Capítulo 4

No puedes, Amor, tanto daño causarme,

cual el que, en pos del deseado cambio,

en conociendo tu empeño, me causaré yo:

la amistad extrañaré, seré un extraño,

y, de tu senda apartándome,

ya no morará en mi lengua tu amado nombre,

por miedo a que, blasfemo, yo lo profane

y acaso nuestra vieja amistad proclame.

WILLIAM SHAKESPEARE


Hay incidentes en la vida que, por una caprichosa coincidencia de tiempo y estado de ánimo, adquieren un valor simbólico. Eso fue lo que le ocurrió a Harriet al asistir a las celebraciones de fin de curso de Shrewsbury. A pesar de ciertos absurdos e incongruencias, nimiedades, aquella situación abrió ante ella la visión de un antiguo deseo, largo tiempo oscurecido por la confusión de inútiles fantasías, pero que en aquellos momentos se alzaba singular como una torre en una montaña. En sus oídos resonaban dos frases, una de ellas de la decana: «Lo que realmente cuenta es el trabajo que haces», y otra, como un triste lamento por algo perdido para siempre: «En cierta época, yo era estudiante».

«El tiempo es; el tiempo fue; el tiempo es pasado», dijo la Cabeza de Bronce. Philip Boyes estaba muerto, y las pesadillas que habían rodeado la espantosa noche de su fallecimiento iban desvaneciéndose poco a poco. Aferrándose instintivamente al trabajo que había que realizar, Harriet había luchado por recobrar una insegura estabilidad. ¿Era demasiado tarde para alcanzar la mirada límpida y la conciencia tranquila? Y si así fuera, ¿qué podía hacer con aquella pesada cadena que la ataba inevitablemente al doloroso pasado? ¿Y con Peter Wimsey?

Sus relaciones habían sido un tanto extrañas durante los últimos tres años. Inmediatamente después del terrible asunto que habían investigado juntos en Wilvercombe, Harriet, pensando que había que hacer algo para mejorar una situación que empezaba a resultar insoportable, llevó a cabo un plan que acariciaba desde hacía tiempo, y que al fin pudo poner en práctica gracias a su creciente fama y a sus ingresos como escritora. Se marchó de Inglaterra con una amiga que le sirvió de secretaria y acompañante, y viajó tranquilamente por Europa; se quedaba aquí o allá, según le dictara el capricho o cuando se le presentaba un buen marco para un relato. El viaje fue todo un éxito desde el punto de vista económico. Recogió material para dos novelas, que se desarrollaban, respectivamente, en Madrid y en Carcasona, y escribió una serie de relatos de aventuras detectivescas en el Berlín hitleriano, así como varios artículos de viajes, de modo que pudo reponer sobradamente sus arcas. Antes de partir, le pidió a Wimsey que no le escribiera. Él aceptó aquella prohibición con una docilidad insólita.

– Comprendo. Muy bien. Vade in pacem. Si me necesitas, ya sabes dónde encontrarme, en la empresa de siempre.

Harriet había visto el nombre de Peter en los periódicos ingleses de vez en cuando, nada más. A principios del siguiente junio había vuelto a casa, pensando que, tras tan prolongado paréntesis, habría pocas dificultades para poner punto final a su relación tranquila y amistosamente. Probablemente el ya se sentía tan aliviado y equilibrado como ella. En cuanto volvió a Londres, Harriet se mudó a un piso en Mecklenburg Square y se puso a trabajar en la novela de Carcasona.

Un incidente insignificante poco después de su regreso le dio la oportunidad de poner a prueba sus reacciones. Fue a Ascot, con una joven escritora muy ingeniosa y su marido, abogado, en parte por divertirse y en parte porque quería empaparse del color local para un relato, en el que una desgraciada víctima caía muerta de repente en el recinto real en el momento más emocionante, cuando todas las miradas estaban clavadas en la meta de una carrera. Al recorrer con la vista aquellos sacrosantos espacios desde detrás del seto, Harriet se dio cuenta de que en el color local iban incluidos unos estrechos hombros enfundados en un traje tan ajustado que era casi de desmayo y un perfil de loro muy conocido, resaltado por un sombrero de copa gris pálido echado hacia atrás. Rodeando aquella especie de aparición había un espumear de sombreros veraniegos, de modo que parecía una orquídea un tanto grotesca pero muy cara en medio de un ramo de rosas. Por la expresión de ambos bandos, Harriet dedujo que los sombreros veraniegos estaban acechando algo tan codiciado como inasequible, y que el sombrero de copa se lo estaba tomando con un regocijo rayano en la hilaridad. En cualquier caso, tenía toda su atención puesta en otra parte.

Estupendo, pensó Harriet. Nada de lo que preocuparse por ese lado. Volvió a casa alegrándose de lo excepcionalmente bien que se sentía. Tres días más tarde, mientras leía en el periódico matutino que entre los invitados a un almuerzo literario se había visto a «la señorita Harriet Vane, la conocida escritora de novela policíaca», la interrumpió el teléfono. Una voz familiar, extrañamente ronca e insegura, dijo:

– ¿La señorita Harriet Vane?… ¿Eres tú, Harriet? He visto que has vuelto. ¿Quieres cenar conmigo una de estas noches?

Había varias respuestas posibles; entre ella, la represiva y desconcertante: «¿De parte de quién, por favor?». Al ser de natural honrado y pillarla desprevenida, respondió débilmente:

– Ah, gracias, Peter, pero no sé si…

– ¿Cómo? -replicó la voz al otro lado, con un dejo de burla-. ¿Conque todas las noches ocupadas de aquí a «que lleguen las Coquecigrues»?

– Claro que no -respondió Harriet, porque no quería parecer la típica celebridad engreída detrás de la que andaba todo mundo.

– Entonces di cuándo.

– Esta noche estoy libre -dijo Harriet, pensando que con t poco tiempo quizá lo obligaría a pretextar un compromiso anterior.

– ¡Estupendo! -replicó él-. Yo también. Probaremos las mieles de la libertad. Por cierto, has cambiado de número de tele fono.

– Sí. Tengo otro piso.

– ¿Paso a buscarte, o nos vemos en Ferrara a las siete?

– ¿En Ferrara?

– Sí, a las siete, si no es demasiado temprano. Después podemos ir a algún espectáculo, si te apetece. Hasta luego. Gracias.

Peter colgó antes de que a Harriet le diera tiempo a reacción Ella no habría elegido precisamente Ferrara. Era un sitio de moda demasiado vistoso. Quien podía entrar allí, allí entraba, pero precios eran tan altos que, por lo menos de momento, no podía estar hasta los topes, lo que significaba que si ibas allí te iban a ver. Si lo que intentabas era romper una relación con alguien, quizá no fuera la mejor jugada hacerlo público en el Ferrara.

Curiosamente, iba a ser la primera vez que Harriet cenaba en el West End con Peter Wimsey. Durante el primer año después del juicio, no quiso aparecer en ninguna parte, ni aunque hubiera podido comprarse la ropa para hacer su aparición. En aquellos días él la llevaba a los mejores restaurantes del Soho, más tranquilos, o con más frecuencia, la arrastraba, toda enfurruñada y rebelde, hasta hosterías de carretera con cocineros de fiar. Harriet estaba demasiado apática para negarse a esas salidas, que probablemente algo habían hecho por evitar que se amargara, si bien en muchas ocasiones había pagado la imperturbable alegría de su anfitrión con duras palabras de angustia. Al rememorarlo, la paciencia de Wimsey la sorprendía tanto como la preocupaba su insistencia.

Peter la recibió en Ferrara con la media sonrisa y la palabra fácil de siempre, pero con una cortesía más formal de lo que ella recordaba. Escuchó con interés e incluso entusiasmo el relato de sus viajes, y Harriet comprobó (como era de esperar) que el mapa de Europa era terreno conocido para él. Wimsey aportó unas cuantas anécdotas divertidas de su propia experiencia, y añadió datos bien documentados sobre las condiciones de vida en la Alemania moderna. La sorprendió que estuviera tan al corriente de los pormenores de la política internacional, pues no pensaba que tuviera gran interés por los asuntos públicos. Se enzarzo en una apasionada discusión con él sobre las posibilidades de la Conferencia de Ottawa, sobre la que Peter no parecía albergar grandes esperanzas, y cuando llegó la hora del café, Harriet tenía tanto empeño por quitarle de la cabeza ciertas ideas aviesas sobre el desarme que prácticamente se olvidó de las intenciones (si acaso existían) con las que había ido a verlo. En el teatro logró recordar de vez en cuando que tenía que decir algo decisivo, pero el tono se mantuvo tan coloquial y tan sereno que resultaba difícil sacar a colación el nuevo tema.

Una vez acabada la obra, él la llevó hasta un taxi, le preguntó qué dirección tenía que indicarle al taxista, le pidió permiso para acompañarla a casa y tomó asiento a su lado. Sin duda, aquel era el momento adecuado, pero Peter iba hablando en un agradable susurro sobre la arquitectura georgiana de Londres. Al pasar por Guildford Street, Peter se le adelantó preguntándole tras una pausa, durante la cual Harriet había decidido jugarse el todo por el todo:

– Harriet, supongo que no tienes ninguna respuesta nueva que darme, ¿verdad?

– No, Peter. Lo siento, pero no puedo decir nada más.

– De acuerdo. No te preocupes. Intentaré no incordiarte, pero si fueras capaz de aguantarme de vez en cuando, como esta noche, te lo agradecería mucho.

– No creo que fuera justo para ti.

– Si esa es la única razón, yo soy quien mejor puede juzgarlo. -A continuación, volviendo a su tono habitual, como burlándose de sí mismo, añadió-: No resulta fácil librarse de las viejas costumbres. No puedo prometer que vaya a reformarme. Con tu permiso, seguiré proponiéndote matrimonio a intervalos prudentes…, en ocasiones especiales, como mi cumpleaños, el día de Guy Fawkes y el aniversario de la coronación del rey, pero puedes considerarlo pura formalidad. No tienes por qué prestarle la menor atención.

– Es ridículo seguir así, Peter.

– Y, por supuesto, el día de los Inocentes.

– Sería mejor olvidarlo… Esperaba que ya lo hubieras hecho.

– Tengo una memoria muy desordenada. Hace lo que no tiene que hacer y deja por hacer lo que debería haber hecho, pero hasta la fecha no se ha puesto en huelga.

El taxi se detuvo, y el taxista miró hacia atrás con expresión interrogativa. Wimsey ayudó a salir a Harriet y esperó con ademán grave a que soltara la llave. Después se la cogió, le abrió la puerta, le dio las buenas noches y se marchó.

Al remontar la escalera de piedra Harriet comprendió que en aquella situación, huir no le había servido de nada. Se encontraba de nuevo entre las viejas redes de la indecisión y la angustia. En Peter parecía haberse obrado cierto cambio, pero desde luego no por eso resultaba más fácil tratarlo.


Wimsey cumplió su promesa y apenas molestó a Harriet. Pasó mucho tiempo fuera de la ciudad, trabajando en numerosos casos, algunos de los cuales trascendieron a la prensa, mientras que otros se resolvieron con discreción. Estuvo seis meses fuera del país, sin dar otra explicación que «cuestiones de trabajo». Un verano se vio en: vuelto en un asunto extraño que lo llevó a colocarse en una agencia de publicidad. La vida oficinesca le resultó entretenida, pero la cosa terminó de una forma rara y dolorosa.

Una noche acudió a una cena que habían concertado de antemano, pero saltaba a la vista que no se encontraba en condiciones ni de hablar ni de comer. Al final confesó que tenía un terrible dolor de cabeza y fiebre y consintió que lo llevaran a casa. Harriet estaba demasiado preocupada para dejarlo hasta que lo vio sano y salvo en su piso, en las competentes manos de Bunter, quien la tranquilizó: era simplemente la reacción, algo que ocurría con frecuencia al final de un caso, pero que se pasaba enseguida. Un par de días después llamó el enfermo, pidió disculpas y concertó otra cita, en la que hizo alarde de una notable euforia.

En ninguna otra ocasión había traspasado el umbral de la casa de Peter ni él había profanado el santuario de Mecklenburg Square. Ella lo había invitado a entrar en un par de ocasiones, movida por la cortesía, pero él siempre había puesto alguna excusa, y Harriet comprendió que estaba decidido a dejarle al menos aquel lugar para ella sola, libre de asociaciones incómodas. Era evidente que Peter no pensaba cometer la necedad de ser más valorado por distanciarse; más bien parecía tener intención de desagraviarla por algo. Renovaba la oferta de matrimonio a una media de una vez cada tres meses, pero de tal forma que no daba pie a estallidos de mal genio por parte de ninguno de los dos. Un primero de abril la pregunta llegó desde París, en una sola frase latina que comenzaba con la desalentadora partícula interrogativa num, que evidentemente «requiere la respuesta negativa». Tras buscar en el libro de gramática las «negativas corteses», Harriet replicó con un Benigne aún más breve.


Al rememorar su visita a Oxford, Harriet se dio cuenta de que había alterado. Había empezado a tomarse a Wimsey como algo normal, como se podría tomar como algo normal la dinamita una fábrica de munición, pero descubrir que simplemente el sonido de su nombre aún tenía el poder de provocar tales explosiones en su interior, que la molestaban por igual, muchísimo, que otros elogiaran o censuraran a Peter, despertaba el recelo de que la dinamita quizá siguiera siendo dinamita, por inocua que pudiera parecer por la costumbre.

En la chimenea de su salón había una nota, con la letra pequeña y complicada de Peter. En ella la informaba de que lo había avisado el inspector jefe Parker, que se encontraba en el norte Inglaterra con dificultades en un caso de asesinato, y que por consiguiente lamentaba tener que cancelar su cita de aquella semana. ¿Le haría el favor de utilizar las entradas, que él no podía emplear por falta de tiempo?

Harriet apretó los labios al leer la última frase, tan cautelosa. Desde una ocasión espantosa, durante el primer año de su relación, en la que él se arriesgó a enviarle un regalo de Navidad, y en un arrebato de orgullo y vergüenza ella se lo devolvió con un amargo reproche, Peter se había guardado muy mucho de ofrecerle nada que pudiera ni remotamente considerarse un regalo material. Si hubiera desaparecido de la faz de la tierra, no había nada entre las cosas de Harriet que le recordara a él. Cogió las entradas y titubeó. Podía regalarlas, o aprovecharlas para ir con alguien. Al final pensó que no le apetecía pasarse toda la obra con una especie de fantasma de Banquo disputándose la butaca de al lado con otra persona. Metió las entradas en un sobre, las envió al matrimonio que la había llevado a Ascot, rompió la nota por la mitad y la depositó en la papelera. Tras haberse deshecho de Banquo, respiró con más libertad y se enfrentó al siguiente incordio del día. Consistía en revisar tres libros suyos para una nueva edición. Releer las propias obras suele ser una tarea deprimente, y una vez que hubo terminado se sintió hastiada y disgustada consigo misma. Los libros estaban bien como tales, e incluso eran estupendos como ejercicio intelectual, pero les faltaba algo; tenía la sensación de haberlos escrito con cierta reserva mental, con el empeño de no dejar traslucir sus opiniones ni su personalidad. Reflexionó asqueada sobre una conversación tan superficial Como ingeniosa sobre la vida matrimonial entre dos de los personajes. Podría haber hecho algo mucho mejor si no hubiera tenido miedo de ponerse en evidencia. Lo que la estorbaba era la sensación de estar en medio de las cosas, demasiado cercana a ellas, oprimida e intimidada por la realidad. Si conseguía distanciarse de sí misma, lograría confianza y más autocontrol. Ese era el gran don con el que, a pesar de sus limitaciones, podía considerarse afortunado el intelectual: la mirada nítida, directa al objeto, ni debilitada ni distraída por cuestiones íntimas.

Conque intimidad, ¿eh?, dijo Harriet para sus adentros mientras metía las pruebas en papel de embalar, de mal humor.


No a solas aun cuando a solas estás,

¡oh, Dios, que mi intimidad de ti pudiera guardar!


Se alegró lo indecible de haberse librado de las entradas.


De modo que cuando Wimsey volvió de su expedición por el norte, ella fue a verlo con ánimo beligerante. Wimsey le había pedid que cenara con él, en esta ocasión en el Egotists Club, un lugar in sólito. Era sábado, y tenían toda la sala para ellos solos. Harriet habló de su visita a Oxford y aprovechó la ocasión para enumerar u serie de prometedoras estudiantes que habían destacado en la Universidad y después se habían apagado por el matrimonio. Wimsey concedió sin entusiasmo que esas cosas ocurrían con demasiada frecuencia, y puso como ejemplo a un pintor de gran talento que empujado por la ambición social de su esposa, se había convertid en una auténtica máquina de retratos académicos.

– Desde luego, en ocasiones la pareja simplemente tiene celda o es egoísta -añadió sin gran convicción-. Pero en la mitad los casos es pura estupidez. No lo hacen a propósito. Es sorprendente las pocas personas que realmente cumplen lo que se proponen en Año Nuevo.

– No creo que pudieran evitarlo, cualesquiera que fueran propósitos. Lo que les hace la trastada es la personalidad de los demás.

– Sí. Del dicho al hecho hay mucho trecho. Es lo que pasa siempre. Puedes decir que no vas a meterte en el alma de otra persona, pero lo haces, por el mero hecho de existir. La pega que tiene es la dificultad práctica, por así decirlo, de no existir. Es decir, aquí estamos todos, y ¿qué podemos hacer?

– Bueno, supongo que algunas personas sienten la necesidad de convertir las relaciones personales en el trabajo de toda su vida. En tal caso, muy bien, pero ¿y los demás?

– Una lástima, ¿verdad? -replicó Peter, con un dejo de picardía que molestó a Harriet-. ¿Crees que se deberían eliminar por completo los contactos humanos? Siempre tienes que pelearte con el carnicero, el panadero o la casera. ¿O las personas con cerebro deberían quedarse quietecitas y dejarse cuidar por los que tienen corazón?

– Eso es muy frecuente.

– Cierto. -Peter llamó al camarero por quinta vez para que le recogiera la servilleta a Harriet-. ¿Por qué los genios son malos maridos y todo eso? Pero ¿qué hacer con las personas que sufren la maldición de tener cerebro y corazón?

– Perdona que se me caigan las cosas. Es que esta seda es muy resbaladiza. Bueno, ese es el problema, ¿no? Empiezo a pensar que tendrían que elegir.

– ¿No comprometerse?

– No creo que el compromiso funcione.

– ¡Que precisamente yo tenga que oír vituperios contra el compromiso en boca de una persona de sangre inglesa!

– Bueno, yo no soy totalmente inglesa. Tengo un poquito de irlandesa y de escocesa.

Lo cual viene a demostrar que eres inglesa. Ninguna otra raza Presume de mestizaje. Yo soy inglés casi hasta el bochorno, porque tengo una decimosexta parte de francés, aparte de las nacionalidades de costumbre, es decir, que llevo el compromiso en la sangre. Sin embargo, ¿dónde me clasificarías? ¿Entre los que tienen cerebro o los que tienen corazón?

– Nadie podría negar que tienes cerebro -contestó Harriet

– ¿Y quién lo niega? Y tú podrás negar mi corazón, pero mal dita sea si puedes negar su existencia.

– Argumentas como un ingenio de la época isabelina… d. significados con el mismo término.

– El término es tuyo. Tendrás que negar algo si quieres ser como el sacrificio de César.

– ¿El sacrificio de César…?

– Una bestia sin corazón. ¿Se te ha vuelto a caer la servilleta.

– No, esta vez ha sido el bolso. Está debajo de tu pie izquierdo.

– Ah! -Peter miró a su alrededor, pero el camarero había desaparecido-. Bueno -añadió sin moverse-, la función del corazón es servir al cerebro, pero en vista de que…

– No te molestes, por favor. No tiene importancia -lo interrumpió Harriet.

– … en vista de que tengo dos costillas rotas, mejor no hago nada, porque como me agache, a lo mejor no vuelvo a levantarme.

– ¡Válgame Dios! -exclamó Harriet-. Ya me parecía a que estabas un poco rígido. ¿Por qué demonios no me lo has dicho en lugar de quedarte ahí haciéndote el mártir e induciéndome a que te juzgue mal?

– Al parecer, no soy capaz de hacer nada bien -dijo Peter tono lastimero.

– ¿Cómo te las rompiste?

– Me caí de un muro de una forma muy poco elegante. Tenía un poco de prisa, porque había un tipo de aspecto patibulario al otro lado con una pistola. No fue tanto el muro como la carretilla que había debajo. Y en realidad, no son tanto las costillas como el esparadrapo. Aprieta como un demonio y el picor es infernal.

– Qué horror. No sabes cuánto lo siento. ¿Qué fue del tipo de la pistola?

– Pues no creo que las complicaciones personales vayan a darle más molestias.

– Si la suerte hubiera jugado del otro lado, supongo que serías tú quien no tendrías más molestias.

– Probablemente no. Y entonces tampoco te habría causado más molestias a ti. Si hubiera tenido la cabeza donde tenía el corazón, quizá habría aceptado de buen grado esa solución, pero como en aquel momento tenía la cabeza puesta en mi trabajo, salí corriendo con la mayor rapidez posible, con el fin de vivir lo suficiente para terminar el caso.

– Pues me alegro, Peter.

– ¿En serio? Eso demuestra lo difícil que le resulta incluso al cerebro más poderoso no tener corazón. Veamos. Hoy no es día de pedirte que te cases conmigo, y unos cuantos metros de esparadrapo no bastan para que sea una ocasión especial, pero si no te importa, vamos a tomar café en el salón, porque esta silla me empieza a parecer tan dura como la carretilla y me está destrozando en los mismos sitios.

Se levantó con cautela. Llegó el camarero y le devolvió el bolso a Harriet, junto con unas cartas que ella había recogido de manos del cartero al salir de casa y había metido en el bolsillo exterior del bolso sin leerlas. Wimsey guió a su invitada hasta el salón, la acomodó en una silla y se agachó con una mueca para sentarse en la esquina de un sofá.

– Un buen trecho hasta llegar abajo, ¿no?

– En cuanto llegas está bien. Perdona por presentarme siempre en un estado tan lamentable. Naturalmente, lo hago á propósito, para llamar la atención y despertar lástima, pero me terno que la maniobra es demasiado evidente. ¿Quieres un licor con el café, o un brandy? Dos brandys añejos, James.

– Muy bien, señor. Han encontrado esto bajo la mesa del comedor, señorita.

– ¿Más objetos perdidos? -dijo Wimsey, mientras cogía una tarjeta postal. Al ver que Harriet se sonrojaba y fruncía el entrecejo con expresión de asco, preguntó-: ¿Qué es esto?

– Nada -contestó Harriet, metiendo el garabato en el bolso… Peter la miró.

– ¿Te llegan cosas así con frecuencia?

– ¿Qué cosas?

– Porquerías anónimas.

– Ya no tanto. Encontré una en Oxford, pero antes llegaban en todos los repartos del correo. No te preocupes; estoy acostumbrada. Ojalá lo hubiera visto antes de venir aquí. Es terrible que me haya caído en el club y lo hayan leído los criados.

– Una cabeza loca, eso es lo que eres. ¿Puedo verlo?

– No, Peter. Por favor.

– Dámelo.

Harriet le tendió la postal sin levantar los ojos. «Pregúntale a novio el del título si le gusta el arsénico en la sopa. ¿Qué le diste para que te sacara?», preguntaba.

– ¡Por Dios, qué asquerosidad! -exclamó Peter con amargura-. Así que en eso te estoy metiendo. Debería haberlo sabido Era prácticamente imposible que no ocurriese, pero como tú decías nada, me he dejado llevar por el egoísmo.

– No importa. Es una de las consecuencias, y tú no puedes hacer nada.

– Podría tener la consideración de no exponerte a ti. Sabe Dios que has intentado con todas tus fuerzas librarte de mí. Aún más; creo que has utilizado todos los instrumentos posibles para apartarme de ti, salvo ese.

– Bueno, sabía que lo detestarías, y no quería hacerte daño. -¿Que no querías hacerme daño?

Harriet comprendió que aquello debía de parecerle una completa locura.

– Lo digo en serio, Peter. Ya sé que te he dicho las cosas más espantosas que se me han ocurrido, pero tengo mis límites. -La invadió una repentina oleada de ira-. Por Dios, ¿es que realmente piensas eso de mí? ¿Crees que no hay bajeza ante la que no me rinda?

– Estarías plenamente justificada si me dijeras que he estado haciéndote las cosas aún más difíciles al darte tanto la lata.

– ¿Ah, sí? ¿Esperabas que te dijera que estabas empañando mi reputación cuando no tenía reputación que empañar? ¿Qué te dijera que me salvaste de la horca, muchas gracias, pero que me pusiste en la picota? ¿Que mi nombre no es más que barro, pero que lo tratas como una azucena? No soy tan hipócrita.

– Comprendo. La pura verdad es que lo único que hago es amargarte un poco más la vida. Eres muy generosa al no decirlo. -¿Por qué te has empeñado en verlo?

– Porque -respondió Peter encendiendo una cerilla y acercando la llama a una esquina de la tarjeta- si bien estoy dispuesto a huir de los matones con pistolas, con otros problemas prefiero enfrentarme cara a cara. -Tiró el papel ardiendo en el cenicero y aplasto las cenizas. A Harriet le vino a la memoria el mensaje que había encontrado en una manga-. No tienes que reprocharte nada Tú no me lo dijiste; lo descubrí yo solo. Admitiré la derrota y me despediré. ¿De acuerdo?

El camarero del club dejó las copas de brandy sobre la mesa. Con la mirada clavada en las manos, Harriet entrelazaba los dedos. Peter la observó unos momentos y después dijo con dulzura:

– No te pongas tan trágica. Se está enfriando el café. Al fin y cabo, me queda el consuelo de que «no tú, sino el destino me ha vencido». Resurgiré con mi vanidad intacta, que ya es algo.

– Peter, me temo que no soy muy consecuente. He venido aquí esta noche con la firme intención de decirte que lo dejes, pero preferiría librar mis propias batallas. Yo… yo… -miró hacia arriba y añadió temblorosa-, ¡maldita sea si dejo que por mí te liquiden los matones o los que envían cartas anónimas!

Peter se enderezó bruscamente, de modo que su exclamación de alegría se tornó en un gemido.

– ¡Maldito sea el esparadrapo este! Harriet, tienes agallas, ¿verdad? Dame la mano y lucharemos hasta el final. ¡Vamos! Nada de eso. En este club no se llora. No ha ocurrido nunca, y si me deshonras de esa manera, tendré una pelea con los del comité, y probablemente cerrarán los servicios de señoras.

– Lo siento, Peter.

– Y no me pongas azúcar en el café.


Un poco más tarde, tras haberle tendido un fuerte brazo para liberarlo de las arduas profundidades del sofá, entre palabrotas, y haberlo despachado para que obtuviera el descanso que lógicamente desearía, entre los dolores del amor y del esparadrapo, Harriet tuvo tiempo para pensar tranquilamente que si el destino había vencido a alguno de los dos, desde luego no había sido a Peter Wimsey. Él conocía a la perfección el truco con el que el luchador deja que la fuerza del adversario se deje vencer a sí misma. Sin embargo, ella sabía con toda certeza que si, cuando él le había preguntado si se marchaba, ella hubiera contestado con amabilidad pero con firmeza: «Lo siento, pero pienso que sería lo mejor», el asunto habría llegado al final deseado.

– Ojalá tuviera una actitud firme -le dijo a la amiga del viaje por Europa.

– Pero si la tiene -replicó la amiga, que era una persona de ideas claras-. Él sabe lo que quiere, y el problema es que tú no. Ya sé que no es agradable poner punto final a las cosas, pero no entiendo por qué tiene que hacerte él todo el trabajo sucio, sobre todo si no quiere que se haga. Con respecto a las cartas anónimas, me parece ridículo prestarles la menor atención.

A su amiga le resultaba fácil hablar así, pues llevaba una vida activa y laboriosa, sin puntos vulnerables.

– Peter dice que debería tener una secretaria que las cribara.

– Pues me parece muy práctico -dijo la amiga-. Pero supongo que, como es un consejo suyo, encontrarás alguna razón ingeniosa para no seguirlo.

– No soy tan mala -replicó Harriet, y contrató a una secretaria.


Así siguieron las cosas durante varios meses. Harriet no volvió a hacer ningún esfuerzo por discutir sobre las exigencias del corazón frente a las del cerebro. Ese tipo de conversaciones desembocaban en un Peligroso intercambio de personalidades en el que Peter, con un ingenio más vivo y mayor autocontrol, siempre podía acorralarla sin ponerse en evidencia. Solo con una aspereza brutal lograba que él bajara la guardia, y empezaba a tener miedo a esos feroces impulsos.


En el ínterin no recibió noticias de Shrewsbury College, salvo que un día del bimestre de otoño apareció un párrafo en uno de los diarios más estúpidos de Londres sobre una «novatada de estudiantas» en el que se informaba al mundo de que alguien había encendido una hoguera con las togas en el patio de Shrewsbury y de que «la señora jefa» estaba tomando medidas disciplinarias. Por supuesto, las mujeres siempre eran noticia. Harriet escribió una ácida carta al periódico, señalando que «estudiante» o «alumna» serían términos más apropiados que «estudiantas» y que la forma correcta de denominar a la doctora Baring era «rectora». Lo único que consiguió fue la publicación de una carta al director del periódico encabezada como «Damas universitarias» y una referencia a «las encantadoras chicas universitarias».

Le explicó a Wimsey -daba la casualidad de que era la persona del género masculino que tenía más a mano para ensañarse- que esas ordinarieces eran la típica actitud del hombre medio hacia las inquietudes intelectuales de las mujeres. Él replicó que los malos modales le daban asco en toda ocasión, pero ¿acaso era peor que en un titular mencionaran a los monarcas extranjeros solamente con el nombre de pila?


No obstante, unas tres semanas antes del final del bimestre de Pascua, Harriet tuvo que volver a atender asuntos de la universidad, de una forma más personal y más alarmante.

Febrero se aproximaba a marzo sollozante y lacrimoso cuando recibió una carta de la decana.


Querida señorita Vane:

Me dirijo a usted para preguntarle si podría venir a Oxford para la apertura de la nueva ala de la biblioteca, que será inaugurada por el rector el próximo jueves. Como bien sabe, esta ha sido siempre la fecha oficial de apertura, si bien teníamos la esperanza de que los edificios estuvieran habitables al comienzo del curso, pero entre el conflicto en la empresa del contratista y la inoportuna enfermedad del arquitecto, nos retrasamos terriblemente, de modo que estará listo justo a tiempo. En realidad, la decoración interior frente a la planta baja todavía no está acabada, pero, francamente, no podíamos pedirle a lord Oakapple que cambiase la fecha, porque es un hombre muy ocupado y, al fin y al cabo, lo principal es la biblioteca, no las instalaciones para las profesoras, por mucho que las pobres necesiten un refugio.

Estamos impacientes por su llegada -me refiero a la doctora Baring y a mí-, si puede encontrar un hueco entre los innumerables compromisos que sin duda tendrá. Nos alegraría mucho contar con su consejo sobre algo sumamente desagradable que está ocurriendo aquí. No es que esperemos que una autora de novelas policíacas sea policía, pero sé que usted ha participado en una investigación real y estoy segura de que sabe mucho más que nosotras de cómo encontrar malhechores.

¡No vaya a pensar que nos están asesinando en la cama! En cierto sentido, no estoy muy segura de que no resultara más fácil enfrentarse a «un asesinato claro y limpio». Lo cierto es que somos víctimas de una mezcla de Poltergeist y anónimos insultantes, y ya se puede imaginar lo repugnante que le resulta a todo el mundo. Creemos que las cartas empezaron a llegar hace cierto tiempo, pero al principio nadie les prestó demasiada atención. Supongo que todo el mundo recibe mensajes anónimos de mal gusto de vez en cuando, y aunque algunas de esas barbaridades no han llegado por correo, en un lugar como este nada impide que cualquiera entre en la conserjería o incluso en el college y las deje, pero la destrucción gratuita de la propiedad es otra historia, y el último ataque ha sido tan abominable que algo hay que hacer. La Prosodia inglesa de la pobre señorita Lydgate (usted vio la monumental obra, aún en proceso de redacción) ha quedado desfigurada y mutilada de la forma más repulsiva que se pueda imaginar, algunos manuscritos importantes han sido destruidos por completo, y tendrá que reescribirlos desde el principio. La pobrecilla estuvo a punto de echarse a llorar, y lo más preocupante es que tenemos la impresión de que hay que responsabilizar a alguien del college. Suponemos que alguna alumna está resentida con el claustro, pero tiene que ser algo más que rencor; debe de ser una especie de chifladura espantosa.

No nos atrevemos a llamar a la policía… Si hubiera visto las cartas comprendería que no conviene airearlas, y usted sabe cómo funcionan estas cosas. Supongo que habrá reparado en ese despreciable periódico que hablaba sobre la hoguera del pasado noviembre. No llegamos a descubrir quién lo hizo, y naturalmente, pensamos que se trataba de una broma absurda, pero ahora nos estamos planteando si no formaría parte de un plan.

Por tanto, si pudiera concedernos un poco de su tiempo y del fruto de su experiencia, le quedaríamos sumamente agradecidas. Debe de existir una forma de sobrellevarlo… Desde luego, no podemos seguir con semejante acoso, pero es una tarea tremendamente difícil descubrir nada en un sitio como este, con ciento cincuenta alumnas y todas las puertas abiertas día y noche.

¡Lamento que sea una carta un tanto incoherente, pero es que parece que todo apremia, con la inauguración a la vuelta de la esquina, las pruebas de selección y el papeleo de las becas revoloteando como hojas en Vallombrosa! Con la esperanza de verla el próximo jueves, se despide atentamente,

LETITIA MARTIN


¡Qué curioso! Justo lo que hacía falta para causar el mayor daño imaginable a las mujeres universitarias, no solo en Oxford, sino en todas partes. Por supuesto, en cualquier comunidad se corre el riesgo de albergar a alguien indeseable, pero evidentemente, los padres no estarían dispuestos a enviar a sus inocentes criaturas a ciertos lugares en los que proliferasen las anomalías psicológicas. Aunque aquella campaña difamatoria no desembocara en un auténtico desastre (y nunca se sabe hasta dónde puede llegar la gente al sentirse acosada), sacar a relucir los trapos sucios no era precisamente lo que más podía favorecer a Shrewsbury. Porque, aunque quizá nueve décimas partes del barro no se lanzara al azar, el resto fácilmente podía dragarse del fondo del pozo de la verdad, y no habría quien lo limpiara.

¿Quién iba a saberlo mejor que ella? Sonrió con sarcasmo ante la carta de la decana. «El fruto de su experiencia»… Sí, claro. Aquellas palabras habían sido escritas de una forma totalmente inocente, por supuesto, y sin la menor intención de hurgar en la herida. A la señorita Martín no se le habría pasado por la cabeza escribir cartas insultantes a una persona que había sido absuelta del delito de asesinato, como tampoco se le habría ocurrido que pedir consejo a la señorita Vane para enfrentarse con aquel problema era como mentar la soga en casa del ahorcado. Se trataba simplemente de uno de esos ejemplos de falta de tacto al que son tan proclives las mujeres cultas y enclaustradas, alejadas del mundanal ruido. La decana se habría quedado horrorizada si hubiera sabido que, por humanidad, Harriet era la última persona a la que se debería haber recurrido para semejante asunto, y que incluso, en el propio Oxford, en el propio Shrewsbury College…

En el propio Shrewsbury College, y en la celebración de fin de curso. Ahí estaba la cuestión. La carta que Harriet había encontrado en una manga la habían puesto en Shrewsbury College y en la noche de la celebración. No solo eso; también estaba el dibujo que había recogido en el patio. ¿Formaba parte alguna de esas cosas, o ambas, de su lamentable disputa con el mundo? ¿O más bien habría que relacionarlas con el posterior estallido de violencia en el college? Parecía inverosímil que Shrewsbury hubiese albergado a dos locas de mente calenturienta en tan rápida sucesión, pero si aquellas dos locas eran una y la misma, las consecuencias eran alarmantes, y ella debía intervenir a toda costa, al menos para contar lo que sabía. En ciertos momentos hay que dejar a un lado los sentimientos personales en aras de lo público, y parecía que aquel era uno de ellos.

Cogió el teléfono sin muchas ganas y pidió una conferencia con Oxford. Mientras esperaba reflexionó sobre el asunto a esa nueva luz. La decana no entraba en detalles sobre las cartas ofensivas, salvo que de ellas se desprendía cierto resentimiento contra el claustro y que la responsable parecía ser del college. Era natural atribuir las novatadas destructoras a las alumnas, pero claro, la decana no sabía lo que sabía Harriet. Una mente pervertida y reprimida es capaz de volverse contra sí misma. «Virginidad amargada»… «vida antinatural»… «solteronas medio dementes»… «apetitos insatisfechos e impulsos reprimidos»… «atmósfera malsana»… Se le ocurrieron una serie de epítetos, ya acuñados para su difusión. ¿Era eso lo que habitaba en la torre de la colina? ¿Resultaría ser como la torre de lady Atalía en Viento juguetón, morada de frustración, perversión y locura? «Si tu ojo es único, todo tu cuerpo estará lleno de luz…», pero ¿es físicamente posible tener visión única? «¿Qué hacer con las personas con la maldición de tener cerebro y corazón?» Para ellas, la visión estereoscópica probablemente era una necesidad; ¿para quién no? (Era una forma absurda de jugar con las palabras, pero algo significaba.) Y entonces, ¿qué pasaba con el asunto de elegir una forma de vida? Al fin y al cabo, ¿había que llegar a un compromiso, simplemente para mantener la cordura? Entonces, se estaba condenada para siempre a aquella espantosa guerra interior, con confusión de ruidos y ropas empapadas en sangre… y, reflexionó lúgubremente, con las consecuencias habituales de la guerra: moneda alterada, menor rendimiento y gobiernos inestables.

En ese momento le dieron la conferencia, y oyó la agitada voz de la decana. Tras asegurarle que carecía de dotes detectivescas en la vida real, Harriet expresó su preocupación y simpatía y a continuación hizo la pregunta que, para ella, era fundamental.

– ¿Cómo están escritas las cartas?

– Precisamente esa es la dificultad. La mayoría están hechas con trozos de periódico pegados, así que no se puede identificar la letra.

Eso parecía zanjar el asunto: no había dos corresponsales anónimas; solo una. Bien.

– ¿Son solamente obscenas o también insultantes o amenazadoras?

– Las tres cosas. Insultos de cuya existencia no sabía la pobre señorita Lydgate (lo peor que conoce es por el teatro de la Restauración), y amenazas que van desde hacerlo público hasta el patíbulo.

De modo que aquella era la torre de lady Atalía.

– Aparte de al claustro, ¿se las envían a alguien más?

– No podría decirlo, porque la gente no siempre te cuenta lo que pasa, pero según tengo entendido, también las han recibido un par de alumnas.

– ¿Y unas veces llegan por correo y otras a la conserjería?

– Sí. Y han empezado a aparecer en las paredes, y recientemente las meten por debajo de las puertas por la noche. Así que da la impresión de que debe de ser alguien que vive en el college.

– ¿Cuándo apareció la primera?

– Tengo la absoluta certeza de que la primera se la enviaron a la señorita De Vine, el pasado otoño. Era el primer bimestre que pasaba aquí y, naturalmente, pensó que era alguien que le guardaba rencor por una cuestión personal, pero poco después las recibieron varias personas más, así que llegamos a la conclusión de que no podía ser eso. Nunca nos había pasado una cosa semejante, de modo que ahora nos inclinamos a pensar que tenemos que vigilar a las alumnas del primer curso.

Precisamente la gente que no puede ser, pensó Harriet, pero se limitó a decir:

– No hay que descartar nada. La gente puede andar bien una temporada hasta que de repente algo las hace estallar. El principal problema de estas cosas es que la persona en cuestión suele actuar con normalidad en otros aspectos. Podría ser cualquiera.

– Es verdad. Supongo que incluso podría ser una de nosotras. Eso es lo más terrible. Sí, ya lo sé, vírgenes de cierta edad y todo eso. Es espantoso pensar que una puede estar codo con codo con alguien que piensa así. ¿Cree que esa pobre desgraciada sabe lo que hace? Llevo varias noches despertándome con pesadillas, sin saber si no habré andado por ahí sonámbula escupiendo a la gente o algo. ¡Y estoy tan asustada por la próxima semana! ¡El pobre lord Oakapple viene a inaugurar la biblioteca y todas esas áspides ponzoñosas rezumando veneno sobre sus botas! ¿Se imagina si le enviaran algo a él?

– En fin, creo que iré la próxima semana. Existe una buena razón para que yo no sea la persona más adecuada para hacerse cargo de esto, pero por otra parte creo que debo ir. Ya le diré por qué cuando nos veamos.

– Es usted muy amable. Estoy segura de que podrá proponer algo. Supongo que querrá ver todas las muestras que tenemos. ¿Sí? Muy bien. Guardaremos con cariño todos los fragmentos que tenernos. ¿Debemos recogerlos con pinzas para que se conserven mejor las huellas dactilares?

Harriet dudaba de que las huellas dactilares sirvieran de gran ayuda, pero aconsejó que en principio se tomaran precauciones. Una vez acabada la llamada, aún con el agradecimiento de la decana resonándole en los oídos, se quedó unos momentos con el auricular en la mano. ¿Había algún sitio al que pudiera recurrir en busca de consejo? Sí lo había, pero no le hacía ninguna gracia hablar sobre el asunto de las cartas anónimas, y aún menos sobre lo que habitaba en las torres académicas. Colgó con firmeza y se alejó del teléfono.


A la mañana siguiente se despertó con distinto ánimo. Había proclamado que los sentimientos personales no deben entorpecer el interés público. Y así debía ser. Si Wimsey podía resultar útil a Shrewsbury College, ella lo utilizaría. Le gustara o no, soportara o no que le dijera «¿Qué te había dicho yo?», se tragaría el orgullo y le preguntaría cómo había que proceder. Se bañó y se vistió, consciente de su desinteresada dedicación a la causa de la verdad. Entró en el salón y disfrutó de un buen desayuno, satisfecha consigo misma. Cuando estaba terminando la tostada con mermelada llegó la secretaria con el correo de la mañana. Entre las cartas había una apresurada nota de Peter, enviada la noche anterior desde la estación Victoria.


Me han arrastrado otra vez al extranjero casi sin previo aviso. Primero París y después Roma. Después, sabe Dios. Si me necesitas (per impossibile), puedes ponerte en contacto conmigo a través de las embajadas, o Correos me reenviará las cartas desde la dirección de Piccadilly. De todos modos, tendrás noticias mías el 1 de abril.

P.D.B.W.


Post occasio calva. Difícilmente podría ponerse a bombardear las embajadas con cartas sobre un pequeño asunto, oscuro y complicado, en un college de Oxford, sobre todo cuando el corresponsal estaba dedicado a otra investigación urgente por toda Europa. Debían de haberlo avisado con urgencia, porque la nota estaba escrita mal y apresuradamente, como si la hubiera garrapateado en el último momento en un taxi. Harriet se entretuvo pensando, divertida, si le habrían pegado un tiro al príncipe de Ruritania o si el mayor sinvergüenza de Europa habría dado otro golpe o si se trataba de una conspiración internacional para destruir la civilización con un rayo mortífero… situaciones frecuentes en sus novelas. Fuera lo que fuese, tendría que seguir adelante sin ayuda y refugiarse en espíritu independiente.

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