Capítulo 21

Allí espero hasta que cayó el manto de la noche,

más no vio aparecer a ser viviente alguno.

Y ahora las tristes sombras ocultan el mundo

de la vista mortal, y lo arropan en la oscuridad,

mas ella no rinde sus agotados brazos, por temor

a un secreto peligro, ni deja que el sueño

oprima sus fatigados ojos con la carga

de la naturaleza, sino que se retira exhausta

y sus bien afiladas armas adereza.

EDMUND SPENCER


Harriet dejó recado en la conserjería de que esperaría a lord Peter Wimsey en el jardín de las profesoras. Había desayunado temprano, para evitar a la señorita Hillyard, que pasó por el patio nuevo como una sombra iracunda mientras ella hablaba con Padgett.

Había conocido a Peter en unos momentos en que la brutalidad de las circunstancias la había despojado a golpes de toda sensación física, y por esa coincidencia lo percibía desde el principio como un espíritu y un cerebro situados en un cuerpo. Jamás, ni siquiera en aquellos momentos de vértigo en el río, lo había considerado un animal macho ni sopesado la promesa implícita en los ojos velados, la boca alargada y flexible, las manos de extraña vitalidad. Ni, puesto que él siempre le había pedido pero nunca exigido, había notado dominación alguna, salvo la del intelecto. Pero en aquel momento, mientras Peter avanzaba hacia ella por el sendero bordeado de flores, lo vio con ojos nuevos, los ojos de las mujeres que lo habían visto antes de conocerlo, lo vio, como ellas, dinámicamente. La señorita Hillyard, la señorita Edwards, la señorita De Vine, incluso la decana, habían reconocido lo mismo, cada cual a su manera: seis siglos de actitud posesiva, sometida al yugo de la urbanidad. También ella, al verla tan impudente y fuera de control en el sobrino de Peter, lo había comprendido de inmediato, y la sorprendía que hubiera estado ciega a esa actitud en el hombre de más edad y que aún se defendiera tan denodadamente contra ella. Y pensó si sería casualidad que hubiera cerrado los ojos hasta que fuera demasiado tarde para que el comprenderlo resultara desastroso.

Se quedó inmóvil donde estaba hasta que Peter se detuvo ante ella.

– ¿Y bien? -dijo Peter alegremente-. ¿Cómo estáis, mi señora? «¿Exánime, cariño?»…Sí, veo que algo ha ocurrido. ¿Qué, domina?

Aunque el tono era medio burlón, nada habría tranquilizado más a Harriet que ese solemne título académico. Contestó, como si recitara una lección:

– Cuando te marchaste anoche, la señorita Hillyard vino a buscarme al patio nuevo. Me pidió que subiera a su habitación porque quería hablar conmigo. Al subir las escaleras, vi que llevaba un trozo de marfil blanco pegado al tacón de una zapatilla. Lanzó… unas acusaciones muy desagradables; había malinterpretado la situación…

– Eso se debe y se puede solucionar. ¿Le dijiste algo sobre la zapatilla?

– Lamento decir que sí. Había otro trocito de marfil en el suelo. La acusé de haber entrado en mi habitación, y ella lo negó hasta que le enseñé la prueba. Entonces lo admitió, pero dijo que ya habían hecho el destrozo cuando ella llegó.

– ¿La creíste?

– Quizá la habría creído si… si no me hubiera mostrado un móvil.

– Ya. Muy bien. No tienes que contármelo.

Al levantar los ojos por primera vez, Harriet vio un rostro tan sombrío como el invierno y titubeó.

– Me llevé la zapatilla. Ojalá no lo hubiera hecho.

– ¿Vas a tenerle miedo a los hechos? ¿Y tú tienes una mente académica?

– Creo que no lo hice por maldad, o eso espero, pero fui muy cruel con ella.

– Afortunadamente, los hechos son los hechos, y tu estado de ánimo no los alterará lo más mínimo. Vamos; tenemos que conocer la verdad a toda costa.

Peter subió detrás de Harriet a su habitación, donde el sol matutino proyectaba un rectángulo alargado y resplandeciente sobre los despojos del suelo. Harriet sacó la zapatilla de una cómoda junto a la ventana y se la dio a Peter, que se tumbó en el suelo, entrecerrando los ojos para examinar la alfombra, donde no había pisado ninguno de los dos. Se metió la mano en el bolsillo y miró de soslayo el atribulado rostro de Harriet, sonriendo.

– «Si todas las plumas que han asido los poetas de todos los tiempos hubieran alentado el sentimiento de los pensamientos de sus amos», no habrían escrito datos tan sólidos como los que se pueden asir con un calibrador. -Midió el tacón de la zapatilla en ambas direcciones y después se fijó en la alfombra-. Estuvo aquí mirando, con los pies juntos. -El calibrador centelleó sobre el rectángulo de luz-. Y aquí está el tacón que pisoteó y redujo la belleza a polvo. Uno era de carrete y otro cubano… ¿No es así como los llaman los fabricantes de calzado? -Se acuclilló y dio un ligero golpecito con el calibrador en el tacón de la zapatilla.

– Me alegro -dijo Harriet de todo corazón-. Me alegro.

– Lo sé. La mezquindad no es una de tus habilidades, ¿verdad? -volvió a fijar la mirada en la alfombra, en esta ocasión en un punto cerca del borde.

– ¡Mira! Ahora que no le da el sol se ve bien. Aquí es donde Tacón Cubano se limpió las suelas antes de marcharse, así que quedarán pocos restos. Bueno, eso no evita rompernos la espalda buscado «el polvo de reyes y reinas» por todo el colegio. -Quitó la esquirla de marfil del tacón de carrete, sé guardó la zapatilla en un bolsillo y se puso en pie-. Habrá que devolvérsela a su dueña, junto con un certificado de buena conducta.

– Dámela. Debo devolvérsela yo.

– Ni hablar. Si alguien tiene que enfrentarse con una situación desagradable, esta vez no vas a ser tú.

– Pero, Peter… tú no…

– No, yo no. Te lo aseguro.

Harriet se quedó mirando las piezas de ajedrez rotas. Al poco salió al corredor, buscó un recogedor y un cepillo en uno de los cuartos de la limpieza y volvió a la habitación a recoger los despojos. Mientras iba a devolver los objetos de limpieza se topó con una alumna del anexo.

– Por cierto, señorita Swift, anoche no oiría usted por casualidad ruidos en mi habitación, como de cristales rotos, ¿verdad?

– No, señorita Vane. Estuve en mi habitación toda la noche, pero… un momento. La señorita Ward vino alrededor de las nueve y media para estudiar morfología conmigo y -a la chica se le dibujaron unos hoyuelos en las mejillas al reírse- y me preguntó si usted comía tofes a escondidas, porque parecía que estaba usted machacando tofes con el atizador. ¿Le ha hecho una visita la fantasma del college?

– Eso me temo -contestó Harriet-. Gracias. Ha sido de gran ayuda. Tengo que ver a la señorita Ward.

Pero lo único que pudo aportar la señorita Ward fue una hora un poco más precisa: «Seguro que no más tarde de las nueve y media».

Harriet le dio las gracias y se marchó. Se sentía como si le dolieran hasta los huesos de pura desazón, o quizá se debiera a que había dormido mal e inquieta en una cama extraña. El sol había sembrado de diamantes la hierba húmeda del patio, y la brisa zarandeaba las ramas de las hayas, desprendiendo una cascada de gotas de lluvia. Las estudiantes iban y venían. Alguien se había dejado un cojín escarlata toda la noche fuera: estaba empapado, con un aspecto lamentable; su dueña fue a recogerlo, entre risueña y asqueada, y lo tiró sobre un banco para que se secara al sol.

No hacer nada era insufrible, y aún más insufrible que le hablara ningún miembro del claustro. Harriet se parapetó en el patio viejo, porque era sensible a la mera cercanía del patio nuevo, como quien se ha puesto una vacuna es sensible a cuanto roza el punto dolorido del cuerpo. Rodeó la pista de tenis, sin intención ni objetivo concretos, y se dirigió hacia la entrada de la librería. Pensó en subir, pero al ver abierta la puerta de la señorita De Vine cambió de idea; podía llevarse un libro de allí. El pequeño vestíbulo estaba vacío, pero en el salón había una criada dándole una pasad con el trapo a la mesa. Harriet recordó que la señorita De Vine estaba en Londres y que había que avisarla en cuanto regresara.

– ¿A qué hora llega la señorita De Vine esta noche, lo sabe usted, Nellie?

– Creo que en el tren de las nueve y treinta y nueve, señorita.

Harriet asintió con la cabeza, cogió al azar un libro de las estanterías y fue a sentarse en la galería, donde había una silla de tijera. Se está haciendo tarde, pensó. Si Peter tenía que llegar a su destino a las once y media, ya era hora de que se marchara. Recordó con toda claridad la ocasión en la que tuvo que esperar en una clínica mientras una amiga se sometía a una operación, olía a éter, y en la sala de espera había un jarrón Wedgwood negro lleno de delfinios.

Leyó una página sin prestarle atención, y cuando alzó la vista al oír pisadas, se encontró con la cara de la señorita Hillyard.

– Lord Peter me ha pedido que le dé esta dirección -dijo la señorita Hillyard sin preámbulos-. Ha tenido que marcharse a toda prisa para llegar puntual a su cita.

Harriet cogió el papel y dijo:

– Gracias.

La señorita Hillyard añadió con decisión:

– Cuando hablé anoche con usted estaba en un error. No había comprendido plenamente lo difícil de su situación. Lamento haber contribuido involuntariamente a agravarla, y le pido perdón.

– No se preocupe -repuso Harriet, refugiándose en lo convencional-. Yo también lo siento. Anoche estaba muy alterada y dije cosas que no tendría que haber dicho. Este desagradable asunto está resultando muy violento.

– Desde luego que sí -dijo la señorita Hillyard con un tono más natural-. Nos ha trastornado a todas. Ojalá lleguemos a conocer la verdad. Según creo acepta usted la explicación que le di de mis movimientos anoche.

– Sin lugar a dudas. Es imperdonable que yo no verificara la información que tenía.

– Las apariencias pueden engañar -dijo la señorita Hillyard.

Se hizo un silencio.

– Bueno -dijo al fin Harriet-. Espero que podamos olvidar todo esto.

Mientras pronunciaba estas palabras, sabía que había al menos una cosa que no podría olvidarse: habría dado lo que fuera por recordarlo.

– Lo intentaré -repuso la señorita Hillyard-. Quizá tengo excesiva tendencia a juzgar con dureza asuntos sobre los que carezco de experiencia.

– Es usted muy amable por decir eso -dijo Harriet-. Yo tampoco me tengo en muy alta estima, puede creerme.

– Es muy probable. He observado que las personas que tienen oportunidades siempre parecen elegir las menos acertadas, pero no es asunto mía. Buenos días.

Se fue tan bruscamente como había llegado. Harriet echó un vistazo al libro que tenía sobre las rodillas y descubrió que estaba leyendo Anatomía de la melancolía.


Fleat Haraclitus an rideat Democritus? Para hablar de estos síntomas ¿qué hacer? ¿Reír con Demócrito o llorar con Heráclito? Son tan ridículos y absurdos por un lado, tan lamentables y trágicos por otro…


Harriet sacó el coche aquella tarde y llevó a la señorita Lydgate y a la decana a merendar en el campo, en las inmediaciones de Hinksey. Cuando volvió, a tiempo para la cena, encontró un recado urgente en la conserjería, en el que le pedían que llamara a lord Saint-George al House en cuanto regresara. La voz del muchacho parecía agitada cuando contestó.

– ¡Oye, es que no puedo localizar al tío Peter! ¡Se ha esfumado otra vez, maldita sea! He visto a la fantasma esta tarde, y creo que deberías tener cuidado.

– ¿Dónde la has visto? ¿Cuándo?

– A eso de las dos y media, paseando por el puente de Magdalen, a plena luz del día. Yo había estado comiendo con unos amigos cerca de Iffley, y nos acercábamos al Magdalen a dejar a uno de ellos cuando la vi. Iba hablando para sus adentros, rarísima, apretando las manos con los ojos en blanco. Ella también me vio. Y es inconfundible. Iba conduciendo un amigo mío, e intenté avisarlo, pero íbamos a dar la vuelta detrás de un autobús y no me entendió. De todos modos, cuando nos paramos delante de la verja del Magdalen, salí corriendo y retrocedí, pero no la encontré. Como si se hubiera esfumado. Seguro que sabía que iba detrás de ella y se largó. Me dio miedo, pensando que esa mujer era capaz de cualquier cosa. Así que llamé a tu college y me dijeron que habías salido, y después llamé a al Mitre y tampoco sirvió de nada, así que llevo aquí toda la tarde mordiéndome los puños. Primero pensé en dejar una nota, pero después pensé que sería mejor que te lo contara. Qué fiel soy ¿no? No he ido a una cena por hablar contigo.

– Eres amabilísimo -repuso Harriet-. ¿Cómo iba vestida la fantasma?

– Pues con uno de esos vestidos azul oscuro con ramilletes y sombrero con ala, eso que llevan la mayoría de vuestras profesoras por la tarde. Nada Chillón, ni elegante. Corriente. Lo que reconocí fueron los ojos. Se me puso la carne de gallina, en serio. Esa mujer es un peligro, te lo juro.

– Has hecho bien en avisarme -dijo Harriet-. Voy a intentar averiguar quién podría ser. Y tomaré precauciones.

– Sí, por favor -dijo lord Saint-George. O sea, el tío Peter está asustadísimo, como loco. Ya sé que es medio imbécil y un nervioso, y he hecho todo lo posible por «aliviar el pecho del atribulado» y esas cosas, pero estoy empezando a pensar que ha encontrado una excusa. Por lo que más quieras, tía Harriet, haz algo. No puedo consentir que se carguen delante de mis narices a un tío tan valioso como el mío. Es que parece el señor de Burleigh, ya sabes, «de arriba abajo y de abajo arriba» y demás… y tanta responsabilidad me desquicia.

– Oye ¿por qué no vienes a cenar al college mañana a ver si reconoces a esa señora? Esta noche no serviría de nada, porque hay mucha gente que no viene a cenar los domingos.

– ¡Estupendo! -exclamó el vizconde-. Me parece una idea fenomenal. Le voy a sacar un regalo de cumpleaños estupendo al tío Peter si le resuelvo este problema. Hasta luego, y cuídate mucho.


– Tendría que habérseme ocurrido antes -dijo Harriet, contándole esta noticia a la decana-, pero no podía imaginarme que reconocería a esa mujer tras haberla visto solo una vez.

La decana, para quien la historia de lord Saint-George y su encuentro fantasmal era una novedad, parecía escéptica.

– Personalmente, no me comprometería a reconocer a nadie habiéndolo visto a oscuras y una sola vez, y desde luego, no me fiaría de un joven tarambana como ese. La única persona que conozco aquí que tenga un pañuelo azul marino con ramilletes es la señorita Lydgate, ¡y me niego en redondo a creérmelo! pero de todos modos, invite a cenar al joven. Me encantan las emociones, y ese muchacho es aún más decorativo que el otro.

Harriet comprendió que las cosas estaban a punto de desembocar en algo complicado. «Toma precauciones.». Menuda imbécil parecería yendo por ahí con un collar de perro alrededor del cuello, y además no le serviría para defenderse de atizadores y cosas por el estilo… El viento debía de soplar desde el suroeste, porque al atravesar el patio viejo llegó nítidamente a sus oídos el estruendo de la campana Tom al dar las ciento una campanadas.

«No más tarde de las nueve y media», había dicho la señorita Ward. Si el peligro había dejado de merodear a medianoche, aún le quedaban unas horas por delante.

Subió a su habitación y cerró la puerta con llave antes de abrir un cajón y sacar la pesada correa de cuero y cobre. En l descripción de aquella mujer cruzando el puente de Magdalen con los ojos en blanco y «apretando» las manos había algo muy desagradable. Noto la presión de Peter en su cuello como una tira de hierro, y lo oyó diciendo serenamente, como si leyera un libro de testo: «Ese es el punto peligroso. La compresión de los vasos sanguíneos ahí provoca la inconsciencia casi al instante. Y entonces, se acabó».

Y con la presión momentánea de los pulgares de Peter, se le habían inundado los ojos de fuego.

Se dio la vuelta sobresaltada al oír un ruido en el picaporte. Probablemente estaba abierta la ventana del corredor y entraba el viento. Se estaba poniendo absurdamente nerviosa.

La dureza de la hebilla se le resistió. («¿Acaso es tu sirviente un perro, para que haga esto?») Al verse en el espejo, se rió. «Un aspecto como de cala que por sí mismo es una provocación a la violencia.» A la difuminada luz nocturna, su propio rostro la sorprendió, suavizado y sobresaltado, lívido, con los ojos extrañamente grandes bajo las espesas cejas negras y los labios entreabiertos. Era como la cabeza de una persona a la que hubieran guillotinado: la tira oscura la separaba del cuerpo como el acero del verdugo.

Pensó si su amante la habría visto así durante aquel tórrido año de infelicidad, cuando ella intentaba creer que la entrega llevaba a la felicidad. Pobre Philip, atormentado por su propia vanidad, que nunca la había querido hasta que mató sus sentimientos por él y sin embargo la arrastraba peligrosamente en su caída hacía el abismo de la muerte. No fue tanto a Philip a quien se sometió como a una teoría de la vida. Los jóvenes siempre son teóricos; solo los de mediana edad pueden comprender los límites de los principios. Doblegarse ante uno mismo y antes los propios fines puede ser peligroso, pero someterse a los fines de otros es reducirse a polvo y ceniza. Sin embargo, los hay aún más desgraciados, quienes envidian la salobre ceniza de esas «manzanas del mar Muerto».

¿Podría existir jamás una alianza entre el intelecto y la carne? Era esa manía de hacer preguntas y analizarlo todo lo que esterilizaba y anquilosaba las pasiones. Quizá la experiencia tuviera una fórmula para superar esa dificultad, mantienes el cerebro amargado, atormentado, a un lado de la pared, y al otro el cuerpo hermoso y lánguido, sin permitirles que se reúnan jamás. De modo que si eres así, podrías discutir sobre lealtades en una sala del profesorado de Oxford y refrescarte con cantantes vienesas, por ejemplo, presentando una superficie de aguas tranquilas por los dos lados de tu ser. Fácil para un hombre y posible incluso para una mujer, si evitas accidentes absurdos como que te juzguen por asesinato; pero intentar forzar un compromiso entre dos personas incompatibles es una locura; no se debería hacer ni prestarse a ello. Si Peter quería hacer el experimento, que no contara con la connivencia de Harriet. Seis siglos de sangre posesiva no obedecerían a cuarenta y cinco años escasos de intelecto hipersensibilizado. Que el animal macho tomara a la hembra y se contentara; al cerebro activo puede dejársele perfectamente «hablando», como el protagonista de Hombre y superhombre. En un largo monólogo, por supuesto, pues el animal hembra solo puede escuchar, sin intervenir. De otro modo, tendríamos la pareja de Vidas privadas, que rodaban por el suelo y se daban de golpes cuando no estaban haciendo el amor porque, evidentemente, no tenían recursos convencionales. Un panorama de desolador aburrimiento en cualquier caso.

La puerta volvió a hacer ruido, como recordatorio de que incluso un poquito de aburrimiento puede ser deseable en lugar de los sustos. El solitario peón rojo se burlaba de la seguridad apostado en la repisa de la chimenea… Con qué tranquilidad se había tomado Annie la advertencia de Peter. ¿Se la habría tomado en serio? ¿Estaría teniendo cuidado? Parecía tan delicada y reservada como siempre cuando llevó el café a la sala del profesorado aquella noche… quizá un poco más alegre que de costumbre. Claro, había pasado la tarde con Beatie y Carola… Es curioso, ese deseo de poseer a los hijos y dictar sus gustos, como si fueran fragmentos que se escapan de nosotros y no individuos, pensó Harriet. Aunque los gustos se inclinaran por las motocicletas… A Annie no le pasaba nada ¿Y la señorita De Vine, regresando de Londres felizmente ignorante? Harriet comprobó sobresaltada que era casi las diez menos cuarto. El tren debía de haber llegado ya. ¿Se habría acordado la rectora de avisar a la señorita De Vine? No podían dejar que durmiera en aquella habitación de la planta baja sin estar preparada; pero la rectora nunca olvidaba nada.

Sin embargo, Harriet no estaba tranquila. Desde su ventana no veía si había luces encendidas en el ala de la biblioteca. Abrió la puerta y salió (sí; la ventana del corredor estaba abierta; nadie sino el viento había hecho ruido en el picaporte). Unas cuantas figuras borrosas se movían aún por el extremo del patio cuando ella pasó junto a la pista de tenis. Todas las ventanas de la planta baja del ala de la biblioteca estaban oscuras, salvo el débil resplandor del pasadizo. Desde luego, la señorita Barton no estaba en su habitación, y la señorita De Vine no había regresado todavía. O… sí, porque en su salón estaban echadas las cortinas, aunque no brillaba ninguna luz.

Harriet entró en el edificio. La puerta de la señorita Burrows estaba abierta, y el vestíbulo a oscuras. La puerta de la señorita De Vine estaba cerrada. Llamó, pero no hubo respuesta… y de repente le pareció raro que estuvieran echadas las cortinas y que no hubiera luz. Abrió la puerta y accionó el interruptor de la pared del vestíbulo. No pasó nada. Con creciente desasosiego, llegó al salón y abrió la puerta. Y entonces, justo cuando tenía la mano hacia el interruptor la agarraron brutalmente por el cuello.

Contaba con dos ventajas: en cierto modo estaba preparada y la agresora no se esperaba el collar de perro. Notó y oyó el jadeo en la cara mientras los dedos fuertes y crueles tanteaban el cuero. Mientras se movían, le dio tiempo a recordar lo que le habían enseñado: a coger las muñecas y separarlas de golpe, pero cuando intentó ponerle la zancadilla, sus zapatos de tacón alto se escurrieron sobre el parquet…, y de repente notó que se caía, que las dos se caían juntas, y ella estaba debajo; le pareció que pasaban años enteros mientras en sus oídos derramaban una sarta de insultos repugnantes. Después el mundo se apagó entre fuego y truenos.


Rostros… nadando en confusión por entre olas chisporroteantes de dolor, hinchándose y desinflándose angustiadamente, después condensándose en uno solo…, el de la señorita Hillyard, enorme junto al suyo. Después una voz, espantosamente fuerte, resonando ininteligible como una sirena. Y de repente, con toda claridad, como el escenario iluminado de un teatro, la habitación, con la señorita De Vine, blanca como el mármol, en el sofá y la rectora inclinada sobre ella, y en medio, en el suelo, un cuenco blanco lleno de algo rojo y la decana arrodillada a su lado. La sirena volvió a ulular y oyó su propia voz, increíblemente lejana y débil: «Dígale a Peter…». A continuación, nada.


Había alguien con dolor de cabeza, un dolor de cabeza insoportable. La brillante luz blanca podría haber sido muy agradable, si no hubiera sido por la opresiva cercanía de la persona con dolor de cabeza que, encima, gemía de una forma espantosa. No sin esfuerzo, haces de tripas corazón para averiguar qué quiere esa persona tan pesada. Con un esfuerzo como el de un hipopótamo para salir de una ciénaga, Harriet hizo de tripas corazón y descubrió que el dolor de cabeza y los gemidos eran suyos, y que la enfermera se había dado cuenta del problema e iba a echarle una mano.

– Pero ¿qué demonios…? -dijo Harriet.

– Ah, eso está mejor -dijo la enfermera-. No, no intente incorporarse. Le han dado un golpe tremendo en la cabeza, y cuanto más quieta se quede, mejor.

– Ya, comprendo -replicó Harriet-. Tengo un dolor de cabeza espeluznante. -Al pensar un poquito, localizó la peor parte del dolor de cabeza detrás de la oreja derecha. Se pasó una mano con cuidado y se encontró con una venda-. ¿Qué ha pasado?

– Eso nos gustaría saber a todos -contestó la enfermera.

– Es que no recuerdo nada -dijo Harriet.

– No importa. Tómese esto.

Como en un libro, pensó Harriet. Siempre dicen: «Tómese esto». Al fin y al cabo, la habitación no estaba tan iluminada; las persianas estaban bajadas. Eran sus ojos, extraordinariamente sensibles a la luz. Mejor cerrarlos.


El «tómese esto» debía de tener gran eficacia, porque cuando Harriet volvió a despertarse, ya no le dolía tanto la cabeza y tenía un hambre canina. Además, empezaba a recordar: el collar de perro y las luces que no se encendían… y las manos que la habían aferrado en medio de la oscuridad. Y allí, de repente, la memoria se detenía obstinadamente. No tenía ni idea del origen de semejante dolor de cabeza. Después rememoró la escena de la señorita De Vine tendida en el sofá. Preguntó por ella.

– Está en la otra habitación -dijo la enfermera-. Ha sufrido un ataque al corazón bastante grave, pero está mejor. Hizo demasiados esfuerzos, y claro, al encontrarla a usted así, se llevo un susto terrible.


Hasta última hora de la tarde, cuando entró la decana y encontró a la paciente muerta de curiosidad, no le explicaron debidamente a Harriet las peripecias de la noche anterior.

– Bueno, si se queda tranquilita, se lo cuento, porque si no, no -dijo la decana-. Y su jovencito le ha enviado un jardín entero de flores jóvenes y ha dicho que volverá esta mañana. ¡Bueno, a ver! La señorita De Vine, la pobre, llegó aquí alrededor de las diez, porque el tren se retrasó un poco, y Mullins le dio recado de que fuera a ver a la rectora inmediatamente, pero ella pensó que debía ir primero a quitarse el sombrero, así que fue deprisa y corriendo a sus habitaciones, para no hacer esperar a la doctora Baring. Y claro, lo primero que pasó fue que las luces no podían encenderse, y después la oyó a usted como gruñendo en medio de la oscuridad. Así que cuando intentó encender el flexo y le función… pues allí que estaba usted, hija mía, como una auténtica aparición para una profesora respetable, y en su propio salón. Ah, por cierto, le han puesto a usted dos puntos preciosos… Fue cosa del pico de la estantería, ¿sabe?… Así que la señorita De Vine salió corriendo para pedir ayuda, pero no había ni un alma en el edificio, así que fue disparada hasta Burleigh y varias personas salieron a ver qué pasaba y alguien fue a buscar a la rectora, después alguien fue a buscar a la enfermera, y no sé quién vino a buscarnos a la señorita Stevens, la señorita Hillyard y a mí, que estábamos tomando tranquilamente una taza de té en mi habitación, y llamamos al médico, y la señorita De Vine, entre el susto y las carreras, se nos puso amoratada, por lo del corazón… Lo hemos pasado divinamente.

– Ya me imagino. ¡Otra nochecita de fiesta! Supongo que no habrán averiguado quién es la culpable, ¿no?

– No tuvimos tiempo de pensar en ese detalle durante un buen rato, y cuando empezábamos a calmarnos un poco, vuelve a empezar el lío con Annie.

– ¿Annie? ¿Qué le ha pasado?

– ¡Ah! ¿No lo sabía? La encontramos en la carbonera, hija mía, y en qué estado, toda llena de polvo de carbón y dando puñetazos a la puerta, y lo que no sé es cómo no se ha vuelto loca la pobrecilla, allí encerrada durante tanto tiempo. Y si no hubiera sido por lord Peter, a lo mejor no habríamos empezado a buscarla hasta la mañana siguiente, con toda esta barahúnda.

– Sí… lord Peter la advirtió de que podían agredirla… ¿Cómo se enteró? ¿Lo llamó por teléfono o…?

– Sí, sí. Verá, después de llevarlas a usted y a la señorita De Vine a la cama y ya seguras de que no iban ustedes a irse al otro barrio, a alguien se le encendió la bombilla y recordó que lo primero que usted había dicho cuando la recogimos fue: «Dígaselo a Peter». Así que llamamos al Mitre, pero no estaba allí, y la señorita Hillyard dijo que sabía dónde estaba y llamó. Esto fue después de medianoche. Afortunadamente aún no se había acostado, y dijo que vendría enseguida, y después preguntó qué le había pasado a Annie Wilson. Yo creo que la señorita Hillyard pensó que había perdido la cabeza del susto, pero él insistió en que había que inspeccionar, así que todas nos pusimos a buscarla. Y en fin, usted sabe lo difícil que es encontrar a la gente aquí, y por mucho que registramos, nadie dio con ella, hasta que justo antes de las dos llegó lord Peter, completamente desencajado, y dijo que teníamos que poner el colegio patas arriba si no queríamos encontrarnos con un cadáver ¿Menudos ánimos nos dio!

– Ojalá no me lo hubiera perdido -dijo Harriet-. Peter debió de pensar que soy una perfecta imbécil por haber consentido que me dejaran fuera de combate así como así.

– No fue eso lo que dijo -replicó la decana secamente-. Entro a verla, pero por supuesto, usted no estaba en condiciones. Y por supuesto, nos explicó lo del collar de perro, que nos tenía perplejas y preocupadas.

– Sí. Esa mujer me agarró por el cuello, eso sí lo recuerdo, y supongo que en realidad iba a por la señorita De Vine.

– Evidentemente. Y con lo mal que tiene el corazón y sin un collar de perro, no habría vivido para contarlo, según el médico. Fue una suerte para ella que usted entrara por casualidad en su habitación. ¿O es que lo sabía?

– Creo que fui a advertirle de lo que había dicho Peter -contestó Harriet, todavía un tanto confusa-, y… ¡ah, sí!, vi que pasaba algo raro con las cortinas, y que no se podía encender la luz.

– Habían quitado las bombillas. Bueno, en fin, a eso de las cuatro Padgett encontró a Annie. Estaba encerrada en la carbonera, debajo del edificio del comedor, en el extremo de la sala de calderas. Se habían llevado la llave y Padgett tuvo que derribar la puerta. Annie estaba gritando y dando golpes… pero claro, si no la hubiéramos buscado, podría haber chillado hasta el día del Juicio, teniendo en cuenta además que los radiadores están cerrados y que no utilizamos la caldera. Se encontraba en lo que se llama estado de shock y no fue capaz de explicarse con coherencia durante un buen rato, pero no le pasa nada grave, salvo la impresión y las magulladuras, porque la tiraron sobre el montón de carbón. Y además tiene las manos y los brazos despellejados de tanto dar golpes en la puerta e intentar salir por el respiradero.

– ¿Y qué dice que ocurrió?

– Pues que estaba retirando las sillas de la galería, como a las nueve y media, cuando alguien la agarró desde atrás por el cuello y la arrastró hasta la carbonera. Dice que era una mujer, muy fuerte…

– Y tanto. Doy fe de ello. Con unas manos de hierro y un vocabulario nada femenino -replicó Harriet.

– Annie dice que no pudo verla, pero piensa que el brazo que le rodeó el cuello iba envuelto en una manga de color oscuro. Le pareció que era la señorita Hillyard, pero resulta que estaba con la administradora y conmigo. Sin embargo, muchos de nuestros ejemplares más robustos no tienen coartada, sobre todo la señorita Pyke, que dice que estaba en su habitación, y la señorita Barton, quien asegura que estaba en la biblioteca de narrativa buscando «un buen libro para leer». Y tampoco sabemos mucho de lo que hicieron la señora Goodwin y la señorita Burrows, porque según ellas, de repente sintieron un irrefrenable deseo de salir a pasear, cada una por su lado. La señorita Burrows fue a unirse en íntima comunión con la naturaleza en el jardín de las profesoras y la señora Goodwin con una autoridad superior en la capilla. Y hoy todas nos miramos con cierto recelo.

– Ojalá hubiera reaccionado mejor, quiero decir, yo. No entiendo porqué no acabó conmigo -dijo Harriet.

– Eso mismo dijo lord Peter. Piensa que creyó que usted estaba muerta o que se asustó con la sangre al darse cuenta de que se había equivocado de persona. Cuando usted se desplomó, probablemente se puso a palpar y comprendió que no era la señorita De Vine… o sea, usted no lleva gafas y tiene el pelo corto… y entonces se fue corriendo a limpiarse las manchas de sangre. Al menos, esa es la teoría de lord Peter, y me dio la impresión de que se sentía muy raro.

– ¿Está aquí?

– No, ha tenido que volver… Tenía que coger un avión a primera hora en Croydon o algo… Llamó por teléfono y les montó una buena, pero al parecer estaba ya todo preparado y no le quedó más remedio que marcharse. Si por él hubiera sido, no habría quedado en pie ni un solo miembro del gobierno, así que intenté animarlo con un café calentito, y se marchó dejando muy claro que ni usted ni la señorita De Vine ni Annie debían quedarse solas un solo momento. Y ha llamado una vez desde Londres y tres veces desde París.

– ¡Pobre Peter! -exclamó Harriet-. Es que no lo dejan descansar.

– Y ahora la rectora, muy valiente, va a dar un comunicado, que no va a convencer a nadie, al efecto de que alguien le ha gastado una absurda broma a Annie y que usted resbaló y se hizo una herida en la cabeza y que la vista de la sangre impresionó a la señorita De Vine. Y se han cerrado las puertas del college para todo el mundo, por temor a que aparezcan periodistas, pero a las criadas no se les puede cerrar la boca… Dios sabe qué estarán contando en la entrada de servicio. Pero en fin, lo importante es que nadie ha muerto. Bueno, mejor me marcho, porque en otro caso la enfermera se me tirará a la yugular, y entonces si habrá un investigación judicial.


Al día siguiente apareció lord Saint-George.

– Ahora me toca a mí visitar a los enfermos -dijo-. Para mí que no eres una tía para adoptarte. ¿Te das cuenta de que por tu culpa no he podido asistir a una cena?

– Sí -contestó Harriet-. Es una lástima… A lo mejor debería decírselo a la decana. Quizá podrías reconocer…

– No empieces a inventarte historias, no vaya a ser que te suba la fiebre -dijo el chico-. Déjalo en las manos del tío Peter. Por cierto, dice que volverá mañana, que todo va divinamente y que te quedes tranquilita y no te preocupes. Nobleza obliga. He hablado con él por teléfono esta mañana, y estaba atacado, diciendo que cualquiera podría haber ido en su lugar a París, pero que se les ha metido en la cabeza que él es la única persona capaz de caerle en gracia a no sé qué imbécil al que hay que apaciguar o conciliar o vaya usted a saber qué. Por lo poco que le he podido sacar, resulta que han asesinado a un periodista prácticamente desconocido y están intentando convertirlo en un incidente de carácter internacional. Y de ahí los líos. Ya te había dicho que el tío Peter tiene un profundo sentido de la responsabilidad pública, y ahora puedes verlo en la práctica.

– Bueno, es que hace bien.

– ¡No eres una mujer normal! El tío Peter tendría que estar aquí, llorando a mares, y que la situación internacional se fuera al diablo. -Lord Saint-George soltó una risita-. Ojalá hubiera estado con él en el coche el lunes por la mañana. Nada menos que cinco citaciones en el viaje entre Warwickshire, Oxford y Londres. A mi madre le va a encantar. ¿Qué tal tu cabeza?

– Bastante bien. Creo que ha sido peor la herida que el golpe.

– ¿A que sangran las heridas en la cabeza? Como si fueras un cerdo, pero menos mal que no eres «un cadáver en la caja de cara triste e hinchada». En cuanto te quiten los puntos, estarás bien, solo con cierto aire de presidiaria por ese lado de la cabeza. Tendrán que cortarte un poco el pelo, y el tío Peter podrá llevar tus mechones junto al corazón.

– Vamos, vamos, ni que fuera de los años setenta -dijo Harriet.

– Está envejeciendo por días. Yo diría que ya ha llegado a los años sesenta, con aquellas patillas doradas tan bonitas. En serio, creo que deberías rescatarlo antes de que empiecen a crujirle los huesos y de que le salgan telarañas en los ojos.

– Tu tío y tú deberíais ganaros la vida con vuestras frasecitas -dijo Harriet.

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