Capítulo 20

Pues, por decirlo en pocas palabras, la envidia no es sino tristitia de bonis alienis, pesar por el bien de otros, ya sea presente, pasado o futuro, y gaudium de adversis, júbilo por sus males… Es una enfermedad muy común, y casi natural en nosotros, como sostiene Tácito, envidiar la prosperidad de otros

ROBERT BURTON


Se dice que el amor y la tos no pueden ocultarse, como tampoco resulta fácil ocultar treinta y dos piezas de ajedrez, a menos que seas tan inhumano como para dejarlas envueltas en sus vendajes de momia y sepultadas entre los seis lados de un sarcófago de madera. ¿Qué sentido tiene conseguir el deseo más ferviente si no se puede tocar y regodearse con él, enseñárselo a los amigos y cosechar una envidia y una admiración de antología? Cualesquiera que fueran las incómodas conclusiones que pudieran deducirse de quien había hecho el regalo, y al fin y al cabo, eso no era asunto de nadie, Harriet sabía que o lo exhibía o estallaba en solitario de puro deleite.

En consecuencia, se armó de valor, llevó su ejército resueltamente a la sala del profesorado después del comedor y lo desplegó sobre la mesa, con la diligente ayuda de las profesoras.

– Pero ¿dónde va a guardarlo? – preguntó la decana, después de que todo el mundo hubiera prodigado elogios y exclamaciones ante la delicadeza de la talla y hubiera girado y examinado por tuno las esferas concéntricas-. No puede dejarlas en la caja. Fíjese en esas lanzas tan pequeñas y frágiles y en los tocados de los reyes. Habría que ponerlas en una urna de cristal

– Ya lo sé -dijo Harriet-. Siempre me empeño en cosas imposibles. Tendré que envolverlas de nuevo.

– Pero entonces no podrá contemplarlas -dijo la señorita Chilperic-. Desde luego, si fueran mías, no sería capaz de perderlas de vista ni un minuto

– Si quiere una urna de cristal, puede llevársela del aula de ciencias -dijo la señorita Edwards.

– Justo lo que le hace falta, pero ¿qué pasaría con los términos del legado? -intervino la señorita Lydgate.

– ¡Al cuerno con el legado! -exclamó la decana-. ¿O es que no podemos llevarnos prestada una cosa un par de semanas? Podemos poner juntas esas espantosas muestras geológicas y llevar una de las cajas pequeñas a su habitación.

– Por supuesto. Ya me encargo yo -dijo la señorita Edwards.

– Gracias. Sería estupendo -dijo Harriet.

– ¿No se muere de ganas de jugar con su nuevo juguete? ¿Juega lord Peter al ajedrez? -preguntó la señorita Allison.

– No lo sé -contestó Harriet-. Yo no juego muy bien. Simplemente me enamoré de estas piezas.

– Pues vamos a jugar una partida -dijo la señorita De Vine con amabilidad-. Son tan bonitas que sería una lástima que nadie las usara.

– Pero me imagino que me va a dar una paliza.

– ¡Vamos, juegue! Piense en lo mucho que deben de estar deseando un poquito de vida y movimiento tras tanto tiempo en un escaparate -dijo la señorita Shaw con sentimentalismo.

– Le cedo un peón -ofreció la señorita De Vine.

Aun con esa ventaja. Harriet sufrió tres humillantes derrotas en rápida sucesión: en primer lugar, porque jugaba mal; en segundo lugar, porque le costaba trabajo recordar las piezas, y en tercer lugar, porque era tal la angustia de desprenderse de golpe de un guerrero con todas su armas, un corcel rampante y un juego completo de bolas de marfil, que apenas podía arriesgar un peón. Observando con absoluta serenidad incluso la desaparición de un alfil con grandes mostachos o de un elefante cargado de combatientes, la señorita De Vine acorraló muy pronto al rey de Harriet entre sus defensores. Y a la jugadoras más débil no le facilitó el juego el encontrarse sometida a la desdeñosa mirada de la señorita Hillyard, quien, tras haber proclamado a los cuatro vientos que el ajedrez era el entretenimiento más aburrido del mundo, no se fue a continuar con su trabajo; por el contrario, se quedó como fascinada ante el tablero y, algo aún peor, jugueteando con las piezas comidas, con la consiguiente preocupación de Harriet por si se le caía alguna.

Además, una vez concluidas las partidas y cuando la señorita Edwards había anunciado que habían limpiado una urna de cristal y que la habían llevado a la habitación de Harriet, la señorita Hillyard se empeñó en ayudar a llevar las piezas de ajedrez, para lo cual eligió el rey y la reina blancos, cuyos tocados tenían delicados ornamentos ondulados a modo de antenas, que fácilmente podían sufrir desperfectos. Incluso después de que la decana se diera cuenta de que se podían transportar las piezas más protegidas poniéndolas de pie en su caja, la señorita Hillyard se unió al grupo que las escoltaba para cruzar el patio y ayudó muy servicial a colocar la urna de cristal en el lugar adecuado frente a la cama, «de modo que puede verla si se despierta por las noches, observó.


Dio la casualidad de que al día siguiente era el cumpleaños de la decana. Harriet salió poco después del desayuno para comprarle un obsequio floral en el mercado, y al salir a High Street con la intención de pedir hora en la peluquería, se encontró con la inesperada recompensa de ver dos espaldas masculinas que salían del Mitre y se dirigían hacia el este, al parecer en perfecta armonía. La del hombre más bajo y más delgado la habría reconocido entre un millón de espaldas, y tampoco resultaba fácil confundir la imponente anchura y altura de la del señor Reginald Pomfret. Ambos fumaban en pipa, circunstancia por la que Harriet llegó a la conclusión de que el destino de su paseo difícilmente podría ser Port Meadow con pistolas o espadas. Iban paseando parsimoniosamente, lo propio después de desayunar, y Harriet se cuidó muy mucho de no acercarse a ellos. Esperaba que lo que lord Saint-George denominaba «el famoso encanto de la familia» se estuviera aplicando con buen fin; se sentía demasiado mayor para disfrutar de la sensación de que se pelearan por ella; los tres hacían el ridículo. A lo mejor diez años antes se habría sentido halagada, pero le daba la impresión de que el deseo de poder era algo que se iba perdiendo con la edad. Lo que se necesitaba era paz y liberarse de la presión de ciertos personajes demasiado coléricos y nerviosos, pensó en el aire viciado de perfumes de la peluquería. Pidió hora para la tarde y continuó su camino. Al pasar junto a Queen's College, Peter bajaba las escaleras, él solo.

– ¡Hola! ¿Y esos emblemas florales? -preguntó.

Harriet se lo explicó.

– ¡Pero vaya por Dios, con lo bien que me cae la decana! – Libró del peso de las rosas a Harriet-. Yo también quiero llevarle un regalo.


Trénzale una lozana guirnalda de azur colombina,

adorna la diadema con dulces eglantinas,

con delicadas rosas de Jericó blanquirrojas,

sutiles prímulas de Jerusalén y estrelicias


»Aunque no sé qué son las prímulas de Jerusalén, y a lo mejor no es la temporada.

Harriet volvió con él al mercado.

– Tu joven amigo ha venido a verme -añadió Peter.

– Si ya lo he visto. Y ¿«le clavaste una mirada ausente y con tu noble cuna le diste muerte?»

– ¿A mi pariente en decimosexto grado por parte del padre de mi madre? No; es buen chico, y lo que realmente conquista su corazón son los campos de deporte de Eton. Me contó todas sus penas y le ofrecí toda mi compresión, al tiempo que insistía en que hay mejores maneras de matar el dolor que ahogándose en un barril de vino de malvasía; pero, ¡oh, Dios!, «retrasa el universo y devuélveme el ayer». Anoche llevaba una cogorza prodigiosa, desayunó antes de salir y ha vuelto a desayunar conmigo en el Mitre. Lo que envidio no es el corazón de los jóvenes, sino su cabeza y su estómago.

– ¿Te has enterado de algo más sobre Arthur Robinson?

– Solamente que se casó con una joven llamada Charlotte Ann Clarke, y que tuvo con ella una hija, Beatrice Maud. Eso fue fácil, porque sabemos dónde vivía hace ocho años y pude consultar el registro civil de la localidad, pero todavía siguen investigando para averiguar cuándo murió, suponiendo que esté muerto, o cuándo nació el segundo hijo, que, si es que llegó a nacer, podría indicarnos adónde se fue después del incidente de York. Desgraciadamente, das una patada y te salen miles de Robinson, y su nombre, Arthur tampoco es raro, y si se cambió de apellidos, es posible que no aparezca ninguna inscripción. Otra de mis investigadoras ha ido a la antigua pensión de Robinson, donde, si lo recuerdas, cometió la imprudencia de casarse con la hija de la casera, pero los Clarke se han trasladado, y nos va a costar trabajo encontrarlos. Otra posibilidad sería indagar entre las agencias de empleo para profesores y las escuelas privadas de poca categoría, porque es probable que… No me estás escuchando.

– Claro que sí -replicó Harriet distraída-. Su esposa se llamaba Charlotte y lo estás buscando en un centro de enseñanza privado. -Al entrar en el mercado se derramó sobre ellos una fragancia profunda y húmeda, y Harriet se sintió invadida por una extraña sensación de bienestar-. Me encanta este olor… es como el invernadero de los cactus en el Jardín Botánico.

Su acompañante abrió la boca, a punto de hablar, la miró, y como si pensara que iba a malograr su buena fortuna, dejó que el nombre de Robinson se le marchitara en los labios.

Mandragorae dederuni odorem.

– ¿Qué dices, Peter?

– No, nada. «Las palabras de Mercurio son duras tras los cánticos de Apolo.» -Le puso delicadamente una mano sobre el brazo-. Vamos a entrevistarnos con el dispensador de fragancias.

Y una vez despachados a su destino claveles y rosas, en esta ocasión con recadero, parecía natural acercarse al Jardín Botánico, ya que se había mencionado su nombre, y puesto que, como observa Bacon, un jardín es el más puro de los placeres humanos y el mayor alivio para el espíritu, e incluso los ignorantes incapaces de distinguir entre Leptosiphon hybridus y Kauljussia amelloides que preferirían haraganear a romperse la espalda plantando y escardando podrían entablar amena conversación con él, sobre todo si conocieran los antiguos nombres de las flores y tuvieran cierto conocimiento de los líricos menores de la época isabelina.

Y después de haber recorrido el Jardín Botánico, cuando estaban sentados a orillas del río, Peter, volviendo desgarradoramente al sórdido presente dijo:

– Me parece que voy a tener que hacerle una visita al un viejo amigo tuyo. ¿Sabes cómo pillaron a Jukes con todo el equipo encima?

– Ni idea.

– La policía tiene un anónimo.

– ¡No!

– Pues sí. Uno de esos que recibís allí. Por cierto ¿has intentado averiguar cuál era la última palabra del que iba dirigido a ti, el que encontramos en el aula de ciencias?

– No, y no podría haberlo terminado. No quedaba ni una sola vocal, como para haber puesto h… de…

– Eso fue un descuido tremendo. Es lo que yo pensaba. Bueno, Harriet, la persona que buscamos, sabemos cómo se llama, ¿no?, pero otra cosa es probarlo. El incidente del aula tenía que ser la última jugarreta nocturna, y probablemente lo será, y la mejor prueba estará en el fondo del río a estas alturas. Es demasiado tarde para cerrar las puertas herméticamente y poner a alguien a vigilar.

– ¿Vigilar a quién?

– ¿Es que no lo sabes ya? Harriet, seguro que tienes que saberlo, si es que te has tomado alguna molestia por todo esto. La ocasión, los medios, el móvil… si es que salta a la vista. Olvídate de los prejuicios y piensa un poco, por lo que más quieras. ¿Qué te pasa, que no eres capaz de atar cabos?

– No lo sé.

– Pues si no los sabes, no voy a ser yo quien te lo diga -replicó Peter secamente-. Pero si prestas atención unos momentos al asunto que nos traemos entre manos y revisas tu informe debidamente…

– ¿Sin dejarme intimidar por algún soneto que me encuentre por casualidad?

– Sin dejarte intimidar por ningún motivo de tipo personal -soltó Wimsey casi con enfado-. No, tienes razón. Eso fue una estupidez. Mi habilidad para hacerme sombra a mi mismo es casi genial, ¿no?, pero cuando llegues a una conclusión sobre todo esto, ¿te acordarás de que fui yo quien te pidió que adoptaras una actitud desapasionada y que fui yo quien te dijo que el peor de los males posibles es el amor incondicional…? No me refiero a la pasión. La pasión es como un caballo dócil y estúpido, que tirará del arado seis días a la semana si lo dejas en paz los domingos, pero el amor es una bestia nerviosa, insoportable y torpe, y si no le pones freno, lo mejor es no tener trato con él.

– Es como ponerlo todo patas arriba -repuso Harriet con dulzura.

Pero la inusitada vehemencia de Peter ya empezaba a apagarse.

– Como yo, que parezco un payaso haciendo el pino. Si vamos a Shrewsbury, ¿crees que la rectora querrá verme?


Un poco más tarde, la doctora Baring avisó a Harriet.

– Ha venido a verme lord Peter Wimsey, con una extraña propuesta que, tras larga reflexión, he rechazado -dijo-. Me ha dicho que está prácticamente convencido de la identidad del… de la malhechora, pero que de momento no se encontraba en situación de presentar pruebas concluyentes. También me ha dicho que, en su opinión, esa persona está atemorizada, y que a partir de ahora tendrá mucho más cuidado para que no la descubran. Es posible que ese temor sea suficiente para evitar más incidentes hasta el final del trimestre, pero en cuanto bajemos la guardia, es probable que el problema vuelva a desencadenarse de una forma incluso más virulenta. Le he dicho que resultaría muy perjudicial, y él coincidió conmigo. Me preguntó si quería que me diera el nombre de la persona en cuestión, con el fin de vigilar estrechamente sus movimientos, y yo objeté dos cosas: en primer lugar, que esa persona podría sospechar que la están observando, en cuyo caso simplemente tomaría más precauciones, y en segundo lugar, que si se equivocaba con respecto a la identidad de la malhechora, sobre la persona sometida a vigilancia recaerían sospechas inadmisibles. Le dije que, en el supuesto de que cesaran las hostilidades, seguiríamos sospechando de esa persona, que podría ser inocente, sin ninguna prueba. Contestó que él ponía precisamente las mismas objeciones. Señorita Vane, ¿conoce usted el nombre de la persona a la que se refiere lord Peter?

– No -contestó Harriet, que llevaba todo el rato devanándose los sesos-. Empiezo a hacerme una idea, pero no acabo de encajarla. Es que sencillamente, no me lo puedo creer.

– Muy bien. A continuación lord Peter me propuso algo extraordinario. Me preguntó si le permitiría que interrogase a esa persona en privado, con la esperanza de sorprenderla en un renuncio. Si salía bien el montaje, como él lo denomina, la culpable me confesaría a mí sus delitos y accederíamos a que abandonara el college discretamente o a que se sometiera a tratamiento médico, según lo que nos pareciera más indicado. Sin embargo, si no salía bien y la persona en cuestión lo negaba todo, podríamos vernos en una situación sumamente desagradable. Mi respuesta fue que lo comprendía y que en ningún caso podría consentir que se aplicaran tales métodos en este college, a lo que el replicó que era precisamente lo que esperaba que yo dijera.

»A continuación le pregunté qué pruebas tenía contra esta persona, si es que las tenía, y me dijo que solo eran pruebas de indicios y que esperaba recabar más en el transcurso de los próximos días, pero que en ausencia de un nuevo incidente y en el caso de coger a la culpable con las manos en la masa, dudaba que pudieran presentarse pruebas incontrovertibles a estas alturas. Le pregunté si había alguna razón para que esperásemos al menos a la presentación de las demás pruebas. -La doctora Baring hizo una pausa y miró fijamente a Harriet-. Replicó qué solo había una razón: que la culpable, en lugar de tomar más precauciones, mande a paseo toda precaución y actúe de una forma abiertamente violenta. «En cuyo caso, es muy probable que la atrapemos», dijo, «pero a costa de que alguien resulte herido o muerto.» Le pregunté qué personas estaban sujetas a tales amenazas. Dijo que las víctimas más probables eran… usted, la señorita De Vine y otra persona a la que no podía nombrar, pero cuya existencia había deducido. También me sorprendió que dijera que usted ya había sido objeto de una agresión frustrada. ¿Es cierto?

– Quizá no debería haberlo expresado en esos términos -contestó Harriet, y a continuación le explicó brevemente la historia de la llamada telefónica. Al oír el nombre de la señorita Hillyard, la directora levanto bruscamente la mirada.

– ¿He de entender que sospecha en firme de la señorita Hillyard?

– Si así fuera, no sería yo la única -repuso Harriet con prudencia-. Pero he de decir que no encaja en absoluto en la línea de investigación de lord Peter, que yo sepa.

– Me alegro de que lo diga -replicó la doctora Baring-. Me han elevado ciertas protestas que, al no existir pruebas, no estoy dispuesta a tener en cuenta.

Así que la doctora Baring estaba al corriente del sentir del claustro. La señorita Allison y la señora Goodwin probablemente habían hablado. ¡Bien!

– Al final comuniqué a lord Peter que pensaba que sería mejor esperar a tener más pruebas -añadió la rectora-. Pero naturalmente, la decisión debe someterse a que usted y la señorita De Vine estén dispuestas a correr ese riesgo. Por supuesto, no se puede determinar la disposición de la tercera persona.

– A mi no me importa en absoluto correr riesgos -dijo Harriet-. Pero supongo que habría que advertir a la señorita De Vine.

– Eso es lo que dije, y lord Peter está de acuerdo.

Así que algo lo ha decidido a absolver a la señorita De Vine, pensó Harriet. Me alegro. A no ser que sea una estratagema maquiavélica para que baje la guardia.

– ¿Le ha dicho algo a la señorita De Vine, rectora?

– La señorita De Vine está en Londres y no volverá hasta mañana por la noche. Tengo intención de hablar con ella entonces.


De modo que lo único que se podía hacer era esperar. Y mientras tanto, Harriet observó un curioso cambio en el ambiente del claustro. Era como si todas hubieran dejado de un lado su desconfianza mutua y sus temores comunes y se hubieran unido como los espectadores ante el cuadrilátero para presenciar otra clase de combate, en el que ella era una de las protagonistas. La extraña tensión que así se produjo apenas logró aliviarla la decana al anunciar a unos cuantos espíritus selectos, que en su opinión, el novio de Flaxman la había plantado como ella se tenía merecido, a lo que la tutora de Flaxman replicó con amargura que ojalá la gente no sufriera esos contratiempos en el trimestre de verano, pero que afortunadamente la señorita Flaxman no tenía los exámenes finales para la facultad hasta el año siguiente. Eso dio pie a Harriet a preguntarle a la señorita Shaw cómo le iba a la señorita Newland. Al parecer le iba bien y se había recuperado por completo del susto de la inmersión en el Cherwell, de modo que tenía muchas posibilidades de obtener sobresaliente.

– ¡Estupendo! -exclamó Harriet-. Yo ya he marcado a mis ganadoras. Por cierto, señorita Hillyard, ¿cómo está nuestra joven amiga Cattermole?

Le dio la impresión de que todas en la sala esperaban la respuesta conteniendo la respiración. La señorita Hillyard contestó con cierta brusquedad que la señorita Cattermole parecía haber recuperado el ánimo, gracias, según le había dado a entender la joven, a los buenos consejos de la señorita Vane. Añadió que Harriet era muy amable al interesarse por las estudiantes de historia, con tantas preocupaciones como tenía. Harriet contestó distraídamente, y le dio la impresión de que todas volvían a respirar.

Un poco más tarde cogió una canoa con la decana y le sorprendió ver a la señorita Cattermole y al señor Pomfret compartiendo una batea. Había recibido una contrita carta del señor Pomfret, y saludó alegremente con la mano al pasar los dos botes como muestra de que la paz se había restablecido. Si hubiera sabido que el señor Pomfret y la señorita Cattermole habían establecido un vínculo de simpatía por el afecto hacia ella, quizá habría especulado sobre lo que les puede ocurrir a los amantes rechazados que confían sus pesares a personas de buena voluntad, pero no se le pasó por la cabeza, porque estaba pensando en qué habría ocurrido exactamente aquella mañana en el Mitre, y sus pensamientos se perdieron en el Jardín Botánico hasta que la decana le indicó con severidad que estaba remando de una forma irregular y demasiado pausada.


Fue la señorita Shaw quien provocó involuntariamente un altercado.

– Qué bufanda tan bonita -le dijo a la señorita Hillyard.

Las profesoras se habían reunido, como de costumbre antes del comedor, a la puerta de la sala del profesorado, pero la noche estaba nublada y fría y se agradecía una bufanda como complemento del vestido.

– Sí -dijo la señorita Hillyard-. Desgraciadamente no es mío. Alguien se la dejó anoche en el jardín de las profesoras y yo la rescaté. La he traído para ver si alguien la reconoce, pero lo cierto es que esta noche me viene muy bien.

– No sé de quién podrá ser -dijo la señorita Lydgate acariciándola con admiración-. Parece de hombre -añadió.

Harriet, que no había prestado demasiada atención, se dio la vuelta con remordimientos de conciencia.

– ¡Dios mío! -exclamó-. Es mía. Bueno, de Peter. No sabía dónde me la había dejado.

Era la misma bufanda que habían utilizado el viernes para la demostración de técnicas de estrangulamiento y que habían llevado a Shrewsbury inadvertidamente junto con el ajedrez y el collar de perro. La señorita Hillyard se puso roja como la grana y se la quitó como si se estuviera asfixiando.

– Perdone, señorita Vane -dijo, ofreciéndosela a Harriet.

– Es igual, ahora no la necesito, pero me alegro de saber dónde está. Si la hubiera perdido, habría tenido problemas.

– ¿Sería usted tan amable de recoger su prenda? -dijo la señorita Hillyard.

Harriet, que llevaba otra bufanda, le dijo:

– Gracias, pero ¿seguro que no…?

– ¡No! -exclamó la señorita Hillyard, tirando con rabia la bufanda a la escalera.

– ¡Madre mía! -dijo la decana, recogiéndola-. Parece que nadie quiere esta bufanda tan bonita. Pues me la voy a poner yo. Hace una noche espantosa, y no sé por qué no nos vamos adentro.

Se enrolló la bufanda alrededor del cuello, y como afortunadamente la rectora llegó en aquel momento, entraron a cenar.


Tras haber pasado como una hora con la señorita Lydgate revisando las pruebas, que casi habían llegado a la fase de enviarlas a la imprenta, Harriet se dirigió al edificio Tudor atravesando el patio viejo, a las diez menos cuarto. En la escalera se encontró con la señorita Hillyard, que salía en aquel momento.

– ¿Me buscaba? -preguntó Harriet con un tono un tanto agresivo.

– No. Por supuesto que no -replicó la señorita Hillyard precipitadamente, y a Harriet se le antojó que había algo furtivo y malicioso en sus ojos, pero la noche era oscura para mediados de mayo y no podía estar segura.

– ¡Ah! Pensaba que a lo mejor sí.

– Pues no -insistió la señorita Hillyard. -Y cuando Harriet pasó a su lado, se volvió y añadió, casi como si le estuvieran arrancando las palabras a la fuerza-: ¿A trabajar, con la inspiración de sus preciosas piezas de ajedrez?

– Más o menos -contestó Harriet, riendo.

– Espero que pase una agradable velada -dijo la señorita Hillyard.

Harriet subió y abrió la puerta de su habitación.

La urna de cristal estaba hecha añicos y el suelo cubierto de trozos de cristal roto y pedazos de marfil rojo y blanco pisoteados y destrozados.


Durante unos cinco minutos Harriet fue presa de esa rabia y esa estupefacción que no se pueden ni expresar ni controlar. Si se le hubiera pasado por la cabeza, en aquel momento habría sido incluso comprensiva con la Poltergeist y sus fechorías. Si hubiera podido dar una paliza o estrangular a alguien, lo habría hecho de buen grado. Por suerte, tras la abrumadora furia inicial, las palabrotas la calmaron. Cuando vio que podía dominar su voz, cerró con llave la puerta de la habitación y bajó al teléfono.

Aun así, al principio habló con tal incoherencia que Peter apenas pudo entenderla. Cuando al fin la entendió, adoptó una actitud desesperadamente fría y se limitó a preguntar si había tocado algo o se lo había contado a alguien. Cuando Harriet contestó que no, replicó alegremente que estaría allí al cabo de unos minutos.

Harriet salió y rabió como loca por el patio viejo hasta que lo oyó llamar al timbre (las verjas estaban cerradas) y únicamente gracias a un último vestigio de autocontrol logró no abalanzarse sobre él y dar rienda suelta a su indignación delante de Padgett, pero lo esperó en el centro del patio.

– ¡Peter… Peter!

– Bueno, esto me da esperanzas -dijo Peter-. Tenía miedo de que hubiéramos cortado estas exhibiciones de una vez por todas.

– ¡Pero es mi ajedrez! Sería capaz de matarla.

– Vamos, querida, es repugnante que les haya tocado a tus piezas de ajedrez, pero no saques las cosas de quicio. Podrías haber sido tú.

– Ojalá. Podría haberle devuelto el golpe.

– Eres como Termagante. Vamos a echar un vistazo al desaguisado.

– Es horrible, Peter como una matanza. Es… da mucho miedo… Las han destrozado con tanta saña…

Al ver la habitación, Wimsey adoptó una expresión grave.

– Sí -dijo, arrodillándose entre los despojos-. Una maldad ciega, brutal. No solo las han roto, sino que las han reducido a polvo. Aquí ha intervenido un tacón, además del atizador: se ven las marcas en la alfombra. Te odia, Harriet. No me había dado cuenta. Pensaba que solamente te tenía miedo…«¿Queda alguien de la casa de Saúl?»…¡Mira! Un pobre guerrero escondido detrás del cubo del carbón, resto de un poderoso ejército.

Levantó el solitario peón rojo, sonriendo, y se puso precipitadamente de pie.

– Vamos, querida, no llores. ¿Qué diablos importa?

– Me encantaban, y me las habías regalado tú -dijo Harriet.

Peter negó con la cabeza.

– Lástima que no sea al revés. «Me las habías regalado tú y me encantaban» estaría bien, pero «Me encantaban y me las habías regalado tú» es algo irreparable. No podrán ocupar su lugar ni cincuenta mil huevos del ave roc. «La virgen ha desaparecido y yo he desaparecido; ha desaparecido, y ¿qué voy a hacer yo?» Pero no tienes por qué llorar sobre la cómoda cuando aquí tienes mi pecho a tu disposición, ¿no?

– Perdona. Estoy quedando como una tonta.

– Ya te había dicho que el amor es el peor de los males. Treinta y dos piezas de ajedrez hechas migas. «Y todos los poderosos reyes y las bellas reinas de este mundo no eran sino un lecho de flores…»

– Podría haber tenido el detalle de ocuparme de ese ajedrez.

– No digas bobadas -replicó Peter, con la boca pegada al cabello de Harriet-. No hables con tanta dulzura o yo también me voy a poner tonto. A ver ¿Cuándo ha ocurrido?

– Entre la cena y las diez menos cuarto.

– ¿Ha faltado alguien al comedor? Porque tuvo que hacer un poco de ruido. Después de la cena, tenía que haber alumnas por aquí, que a lo mejor oyeron el cristal al romperse o se fijaron en alguien raro rondando.

– Podía haber alumnas por aquí durante toda la cena… Muchas veces se toman un huevo cocido en su habitación. Y… ¡Dios santo! Claro que había alguien raro… dijo algo sobre el ajedrez. Y anoche también dijo algo extraño.

– ¿Quién?

– La señorita Hillyard.

– ¡Otra vez!

Mientras Harriet le contaba la historia, Peter paseaba inquieto por la habitación, evitando pisar el cristal y el marfil rotos del suelo con la precisión automática de un gato, y al final se detuvo ante la ventana, de espaldas a Harriet. Ella había corrido las cortinas cuando subieron a la habitación, y la mirada de Peter al observarlas solamente parecía expresar preocupación.

– ¡Maldita sea! -exclamó Peter. Eso complica las cosas. -Aún con el peón rojo en la mano, se dio la vuelta y lo colocó con gran precisión justo en el centro de la repisa de la chimenea-. Sí. Bueno, supongo que tendrás que averiguar…

Llamaron a la puerta, y Harriet fue a abrirla.

– Perdona, señora, pero es que Padgett me ha mandado a la sala del profesorado para ver si estaba allí lord Peter Wimsey, y como pensaba que usted podría saber…

– Está aquí, Annie. Es para ti, Peter.

– ¿Sí? -dijo Peter al llegar a la puerta.

– Si tiene la amabilidad, señor… Han llamado del Mitre para decir que hay un recado del Ministerio de Asuntos Exteriores y que si tendría usted la bondad de llamar inmediatamente.

– ¿Cómo? ¡Dios, claro, tenía que pasar! Muy bien, gracias, Annie. Ah, un momento. ¿Fue usted quien vio a… esto… a la persona que estaba haciendo fechorías en el aula?

– Sí, señor, pero no la reconocería.

– No, claro, pero la vio, y a lo mejor ella no sabe que usted no podría reconocerla. Yo en su lugar, andaría con cuidado por el college después de oscurecer. No quiero asustarla, pero ¿ve lo que ha pasado con el ajedrez de la señorita Vane?

– Sí, lo veo, señor. Qué lástima ¿no?

– Y más lástima sería si a usted le ocurriera algo desagradable. No se inquiete, pero si yo fuera usted, siempre iría acompañada cuando saliera después de la caída del sol. Y lo mismo le aconsejaría a la criada que estaba con usted.

– ¿A Carrie?

– Es por simple precaución, ¿comprende? Buenas noches, Annie.

– Buenas noches, señor. Y gracias.

– Voy a tener que insistir en lo de los collares de perro -dijo Peter-. Nunca sabes si es mejor advertir a la gente o no. Algunas personas se ponen histéricas, pero Annie parece bastante equilibrada. Mira, Harriet, todo esto es tedioso. Si me llaman otra vez a Roma, tendré que ir. Yo cerraría esa puerta con llave. Si es Roma, le diré a Bunter que traiga las notas que tengo en el Mitre y a las detectives de la señorita Climpson que te informen a ti directamente. De todos modos, te llamaré esta noche en cuanto sepa de qué va todo esto. Si no es Roma, volveré por la mañana. Mientras tanto, no dejes entrar a nadie en tu habitación. Yo la cerraría con llave y esta noche dormiría en otro sitio.

– Creía que no esperabas más sobresaltos nocturnos.

– Y no los espero, pero no quiero que nadie pise ese suelo. -Se detuvo al llegar a la escalera para examinar la suela de sus zapatos-. No se me han pegado trozos. ¿Y a ti?

Harriet se apoyó primero en una pierna y luego en la otra.

– Esta vez no. Y la primera vez no pisé los destrozos. Me quedé en la puerta echando pestes.

– Buena chica. Los senderos del patio están un poco húmedos y a lo mejor ha quedado algo. Además ahora está lloviendo un poco. Te vas a mojar.

– No importa. ¡Ah, Peter! Tengo esa bufanda blanca tuya.

– Quédatela hasta que vuelva… mañana, con un poco de suerte, o si no, sabe Dios cuándo. ¡Maldita sea! Sabía que algo iba a pasar. -Se quedó inmóvil bajo las hayas-. Harriet, no dejes que te borren del mapa en cuanto yo vuelva la espalda… si puedes evitarlo, o sea, no se te da muy bien cuidar de los objetos de valor.

– ¿Que tenga el detalle de preocuparme un poco? De acuerdo, Peter. Esta vez haré lo que pueda. Palabra de honor.

Le tendió la mano y él se la besó. Una vez más creyó ver a alguien moviéndose en la oscuridad, como en la última ocasión en la que habían pasado los dos juntos por los patios umbríos, pero no se atrevió a entretener más a Peter y no dijo nada. Padgett abrió la verja para su señoría, y al darse la vuelta, Harriet se vio frente a frente con la señorita Hillyard.

– Me gustaría hablar con usted, señorita Vane.

– Por supuesto. A mí también me gustaría hablar con usted.

Sin añadir palabra, la señorita Hillyard se dirigió a sus habitaciones delante de Harriet, que la siguió por la escalera y entró en el salón. La tutora tenía la cara muy blanca cuando cerró la puerta y dijo, sin pedirle a Harriet que se sentara:

– Señorita Vane, ¿cuál es la relación entre ese hombre y usted?

– ¿Qué quiere decir?

Lo sabe usted perfectamente. Si no hay nadie que hable con usted sobre su conducta, tendré que hacerlo yo. Trae usted a ese hombre, sabiendo perfectamente la fama que tiene…

– Sé qué fama tiene como detective.

– Me refiero a su reputación moral. Sabe tan bien como yo que es conocido en toda Europa. Mantiene a montones de mujeres…

– ¿A todas a la vez o sucesivamente?

– De nada sirve ponerse impertinente. Supongo que a una mujer con su pasado, esas cosas le parecen simplemente graciosas, pero debe intentar comportarse con un poco más de decencia. Lo mira usted de una forma vergonzosa. Finge ser una simple conocida suya y se dirige a él por su título en público y por su nombre de pila en privado. Lo lleva de noche a su habitación…

– Oiga, señorita Hillyard, no puedo consentir…

– Los he visto. Dos veces. Él ha estado aquí esta noche. Le ha dejado que le besara las manos y que le hiciera el amor…

– Así que era usted, espiando bajo las hayas.

– ¿Cómo se atreve a pronunciar semejante palabra?

– ¿Y cómo se atreve usted a decir semejante cosa?

– No es asunto mío cómo actúe usted en Bloomsbury, pero si trae a sus amantes aquí…

– Sabe muy bien que no es mi amante. Y también sabe muy bien a qué ha venido a mi habitación esta noche.

– Me lo imagino.

– Y sé muy bien por qué ha ido usted.

– ¿Que yo he ido a su habitación? No sé qué quiere decir.

– Claro que sí. Y sabe que él ha venido a ver el destrozo que ha hecho en mi habitación.

– Yo no he entrado en su habitación.

– ¿No ha entrado en mi habitación y ha destrozado las piezas de ajedrez?

La señorita Hillyard parpadeó.

– Por supuesto que no. Le he dicho que esta noche ni me he acercado a su habitación.

– Pues ha mentido.

Harriet estaba demasiado enfadada para sentir miedo, aunque se le pasó por la cabeza que si aquella mujer furibunda de cara blanca la agredía, resultaría difícil pedir ayuda en aquella escalera aislada, y pensó en el collar de perro.

– Sé que es mentira porque hay un trozo de marfil en la alfombra, debajo de su mesa, y otro pegado a la suela de su zapatilla derecha. Lo he visto al subir las escaleras.

Estaba preparada para cualquier cosa, pero para su sorpresa, la señorita Hillyard se tambaleó, se sentó bruscamente y dijo:

– ¡Dios mío!

– Si no tiene nada que ver con el destrozo de esas piezas de ajedrez ni con ninguna de las fechorías que se han cometido en este college, más le vale explicar esos trozos de marfil -añadió Harriet.

¿Seré una estúpida por enseñar así mis cartas?, pensó. Pero si no, ¿qué pasaría con las pruebas?

Desconcertada, la señorita Hillyard se quitó una zapatilla y miró la esquirla blanca que colgaba del tacón, clavada en un montoncito de grava húmeda.

– Démela -dijo Harriet, y se la arrebató.

Se esperaba una negativa rotunda, pero la señorita Hillyard dijo con voz débil:

– Es una prueba… incontrovertible…

Con lúgubre alegría, Harriet dio gracias al cielo por el método de la mente académica; al menos, no había que discutir sobre lo que eran o no eran pruebas.

– Sí he entrado en su habitación. Iba a decirle lo que acabo de decirle ahora, pero usted no estaba. Y al ver todo aquello en el suelo, pensé… tuve miedo de que usted pensara…

– Lo pensé.

– ¿Qué pensó él?

– ¿Lord Peter? No lo sé, probablemente ahora pensará algo.

– No tiene pruebas de que fuera yo -replicó la señorita Hillyard con súbito brío-. Solo de que estuve en su habitación. Cuando llegué ya estaba así. Lo vi y me acerqué a echar un vistazo. Puede decirle a su amante que lo vi y que me alegro de haberlo visto, pero él le dirá que eso no prueba que lo hiciera yo.

– Mire, señorita Hillyard -dijo Harriet, dividida entre la ira, la sospecha y una especie de lástima despreciable-. Tiene que entender, de una vez por todas, que no es mi amante. ¿De verdad cree que si lo fuera, vendríamos -al legar a este punto se apoderó de ella el sentido del ridículo y le costó trabajo dominar la voz-, vendríamos a Shrewsbury a hacer locuras con las consiguientes incomodidades? Aunque yo no sintiera ningún respeto por el college, ¿qué sentido tendría? Con todo el mundo y todo el tiempo a nuestra disposición, ¿por qué demonios íbamos a venir aquí a hacer el tonto? Sería absurdo. Y si realmente estaba usted en el patio hace un momento, tendrá que saber que los amantes no se tratan así. Al menos, si supiera algo del asunto, eso lo sabría -añadió con mala intención-. Somos viejos amigos, y yo le debo mucho…

– No diga estupideces -repuso la tutora con desprecio-. Sabe que está enamorada de ese hombre.

– ¡Dios santo! -exclamó Harriet, comprendiendo de repente-. Si yo no lo estoy, ya sé quién sí lo está.

– ¡No tiene ningún derecho a decir eso!

– Pero de todos modos es verdad -repuso Harriet-. ¡Maldita sea! Supongo que no servirá de nada que le diga que lo siento muchísimo. (¿Dinamita en una fábrica de pólvora? Sí, desde luego, señorita Edwards; usted lo vio venir antes que nadie. Biológicamente interesante.) Estas cosas son endiabladas. («Es una complicación de mil demonios», había dicho Peter. Él lo había visto venir, claro. Demasiada experiencia para no haberlo comprendido. Probablemente le había pasado montones de veces… con montones de mujeres en toda Europa. ¡Ay, Dios! ¿Y sería una acusación hecha al azar o la señorita Hillyard había hurgado en el pasado y desenterrado cantantes vienesas?)

– ¡Márchese, por lo que más quiera! -gritó la señorita Hillyard.

– Sí, será lo mejor.

Harriet no sabía cómo enfrentarse a la situación. Ya no podía sentir indignación ni enfado. No estaba asustada. No estaba celosa. Solo sentía lástima, y era incapaz de expresar simpatía sin que resultar insultante. Se dio cuenta de que aún llevaba en la mano la zapatilla de la señorita Hillyard. ¿Debía devolverla? Era una prueba… de algo. Pero ¿de qué? Le dio la impresión de que la historia de la Poltergeist se había replegado tras el horizonte, dejando tras ella el atormentado caparazón de una mujer que miraba al vacío bajo la cruel dureza de la luz eléctrica. Recogió el trozo de marfil que había bajo la mesa, la diminuta punta de lanza de un peón rojo.

Bueno, las pruebas son las pruebas, independientemente de los sentimientos personales. Peter… Recordó que Peter había dicho que la llamaría desde el Mitre. Bajó con la zapatilla en la mano, y al llegar al patio nuevo se topó con la señora Padgett, que iba a buscarla.

Desviaron la llamada a la cabina del Queen Elizabeth.

– No es tan malo como creía -dijo Peter-. Solo el gran jefe, que quiere celebrar una reunión en su domicilio. Va a ser una especie de placentera tarde de domingo en el agreste Warwickshire. Quizá después toque Londres o Roma, pero esperemos que no. De todos modos, bastará con que esté allí a las once y media, así que me pasaré a verte alrededor de las nueve.

– Por favor. Ha ocurrido algo. No preocupante, pero sí triste. No puedo contártelo por teléfono.

Peter volvió a prometer que iría a verla y le dio las buenas noches. Tras guardar cuidadosamente la zapatilla y el trozo de marfil, Harriet fue a ver a la administradora, y la acomodaron en una cama de la enfermería.

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