Prólogo

No sería arriesgado asegurar que, si se le pide a cualquier lector que cite los seis mejores escritores o los personajes más famosos del género policíaco, incluya entre ellos los nombres de Dorothy L. Sayers y Peter Wimsey. Cuarenta años después de la publicación de su última novela, los lectores de las salas de embarque de los aeropuertos del mundo entero buscan un relato de Dorothy L. Sayers para aliviar el claustrofóbico aburrimiento y el miedo, solo a medias aceptado, a los viajes, de cuyos modernos terrores se salvó felizmente la novelista. Como todos los buenos escritores, creó un mundo único y de inmediato reconocible al que aún podemos escapar para reconfortarnos y volver a oír, con alivio y nostalgia, su voz inmensamente personal, divertida y confiada.

A pesar de su imperecedera fama, pocos escritores del género han suscitado respuestas tan opuestas de lectores y críticos. Sus detractores muchas veces se centran en su aristocrático detective. En una conferencia sobre el oficio de escribir novelas policíacas, Sayers definió las cualidades básicas que necesariamente debe poseer un detective aficionado y protagonista de una serie, y creó a lord Peter Wimsey de acuerdo con esa descripción. Según ella, debía estar en situación de toparse con asesinatos y de trabajar con la policía. Las autoridades policiales agradecían casi servilmente la colaboración de lord Peter, y su creadora tomó otra precaución, le dio el inspector Charles Parker como amigo y cuñado. El detective debe ser lo suficientemente versátil para vérselas con los diversos medios y métodos criminales y no tener que perder tiempo recabando la opinión de los expertos sobre cada uno de los detalles. Lord Peter conoce a la perfección cinco o seis lenguas, es jugador de críquet nato, gastrónomo, conocedor de vinos y de mujeres, virtuoso pianista capaz de interpretar a Bach o a Scarlatti sin partitura y entendido bibliófilo, y se encuentra tan a gusto en un templo evangelista del East End como en un palacio. El detective tiene que ser rico y ocioso, libre para dejar sus ocupaciones habituales en cualquier momento con el fin de ir en busca de una pista escurridiza. Lord Peter jamás tropieza con el obstáculo del tiempo o el dinero para comprar el mejor consejo, viajar con libertad o fletar un avión para cruzar el Atlántico en busca de un testigo vital. El detective debe estar equipado físicamente para enfrentarse a criminales violentos. Aunque deplora su escasa estatura, lord Peter es experto en el combate corporal, puede dominar un caballo terco y aferrar con «mano de hierro» la muñeca de Reggie Pomfret, que es más joven y más robusto. El último requisito de la señorita Sayers consiste en que el carácter del detective pueda desarrollarse y evolucionar gradualmente en el transcurso de la serie, algo que ella ha cumplido, aun cuando el cambio del hombre mundano con monóculo de Whose Body? al sensible erudito agobiado por la culpa sollozando en el regazo de su esposa al final de Luna de miel (Busman’s Honeymoon) no es tanto una evolución como una metamorfosis. No es de extrañar que un personaje con tales privilegios y tantas habilidades atraiga críticas o que sus detractores los tachen, a él y a su creadora, de esnobs, pedantes o intelectualmente arrogantes. Pero la virulencia de algunas críticas es la medida de su éxito. Otros escritores de novela policíaca de la misma época salen indemnes de la crítica porque Dorothy L. Sayers sabía escribir y la mayoría de los demás no, porque lord Peter vive y los demás personajes están muertos.

Aunque Dorothy L. Sayers hizo tanto como cualquier otro escritor de novela policíaca para que el género pasara de ser un rompecabezas ingenioso pero anodino a una rama de la narrativa intelectualmente respetable con derecho a ser considerada novela, ella fue una innovadora del estilo y del propósito, pero no de la forma. Se conformó con funcionar dentro de los límites de la convención de un misterio central, un círculo cerrado de sospechosos, cada cual con su móvil para cometer el crimen, un detective aficionado que actúa como un superhombre, que supera en inteligencia y talento a la policía profesional, y una solución a la que el lector puede llegar mediante una deducción lógica a partir de las pistas desperdigadas con ingenio y astucia pero con imparcialidad. Las novelas son muy de su época por la complejidad y la inventiva de los métodos de asesinato. Los lectores de los años treinta esperaban que predominara el enigma y que el asesino, por su propia vileza, demostrara una habilidad y una astucia poco menos que sobrenaturales. No era la época del golpe en el cráneo seguido por sesenta mil palabras de descripción psicológica. Los métodos de asesinato que concibió D. L. Sayers son demasiado ingeniosos y, al menos dos de ellos, dudosamente viables. Es muy poco probable que se pueda matar a una persona solo con ruido, una inyección letal de aire requeriría una jeringa sospechosamente grande y los métodos de asesinato en Un cadáver para Harriet Vane y Luna de miel (Busman’s Honeymoon) son complicados de modo innecesario, sobre todo si se tiene en cuenta la torpeza y la brutalidad de los villanos de esos relatos. Pero si bien pudo equivocarse en alguna ocasión, nunca dejó nada al azar deliberadamente, y sus notas dan fe de las molestias que se tomaba para investigar todos los detalles. Dominaba los trucos técnicos de su oficio: manipular los horarios de los trenes, entrecruzar pistas falsas con pistas verdaderas, inventar tramas que dependen de relojes, mareas, códigos secretos y misteriosos desconocidos, y utilizaba estos ardides con una frescura, una agudeza y una gracia que dan nuevo vigor incluso a la convención más trillada.

Además, escribía con un humor refrescante, algo raro en la novela policíaca. En el género ha habido mucho farsante, y otros escritores han adoptado un humor burlonamente agitado y juvenil ante la muerte ficticia, pero pocos han logrado esa gracia profunda que brota de la persona observadora que de verdad disfruta de los caprichos, las contradicciones y los absurdos de la vida. Los cambios en las modas no pueden disminuir el humor contenido en la irrupción del señor Hankin en la oficina del corredor de apuestas de Muerte, agente de publicidad, la fiesta bohemia de Clouds of Witness, la investigación del pueblo en Los nueve sastres o la charla literaria en una fiesta sobre el libro de moda en Los secretos de Oxford.

Y cuán claramente reflejan su época esas novelas. Quizá porque muy a menudo las pistas se inscriben en las minucias rutinarias de la vida cotidiana, la novela policíaca puede reflejar mejor la sociedad contemporánea que otras formas literarias más cultas. En la serie de Wimsey parece como si de las propias páginas se desprendieran los sonidos, la atmósfera, el habla, el ambiente de los años treinta: los personajes del Bellona Club, con sus heridas de guerra, las solteronas valientes o patéticas de la agencia de la señorita Climpson, la vida jerarquizada y ordenada en un pueblo, ahora tan obsoleta como la rectoría en torno a la cual se desarrollaba, la desesperada alegría de los jóvenes, el miedo al desempleo tras la jovial camaradería de la vida de oficina en Muerte, agente de publicidad. ¿Y qué novela del género podría basarse hoy en día en la certeza de que todo un país se quedaría en silencio, paralizado, durante dos minutos, a la undécima hora del undécimo día del undécimo mes del año? ¿Qué personaje podría emular a lord Peter aparcando tranquilamente el coche en Jermyn Street mientras elige sin prisas un jamón o, como el general Fentiman, podría pasar un día entero en su club, y pagar la comida y un taxi con un viejo billete de diez chelines? El sabor de la época llega hasta los fascinantes detalles de la indumentaria, si bien la ropa que elige Harriet Vane para una merienda en el campo en Un cadáver para Harriet Vane, una falda que ondea alborotadamente alrededor de sus tobillos, un sombrero enorme, uno de cuyos bordes oscurece su rostro mientras que el otro se vuelve hacia atrás, dejando al descubierto una cascada de rizos negros, zapatos de tacón beis, medias de seda y guantes con bordados, parece un poco estrafalaria incluso para una mujer decidida a cazar a un sospechoso de asesinato.

Henry James dijo que tomarse a Edgar Allan Poe con algo más que un mínimo de seriedad denota falta de seriedad. Dorothy L. Sayers se tomaba sus novelas policíacas con cierto grado de seriedad, y seguramente le habría hecho gracia la cantidad de críticas que ha merecido su obra, el análisis del tratamiento que da en sus novelas a la justicia, la culpa, el castigo y los imperativos de la responsabilidad personal, la influencia de Wilkie Collins, la base moral de sus tramas, el tema que unifica toda su obra en cuanto a la importancia, poco menos que sagrada, de la actividad creativa del ser humano. Por una parte, todo eso es importante para la comprensión de las novelas y, por otra parte, nos resulta fascinante, pero no cabe duda de que la fuerza imperecedera de las novelas consiste en que fueron escritas para el ocio, y que aún sigue siendo esa su función. Están destinadas al disfrute, y ellas y sus protagonistas poseen la vitalidad creativa que garantiza la supervivencia.

P. D. JAMES

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