Capítulo 17

Aquel que mucho pregunte, mucho aprenderá y mucho disfrutará, mas sobre todo si dirige sus preguntas a personas de ingenio, pues les dará ocasión de deleitarse hablando, y él recabará conocimientos sin cesar; mas que sus preguntas no sean dificultosas, puesto que eso es pura afectación, y que respete el turno de palabra de los demás.

FRANCIS BACON


– Parece una madre nerviosa con un hijo a punto de recitar «El naufragio del Hesperus» en el concierto del colegio -dijo la decana

– Me siento más bien como la madre de Daniel.


Dijo el rey Darío a los leones:

Morded a Daniel, morded a Daniel.

Mordedlo, mordedlo


– ¡Grrr! -dijo la decana.

Estaban ante la puerta de la sala del profesorado, desde donde se dominaba la conserjería de Jowett Walk. El patio viejo estaba muy animado. Las rezagadas iban a cambiarse apresuradamente para la cena; otras, que ya se habían cambiado, paseaban en grupos, esperando la campana; algunas seguían jugando al tenis; la señorita De Vine salió del edificio de la biblioteca, aún colocándose distraídamente horquillas en el pelo (Harriet había examinado e identificado aquellas horquillas); una elegante figura enfiló hacia ellas desde el patio nuevo.

– La señorita Shaw lleva un vestido nuevo -dijo Harriet.

– ¡Es vedad! ¡Qué fina!


Y allí estaba, hermosa cual melón en un trigal,

deslizándose preciosa cual buque por la mar.


»Eso era por Daniel, hija mía.

– Querida decana, es usted una arpía.

– Bueno, ¿no lo somos todas? Esto de que todo el mundo llegue pronto es sumamente siniestro. Incluso la señorita Hillyard se ha engalanado con su mejor vestido negro, con cola y todo. Al parecer, todas pensamos que en la cantidad está la seguridad.

No era insólito que el claustro se reuniera fuera de la sala común cuando hacía buen tiempo en verano, pero al mirar a su alrededor, Harriet tuvo que reconocer que aquella tarde había más personas de lo normal antes de las siete. Pensó que todas parecían inquietas y algunas incluso hostiles. Evitaban mirarse a los ojos; sin embargo, se agrupaban como para protegerse de una amenaza común. De repente le pareció absurdo que Peter Wimsey pudiera asustar a nadie; las veía como pacientes nerviosas e inofensivas en la sala de espera del dentista.

– Al parecer estamos preparando una recepción imponente para nuestro invitado -le dijo con voz ronca la señorita Pyke al oído- ¿Es de carácter tímido?

– Yo diría que está totalmente endurecido -contestó Harriet.

– Eso me recuerda, en cuestión de pecheras de camisa… -dijo la decana.

– Dura, por supuesto -replicó indignada Harriet-. Y si revienta o se abulta, le doy a usted cinco libras.

– Llevaba tiempo queriendo preguntárselo -dijo la señorita Pyke-. ¿Cómo se produce ese ruido? No quise preguntarle al doctor Threep algo tan personal, pero se me despertó la curiosidad.

– Será mejor que se lo pregunte a lord Peter -respondió Harriet.

– Si piensa que no se ofenderá, lo haré -repuso la señorita Pyke con absoluta seriedad.

Las campanas del New College, bastante desafinadas, repicaron los cuartos y dieron la hora.

– Parece que la puntualidad es una de las virtudes del caballero -dijo la decana, contemplando la conserjería-. Será mejor que vaya a su encuentro y lo calme un poco antes de la dura prueba.

– ¿Usted cree? -Harriet negó con la cabeza-. «No apabullarán a Tammas Yownie.»

Quizá podía resultar un tanto embarazoso para un hombre cruzar en solitario un amplio patio bajo el fuego de miradas de un nutrido grupo de universitarias, pero era un juego de niños en comparación, por ejemplo, con la larga caminata desde la caseta de Lord's hasta el otro extremo del campo, con cinco palos derribados y los noventa que faltaban para el seguimiento. Miles de personas entonces vivas habrían reconocido aquel andar plácido y pausado y aquella cabeza erguida. Harriet dejó que Peter cubriera tres cuartas partes del recorrido a solas y después se dirigió hacia él.

– ¿Te has lavado los dientes y has rezado tus oraciones?

– Sí, mamá, y me he cortado las uñas, me he lavado detrás de las orejas y llevo un pañuelo limpio.

Mirando a una pandilla de alumnas que pasaba por allí, Harriet pensó que ojalá pudiera haber dicho lo mismo de ellas. Iban todas mugrientas y despeinadas, y de pronto se sintió curiosamente agradecida a la señorita Shaw por haber hecho un esfuerzo con la ropa. Con respecto a su acompañante, le inspiraba desconfianza desde la cabeza, de cabello lacio y amarillo, hasta los zapatos; Peter no se encontraba en el mismo estado de ánimo que por la mañana, y parecía más dispuesto a hacer travesuras que una bandada de monos.

– Entonces, vamos, y pórtate bien. ¿Has visto a tu sobrino?

– Lo he visto. Probablemente mañana se hará público que estoy en bancarrota. Me ha encargado que te dé cariñosos recuerdos, sin duda pensando que aún puedo ser generoso con esas mercancías. Todo ha vuelto de él a ti como si antes fuera mío. Ese color te queda muy bien.

Lo dijo con un tono gratamente distante, y Harriet pensó que ojalá se refiriese al vestido, pero no podía estar segura. Se alegró cuando traspasó Peter a la decana, que se acercó a reclamarlo y a liberarla de las presentaciones. Harriet los observó divertida. La señorita Lydgate, demasiado natural para adoptar ninguna actitud, lo saludó como habría saludado a cualquier otra persona y le preguntó con ansiedad por la situación en Europa central; la señorita Shaw sonrió con una gentileza que por comparación resaltó la brusquedad del «¿Cómo está usted» de la señorita Stevens, que se apartó inmediatamente para continuar una animada conversación sobre asuntos del college con la señorita Allison; la señorita Pyke se abalanzó sobre él con una inteligente pregunta sobre el último asesinato; la señorita Barton, a todas las luces decidida a ponerle los puntos sobre las íes respecto a la pena capital, quedó desarmada por la rotunda amabilidad del semblante que se presentaba ante ella, y en su lugar comentó que había sido un día extraordinariamente bueno.

¡Farsante!, pensó Harriet cuando, al ver que no había nada que hacer con Peter, la señorita Barton se lo traspasó a la señorita Hillyard.

– ¡Ah! Maravilloso -dijo al instante Wimsey, mirando sonriente a los malhumorados ojos de la tutora de historia-. Su trabajo en la Historical Review sobre los aspectos diplomáticos del divorcio…

Cielo santo, pensó Harriet. Espero que sepa de lo que habla.

– … verdaderamente magistral. Si acaso, pienso que quizá haya subestimado ligeramente la presión que ejerció sobre Clemente…

»… podría haber ampliado un poquito más el argumento. Señala muy acertadamente que el emperador…

Sí; había leído el artículo.

– … tergiversado por los prejuicios, pero una destacada autoridad en derecho canónico…

»… habría que revisarlo por completo y reeditarlo. Innumerables errores de transcripción y al menos una omisión deliberada…

»… si en algún momento necesita acceder allí, probablemente yo podría ponerla en contacto con… por cauces oficiales… presentación personal… sin ningún problema…

– Da la impresión de que a la señorita Hillyard le han hecho un regalo de cumpleaños -le dijo la decana a Harriet.

– Creo que le está ofreciendo acceso a una fuente de información insólita.

Al fin y al cabo, pensó Harriet, Peter es alguien, aunque a mí a veces se me olvide.

– … no tanto político como económico.

– ¡Ah! Cuando se trata de economía nacional, la verdadera autoridad es la señorita De Vine -dijo la señorita Hillyard.

Hizo las presentaciones de rigor, y la conversación continuó.

– Vaya, ha conquistado por completo a la señorita Hillyard -dijo la decana.

– Y la señorita De Vine lo está conquistando por completo a él.

– Supongo que es mutuo. De todos modos, a la señorita De Vine se le está deshaciendo el peinado por detrás, signo inequívoco de satisfacción y entusiasmo.

– Pues sí -replicó Harriet.

Wimsey discutía con argumentos muy inteligentes sobre la apropiación de los fondos monásticos, pero a Harriet no le cabía duda de que, en el fondo, tenía la cabeza llena de horquillas.

– Aquí llega la rectora. Vamos a tener que separarlos por la fuerza. Lord Peter tiene que aguantar a la doctora Baring y acompañarla a cenar… Bueno, todo bien. La rectora lo ha cogido por banda. ¡Ese comentario tan tajante sobre la prerrogativa real…! ¿Quiere sentarse a su lado y apretarle la mano?

– No creo que necesite mi ayuda. Usted es la persona adecuada. No es sospechosa, pero tiene mucha información interesante.

– De acuerdo. Iré a cotorrear con él. Será mejor que usted se siente enfrente de nosotros y me dé una patada si digo algo indiscreto.

Con semejante distribución, Harriet se sintió un tanto incómoda entre la señorita Hillyard (en quien siempre percibía cierta rivalidad) y al señorita Barton (que evidentemente seguía preocupada por los pasatiempos detectivescos de Wimsey), y frente a frente con las dos personas cuyas miradas más podían descomponerla. Al otro lado de la decana estaba la señorita Pyke; al otro lado de la señorita Hillyard, la señorita De Vine, bien a la vista de Wimsey. La señorita Lydgate, aquella fortaleza segura, se había sentado al otro extremo de la mesa y no ofrecía protección.

Ni la señorita Hillyard ni la señorita Barton tenían mucho de que hablar con Harriet, quien pudo observar sin demasiada dificultad la evidente voluntad de la rectora de calar a Wimsey y la voluntad de Wimsey, diplomáticamente velada pero igualmente obstinada, de calar a la rectora, contienda que transcurrió en medio de una inalterable cortesía por ambas partes.

La doctora Baring empezó por preguntar si habían levado a lord Peter a visitar el college y lo que opinaba de él, y con la debida modestia añadió que, arquitectónicamente, no podía competir con las instituciones más antiguas.

– Teniendo en cuenta que la arquitectura de mi antigua institución está matemáticamente compuesta de ambición, descuido, desprecio y afeamiento, ese comentario parece un sarcasmo -repuso su señoría, quejumbroso.

Casi tentada a considerarse culpable de haber infringido los buenos modales, la rectora se apresuró a asegurarle que no se trataba de una alusión personal.

– De vez en cuando viene bien que nos lo recuerden -dijo Wimsey-. Nos humillamos con el gótico del siglo XIX, por si acaso olvidamos a Dios en nuestra soberbia condición de hombres del Balliol. Derribamos lo bueno para dejar sitio a lo malo; ustedes, por el contrario, han creado el mundo de la nada, un procedimiento más propio de lo divino.

Maniobrando incómoda en aquel resbaladizo terreno entre la seriedad y la broma, la rectora encontró un punto de apoyo:

– Es cierto que tuvimos que hacer lo que pudimos con muy poco, y nuestra situación aquí se distingue precisamente por eso.

– Sí. ¿Prácticamente no reciben donaciones?

Planteó la pregunta de tal modo que incluía a la decana, que contestó alegremente:

– Así es. Todo se ha hecho a base de ahorrar de aquí y de allá.

– En tal caso, incluso expresar admiración parece una impertinencia -dijo Wimsey muy serio-. El comedor es muy bonito… ¿Quién es el arquitecto?

La rectora lo deleitó con un poco de historia local e interrumpió el discurso para decir:

– Pero quizá no le interese especialmente el problema de la educación de las mujeres.

– ¿Sigue siendo un problema? Pues no debería serlo. Espero que no me pregunte si aprueba que las mujeres hagan esto o lo otro.

– ¿Por qué?

– No debería usted insinuar que tengo derecho a aprobar o desaprobar nada.

– Le aseguro que incluso en Oxford aún nos encontramos con no pocas personas que defienden su derecho a desaprobar.

– Y yo que confiaba en haber vuelto a la civilización…

Se aprovechó la oportunidad de que retirasen los platos de pescado para cambiar de conversación, y la rectora centró sus preguntas en la situación de Europa. Allí el invitado se encontraba a sus anchas. Harriet cruzó la mirada con la de la decana y sonrió, pero estaba a punto de comenzar el reto más temible. La política internacional llevaba a la historia, y la historia, para la doctora Baring, a la filosofía. De entre una maraña de palabras surgió de repente el ominoso nombre de Platón, y la doctora Baring planteó una especulación filosófica tentadoramente, como quien mueve un peón de ajedrez.

Muchas personas se habían precipitado en desastres irreparables por el peón filosófico de la rectora. Había dos maneras de tomárselo, ambas desastrosas. Una consistía en fingir que sabías de qué trataba el asunto; la otra, en manifestar un falso deseo de aprender. Su señoría sonrió amablemente y se negó a aceptar el gambito.

– Eso está fuera de mi alcance. No tengo una mente filosófica.

– ¿Y cómo definiría la mente filosófica, lord Peter?

– No la definiría. Las definiciones son peligrosas, pero sé que la filosofía es un misterio para mí, como la música para quien no tiene oído.

La rectora le dirigió una dura mirada, y él le ofreció un perfil inocente, con la cabeza gacha y pensativa sobre el plato, como una garza empollando junto a una laguna.

– Un ejemplo muy acertado -dijo la rectora-. Da la casualidad de que no tengo buen oído.

– ¿En serio? Sí, pensaba que podría ser su caso -replicó Wimsey con ecuanimidad.

– Qué interesante. ¿Cómo lo sabe?

– Es algo en el timbre de la voz. -Le presentó unos cándidos ojos grises-. Pero no se puede llegar a esa conclusión sin ciertos riesgos, y como quizá haya observado, no he llegado a esa conclusión. En eso consiste el arte del embaucador: en incitar a una confesión y presentarla como el resultado de la deducción.

– Comprendo -repuso la doctora Baring-. Expone su técnica con toda franqueza.

– De todas maneras lo habría adivinado, así que es mejor exhibirse abiertamente y adquirir una inmerecida fama de sincero. La gran ventaja de decir la verdad es que nadie se la cree… Es la base de ψεύδη λέγειν ὡς δει

– De modo que hay un filósofo que no es un misterio para usted, ¿no? La próxima vez empezaré con Aristóteles.

La rectora se volvió hacia la comensal que estaba a su izquierda y dejó en paz a Wimsey.

– Lo siento, pero no tenemos ninguna bebida fuerte que ofrecerle -dijo la decana.

El rostro de Wimsey expresaba con elocuencia una mezcla de recelo y picardía.

– «El sapo que está bajo el rastrillo sabe hacia dónde va cada una de las afiladas púas.» ¿Siempre ponen a prueba a sus invitados con preguntas difíciles

– Hasta que demuestran ser Salomones. Usted la ha superado airosamente.

– ¡Christ! Solo hay una clase de sabiduría con cierto valor social, y es conocer las propias limitaciones.

– Ya han tenido que sacar a jóvenes profesores y alumnos presa de convulsiones nerviosas por miedo a reconocer abiertamente su falta de conocimientos.

– Demostrando que eran menos sabios que Sócrates. Podríamos volver a empezar -dijo Wimsey.

– Ahora no -dijo la decana-. Ya no hará más preguntas, salvo para ilustrase.

– Hay un tema sobre el que estoy deseando ilustrarme, si no le parece a usted inoportuno -dijo la señorita Pyke.

Naturalmente, seguía preocupada por la pechera de la camisa del doctor Threep, y decidida a informarse. Harriet confiaba en que Wimsey se tomase su curiosidad como lo que realmente era: no un capricho, sino la embarazosa voracidad por la información exacta que caracteriza al erudito.

– Ese fenómeno forma parte de mi esfera de conocimientos -contestó Wimsey de buen grado-. Se produce porque el torso humano posee un grado de variabilidad superior al de la camisa de confección. El estallido al que usted se refiere se produce cuando la pechera es demasiado larga para quien la lleva. Al separarse ligeramente debido a la inclinación del cuerpo, los bordes rígidos vuelven a unirse con un fuerte chasquido, semejante al que emiten los élitros de ciertos escarabajos. Sin embargo, no hay que confundirlo con el tictac de la carcoma, que lo produce golpeando las mandíbulas y se considera un reclamo amoroso. El chasquido de la pechera de una camisa no tiene ningún significado amoroso, e incluso abochorna al insecto. Puede evitarse con una selección más meticulosa o, en casos extremos, encargando la prenda a medida.

– Muchísimas gracias -dijo la señorita Pyke-. Es una explicación sumamente convincente. A estas horas, quizá no sea indecoroso aducir el ejemplo paralelo del anticuado corsé, sujeto a los mismos inconvenientes.

– Aún mayores eran los inconvenientes de la armadura de placas, que debía confeccionarse muy bien para poder moverse.

En ese momento a Harriet le llamó la atención cierto comentario de la señorita Barton y perdió el hilo de la conversación que mantenían al otro lado de la mesa. Cuando lo recuperó, la señorita Pyke estaba explicando algunos detalles curiosos de la civilización minoica, y al parecer la rectora esperaba a que terminase para abalanzarse de nuevo sobre Wimsey. Al volverse hacia la derecha, Harriet vio que la señorita Hillyard observaba al grupo con una extraña expresión, como reconcentrada. Harriet le pidió que le pasara el azúcar, y ella bajó de las nubes con un ligero sobresalto.

– Parece que ahí se llevan muy bien -dijo Harriet.

– A la señorita Pyke le gusta tener público -replicó la señorita Hillyard con tal malevolencia que Harriet se quedó atónita.

– A un hombre también le viene bien limitarse a escuchar de vez en cuando -apuntó.

La señorita Hillyard asintió con aire ausente. Tras un breve silencio, durante el cual la cena prosiguió sin incidentes, dijo:

– Me ha dicho su amigo que puede proporcionarme acceso a ciertas colecciones privadas de documentos históricos en Florencia ¿Cree que tiene intención de hacerlo?

– Si él lo dice, tenga por seguro que puede hacerlo y lo hará.

– Es toda una recomendación -repuso la señorita Hillyard-. Me alegro.

Mientras tanto, la rectora había efectuado la captura y le hablaba a Peter en voz baja y con cierta gravedad. Él le prestaba atención mientras pelaba una manzana, cuya piel se deslizaba lentamente entre sus dedos en estrechas espirales. La rectora concluyó con una pregunta, y Wimsey negó con la cabeza.

– Es muy improbable. Yo diría que no había la mínima esperanza.

Harriet pensó si al fin habría salido a la luz el asunto de los anónimos, pero en aquel mismo instante Wimsey dijo:

– Hace trescientos años tenía una importancia relativamente pequeña, pero después de la época de la reafirmación nacional, la época de la expansión colonial, la época de las invasiones bárbaras y la época de la decadencia, todas ellas como uña y carne en el tiempo y el espacio, todos armados por igual con gas venenoso y dando los pasos finales hacia una civilización avanzada, los principios son más peligrosos que las pasiones. Resulta extraordinariamente fácil matar a un gran número de personas, y lo primero que hace un principio, si realmente es un principio, es matar a alguien.

– «La verdadera tragedia no consiste en el conflicto entre el bien y el mal, sino entre el bien y el bien», lo cual equivale a un problema sin solución.

– Sí, y que naturalmente afecta a las mentes ordenadas. Puedes aceptar lo inevitable y que te llamen progresista sanguinario o intentar ganar tiempo y que te llamen reaccionario sanguinario, pero cuando el argumento que esgrimen es la sangre, todo argumento tiende a ser… simplemente sanguinario.

La rectora tomó el adjetivo en el sentido literal [2].

– A veces me planteo si ganamos algo ganando tiempo

– Bueno…, si dejas cartas sin contestar mucho tiempo, se contestan por sí solas. Nadie puede evitar la caída de Troya, pero una persona gris y minuciosa podría pasar clandestinamente los lares y los penates, aun a riesgo de que la tildaran de pius.

– A las universidades siempre las empujan a ir a la vanguardia del progreso.

– Pero quien realiza los actos épicos es siempre la retaguardia… en Roncesvalles en las Termópilas.

– Muy bien. Entonces, vamos a morir sin haber conseguido más que un poema épico -replicó la rectora riendo.

Recorrió la mesa con la mirada, se levantó y salió con andares majestuosos. Peter se pegó cortésmente a los paneles de la pared mientras las profesoras desfilaban ante él y llegó al borde de la tarima justo a tiempo de recoger el chal de la señorita Shaw, que se le había caído de los hombros. Harriet se vio entre la señorita Martín y la señorita De Vine, que comentó mientras bajaban las escaleras:

– Es usted una mujer muy valiente.

– ¿Por qué? -replicó Harriet como sin darle importancia-. ¿Por traer a mis amigos para que los sometan a un interrogatorio?

– ¡Que tontería! -interrumpió la decana-. Nos hemos portado todas divinamente. Daniel aún no ha sido devorado, es más, en cierto momento incluso ha mordido al león. Por cierto, ¿iba en serio?

– ¿Lo de no tener oído? Más en serio de lo que ha dado a entender.

– ¿Va a pasarse toda la noche tendiéndonos trampas para que caigamos en ellas?

Harriet se dio cuenta de lo extraño de la situación. Una vez más, Wimsey le parecía un extraño peligroso, y que ella había tomado partido por aquellas mujeres que acogían al inquisidor con sorprendente generosidad. No obstante, dijo:

– Si lo hace, colocará el mecanismo con suma amabilidad.

– Cuando ya esté una dentro. Eso es un consuelo.

– Eso es un hombre capaz de doblegarse ante sus propios fines -dijo la señorita De Vine, despreciando los comentarios superficiales-. Compadezco a quien choque con sus principios, sean los que sean, y si es que los tiene.

Se apartó de las otras dos mujeres y entró en la sala del profesorado con expresión sombría.

– Es curioso -dijo Harriet-. Acaba de decir sobre Peter Wimsey exactamente lo mismo que siempre he pensado yo de ella.

– Quizá haya encontrado un alma gemela.

– O un adversario digno de… No debería hablar así.

Allí las alcanzaron Peter y su acompañante, y la decana entró con Harriet y la señorita Shaw. Wimsey le dirigió a Harriet una sonrisa rara, como interrogante.

– ¿Qué te pasa?

– Peter, me siento como Judas.

– Siempre un Judas forma parte del trabajo, que no es muy adecuado para un caballero. ¿Nos lavamos las manos como Pilatos y somos absolutamente respetables?

Harriet le deslizó una mano bajo el brazo.

– No, ahora ya nos hemos metido en ello. Nos rebajaremos juntos.

– Estaría bien. Como los amantes en esa película de Stroheim, nos sentaremos en la cloaca.

Harriet notaba los músculos y los huesos de Peter, tranquilizadoramente humanos bajo la fina tela. Pensó: Él y yo pertenecemos al mismo mundo, y todas estas personas son las extrañas. Y a continuación: ¡Qué demonios! Esta pelea entre las dos… ¿por qué se tiene que meter nadie? Pero eso era absurdo.

– ¿Qué quieres que haga, Peter?

– Que me lances la pelota si se sale del círculo, pero no de una forma evidente. Solo tienes que emplear tu devastadora habilidad para no irte por las ramas y decir la verdad.

– Parece fácil.

– Y lo es… para ti. Por eso te quiero. ¿No lo sabías? Bueno, ahora no podemos ponernos a discutir por eso; pensaría que estamos tramando algo.

Harriet le soltó el brazo y entró en la habitación delante de él, avergonzada y, en consecuencia, desafiante. El café ya estaba en la mesa, y los miembros del claustro a su alrededor, sirviéndose. Harriet vio que la señorita Barton iba a abalanzarse sobre Peter, ofreciéndole cortésmente un refrigerio con los labios per con un destello de resolución en los ojos. A Harriet no le importaba de momento qué le ocurriera a Peter. Ya le había dado un nuevo problema para entretenerse, y se retiró a un rincón con una taza de café, un cigarrillo y el problema. Muchas veces había pensado, con cierta imparcialidad, qué sería lo que Peter valoraba de ella y lo que al parecer había valorado desde el primer día, cuando estaba en el banquillo de los acusados y tuvo que defender su vida. Ahora que lo sabía, pensó que rara vez se podrían haber aducido como escusa para amar dos cualidades más antipáticas.

– Pero ¿de verdad se siente cómodo haciendo eso, lord Peter?

– No… No se lo recomendaría a nadie como actividad cómoda, pero ¿tiene gran importancia su comodidad, la mía o la de nadie?

Probablemente la señorita Barton se lo tomó como una frivolidad, pero Harriet reconoció aquella voz que había dicho implacable: «¿Qué importa si hace daño…?». Que lo resuelvan ellos… Antipáticas, pero si Peter hablaba en serio, explicaba muchas cosas. Eran unas cualidades que podían reconocerse bajo las condiciones más sórdidas… «Imparcialidad… Si encuentra a alguien que la aprecie por eso, ese cariño será sincero.» Era lo que había dicho la señorita De Vine, que no estaba muy lejos, con los ojos tras los gruesos cristales de las gafas clavados en Peter, con una mirada extraña, calculadora.

Las conversaciones en grupo empezaban a decaer, y la gente a guardar silencio mientras se sentaba. Las voces de la señorita Allison y de la señorita Stevens se elevaron hasta dominar todo lo demás. Hablaban sobre un asunto del college, con vehemencia, airadamente. Apelaron a la opinión de la señorita Burrows. La señorita Shaw se dirigió a la señorita Chilperic para hacer un comentario sobre «el baño de las solteronas»; la señorita Chilperic empezó a dar una respuesta minuciosa, demasiado minuciosa y larga, de modo que llamó la atención de todo el mundo, vaciló, empezó a sentirse confusa y se calló. Con expresión preocupada, la señorita Lydgate escuchaba una anécdota que le contaba la señora Goodwin sobre su hijo, y en medio de todo, la señorita Hillyard, que estaba lo suficientemente cerca para oírlo, se levantó de forma harto significativa, fue a apagar su cigarrillo en un cenicero que le quedaba bastante lejos y se trasladó lentamente, como con desgana, hasta un asiento bajo la ventana junto al que seguía de pie la señorita Barton. Harriet vio su mirada irritada, ardiente, clavada en la cabeza inclinada de Peter, después que la volvía hacia el patio bruscamente y a continuación la clavaba de nuevo en Peter. La señorita Edwards, que estaba sentada en una silla baja enfrente de Harriet, con las manos apoyadas en las rodillas e inclinada hacia delante, con una actitud un tanto hombruna, daba la impresión de estar a la espera de algo. La señorita Pyke, de pie, encendiendo un cigarrillo, con expresión de interés, parecía acechar una oportunidad para que Peter le hiciera caso, pero mucho más tranquila que las demás. La decana, acurrucada en una butaca, escuchaba de buen grado lo que decían Peter y la señorita Barton. En realidad todo el mundo estaba pendiente de lo que hablaban, y al mismo tiempo la mayoría intentaba fingir que Wimsey era un invitado más, que no era un enemigo, un espía. Intentaban evitar que fuera el centro de atención, puesto que ya era el centro de la reflexión.

Sentada en una butaca junto a la chimenea, la rectora no prestaba ayuda a nadie. Los esfuerzos por reanimar las conversaciones fueron debilitándose, uno tras otro, dejando la única voz de tenor flotando en el aire, como un instrumento que ejecuta un solo cuando la orquesta guarda silencio:

– La ejecución del culpable resulta desagradable, pero no tan angustiosa como el sacrificio de los inocentes. Si vienes a por mí, ¿no me permitirías que te diera un arma más útil?

Wimsey miró a su alrededor, y al darse cuenta de que, salvo la señorita Pyke, Harriet y él, todo el mundo guardaba silencio, hizo una pausa a modo de interrogación que parecía cortesía, pero que Harriet clasificó mentalmente como «buena representación teatral».

La señorita Pyke se dirigió delante de él hacia un sofá grande junto al asiento de la señorita Hillyard y mientras se acomodaba en un rincón dijo:

– ¿Se refiere usted a las víctimas del asesino?

– No repuso Peter-. Me refiero a mis víctimas. -Se sentó entre la señorita Pyke y la señorita Barton y añadió cordialmente-: Verán; descubrí por casualidad que una joven había matado a una mujer mayor por su dinero. No es que importara mucho, porque la anciana se estaba muriendo y la chica, aunque no lo sabía, habría heredado ese dinero. En cuanto empecé a meterme en el asunto, la chica se puso otra vez a la tarea, mató a dos personas inocentes para cubrirse las espaldas y agredió a otras tres con intenciones homicidas. Al final se suicidó. Si yo la hubiera dejado en paz, en lugar de cuatro muertes, podría haber habido solo una.

– ¡Válgame Dios! -exclamó la señorita Pyke-. ¡Pero esa mujer habría quedado libre!

– Sí, claro. No era una mujer buena y ejercía mala influencia sobre ciertas personas, pero ¿quién mató a los otros dos inocentes? ¿Ella o la sociedad?

– Fueron asesinados por el miedo que la muchacha tenía a la pena de muerte -terció la señorita Barton-. Si esa pobre desgraciada hubiera recibido tratamiento médico, ella y los demás seguirían vivos.

– He dicho que era una buena arma, pero no es tan sencillo. Sí no hubiera matado a los demás, probablemente nunca la habríamos pillado, y si estuviera siguiendo tratamiento médico, viviría divinamente y encima pervirtiendo a otros, si es que le parece que eso tiene alguna importancia.

– Me parece que está sugiriendo que esas víctimas inocentes murieron por el pueblo, que fueron sacrificadas en aras de un principio social -dijo la rectora, mientras la señorita Barton lo debatía en su fuero interno.

– O al menos de los principios sociales de usted -dijo la señorita Barton.

– Gracias. Pensaba que iba a decir de mi desmedida curiosidad.

– Podría haberlo dicho perfectamente -dijo la señorita Barton sin ambages-. Pero como usted reivindica unos principios, a eso nos atendremos.

– ¿Quiénes eran las otras tres personas a las que agredió? -preguntó Harriet, que no tenía ningunas ganas de dejar que la señorita Barton se saliera con la suya tan fácilmente.

– Un abogado, un colega mío y yo, pero eso no demuestra que yo tenga principios. Soy capaz de dejar que me maten por pura diversión. ¿Quién no?

– Comprendo -replicó la decana-. Es curioso que nos pongamos tan solemnes con los asesinatos y las ejecuciones y nos importe tan poco correr riesgos con los automóviles, nadando, escalando montañas y demás. Supongo que preferimos morir por pura diversión.

– Parece ser que el principio social consiste en que deberíamos morir para nuestra propia diversión, no para la de otras personas -apuntó la señorita Pyke.

– Por supuesto que reconozco que habría que evitar el asesinato y que los asesinos causaran más daño -replicó la señorita Barton muy enfadada-. Pero no habría que castigarlos y mucho menos matarlos.

– Supongo que habría que mantenerlos en los hospitales, con un gasto enorme, junto con otros ejemplares incapacitados -dijo la señorita Edwards-. Como bióloga he de decir que creo que podría emplearse mejor el dinero público. Con todos los cretinos y despojos humanos que dejamos que anden por ahí sueltos y propaguen su especie, acabaremos debilitando naciones enteras.

– La señorita Schuster-Slatt abogaría por la esterilización -dijo la decana.

– Según creo, ya lo están intentando en Alemania -dijo la señorita Edwards.

– Y también relegando a la mujer al lugar que le corresponde en el hogar -dijo la señorita Hillyard.

– Pero allí ejecutan a mucha gente, así que la señorita Barton no puede aceptar esa organización por completo -dijo Wimsey.

La señorita Barton protestó airadamente ante tal sugerencia e insistió en que sus principios sociales se oponían a cualquier clase de violencia.

– ¡Qué tontería! -exclamó la señorita Edwards-. No se puede poner en práctica ningún principio sin ejercer violencia sobre alguien, directa o indirectamente. Cada vez que rompemos el equilibrio de la naturaleza damos entrada a la violencia, y de todos modos, si se deja que la naturaleza siga su curso, también hay violencia. Estoy de acuerdo en que no habría que ahorcar a los asesinos; es un derroche y una crueldad, pero no estoy de acuerdo en que haya que darles comida y alojamiento mientras que las personas decentes pasamos apuros. Desde el punto de vista económico, habría que utilizarlos para experimentos científicos.

– ¿Para contribuir a la conservación de los discapacitados? -preguntó Wimsey secamente.

– Para contribuir a establecer hechos científicos -replicó la señorita Edwards aún más secamente.

– En eso estamos de acuerdo -dijo Wimsey-. Por fin hemos encontrado un terreno común. Establecer los hechos, independientemente de los resultados.

– Lord Peter, en ese terreno su curiosidad pasa a ser un principio -dijo la rectora-. Y muy peligroso.

– Pero el hecho de que A mate a B no es necesariamente toda la verdad -replicó la señorita Barton-. La provocación de A y su estado de salud también son hechos.

– Eso nadie lo pone en duda -replicó la señorita Pyke-, pero ni mucho menos se puede pedir al investigador que se exceda en su trabajo. Si no podemos llegar a ninguna conclusión por temor a que alguien la utilice de una forma imprudente, volvemos a la época de Galileo. Habría que ponerle un límite a los descubrimientos.

– Pues ojalá dejáramos de descubrir cosas como el gas venenoso -dijo la decana.

– No puede ponerse objeción alguna a los descubrimientos, pero ¿es siempre conveniente hacerlos públicos? -preguntó la señorita Hillyard-. En el caso de Galileo, la Iglesia…

– Con eso jamás estará de acuerdo un científico -la interrumpió la señorita Edwards-. Suprimir un hecho equivale a hacer pública una falsedad.

Harriet perdió el hilo de la conversación, en la que ya participaba todo el mundo, durante unos minutos. Se daba cuenta de que había llegado a ese extremo a propósito, pero no tenía ni idea de lo que se proponía Peter. Sin embargo, saltaba a la vista que le interesaba mucho. Sus ojos, bajo los párpados entrecerrados, estaban atentos. Parecía un gato acechando ante una ratonera. ¿O estaría relacionándolo casi inconscientemente con su blasón? «Sable; tres ratones en plata. Emblema: un gato doméstico…»

– Por supuesto, si piensa que las lealtades personales van por delante de la lealtad al trabajo… -dijo la señorita Hillyard.

«Agazapado como para saltar.» Así que eso era lo que Peter estaba esperando. Casi se podía ver el erizamiento de su sedoso pelo.

– Yo no digo que haya que ser desleal al propio trabajo por razones personales, por supuesto -dijo la señorita Lydgate-, pero no cabe duda de que si se asumen responsabilidades personales, hay un deber que cumplir en ese sentido. Si el trabajo interfiere con ellas, quizá habría que renunciar al trabajo.

– Estoy de acuerdo con usted -dijo la señorita Hillyard-, pero claro, yo tengo pocas responsabilidades personales, y quizá no sea la más indicada para hablar. ¿Qué opina usted, señora Goodwin?

Se hizo un silencio sumamente incomodo.

– Si se trata de algo personal, comparto hasta tal punto su opinión que le he pedido a la doctora Baring que acepte mi dimisión -contestó la secretaria, levantándose y encarándose con la tutora-. No por las monstruosas acusaciones que se han vertido contra mí, sino porque comprendo que, dadas las circunstancias, no puedo hacer mi trabajo tan bien como debería. Pero están ustedes muy equivocadas si piensan que yo estoy detrás de los problemas de este college. Me marcho, y pueden decir lo que quieran de mí, pero también yo puedo decir que quien tan apasionadamente cree en los hechos, debería recabarlos de fuentes imparciales. Al menos la señorita Barton reconocerá que la salud mental es un hecho como cualquier otro.

En el horripilante silencio que siguió, Peter dejó caer unas palabras como otros tantos trozos de hielo.

– No se marche, por favor.

La señora Goodwin se detuvo en seco, ya con la mano en el picaporte.

– Sería una lástima tomarse de una forma personal lo que se dice en una conversación de carácter general -intervino la rectora-. Estoy segura de que la señorita Hillyard no tenía esa intención. Naturalmente, unas personas tienen más oportunidades que otras para ver las dos caras de una cuestión. En su tipo de trabajo deben de producirse con frecuencia tales conflictos de lealtades, lord Peter.

– Sí, desde luego. En una ocasión creí que se me presentaba la simpática oportunidad de elegir entre colgar a mi hermano o a mi hermana. Por suerte, no pasó nada.

– Pero ¿suponiendo que sí hubiera pasado algo? -preguntó la señorita Barton, disfrutando del argumentum ad hominem.

– Ah, pues… ¿qué hace en ese caso el detective ideal, señorita Vane?

– El protocolo profesional recomendaría arrancar una confesión y a continuación servir veneno para dos en la biblioteca.

– ¿Ve lo fácil que es cuando se cumplen las reglas? -dijo Wimsey-. La señorita Vane no tiene ningún reparo. En lugar de perjudicar mi prestigio, me destruye con mano firme, pero no siempre es tan sencillo. ¿Y el pintor genial que tiene que elegir entre dejar que su familia se muera de hambre o decorar teteras para mantenerla?

– No debería tener esposa ni familia -repuso la señorita Hillyard.

– ¡Pobrecillo! Entonces tendría otra interesante posibilidad: las represiones o la inmoralidad. Supongo que la señora Goodwin se opondría a las represiones y algunas personas podrían oponerse a la inmoralidad.

– Eso no importa -terció la señorita Pyke-. Ha planteado el hipotético caso de una esposa y una familia. Pues… podría dejar de pintar, lo que, si realmente es un genio, supondría una pérdida para el mundo, pero no debería pintar cuadros malos, porque eso sería una auténtica inmoralidad.

– ¿Por qué? -preguntó la señorita Edwards-. ¿Qué importancia tienen unos cuantos cuadros malos más o menos?

– Claro que tienen importancia -replicó la señorita Shaw, que sabía bastante de pintura-. Un mal cuadro de un buen pintor es una traición a la verdad… a su verdad.

– Esa verdad es solo relativa -objetó la señorita Edwards.

La decana y la señorita Burrows se lanzaron a degüello sobre ese comentario, y Harriet, al ver que la polémica podía írseles de las manos, pensó que había llegado el momento de recuperar la pelota y devolverla. Había comprendido lo que hacía falta, pero no por qué.

– Si no coincide con lo de los pintores, pongamos otro caso, el de un científico, por ejemplo.

– No tengo nada que objetar a las teteras científicas. Quiero decir que un libro popular no necesariamente carece de rigor científico -dijo la señorita Edwards.

– Siempre y cuando no falsee los hechos -replicó Wimsey-. Pero podría ser algo distinto. Por poner un ejemplo concreto… alguien escribió una novela titulada La búsqueda

– C.P. Snow -interrumpió la señorita Burrows-. Qué curioso que se refiera a ella. Era el libro que…

– Ya lo sé -replicó Peter-. Posiblemente por eso se me ha venido a la cabeza.

– Yo no lo he leído -dijo la rectora.

– Ah, yo sí -dijo la decana-. Es sobre un hombre que empieza siendo científico y le va muy bien hasta que, justo cuando lo van a nombrar para un cargo importante, descubre que ha cometido un error por descuido en una investigación. No había comprobado los resultados de su ayudante o algo. Alguien lo descubre, y no consigue el puesto, así que llega a la conclusión de que en realidad no le interesa la ciencia.

– Evidentemente -dijo la señorita Edwards-. Solo le interesaba el puesto.

– Pero si solo fue un error… -intervino la señorita Chilperic.

– Lo importante es lo que le dice un científico de cierta edad. Le dice: «El único principio ético que ha hecho posible la ciencia es que siempre hay que decir la verdad. Si no penalizamos las declaraciones falsas realizadas por error, abriremos la puerta a las declaraciones falsas intencionadas. Y una declaración falsa sobre un hecho, realizada deliberadamente, es el delito más grave que puede cometer un científico», o algo parecido. Quizá la cita no sea exacta.

– Eso es cierto, por supuesto. Nada puede excusar la falsificación deliberada.

– Ha ocurrido con frecuencia -terció la señorita Hillyard-. Por defender un argumento, o por ambición.

– ¿Ambición de qué? -dijo la señorita Lydgate-. ¿Qué satisfacción se podría obtener de un prestigio que sabes que no te mereces? Sería terrible.

A todos los presentes, tan circunspectos, los dejó pasmados la inocencia de aquellas palabras indignadas.

– ¿Y los cánones falsificados… Chatterton… Ossian… Henry Ireland… esos opúsculos del siglo XIX el otro día…?

– Sí, lo sé. Sé que hay personas que lo hacen, pero ¿por qué? -preguntó perpleja la señorita Lydgate-. Deben de estar locas.

– En la misma novela, alguien falsea adrede un resultado, quiero decir más adelante, para obtener un trabajo -añadió la decana-. Y el hombre que cometió el error al principio lo descubre, pero no dice nada, porque el otro anda muy mal de dinero y tienen esposa e hijos que mantener.

– ¡Hay que ver con las esposas y los hijos! -exclamó Peter.

– ¿Y el autor lo aprueba? -preguntó la rectora.

– Pues el libro acaba ahí, así que supongo que sí -contestó la decana.

– Pero ¿alguien aquí presente lo aprueba? Se hace pública una falsedad y la persona que podría corregirla lo deja pasar por piedad. ¿Alguna de ustedes haría lo mismo? Ahí tiene su campo de pruebas, señorita Barton, sin nada personal.

– Claro que no podría hacerse una cosa así -contestó la señorita Barton-. Ni por diez esposas y cincuenta hijos.

– ¿Ni por Salomón y todas sus esposas y concubinas? La felicito por dar la nota tan poco femenina, señorita Barton. ¿Nadie tiene nada que decir a favor de las mujeres y los niños?

Ya sabía yo que nos jugaría alguna trastada, pensó Harriet.

– Eso le gustaría oír ¿verdad? – dijo la señorita Hillyard.

– No pone entre la espada y la pared -terció la decana-. Si lo decimos, puede argumentar que la feminidad nos incapacita para el saber, y si no lo decimos, puede argumentar que el saber no hace poco femeninas.

– Puesto que en los dos casos puedo resultar ofensivo, no tienen nada que ganar no diciendo la verdad -replicó Wimsey.

– La verdad es que nadie puede defender lo indefendible -dijo la señora Goodwin.

– De todos modos, me parece un caso demasiado artificial -se apresuró a objetar la señorita Allison-. Raramente podría darse, y si se diera…

– Claro que se da -interrumpió la señorita De Vine-. Ha ocurrido, y me ha ocurrido a mí. No me importa contarlo, sin dar nombres, por supuesto. Cuando estaba en Flamborough College, examinando las tesis doctorales en la Universidad de York, un hombre presentó un trabajo muy interesante sobre un tema histórico. Era una proposición sumamente convincente, pero dio la casualidad de que yo sabía que era falsa, porque existía una carta en una recóndita biblioteca de una ciudad del extranjero que la contradecía por completo. La encontré cuando estaba investigando otra cosa. No habría tenido mayor importancia, por supuesto, pero los documentos internos demostraban que el hombre debía de haber tenido acceso a esa biblioteca. Así que tuve que hacer averiguaciones y descubrí que aquel hombre había estado allí, que tenía que haber visto la carta y que la había omitido a propósito.

– Pero ¿cómo puede estar tan segura de que había visto la carta? -preguntó la señorita Lydgate con ansiedad-. Quizá fuera un simple descuido, y eso sería muy distinto.

– No solo la había visto, sino que la robó -contestó la señorita De Vine-. Lo obligamos a reconocerlo. Descubrió la carta cuando su tesis estaba casi terminada y no tenía tiempo de reescribirla. Y además supuso un terrible golpe para él, porque estaba entusiasmado con su propia teoría y no soportaba tener que abandonarla.

– Lo lamento, pero eso es lo que distingue a un intelectual irresponsable -dijo la señorita Lydgate con tono lastimero, como si hablara de una enfermedad incurable.

– Pero pasó una cosa curiosa -añadió la señorita De Vine -. Tuvo la suficiente falta de escrúpulos para mantener la falsa conclusión, pero era demasiado buen historiador para destruir la carta. Se la guardó.

– Debió de resultarle terriblemente doloroso -dijo la señorita Pyke.

– Quizá tuviera la idea de darla a conocer algún día y limpiar su conciencia -dijo la señorita De Vine-. No lo sé, y creo que tampoco él lo sabía muy bien.

– ¿Qué fue de él? -preguntó Harriet.

– Por supuesto, eso supuso su fin. Perdió la cátedra y le retiraron el título. Una lástima, porque a su manera era brillante… y muy guapo, si acaso eso tienen algo que ver.

– ¡Pobre hombre! -exclamó la señorita Lydgate-. Debía de necesitar desesperadamente el trabajo.

– Significaba mucho para él económicamente. Estaba casado y andaba mal de dinero. No sé qué habrá sido de él. Eso ocurrió hace unos seis años. Abandonó la universidad por completo. Lo sentí, pero así son las cosas.

– No podría haber hecho nada más -dijo la señorita Edwards.

– Claro que no. Un hombre tan poco fiable no es solo inútil, sino peligroso. Podría haber hecho cualquier cosa.

– Supongo que aprendería la lección -intervino la señorita Hillyard-. No le mereció la pena ¿no? Sacrificar su honor profesional por las mujeres y los hijos de los que tanto estamos hablando… y al final acabar aún peor.

– Pero eso es solo porque cometió otro pecado: que lo descubrieran -objetó Peter.

– A mí me parece… -empezó a decir la señorita Chilperic tímidamente, pero se calló.

– ¿Sí? -la animó Peter.

– Pues… ¿no debería tenerse en cuenta el punto de vista de las mujeres y los hijos? O sea… si la esposa sabía que su marido había hecho una cosa así por ella, ¿cómo se sentiría?

– Eso es muy importante -concedió Harriet-. Supongo que se sentiría fatal.

– Depende -dijo la decana-. No creo que a nueve de cada diez mujeres les importara un bledo.

– ¡Pero qué barbaridad! -exclamó la señorita Hillyard.

– ¿Usted cree que a una mujer le preocupa el honor de su marido… aunque lo haya sacrificado por ella? -preguntó la señorita Stevens-. Porque yo no los sé.

– Yo pensaría que se sentiría como un hombre que… -dijo la señorita Chilperic, tartamudeando un poco por el nerviosismo-, o sea ¿no sería como vivir de los ingresos que alguien obtiene de una forma inmoral?

– Si me lo permite, creo que en eso exagera -replicó Peter-. Al hombre que hace una cosa así, si no ha llegado demasiado lejos para haber perdido todo el sentimiento, lo asaltan otras preocupaciones, algunas de las cuales no tienen nada que ver con la ética, pero es muy interesante que establezca la comparación.

Miro a la señorita Chilperic tan fijamente que ella se sonrojó.

– A lo mejor he dicho una tontería.

– No, pero si algún día a la gente se le ocurre valorar el honor del intelecto tanto como el honor del cuerpo, viviremos una revolución social sin precedentes, y muy distinta de la que se está haciendo en estos momentos.

La señorita Chilperic parecía tan asustada ante la idea de fomentar la revolución social que solo la oportuna entrada de dos criadas para retirar las tazas y librarla de la necesidad de replicar pareció evitar que se la tragara la tierra.

– Estoy completamente de acuerdo con la señorita Chilperic -dijo Harriet-. Si alguien hiciera algo deshonroso y después dijera que lo había hecho por ti, sería el peor de los insultos. ¿Cómo podrías volver a sentir lo mismo por él?

– Desde luego, debe de viciar la relación -dijo la señorita Pyke.

– ¡Qué tontería! -exclamó la decana-. ¿A cuántas mujeres les importa la integridad intelectual de nadie? Solo a las mujeres como nosotras, con demasiados estudios. Mientras el hombre no falsifique un cheque, desvalije la caja de un establecimiento o haga algo socialmente degradante, la mayoría de las mujeres pensarán que tiene perfecta justificación. Pregúntele a la señora Huesos, la esposa del carnicero, o a la señorita Cinta, la hija del sastre, lo mucho que les preocuparía suprimir un hecho en una polvorienta tesis histórica.

– Todas apoyarían al marido -dijo la señorita Allison-. Bueno o malo, es mi hombre, dirían. Aunque haya robado la caja de un establecimiento.

– Pues claro que sí -terció la señorita Hillyard-. Eso es lo que el hombre quiere. No te daría las gracias por una crítica al hogar.

– ¿Cree que tiene que tener a la mujer femenina? -preguntó Harriet-. ¿Qué quiere, Annie? ¿Mi taza? Aquí tiene… Alguien que diría: «Cuanto mayor el pecado, mayor el sacrificio, y en consecuencia, mayor el apego». ¡Pobre señorita Schuster-Slatt!… Supongo que reconforta que te digan que te quieren hagas lo que hagas.

– Ah, sí -dijo Peter, y añadió con su mejor voz de instrumento de viento:


Y dicen ellas: «Ni mi caballero es,

ni caballero de Dios será»… tú,

mucho más blanco y más puro,

mucho más fiel y amable,


a mi lado para siempre estarás…


»William Morris tenía momentos en los que era un hombre varonil al ciento por ciento.

– ¡Pobre Morris! -exclamó la decana.

– Entonces era joven -añadió Peter con benevolencia-. Si se para uno a pensarlo, es curioso que los términos «femenino» y «varonil» resulten casi más insultantes que sus antónimos. Sientes la tentación de pensar que quizá sea cierto que en el sexo hay algo poco delicado.

– Y todo por tanto estudiar -proclamó la decana mientras la criada cerraba la puerta-. Y aquí estamos nosotras sentadas, desvinculándonos de la bondadosa señora Huesos y de esa encantadora muchacha, la señorita Cinta…

– Por no hablar de esos hombres estupendos, tan varoniles ellos, los Huesos y los Cintas -terció Harriet.

– Y mientras, yo aquí desolado en el medio, «como cabaña en pepinar» -dijo Peter.

– Sí que lo parece -replicó Harriet, riendo-. El único vestigio de la humanidad, en un páramo frío, amargo e indigesto.

Hubo risas y después un repentino silencio. Harriet notó una tensión nerviosa en la habitación, pequeñas hebras de ansiedad y expectación que se tendían, se entrecruzaban, vibraban. Ahora alguien va a mencionarlo, todo el mundo decía para sus adentros. Se ha reconocido el terreno, han retirado el café de en medio, los combatientes están dispuestos al ataque… ahora ese afable caballero de afilada lengua se desenmascarará y aparecerá como lo que es, un inquisidor, y todo va a resultar muy desagradable.

Lord Peter sacó un pañuelo, limpió meticulosamente el monóculo, volvió a colocárselo, miró con severidad a la rectora y elevó una voz dolida y enérgica para quejarse del vertedero.


La rectora se marchó, tras expresar cortésmente su agradecimiento a la señorita Lydgate por la hospitalidad de la sala del profesorado e invitar gentilmente a su señoría a visitarla en su casa en cualquier momento que le viniera bien durante su estancia en Oxford. Varias profesoras se levantaron y empezaron a salir, murmurando que tenían que revisar trabajos de alumnas antes de acostarse. La conversación había girado sobre diversos temas. Peter había soltado las riendas para dejar que siguiera por donde quisiera, y Harriet, al comprenderlo, apenas se había molestado en seguirla. Al final solo quedaron Peter y ella, la decana, la señorita Edwards (al parecer encantada con la conversación de Peter), la señorita Chilperic, silenciosa y casi invisible en un rincón oscuro y, para sorpresa de Harriet, la señorita Hillyard.

Los relojes dieron las once. Wimsey se levantó y dijo que tenía que marcharse. Todo el mundo se puso en pie. El patio viejo estaba a oscuras, salvo el reflejo de las ventanas iluminadas, el cielo se había encapotado y empezaba a levantarse un viento que agitaba las ramas de las hayas.

– Buenas noches -dijo la señorita Edwards-. Ya me encargaré de que le den una copia de ese trabajo sobre los grupos sanguíneos. Creo que le parecerá interesante.

– Por supuesto que sí. Muchas gracias -replicó Wimsey.

La señorita Edwards salió con paso enérgico.

– Buenas noches, lord Peter.

– Buenas noches, señorita Chilperic. Avíseme cuando esté a punto de empezar la revolución social, que iré a morir en las barricadas.

– Estoy segura de que lo haría -repuso la señorita Chilperic, para asombro de todos, y desafiando la tradición, le estrechó la mano.

– Buenas noches -dijo la señorita Hillyard sin dirigirse a nadie en especial, y salió rápidamente con la cabeza muy alta.

La señorita Chilperic revoloteó hasta la oscuridad como una mariposilla pálida, y la decana dijo:

– ¡Bueno! -Y añadió con tono interrogativo-: ¿Y bien?

– Ya ha pasado, y ha ido bien -dijo Peter tranquilamente.

– Pero ha habido un par de momentos, ¿verdad? Aunque en general… lo mejor que se podía esperar.

– Me he divertido muchísimo -dijo Peter, de nuevo con el dejo pícaro en la voz.

– Seguro -dijo la decana-. No me fiaría de usted ni un pelo. Ni un pelo.

– Claro que se fiaría. No se preocupe.


La decana también se marchó.

– Ayer te dejaste la toga en mi habitación -dijo Harriet-. Deberías venir a buscarla.

– He traído la tuya y la he dejado en la conserjería de Jowett Walk. Y también el informe. Espero que lo hayan recogido.

– ¡No habrás dejado el informe en cualquier parte!

– ¿Por quién me tomas? Está envuelto y lacrado.

Atravesaron el patio lentamente.

– Tengo que hacerte muchas preguntas, Peter.

– Ah, sí. Y yo a ti una. ¿Cuál es tu segundo nombre? El que empieza por D.

– Lamento decir que Deborah. ¿Por qué?

– ¿Deborah? ¡Caray! Bueno, no te llamaré así. Por lo que veo, la señorita De Vine sigue trabajando.

En esta ocasión las cortinas de la ventana de la investigadora estaban descorridas, y vieron su cabeza oscura y despeinada, inclinada sobre un libro.

– Me parece muy interesante -dijo Peter.

– A mí me cae bien.

– A mí también.

– Pero mucho me temo que esas horquillas son suyas.

– Ya lo sé -replicó Peter. Sacó una mano del bolsillo y la abrió. Estaban junto al Tudor, y la luz de una ventana contigua iluminó una horquilla triste y despatarrada-. Se le cayó en la tarima después de la cena. Me viste cuando la recogí.

– Te vi recogiendo el chal de la señorita Shaw.

– Como todo un caballero. ¿Puedo subir contigo o va contra las normas?

– Puedes subir.

Había varias alumnas medio desnudas correteando por los pasillos que miraron a Peter con más curiosidad que irritación. En la habitación de Harriet encontraron la toga encima de la mesa, y también el informe. Peter cogió el cuaderno, examinó el papel, el cordel y los lacres, cada uno de ellos con el sello del gato agazapado y el arrogante lema de los Wimsey.

– Si lo han abierto, me como el lacre caliente. -Fue hasta la ventana y miró el patio-. No es mal puesto de observación… en cierto modo. Gracias. Es lo único que quería ver.

No mostró más curiosidad; cogió la toga que le dio Harriet y la siguió por las escaleras. Habían llegado al centro del patio cuando de repente dijo:

– Harriet, ¿de verdad valoras la honradez por encima de todo?

– Creo que sí, o eso espero. ¿Por qué?

– Porque si no, soy el mayor imbécil sobre la faz de la tierra. Me he empeñado en tirar piedras sobre mi propio tejado. Si soy honrado, probablemente te perderé para siempre. Si no lo soy…

Tenía la voz extrañamente ronca, como si estuviera intentando dominar algo, y no una pasión o un dolor corporal, sino algo más importante, pensó Harriet.

– Si no lo eres, entonces sería yo quien te perdería, porque no seguirías siendo la misma persona, ¿no? -repuso Harriet.

– No lo sé. Tengo fama de frívolo y falso. ¿Tú crees que soy honrado?

– Sé que lo eres. No podría imaginarte de otra manera.

– Y sin embargo, en este momento estoy intentando asegurar, me contra las consecuencias de mi propia honradez. «He intentado tomar esa gran decisión, ser honrado sin pensar ni en cielos ni infiernos.» Parece ser que de todos modos pasaré una temporada en el infierno, así que no me voy a preocupar demasiado por esa decisión. Estoy convencido de que lo dices en serio, y supongo que yo haría lo mismo si no me creyera ni media palabra.

– Peter, no tengo ni idea de qué estás hablando.

– Mejor. No te preocupes. No volveré a actuar así, jamás. «El duque apuró un cazo de brandy con agua y volvió a ser el perfecto caballero inglés.» Dame la mano.

Harriet se la dio, él la sujetó con firmeza unos momentos y entrelazó el brazo de Harriet con el suyo. Así entraron en el patio nuevo, del brazo, en silencio. Al atravesar el pasadizo al pie de escalera del comedor, Harriet creyó oír a alguien moviéndose en la oscuridad y atisbó un rostro acechante, pero desapareció antes de que pudiera decirle nada a Peter.

Padgett les abrió la verja; preocupado, Wimsey le dijo «buenas noches» sin prestarle atención al traspasar el umbral.

– ¡Buenas noches, comandante Wimsey, señor!

– ¡Pero bueno! -Peter volvió a meter el pie que ya estaba en Saint Cross Road y miró de cerca la sonriente cara del conserje-. ¡Dios mío, pero claro! Un momento. No me lo diga. Caudry, 1918… ¡Ya lo tengo! Es usted Padgett, el cabo Padgett.

– Sí, señor.

– Vaya, vaya. Me alegro muchísimo de verlo. Y además tiene un aspecto estupendo. ¿Qué tal le va?

– Bien, señor, gracias. -La manaza peluda de Padgett estrechó cálidamente los largos dedos de Peter-. Le dije a mi mujer, al enterarme de que estaba usted aquí, le digo: «Te apuesto lo que quieras a que el comandante no se ha olvidado».

– ¡Pero qué demonios, claro que no! ¡Y mira que encontrármelo aquí! La última vez que lo vi, yo iba en una camilla.

– Pues sí, señor. Y yo tuve el placer de ayudar a desenterrarlo.

– Ya lo sé. Me alegro de verlo ahora, pero cuando lo vi aquel día me puse mucho más contento.

– Sí, señor. Gorblimey, señor… ¡En fin! Esa vez pensamos que se nos había ido. Le dije a Hackett… ¿se acuerda de Hackett, el pequeñajo, señor?

– ¿Aquel tipo bajito y pelirrojo? Sí, claro. ¿Qué ha sido de él?

– Por ahí anda, en Reading, de camionero, casado y con tres hijos. Pues le digo a Hackett: «¡La madre que…! ¡Que se ha muerto el Cristales!»…, perdón, señor, y él me dice: «¡Dita sea! ¡Perra suerte!», y yo le digo: «No seas llorica… A lo mejor no se ha muerto». Así que…

– No, supongo que yo tenía más miedo que otra cosa. Es una sensación muy desagradable, eso de que te entierren vivo.

– ¡Claro, señor! El caso es que cuando lo vimos allí en el fondo del refugio ese con una viga enorme encima, le digo a Hackett: «Bueno, por lo menos está aquí». Y él dice: «¡Gracias a Dios por los alemanes!», o sea, lo que quería decir es que si no hubiera sido por el refugio ese…

– Sí, tuve suerte, pero perdimos al señor Danbury, el pobre -dijo Wimsey.

– Sí, señor. Una mala pasada, con lo simpático que era aquel caballero. ¿Y ha visto últimamente al capitán Sidgwick, señor?

– Ah, sí. Lo vi el otro día, sin ir más lejos, en el Bellona Club, pero lamento decir que no se encuentra muy bien. Es que se llevó una buena dosis de gas, y tiene los pulmones fastidiados.

– Cuánto lo siento, señor. ¿Recuerda cómo se puso con el cerdo ese que…?

– Chist, Padgett. Cuanto menos se hable de ese cerdo, mejor.

– Sí, señor. Menuda la que se armó con el cerdo. ¡Madre mía! -Padgett se regodeó en los recuerdos-. ¿Se ha enterado de lo que le pasó al brigada Toop?

– ¿A Toop? No… Le he perdido la pista. Nada desagradable, espero. El mejor brigada que he tenido nunca.

– ¡Ah! Sí, muy bueno. -A Padgett se le puso una sonrisa de oreja a oreja-. Pues señor, resulta que ha encontrado la horma de su zapato. Una menudencia de mujer, no más alta que… pero… ¡madre mía!

– Vamos, Padgett, no diga eso.

– Sí, señor. Estaba yo trabajando con los camellos en el zoo…

– ¡Dios santo, Padgett!

– Sí, señor… Los vi pasar, y allí que estuvimos un buen rato. Después fui a su casa. ¡Y bueno! ¡Cómo se las hace pasar al brigada! Ya conoce la canción: «Venga a pinchar a un tipo de uno noventa…».

– «¡… y ella con su uno cuarenta!» ¡Vaya, vaya! ¡Cómo han caído los poderosos! Por cierto, no se va a creer con quién me topé el otro día…

El torrente de la memoria siguió su curso implacablemente, hasta que de repente Wimsey se acordó de la buena educación, pidió disculpas a Harriet y se apresuró a salir, no sin antes haber prometido volver para seguir hablando de los viejos tiempos. Aún con una sonrisa radiante, Padgett empujó la pesada verja y la cerró.

– ¡Ah, no ha cambiado mucho, el comandante! -dijo-. Entonces era mucho más joven, claro, pues acababan de nombrarlo, pero a pesar de todo un buen oficial, y tremendo con lo de lavarse los ojos y afeitarse. ¡Madre mía!

Apoyándose con una mano sobre el enladrillado de la conserjería, se perdió en el pasado.

– «Y ahora, muchachos», nos decía cuando estábamos esperando un bombardeo o algo, «si os vais a enfrentar con vuestro Hacedor, por lo que más queráis, que sea con la barbilla sin pelos.» ¡Ah! El Cristales, así lo llamábamos, por lo del monóculo, pero sin intención de faltarle al respeto. Nadie decía ni media palabra contra él. Y en esto que nos llega un tipo de otra unidad, un tipejo muy mal hablado que no le caía bien a nadie, Huggins se llamaba, sí, Huggins. Pues resulta que se creía muy gracioso, y se pone a llamar al comandante soldadito, y le ponía unos adjetivos ignominiosos… -Hizo una pausa para intentar elegir un adjetivo que pudiera oír una dama, pero al no encontrarlo, repitió-: Adjetivos ignominiosos, señorita. Era antes de que me ascendieran, que entonces yo era soldado raso, igual que Huggins, y voy y le digo: «Oye, ya está bien». Y él me dice… Bueno, el caso es que ahí se acabó todo, porque liamos una buena.

– Vaya por Dios -dijo Harriet.

– Sí, señorita. Estábamos en el descanso, y a la mañana siguiente, cuando nos ordena que formemos… ¡madre mía!, si teníamos la cara hecha un cromo. El brigada, el brigada Toop, ese que como estaba diciendo se ha casado, no dijo nada, y eso que lo sabía. Y el ayudante, que también lo sabía, no dijo nada. Y resulta que de repente vemos nada menos que al comandante saliendo, así que el ayudante nos pone en fila, y yo me pongo firmes, pensando que la cara de Huggins no tenía mejor pinta que la mía. «Buenos días», dice el comandante, y el ayudante y el brigada: «Buenos días, mi comandante». Así que se pone a charlar como si tal cosa con el brigada, y yo veo que está mirando a todos los que estábamos firmes. «¡Brigada!», dice de repente. «¡Mi comandante!» «¿Qué ha hecho ese hombre?», refiriéndose a mí. «¿Mi comandante?», dice el brigada, mirándome como sorprendido. «Parece que ha tenido un, grave accidente», dice el comandante. «¿Y ese otro? No me gustan estas cosas. No son bonitas. Que rompan filas.» Así que el brigada nos hizo romper filas. «Hum. Ya veo. ¿Cómo se llama este soldado?», dice el comandante. Y el brigada: «Padgett, mi comandante». «Bueno, Padgett, ¿qué ha hecho para ponerse así?», dice el comandante. «Caerme encima de un cubo, mi comandante», dije yo, mirando por encima de su hombro con el único ojo con que veía algo. «¿Un cubo?», dijo él, «Los cubos son unos trastos muy incómodos. Y este soldado… supongo que se escurrió con la bayeta, ¿no, brigada?» «El comandante quiere saber si te escurriste con la bayeta», dice el brigada Toop. «Sí, mi comandante», le dijo Huggins, como si le doliera la boca. «Muy bien, cuando rompan filas, déles a estos dos soldados un cubo y una bayeta a cada uno. Así aprenderán a manejar estos peligrosos utensilios.» «Sí, mi comandante», dice el brigada Toop. «Adelante», dice el comandante. Así que después me dice Huggins: «¿Crees que lo sabe?», y yo le digo: «¿Que si lo sabe? Pues claro que lo sabe. Pocas cosas hay que no sepa». Y a partir de entonces, Huggins se tragó sus adjetivos.

Harriet reconoció debidamente el interés de aquella anécdota, que Padgett había relatado con gran entusiasmo, y se despidió de él. Por alguna razón, aquella historia del cubo y la bayeta había convertido a Padgett en esclavo de Peter de por vida. Qué raros eran los hombres.

Cuando regresó no había nadie bajo los arcos de comedor, pero al pasar junto al extremo occidental de la capilla creyó ver algo oscuro que se deslizaba como una sombra por el jardín. Lo siguió. Sus ojos fueron acostumbrándose a la tenue luz de la noche estival y distinguió una silueta que caminaba rápidamente de un lado a otro, y también oyó el frufrú de una falda larga al rozar la hierba.

Solo había una persona en todo el colegio que aquella noche hubiera llevado vestido largo, y era la señorita Hillyard. Se pasó una hora y media andando por el jardín.

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