelesada entre el eco del cuco y

el enjambre de campanas, preñada de rocas,

de ríos rodeada, allá abajo el lirio moteado.


– Harriet -dijo Peter-. Quiero que me perdones por estos últimos cinco años.

– Creo que debería ser al revés -replicó Harriet.

– Yo creo que no. Cuando recuerdo como nos conocimos…

– Peter, no pienses en esa época espantosa. Sentía asco de mí misma, estaba harta. No sabía lo que hacía.

– Y elegí ese momento, cuando debería haber pensado únicamente en ti, para abalanzarme sobre ti, para exigirte cosas, como un estúpido engreído… como si solo tuviera que pedir algo para que me lo dieran. Harriet te pido que creas que, por mucho que metiera la pata, no era más que vanidad y una paciencia infantil por salirme con la mía.

Harriet movió la cabeza, sin saber que decir.

– Te encontré cuando había perdido toda esperanza -añadió Peter, un poco más tranquilo-, cuando pensaba que ninguna mujer podía significar nada para mi aparte de un intercambio de placer. Y sentía tal terror a perderte antes de tenerte que te solté todos mis temores y mi codicia como si, Dios me perdone, tú no tuvieras nada mejor en lo que pensar que en mi y en mi soberbia. Como si fuera importante, como si la sola palabra «amor» fuera la peor de las insolencias que pudiera ofrecerte un hombre.

– No, Peter, eso no.

– Harriet… me demostraste lo que pensabas de mí cuando me dijiste que estabas dispuesta a vivir conmigo pero no a casarte.

– Por favor. Me avergüenzo de eso.

– No tanto como yo. Si supieras cómo he intentado olvidarlo… Me decía a mi mismo que solamente tenías miedo a las consecuencias sociales del matrimonio, me consolaba intentando convencerme de que eso demostraba que me querías un poco. Me reafirmé en ese engaño durante meses, hasta que tuve que admitir la humillante verdad que debería haber sabido desde el principio: que estabas harta de que te diera la lata, que te habrías echado en mis brazos como quien le echa un hueso a un perro para que deje de aullar.

– Peter, eso no es verdad. Era de mí de quien estaba harta. ¿Cómo iba a pagarte con moneda falsa por casarme?

– Al menos tuve la decencia de comprender que no podía aceptarlo como liquidación de una deuda, pero nunca me he atrevido a decirte lo que ese rechazo significó para mí, cuando al fin comprendí cómo era realmente… Harriet, no tengo mucho que decir en favor de la religión, ni siquiera de la moralidad, pero sí reconozco una especie de código de conducta. Sé que el peor de los pecados, o quizá el único pecado, que puede cometer la pasión es la tristeza. Debe acostarse con la risa o preparar su lecho en el infierno… no caben medias tintas… No me malinterpretes. La he comprado, con frecuencia… pero jamás ha sido una venta forzosa ni a costa de «formidable sacrificio». Por lo que más quieras, no pienses que me debes nada. Si no puedo conseguir lo auténtico, me conformo con la imitación, pero no acepto rendiciones ni crucifixiones… Si has llegado a tenerme cierto aprecio, dime que jamás volverías a hacerme esa oferta.

– Por nada del mundo. Ni ahora ni nunca. No es solo que haya encontrado unos valores por mí misma, sino que cuando te hice esa oferta, no significaba nada para mí… y ahora sí significaría algo.

– Si has encontrado tus propios valores, es con mucho lo mejor…Harriet, he tardado mucho en aprender la lección. He tenido que derribar, ladrillo a ladrillo, las barreras que había construido con mi estupidez y mi egoísmo. Si en todos estos años he logrado volver al punto en el que debería haber empezado, ¿me lo dirás y me darás permiso para comenzar de nuevo? En un par de ocasiones durante estos últimos días he tenido la sensación de que quizá pensabas que este nefasto intervalo podría borrarse y olvidarse.

– No, eso no, pero sí que podría alegrarme de recordarlo.

– Gracias. Es mucho más de lo que me esperaba y de lo que me merezco.

– Peter, no es justo que te deje hablar así. Soy yo quien tendría que disculparse. Si no te debo nada más, si te debo mi dignidad y te debo la vida…

– ¡Ah! -replicó Peter, sonriendo-. Pero te la he devuelto dejando que la arriesgaras. Esa ha sido la última patada a mi vanidad.

– Peter, he sido capaz de valorarlo. ¿No puedo sentirme agradecida por ello?

– No quiero agradecimiento…

– Pero ¿no lo aceptas, ahora que quiero ofrecértelo?

– Si es lo que sientes, yo no tengo ningún derecho a rechazarlo. Con eso quedamos en paz, Harriet. Tú ya me has dado mucho más de lo que te imaginas. Estás libre, para siempre, al menos con respecto a mí. Ayer tuviste ocasión de ver hasta dónde se puede llegar con las exigencias… aunque no tenía intención de que lo vieras de una forma tan brutal, pero si las circunstancias me obligaron a ser un poco más honrado de lo que tenía intención de ser, sin embargo tenía intención de ser honrado hasta cierto punto.

– Sí -dijo Harriet pensativamente-. No te imagino haciendo trampas para sostener una tesis.

– ¿De qué serviría? ¿Qué habría sacado yo en limpio dejándote que imaginaras una mentira? Intenté ofrecerte la luna con toda la altanería del mundo, y descubrí que lo único que puedo darte es Oxford, que ya era tuya. ¡Mira! «Corre por ella y cuéntaselo a las torres.» «Se me ha concedido el humilde privilegio de limpiar y lustrar tu propiedad y aquí te la presento, en bandeja de plata. Entra en tu patrimonio», y como se dice en otro sitio, «que ningún asombro te amedrente».

– Pero querido Peter… -dijo Harriet. Volvió la espalda a la ciudad resplandeciente, apoyándose en el pretil y mirando a Peter-. ¡Caray!

– No te preocupes -dijo Peter-. No pasa nada. Por cierto, parece que la semana que viene me toca otra vez Roma, pero no me marcharé de Oxford hasta el lunes. El domingo hay un concierto del Balliol. ¿Quieres venir conmigo? Pasaremos otra nochecita de fiesta, y confortaremos nuestras almas con el concierto para dos violines de Bach. Si tienes paciencia conmigo hasta entonces. Al fin y al cabo, voy a largarme y a dejarte…

– Con Wilfrid y compañía -dijo Harriet, casi con rabia.

– ¿Wilfrid? -repitió Peter, sin saber qué decir, perdido.

– Sí. Estoy reescribiendo a Wilfrid.

– Ah, por Dios, claro. Ese tipo de escrúpulos malsanos. ¿Qué tal le va?

– Creo que mejor. Ya es casi humano. Creo que debería dedicarte el libro. «A Peter, que hizo de Wilfrid lo que es»… o algo parecido. No te rías. Estoy trabajando de verdad en Wilfrid.

Por alguna razón, que Harriet le asegurase aquello con tanta vehemencia lo conmovió como ninguna otra cosa.

– Querida mía… si algo que yo he dicho… si has dejado que me acercase tanto a tu vida y tu trabajo… Bueno, creo que debería irme, no vaya a ser que haga alguna tontería… Tendré el honor de pasar a la posteridad en la vuelta de los pantalones de Wilfrid… ¿Vendrás el domingo? Voy a cenar con el director, pero tú y yo nos veremos al pie de la escalera… Hasta entonces.

Atravesó la galería y desapareció. Harriet se quedó contemplando el reino del intelecto, reluciente desde Merton hasta Bodley, desde Carfax hasta la torre de Magdalen, pero sus ojos estaban clavados en la delgada figura que cruzaba la plaza adoquinada, dirigiéndose hacia High Street con paso rápido, a la sombra de Saint Mary. «Todos los reinos de este mundo y toda su gloria.»


Profesores, estudiantes, invitados, todos apretados en los bancos de roble sin respaldo, los codos sobre las mesas alargadas, los ojos protegidos con la mano o vueltos con expresión inteligente hacia el estrado donde dos afamados violinistas entrelazaban la poderosa melodía del concierto en re menor. La sala estaba a rebosar; el hombro entogado de Harriet rozaba el de su compañero, y la media luna de la larga manga de este descansaba sobre su rodilla. Él estaba envuelto en la inmóvil austeridad con la que los auténticos músicos escuchan auténtica música. Harriet sabía lo suficiente de música para respetar aquella actitud distante; también sabía que el rostro arrobado del hombre enfrente de ella únicamente significaba que quería que lo tomaran por entendido en música, y que la señora de edad que llevaba el ritmo agitando los dedos era una perfecta cretina musical. Harriet sabía lo suficiente para escuchar un poco los sonidos en su cabeza y destrenzar laboriosamente las cadenas melódicas eslabón a eslabón. Estaba segura de que Peter oía el intrincado entramado en conjunto, cada parte por separado y simultáneamente, cada una independiente y equilibrada, cada una por separado pero inseparable de las demás, moviéndose por encima, por debajo, atravesando y cautivando corazón y cerebro.

Esperó hasta que hubo acabado el último movimiento y la sala abarrotada se relajó prorrumpiendo en aplausos.

– Peter, ¿qué querías decir con que cualquiera podía quedarse con la armonía si nos dejaban el contrapunto?

– Pues que la música que yo hago me gusta polifónica -respondió Peter, moviendo la cabeza-. Si crees que me refería a algo más, ya sabes a qué me refería.

– La música polifónica es muy difícil de tocar. Tienes que ser algo más que un violinista de poca monta. Tienes que ser músico.

– En este caso, dos violinistas, y los dos músicos.

– Yo no sé demasiado de música, Peter.

– Como decían en mi juventud: «Todas las chicas deberían aprender un poco de música, lo suficiente para tocar un sencillo acompañamiento». Reconozco que Bach no es asunto para un virtuoso autocrático y un acompañante sumiso, pero ¿tú quieres ser alguna de las dos cosas? Ese caballero va a cantar unas baladas. Pidamos silencio para el solista, pero a ver si termina pronto, para que podamos oír otra vez la vigorosa fuga.


Cantaron la coral final, y el público empezó a desalojar la sala. Harriet se dirigió a la salida de Broad Street, y Peter detrás, a la del patio.

– Hace una noche preciosa, demasiado bonita para desperdiciarla. No te vayas todavía. Vamos al puente de Magdalen y le das recuerdos al río de Londres desde allí.

Recorrieron Broad Street en silencio, con el leve viento agitando sus togas.

– Este sitio tiene algo que transforma tus valores -dijo Peter al fin. Hizo una pausa y añadió con cierta brusquedad-: Te he dicho muchas cosas últimamente, pero te habrás dado cuenta de que desde que vinimos a Oxford no te he pedido que te cases conmigo.

– Si -respondió Harriet, con los ojos clavados en la severa y delicada silueta del tejado de la Biblioteca Bodleiana, que apenas asomaba entre el Sheldonian y el Clarendon-. Me he dado cuenta.

– Es que tenía miedo -dijo Peter con sencillez-, porque sabía que no habría vuelta atrás con cualquier cosa que me dijeras aquí… pero voy a pedírtelo ahora, y si me dices que no, te prometo que esta vez aceptaré tu respuesta. Harriet, sabes que te quiero; ¿quieres casarte conmigo?

El semáforo parpadeó en Holeywell Corner: sí; no; espere. Cruzaron Cat Street y las sombras de New College los habían engullido antes de que Harriet pudiera hablar.

– Dime una cosa, Peter. Si te digo que no ¿te sentirás desesperadamente triste?

– ¿Desesperadamente?… Querida mía, no voy a insultarte ni a ti ni a mí con semejante palabra. Lo único que puedo decirte es que si te casas conmigo me harás muy feliz.

Pasaron bajo el arco del puente y salieron de nuevo a la pálida luz.

– ¡Peter!

Harriet se quedó inmóvil, y él se detuvo y se volvió hacia ella. Harriet le puso las manos en las solapas de la toga, mirándolo a la cara mientras buscaba la palabra que le permitiría superar el obstáculo final.

Fue Peter quien la encontró. Con un gesto de sumisión se descubrió y se quedó allí de pie, con expresión seria y el birrete colgando de la mano.

Placetne, magistra?

Placet.


Con fuertes pisadas y apartando la mirada, el supervisor pensó que Oxford estaba perdiendo el sentido de la dignidad. Pero ¿qué podía hacer? Si dos licenciados universitarios decidían abrazarse apasionadamente (¡y encima con las togas puestas!) en New College Lane justo debajo de las ventanas de la directora, él era incapaz de impedírselo. Se colocó con remilgo la banda blanca y prosiguió su camino, y ninguna mano le tiró de la manga de terciopelo.

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