Capítulo 2

Es propio de todos los melancólicos, dijo Mercurialis, «que el parecer que antaño han mantenido sea sumamente osado, violento y radical. Invitas occurrit», hagan lo que hagan, no pueden librarse de él, y contra su voluntad piensan en él una y mil veces, perpetuo molestantur, nec oblivisci possunt, continuamente preocupados, en compañía y sin ella; en la comida, en el ejercicio, en todo lugar y ocasión, non desinunt ea, quae minime volunt, cogitare; si fuera especialmente ofensivo, no pueden olvidarlo.

ROBERT BURTON


Bueno, parece que de momento va bien, pensó Harriet mientras se cambiaba para la cena. Había habido momentos malos, como al intentar restablecer el contacto con Mary Stokes. Y el breve encuentro con la señorita Hillyard, la tutora de historia, a quien nunca le había caído bien y que le había dicho, con gesto torcido y lengua viperina: «Bueno, señorita Vane, ha tenido usted experiencias muy variadas desde la última vez que la vimos». Pero también había habido momentos buenos, portadores de la promesa de permanencia en un universo heraclíteo. Pensó que podría sobrevivir a la cena de fin de curso, si bien Mary Stokes le había conseguido un asiento a su lado, algo insufrible. Por suerte, también se las había ingeniado para poner a Phoebe Tucker al otro lado. (En aquel entorno, seguía pensando en ellas como Stokes y Tucker.)

Lo primero que le chocó cuando el cortejo formó filas ante la mesa de autoridades y se hubo bendecido la mesa, fue el terrible ruido del comedor. «Chocar» es la palabra adecuada. Te caía encima con todo el peso y la potencia de una estruendosa cascada; golpeaba los oídos como el martilleo de una forja infernal; rasgaba el aire como el repiqueteo metálico de cincuenta mil monotipias en plena composición. Doscientas lenguas femeninas, desatadas como por un resorte, estallaron clamorosamente. Había olvidado cómo era aquello, pero recordó que, al principio de cada trimestre, tenía la sensación de que si el ruido seguía así un minuto más se volvería loca. Al cabo de una semana ya se le había pasado. La costumbre la había inmunizado, pero en aquellos momentos le destrozó los nervios con aún más virulencia que en los primeros tiempos. La gente le gritaba al oído, y ella tenía que gritar a su vez. Miró angustiada a Mary; ¿podría soportarlo una enferma? Mary no parecía darse cuenta; estaba más animada que antes y chillaba alegremente a Dorothy Collins. Harriet se volvió hacia Phoebe.

– ¡Por Dios! Se me había olvidado cómo era este jaleo. Si grito, me saldrá un vozarrón. ¿Te importa?

– En absoluto. Te oigo bastante bien. ¿Por qué Dios habrá dado a las mujeres unas voces tan agudas? Aunque no me importa demasiado. Me recuerda a los obreros nativos discutiendo. Nos están tratando bastante bien, ¿no crees? La sopa es mejor que nunca.

– Han hecho un esfuerzo especial para esta noche. Además, según tengo entendido, la nueva administradora es bastante buena.

– Es verdad. En fin, no creo que yo tenga derecho a tirar piedras contra Brodribb. Hizo algo de economía doméstica. A la pobre Straddles no le preocupaba demasiado la comida.

– Sí, pero a mí Straddles me caía bien. Se portó maravillosamente conmigo cuando me puse enferma justo antes de los exámenes para la especialidad. ¿Te acuerdas?

– ¿Qué pasó con Straddles cuando se marchó?

– Ah, pues es la tesorera del Brontë College. En realidad, lo suyo eran las finanzas. Tenía verdadero talento para los números.

– ¿Y qué fue de esa chica…? ¿Cómo se llama? ¿Peabody? ¿Freebody? ¿Sabes quién te digo? La que proclamaba solemnemente que la gran ambición de su vida era ser administradora de Shrewsbury.

– ¡Uy, la pobre! Se volvió loca de remate con una religión nueva o algo y se metió en una secta increíble, donde van con taparrabos y celebran ágapes a base de frutos secos y pomelos. Bueno, si te refieres a Brodribb…

– Sí, Brodribb… Ya sabía yo que era algo parecido a Peabody. ¡Precisamente ella, tan terriblemente práctica y anodina!

– La reacción, supongo. Instintos emocionales reprimidos y todo eso. En el fondo era tremendamente sentimental, ¿no?

– Sí, lo sé. Tenía una especie de obsesión con la señorita Shaw. Quizá en aquella época estábamos todas muy inhibidas.

– Pues según tengo entendido, la generación actual no padece nada de eso. No tienen ninguna clase de inhibición.

– Vamos, Phoebe, nosotras teníamos bastante libertad, no como antes de las licenciaturas de mujeres. No éramos monjas.

– No, pero nacimos antes de la guerra, lo suficiente para que se nos impusieran ciertas restricciones. Heredamos cierto sentido de la responsabilidad. Y Brodribb era de una familia tremendamente rígida… positivistas, unitarios, presbiterianos o algo por el estilo. La gente de ahora es la verdadera generación de la guerra.

– Pero mujer, es completamente distinto. Lo uno es natural; lo otro… No sé, me parece una degeneración absoluta de la materia gris. Incluso ha escrito un libro.

– ¿Sobre ágapes?

– Sí. Y la sabiduría superior. Y el pensamiento bello; esas cosas. Y encima, con una sintaxis espantosa.

– ¡Dios santo! Sí, es tremendo, ¿verdad? No entiendo por qué esas religiones estrambóticas afectan tanto a la gramática.

– Debe de ser una especie de putrefacción intelectual que llega a todas partes, pero lo que no sé es cuál de las dos causa la otra, o si las dos son síntomas de otra cosa. Entre la curación mental de Trimmer y el nudismo de Henderson…

– ¡Qué me dices!

– Como lo oyes. Está ahí, en la mesa de al lado. Por eso está tan morena.

– Y su vestido tiene tan mal corte… Supongo que pensará que si no puede ir desnuda, debe ir mal vestida.

– A veces pienso si a muchas de nosotras no nos vendría bien un poco de sana maldad.

En ese momento la señorita Mollison, que estaba tres asientos más allá en el mismo lado de la mesa, se inclinó sobre sus vecinas y gritó algo.

– ¿Qué? -gritó Phoebe a su vez.

La señorita Mollison se inclinó aún más, aplastando hasta tal extremo a Dorothy Collins, Betty Armstrong y Mary Stokes que estuvo a punto de sofocarlas.

– Espero que la señorita Vane no le esté contando nada demasiado espeluznante.

– ¡No! -replicó Harriet en voz muy alta-. Es la señora Bancroft quien me está poniendo a mí los pelos de punta.

– ¿Cómo?

– Me está contando la vida de las de nuestro curso.

– ¡Ah! -exclamó la señorita Mollison, desconcertada.

El apretado grupo se deshizo con la llegada de un plato de cordero con guisantes y las vecinas de mesa de la señorita Mollison pudieron volver a respirar; pero Harriet comprobó, horrorizada, que la pregunta y la respuesta parecían haber abierto una vía para una mujer de piel oscura y aire decidido, con grandes gafas y rígido peinado, sentada frente a ella, que se inclinó hacia delante y dijo, con cerrado acento norteamericano:

– Supongo que no me recordará, señorita Vane. Solo estuve aquí un curso, pero yo la reconocería en cualquier parte. Siempre recomiendo sus libros a mis amigos de Estados Unidos, que están muy interesados en el estudio de la novela policíaca británica, porque pienso que son extraordinariamente buenos.

– Es usted muy amable -replicó Harriet débilmente.

– Y tenemos un conocido común, muy querido por las dos -añadió la señora de las gafas.

¡Dios!, pensó Harriet. ¿Y ahora qué pesado saldrá de la oscuridad? ¿Y quién es esta espantosa fémina?

– ¿De verdad? -dijo, tratando de ganar tiempo mientras hurgaba en su memoria-. ¿Y quién es, señorita…?

– Schuster-Slatt -le sopló Phoebe al oído.

– Schuster-Slatt.

Claro. Llegó en el primer bimestre de verano de Harriet. Al parecer, estudiaba derecho. Se marchó después de un bimestre porque las condiciones de Shrewsbury coartaban la libertad, entró en la Asociación de Estudiantes y desapareció felizmente de su vida.

– Qué lista es usted. Aún recuerda mi nombre. Pues sí, le sorprenderá, pero en mi trabajo veo a muchos miembros de la aristocracia británica -¡Maldición!, pensó Harriet. El estridente tono de la señorita Schuster-Slatt se oía incluso en medio de la barahúnda general-. Su fascinante lord Peter. Fue amabilísimo conmigo, y cuando le conté que habíamos estudiado juntas en la universidad mostró mucho interés. Me parece un hombre adorable.

– Tiene muy buenos modales -replicó Harriet.

Pero la insinuación era demasiado sutil. La señorita Schuster-Slatt añadió:

– Fue encantador conmigo cuando le expliqué mi trabajo. -En qué consistirá, pensó Harriet-. Y, claro, yo quería que me hablase de sus emocionantes investigaciones como detective, pero es demasiado modesto para contar nada. Dígame una cosa, señorita Vane: ¿lleva ese monóculo tan bonito por la vista o por una antigua tradición inglesa?

– Jamás he tenido la impertinencia de preguntárselo -replicó Harriet.

– ¡Ay, la famosa reticencia británica! -exclamó la señorita Schuster-Slatt, y a continuación intervino Mary Stokes.

– ¡Vamos, Harriet, háblanos de lord Peter! Si se parece a las fotografías, debe de ser encantador. Y tú lo conoces muy bien, ¿no?

– Trabajé con él en un caso.

– Debió de ser fascinante. Cuéntanos cómo es él.

– Si tenemos en cuenta -dijo Harriet con un tono que expresaba su desesperación y su enfado-, si tenemos en cuenta que me sacó de la cárcel y que probablemente me libró de la horca, es natural que lo encuentre encantador.

– Ah -dijo Mary Stokes, sonrojándose y apartando la mirada de los furibundos ojos de Harriet como si hubiera recibido un golpe-. Lo siento… No sabía…

– En fin, me temo que no he tenido el menor tacto -dijo la señorita Schuster-Slatt-. Ya me lo decía mi madre: «Sadie, eres la chica con menos tacto que he tenido la desgracia de conocer». Pero es que me he dejado llevar por el entusiasmo. No me paro a pensar. Me pasa lo mismo con mi trabajo. No tengo en cuenta mis sentimientos, ni los sentimientos de los demás. Me lanzo de cabeza sobre lo que quiero, y en la mayoría de los casos lo consigo.

Tras lo cual, con más sensibilidad de lo que cabía esperar, desvió triunfalmente la conversación hacia su trabajo, que al parecer estaba relacionado con la esterilización de los incapacitados y el fomento del matrimonio entre los intelectuales.

Mientras tanto, Harriet, abatida, pensaba en qué diablos se habría apoderado de ella para hacer gala de todos los rasgos desagradables de su carácter solo con oír el nombre de Wimsey. Él no le había hecho ningún daño; simplemente la había salvado de una muerte ignominiosa, le había ofrecido una lealtad inquebrantable y jamás le había exigido ni había esperado gratitud, por ninguna de las dos cosas. No estaba bien que ella se lo devolviera con rencor y gruñidos. He de reconocer que tengo un tremendo complejo de inferioridad, pensó, pero el hecho de reconocerlo no me ayuda a librarme de él. Peter podría haberme gustado tanto si lo hubiera conocido en igualdad de condiciones…

La rectora dio unos golpes en la mesa y en el comedor se hizo un grato silencio. Una oradora se levantó para proponer el brindis de la universidad.

Con tono grave, desplegó el gran pergamino de la historia, abogó por las humanidades, proclamando la Pax Academica ante un mundo aterrorizado y desasosegado. «Se dice que Oxford es la morada de las causas perdidas; si el amor al saber por el saber mismo es una causa perdida en el resto del mundo, encarguémonos de que, al menos, encuentre aquí su hogar permanente.»

Magnífico, pensó Harriet, pero no es la guerra. Y a continuación su imaginación se puso a tejer y destejer las palabras pronunciadas y lo vio como una guerra santa, y aquel grupo de mujeres parlanchinas, heterogéneo, incluso ligeramente absurdo, fundido en una unidad corporativa entre sí y con todo hombre y toda mujer para quienes la integridad intelectual significaba algo más que una ganancia material: defensores de la torre del alma humana, con sus diferencias olvidadas ante el enemigo común. Ser fiel a la propia vocación, por muchas locuras que pudieran cometerse en la vida emocional: ese era el camino hacia la paz espiritual. ¿Cómo sentirse prisionero, siendo ciudadano de tan gran ciudad, o humillado, allí donde todos disfrutaban de sus derechos de ciudadanía en condiciones de igualdad? La eminente profesora que replicó habló de una diversidad del talento pero del mismo espíritu. Aquel tono siguió vibrando en los labios de cada oradora y en los oídos de cada oyente. Y el resumen del año académico que hizo la rectora no desentonó: nombramientos, becas de investigación, licenciaturas… detalles domésticos de la disciplina sin la que no podía funcionar la comunidad. Con el hechizo de aquella noche de celebraciones, cualquiera podía darse cuenta de que era ciudadana de una ciudad nada desdeñable. Podía ser antigua y anticuada, con edificios incómodos y calles angostas por donde los transeúntes tenían que pelearse para circular, pero sus cimientos estaban asentados sobre las sagradas colinas y sus chapiteles tocaban los cielos.

Al abandonar el comedor en aquel estado de exaltación, a Harriet la invitaron a tomar café con la decana. Aceptó, tras comprobar que Mary Stokes tenía que acostarse por prescripción facultativa y que, por consiguiente, no podía solicitar su compañía. Atravesó el patio nuevo y llamó a la puerta de las habitaciones de la señorita Martin. En el salón estaban Betty Armstrong, Phoebe Tucker, la señorita De Vine, la señorita Stevens, la administradora, otra profesora que atendía al nombre de Barton y dos antiguas alumnas mayores que ella. La decana, que estaba sirviendo el café, la recibió alegremente.

– ¡Vamos! Hay café de verdad. ¿No se puede hacer nada con el café del comedor, Steve?

– Sí, si se hace una colecta -contestó la administradora-. No sé si habrá calculado la cantidad que se necesita para comprar café de calidad para doscientas personas.

– Ya lo sé -replicó la decana-. Resulta humillante disponer de tan poco dinero. Supongo que debería dejárselo caer a Flackett. ¿Se acuerdan de Flackett, la rica, que siempre fue un poco rara? Estaba en el mismo curso que usted, señorita Fortescue. No ha parado de darme la lata intentando regalar al college un acuario de peces tropicales. Dice que animaría el aula de ciencias.

– Si animara algunas clases, vendría bien -replicó la señorita Fortescue-. La evolución constitucional de la señorita Hillyard resultaba un tanto horripilante en nuestra época.

– ¡Sí, por Dios! ¡La dichosa evolución constitucional! Pues todavía sigue con lo mismo. Empieza todos los años con unos treinta alumnos y acaba con dos o tres hombres negros muy aplicados que anotan solemnemente cada una de sus palabras. Siempre las mismas clases, y no creo que los peces contribuyeran a nada. De todos modos le dije: «Es usted muy amable, señorita Flackett, pero no creo que a los peces les sentara bien. Supondría poner un sistema de calefacción nuevo, ¿no?, y más trabajo para los jardineros». Se quedo muy desilusionada, la pobre, y le dije que iba a consultar con la administradora.

– De acuerdo -dijo la señorita Stevens-. Ya me encargo yo de Flackett, para que haga una donación a los fondos para el café.

– Es muchísimo más útil que los peces tropicales -remachó la decana-. Mucho me temo que de aquí salen algunos bichos raros. Sin embargo, estoy convencida de que Flackett está muy documentada sobre la vida de la duela. ¿Le apetece a alguien un Benedictine con el café? Vamos, señorita Vane. El alcohol suelta la lengua, y queremos que nos hable de sus últimos libros.

Harriet tuvo la delicadeza de hacer un breve resumen del argumento de la novela que estaba preparando.

– Señorita Vane, disculpe mi franqueza -dijo la señorita Barton inclinándose hacia delante con expresión seria-, pero tras su terrible experiencia, me extraña que escriba esa clase de libros.

La decana parecía un tanto asombrada.

– Es que, para empezar, los escritores no pueden elegir hasta que ganan dinero. Si te has hecho un nombre con cierta clase de libros y te pasas a otra, las ventas pueden disminuir, y esa es la cruda realidad. -Guardó silencio unos segundos-. Sé lo que piensa… que cualquiera con verdadera sensibilidad preferiría ganarse la vida fregando suelos, pero yo fregaría suelos muy mal, mientras que escribo novelas policíacas bastante bien. No sé por qué una verdadera sensibilidad tendría que impedirme hacer mi verdadero trabajo.

– Tiene razón -intervino la señorita De Vine.

– Pero sin duda pensará que hay que tomarse en serio los crímenes terribles y el sufrimiento de los sospechosos inocentes, y no convertirlos en un juego intelectual -insistió la señorita Barton.

– Me los tomo en serio en la vida real. Todo el mundo tiene que hacerlo, pero ¿diría usted que alguien que haya sufrido una experiencia sexual trágica, por ejemplo, no debería escribir una comedia de salón?

– Pero es distinto -replicó la señorita Barton, frunciendo el entrecejo-. El amor tiene un lado más ligero, pero el asesinato no. -Quizá no, en el sentido del lado cómico, pero la investigación tiene un lado puramente intelectual.

– Investigó un caso real, ¿verdad? ¿Qué le pareció?

– Muy interesante.

– Y a la luz de lo que averiguó, ¿le gustó la idea de enviar a un hombre al banquillo de los acusados y al patíbulo?

– No me parece justo preguntarle eso a la señorita Vane -dijo la decana y añadió, dirigiéndose a Harriet con tono de disculpa-: A la señorita Barton le interesan los aspectos sociológicos del crimen y ansía la reforma del código penal.

– Así es -dijo la señorita Barton-. Nuestra actitud ante este asunto me parece salvaje, brutal. He conocido a muchos asesinos al ir de visita a las prisiones, y la mayoría son personas inofensivas, estúpidas, unos pobrecillos, cuando no con problemas claramente patológicos.

– A lo mejor pensaría de otra manera si hubiera conocido a las víctimas -replicó Harriet-. En muchos casos son incluso más estúpidas e inofensivas que los asesinos, pero no aparecen en público. Ni siquiera el jurado tiene que ver el cadáver si no quiere, pero yo vi el cadáver en el caso de Wilvercombe. Lo encontré y fue más espantoso de lo que pueda imaginarse.

– Estoy segura de que en eso tiene razón -terció la decana-.Yo no pude con la descripción que hacían en los periódicos.

– Y no se ve a los asesinos en pleno asesinato -añadió Harriet dirigiéndose a la señorita Barton-. Se los ve cuando los cogen y los encarcelan, y entonces dan pena, pero el hombre del caso de Wilvercombe era una bestia astuta y avariciosa, dispuesto a continuar con aquello si no le hubieran parado los pies.

– Ese es un argumento irrebatible para pararles los pies, independientemente de lo que después haga la ley con ellos -dijo Phoebe.

– De todos modos, ¿no es un poco despiadado atrapar asesinos como ejercicio intelectual? -dijo la señorita Stevens-. Está muy bien para la policía. Al fin y al cabo, es su obligación.

– Según la ley, es la obligación de todo ciudadano… aunque la mayoría de las personas no lo sepa.

– Y ese tal Wimsey, para quien parece ser un pasatiempo… ¿lo considera una obligación o un ejercicio intelectual? -preguntó la señorita Barton.

– No lo sé -replicó Harriet-. Pero a mí me vino muy bien que tuviera ese pasatiempo. En mi caso, la policía se equivocó. No les culpo, pero se equivocaron, y me alegro de no haber quedado en sus manos.

– A eso le llamo yo hablar con absoluta generosidad -dijo la decana-. Si alguien me acusara a mí de haber hecho algo que no había hecho, echaría espumarajos por la boca.

– Pero mi trabajo consiste en sopesar las pruebas -replicó Harriet-, y no tengo más remedio que comprender la solidez de los argumentos de la policía. Es cuestión de sumar a más b, solo que en ese caso había un factor desconocido.

– Como eso que está surgiendo en la nueva física -intervino la decana-. La constante de Planck, o como se llame.

– Desde luego, ocurra lo que ocurra, e independientemente de lo que la gente sienta, lo importante es esclarecer los hechos -dijo la señorita De Vine.

– Sí, esa es la cuestión -replicó Harriet-. Es decir, el hecho es que yo no cometí el asesinato, de modo que mis sentimientos son irrelevantes. Si lo hubiera cometido, probablemente me habría considerado plenamente justificada y profundamente indignada por cómo me trataron. Así las cosas, sigo pensando que infligir la agonía del envenenamiento a cualquier persona es imperdonable. El problema concreto por el que me vi metida en eso es tan accidental como que te caiga una teja en la cabeza.

– Pido disculpas por haber sacado el tema a colación -dijo la señorita Barton-. Es usted muy amable al hablar con tal franqueza.

– No me importa… Ya no. No habría sido igual justo después de que ocurriera, pero aquella atrocidad de Wilvercombe arrojó nueva luz sobre el asunto, lo mostró desde el otro lado.

– Dígame una cosa -intervino la decana-. Lord Peter… ¿cómo es?

– ¿Se refiere a su aspecto, o a trabajar con él?

– Bueno, su aspecto es más o menos conocido. Rubio y del barrio de Mayfair. Me refiero a hablar con él.

– Es muy divertido. Casi siempre es él quien lleva la conversación.

– Un poco de vida y alegría cuando estás desanimada, ¿no? -Yo lo vi una vez en un concurso canino -terció inesperadamente la señorita Armstrong-. Estaba haciendo una imitación perfecta de un majadero redomado.

– Pues o estaba terriblemente aburrido o investigando algo -replicó Harriet, riendo-. Conozco esa actitud frívola, y es sobre todo para disimular… pero no siempre se sabe qué.

– Eso debe de ocultar algo, porque salta a la vista que es muy inteligente -dijo la señorita Barton-. Pero ¿es solamente inteligencia o verdadera sensibilidad?

– Yo no lo acusaría de falta de sensibilidad -contestó Harriet, mirando pensativa su taza de café vacía-. Lo he visto muy afectado, por ejemplo, por la condena de un criminal muy simpático, pero a pesar de esos modales tan engañosos, en realidad es muy reservado.

– Quizá sea tímido -apuntó amablemente Phoebe Tucker-. Les suele pasar a quienes hablan mucho. Creo que son dignos de lástima.

– ¿Tímido? -replicó Harriet-. No lo creo. Quizá nervioso… esa dichosa palabra sirve para muchas cosas, pero no creo que sea precisamente digno de lástima.

– ¿Por qué habría que tenerle lástima? -dijo la señorita Barton-. En este mundo tan lastimoso, no veo por qué habría que compadecer a un joven que tiene todo lo que puede desear.

– Debe de ser una persona extraordinaria si lo tiene -intervino la señorita De Vine con una seriedad que sus ojos desmentían.

– Y además, no es tan joven -dijo Harriet-. Tiene cuarenta y cinco años. -(La misma edad que la señorita Barton.)

– A mí me parece una impertinencia compadecerse de las personas -dijo la decana.

– Vamos a ver -dijo Harriet-. A nadie le gusta que lo compadezcan. A la mayoría nos gusta la autocompasión, pero eso otra cosa.

– Cáustico, pero absolutamente cierto -terció la señorita Vine.

– Pero lo que a mí me gustaría saber -añadió la señorita Barton, negándose a cambiar de conversación- es si ese caballero diletante hace algo, aparte de dedicarse a sus pasatiempos, investigar crímenes, coleccionar libros y, según tengo entendido, jugar al críquet en su tiempo libre.

Harriet, que se felicitaba por no haber perdido los estribos hasta entonces, se irritó.

– No lo sé -espetó-. Pero ¿acaso importa? ¿Por qué tendría que hacer algo más? Buscar asesinos no es un trabajo ni fácil ni cómodo. Requiere un montón de tiempo y de energías, y puedes acabar muerto o herido con mucha facilidad. Yo diría que lo hace por diversión, pero sea como sea, lo hace. Debe de haber muchísimas personas con las mismas razones que yo para estarle agradecidas. No se puede decir que eso no sea nada.

– Estoy completamente de acuerdo -dijo la decana-. Pienso que tendríamos que estar muy agradecidas a las personas que hacen el trabajo sucio por nada, cualesquiera que sean sus motivaciones.

La señorita Fortescue celebró aquella frase.

– El domingo pasado se me atascaron las tuberías de desagüe de la casita de campo donde paso los fines de semana. Un vecino muy simpático me las desatascó. Se ensució muchísimo, y yo me deshice en excusas, pero él me dijo que no tenía por qué agradecérselo, porque era muy curioso y le encantaban las tuberías de desagüe. A lo mejor no me dijo la verdad, pero si lo hizo, yo desde luego no tengo motivo de queja.

– Y hablando de desagües… -dijo la administradora.

La conversación adquirió un tono menos personal y más anecdótico (porque no hay reunión en la que no se pueda iniciar una animada conversación sobre los desagües), y la señorita Barton se retiró a dormir al cabo de poco tiempo. La decana suspiró con alivio.

– Espero que no les haya importado demasiado -dijo-. La señorita Barton es tremendamente descarada y estaba dispuesta a despacharse a gusto. Es una excelente persona, pero con poco sentido del humor. No acepta nada que no se haga por los motivos más nobles.

Harriet se disculpó por haber hablado con tanta vehemencia.

– A mí me parece que se lo ha tomado usted muy bien, y que ese tal lord Peter parece una persona de lo más interesante, pero no entiendo por qué se ve usted en la obligación de hablar de él, el pobre.

– Desde mi punto de vista, en esta universidad hablamos demasiado -terció la administradora-. Discutimos sobre esto, lo otro y lo de más allá, en lugar de hacer lo que hay que hacer.

– Pero ¿no deberíamos preguntar qué cosas queremos hacer? -objetó la decana.

Harriet sonrió a Betty Armstrong al ver que empezaba la disputa académica de siempre. Antes de que hubieran pasado diez minutos, alguien pronunció la palabra «valores», y al cabo de una hora seguían con lo mismo. Por último la administradora se descolgó con una cita:

– «Dios hizo los números enteros. Todo lo demás es obra del hombre».

– ¡Venga, por Dios! -exclamó la decana-. No nos metamos con las matemáticas, ni con la física. No soporto ninguna de las dos cosas.

– ¿Y quién mencionó la constante de Planck hace un ratito?

– Sí, yo, y bien que lo siento. Me parece algo repugnante.

El enérgico tono de la decana hizo reír a todo el mundo, cuando sonaban las doce finalizó la reunión.

– Aún no vivo en el college -le dijo la señorita De Vine a Harriet-. ¿Puedo acompañarla hasta su habitación?

Harriet asintió, preguntándose qué tendría que decirle la señorita De Vine. Salieron juntas al patio nuevo. La luna estaba muy alta y pintaba los edificios con frías pinceladas de plata y negro cuya austeridad parecía recriminar el brillo amarillo de las ventanas iluminadas, tras las cuales se habían vuelto a reunir viejas amigas que seguían divirtiéndose, hablando y riendo.

– Casi parece que estemos en época de clases -dijo Harriet.

– Sí. -La señorita De Vine sonrió de una forma extraña-. Si escucháramos con atención tras esas ventanas, nos daríamos cuenta de que son las de mediana edad las que están haciendo ruido. Las mayores ya se han acostado, pensando si se habrán conservado tan mal como sus coetáneas. Se han llevado unos cuantos sustos, y les duelen los pies, mientras que las más jóvenes charlan con toda seriedad sobre la vida y sus responsabilidades, pero las de cuarenta fingen ser estudiantes de nuevo, y les cuesta bastante trabajo. Señorita Vane…, la admiro por haber hablado como lo ha hecho esta noche. La imparcialidad es una virtud poco común, y a pocas personas les gusta, ni en ellas mismas ni en los demás. Si encuentra a alguien que la aprecie a pesar de eso, o precisamente por eso, será un aprecio muy valioso, porque será totalmente sincero y porque con esa persona jamás necesitará ser sino sincera.

– Sí, probablemente tiene toda la razón, pero ¿por qué lo dice? -preguntó Harriet.

– No tengo el menor deseo de ofenderla, créame, pero supongo que conoce a muchas personas a quienes les desconcierta la diferencia entre lo que siente usted y lo que ellas se imaginan que debería sentir. Hacerles el menor caso tiene consecuencias fatídicas.

– Sí, pero yo soy una de ellas -replicó Harriet-. Yo me siento desconcertada muchas veces, porque nunca sé qué siento.

– No creo que eso tenga mucha importancia, siempre y cuando no intente una convencerse de sentir lo que debería sentir.

Estaban en el patio viejo, y las ancestrales hayas, la más venerable de las instituciones de Shrewsbury, dibujaban sobre ellas vetas de sombras cambiantes, más engañosas que la oscuridad.

– Pero hay que tomar alguna decisión -dijo Harriet-. Y entre un deseo y otro, ¿cómo saber qué cosas son de una importancia abrumadora?

– Solo se puede saber cuando ya nos han abrumado -contestó la señorita De Vine.

Las sombras de damero resbalaron sobre ellas, como los eslabones de una cadena de plata. Uno tras otro, los relojes de todas las torres de Oxford dieron los cuartos, en una cascada de amistosa desavenencia. La señorita De Vine se despidió de Harriet a la puerta del edificio Burleigh y desapareció bajo el pasadizo del comedor a grandes zancadas, ligeramente encorvada.


Qué mujer tan extraña, pensó Harriet, y sagaz e inteligente. La tragedia de Harriet había surgido por «convencerse de sentir lo que debería sentir» hacía un hombre cuyos sentimientos tampoco habían superado la prueba de la sinceridad. Y la consiguiente inestabilidad de sus objetivos había surgido de la decisión de no volver a confundir el propósito de sentir con el sentimiento mismo. «Solo sabemos qué cosas son de una importancia abrumadora cuando ya nos han abrumado.» ¿Acaso había algo que se hubiera mantenido firme en medio de sus indecisiones? Bueno, sí; había perseverado en su trabajo, a pesar de que podría haber tenido razones de peso para haberlo abandonado y haberse dedicado a otra cosa. Aunque aquella noche había fundamentado los motivos para esa lealtad en concreto, nunca había sentido la necesidad de convencerse a sí misma. Había escrito lo que se sentía llamada a escribir y, aunque empezaba a pensar que quizá podría hacerlo mejor, no le cabía duda de que eso en sí mismo era lo más conveniente para ella. Era algo que la había abrumado sin su conocimiento, sin que se diera cuenta, y eso era prueba de su dominio.

Paseó unos minutos por el patio, demasiado inquieta para irse a dormir. Y de pronto le llamó la atención una hoja de papel que revoloteaba indolente sobre el cuidado césped. La recogió mecánicamente y, al ver que no estaba en blanco, se la llevó al edificio Burleigh para examinarla. Era un papel normal y corriente, y lo único que tenía era un dibujo pueril a lápiz. No era precisamente un dibujo bonito; desde luego, no lo que esperas encontrarte en el patio de un college. Era algo feo, sádico. Representaba una figura desnuda de contornos exageradamente femeninos infligiendo humillantes y atroces ultrajes a una persona de sexo indeterminado con toga y birrete. No podía ser obra de nadie en su sano juicio; era un garabato cruel, sucio, demencial.

Harriet lo contempló un rato con asco, mientras se planteaba una serie de preguntas. Después se lo llevó al piso de arriba, al primer retrete que encontró, lo tiró y lo hizo desaparecer. Tal era la suerte que debían correr semejantes cosas, y punto, pero de todos modos, pensó que ojalá no lo hubiera visto.

Загрузка...