Capítulo 1

Tú, ciega marca del hombre, tú, trampa que el necio elige,

vana escoria del capricho y poso del pensamiento disperso,

veta de todos los males, cuna de cuidados sin motivo,

tú, maraña de empeños cuyo fin jamás se cumple:

¡deseo, deseo! He pagado demasiado caro,

al precio de mi espíritu, tu despreciable mercancía.

Sir PHILIP SIDNEY


Harriet Vane estaba sentada a su mesa, mirando por la ventana a Mecklenburg Square. Los tardíos tulipanes ofrecían un espléndido espectáculo en el jardín de la plaza, mientras un cuarteto de tenistas concluía con todas sus fuerzas un partido desigual y desmañado, pero Harriet no veía ni los tulipanes ni a los tenistas. Tenía una carta abierta en la carpeta, si bien su imagen se había desvanecido para dar paso a otra. Veía un patio de piedra, construido por un arquitecto moderno en un estilo ni nuevo ni antiguo, sino que tendía una mano de reconciliación entre el pasado y el presente. Recoleta entre sus muros había una cuidada parcela de césped salpicada de parterres en los extremos y rodeada por un ancho estrado de piedra. Tras los tejados planos de pizarra se erigían las chimeneas de ladrillo de varios edificios más antiguos y de perfil menos severo, que también formaban una especie de patio, pero que mantenían la remembranza doméstica de las moradas victorianas que en principio habían albergado a las primeras y tímidas estudiantes de Shrewsbury College. Enfrente estaban los árboles de Jowett Walk, y detrás, un revoltijo de aguilones antiguos y la torre de New College, con sus grajillas revoloteando por el cielo ventoso.

La memoria pobló el patio de figuras en movimiento: estudiantes que paseaban de dos en dos, estudiantes que corrían hacia sus clases, con las togas de cualquier manera sobre los ligeros vestidos veraniegos mientras el viento aplastaba aún más los birretes, dándoles el absurdo aspecto de otros tantos gorros de bufón. Las bicicletas amontonadas junto a la conserjería, con las cestas llenas de libros y togas enredadas entre los manillares. Una profesora de pelo entrecano que cruzaba el césped con mirada perdida, absorta en ciertos aspectos de la filosofía del siglo XVI, con las mangas flotantes y los hombros erguidos con la postura académica que compensaba automáticamente el tirón hacia atrás de los pliegues de popelín. Dos alumnos sin beca en busca de un profesor, con la cabeza descubierta y las manos en los bolsillos de los pantalones, hablando a grandes voces sobre barcos. La rectora -gris y majestuosa- y la decana -robusta, enérgica, con aspecto de pájaro, como un pardillo- en animada conversación en el pasadizo que llevaba al patio viejo. Altas espigas de delfinio recortadas contra el gris, temblorosas llamas azuladas, si acaso las llamas pueden ser tan azules. El gato del college, ensimismado y distante, dirigiéndose hacia la despensa con la cola erguida.

Había pasado tanto tiempo… Todo parecía cerrado, cercado, cercenado como a golpe de espada de los amargos años que se extendían entre medias. ¿Cómo enfrentarse a aquello? ¿Qué le dirían aquellas mujeres, a ella, Harriet Vane, que se había graduado con sobresaliente en inglés y se había marchado a Londres a escribir novelas policíacas, a vivir con un hombre con el que no se había casado y por cuyo asesinato había sido juzgada, con la consiguiente mala fama? No era la clase de trayectoria profesional que deseaba Shrewsbury para sus antiguas alumnas.

No había vuelto; al principio, porque le tenía demasiado cariño a aquel lugar, y una ruptura definitiva le parecía mejor que un lento desgarramiento, y también porque, cuando murieron sus padres, sin dejarle nada, la lucha por ganarse la vida le había absorbido todo el tiempo y todos los pensamientos. Y después, la descarnada sombra del patíbulo, interponiéndose entre aquel patio inundado de sol y ella. Pero ¿y ahora…?

Volvió a coger la carta. En ella le suplicaban que asistiera a las celebraciones de fin de curso de Shrewsbury, una de esas súplicas que difícilmente se pueden desoír, de una amiga a la que no veía desde que terminaron sus estudios, casada y distanciada de ella, pero que había caído enferma y deseaba ver a Harriet antes de ir al extranjero para una operación arriesgada y delicada.

Mary Stokes, tan guapa y fina como la señorita Patty en la obra de teatro de segundo año, tan encantadora y refinada, era el centro social de aquel año. Parecía extraño que le hubiera tomado tanto cariño a Harriet Vane, desgarbada y destemplada y no precisamente muy dotada para la vida social. Mary siempre iba delante, y Harriet la seguía, como cuando paseaban en batea por el Cherwell con sus fresas y sus termos, o cuando subieron juntas a la torre de Magdalen un Primero de Mayo antes del amanecer y notaron el bamboleo del edificio bajo sus pies con el voltear de las campanas. Cuando se quedaban hasta tarde junto a la chimenea, tomando café y galletas de jengibre, era siempre Mary quien llevaba la voz cantante en las largas conversaciones sobre el amor, el arte, la religión y cuestiones de ciudadanía. Todas sus amigas decían que Mary estaba destinada a obtener la máxima calificación, y las oscuras e inescrutables profesoras fueron las únicas que no se sorprendieron cuando salieron las listas de las calificaciones: sobresaliente para Harriet y una nota más baja para Mary. Y después Mary se casó y apenas se volvió a saber de ella, salvo que visitaba el college con una frecuencia enfermiza y no se perdía ni una sola reunión de antiguas alumnas ni una celebración de fin de curso; pero Harriet había roto sus antiguos lazos y quebrantado la mitad de los mandamientos, había arrastrado su reputación por el barro y ganado dinero, tenía a sus pies a lord Peter Wimsey, tan rico y tan divertido, se casaría con él si ella quería y estaba llena de energías, de amargura y de las dudosas recompensas de la fama. Prometeo y Epimeteo habían intercambiado los papeles, o eso parecía; pero para el uno estaba la caja de todos los males y para el otro la roca desnuda y el águila, y Harriet pensaba que jamás podrían volver a encontrarse en terreno común.

– ¡Pero por Dios! -exclamó-. No voy a ser una cobarde. Iré, y que pase lo que tenga que pasar. Nada puede hacerme más daño del que ya me han hecho. ¿Y qué importa, al fin y al cabo?

Rellenó la invitación, escribió la dirección, le puso el sello con decisión y bajó rápidamente a echarla al buzón antes de arrepentirse.

Atravesó lentamente el jardín de la plaza, remontó la escalera de piedra de estilo Robert Adam que llevaba hasta su piso y, tras rebuscar infructuosamente en un armario, volvió a salir y subió con igual lentitud hasta el rellano de la última planta. Sacó a rastras un añoso baúl, le quitó el candado y levantó la tapa. Olor a frío, a cerrado. Libros. Ropa desechada. Zapatos viejos. Viejos manuscritos. Una corbata descolorida, de su amante muerto… ¡Qué horrible que aquello siguiera allí! Hurgó en el fondo y sacó un bulto negro a la luz salpicada de polvo. La toga, que solo se había puesto una vez, con ocasión de la graduación, no había sufrido por la prolongada reclusión: los rígidos pliegues se soltaron sin apenas una arruga. La seda carmesí de la muceta relucía magníficamente. Tan solo el birrete mostraba leves vestigios de la acción de la polilla. Al sacudir la pelusa, una mariposa parda, interrumpida su hibernación bajo la tapa del baúl, salió revoloteando hacia la claridad de la ventana, donde quedó atrapada en una telaraña.


Harriet se alegró de poder permitirse el lujo de tener su propio coche. Su entrada en Oxford no se parecería en nada a sus anteriores llegadas en tren. Podría desoír durante unas horas más al plañidero fantasma de su juventud perdida y convencerse de que era una extraña, una viajera, una mujer de posibles con una posición en el mundo. La carretera serpenteante iba quedando atrás; los pueblos brotaban del paisaje verde a su alrededor, con los rótulos de sus posadas y las gasolineras, las tiendas, el policía y los cochecitos de niño, y a cada curva se perdían en el olvido. Junio se moría entre las rosas, los setos oscurecían, tornándose de un verde más apagado; el ladrillo rojo que se desparramaba sin miramientos junto a la carretera era recordatorio de que el presente se construye inexorablemente sobre los campos vacíos del pasado. Comió cómodamente en High Wycombe, un almuerzo sustancioso regado con media botella de vino blanco, y le dio una generosa propina a la camarera. Estaba ansiosa por establecer las mayores diferencias posibles con la estudiante de antaño que tendría que haberse conformado con un paquete de emparedados y un café bajo las ramas de un árbol en una carretera secundaria. A medida que se envejece, a medida que vas estableciéndote en la vida, más placer obtienes de lo formal. El vestido para la recepción al aire libre, que había elegido para que combinara con la toga y la parafernalia académica, estaba pulcramente doblado en su maleta. Era largo y austero, de sencillo crepé negro, irreprochable. Debajo estaba el vestido de noche para la cena, de un intenso color violeta, de un corte tan excelente como comedido, sin indecorosas exhibiciones de la espalda ni el pecho: no ofendería a los retratos de las difuntas rectoras que mirarían desde el roble que se añejaba lentamente en el comedor.

Headington. Ya estaba muy cerca, y se le hizo un nudo frío en el estómago, muy a su pesar. Headington Hill, la cuesta que tan penosamente y con tanta frecuencia había subido, empujando una destartalada bicicleta. En aquellos momentos parecía menos pronunciada, al descenderla decentemente tras la rítmica vibración de cuatro cilindros, pero cada hoja y cada piedra la saludaban con la impertinente familiaridad de una antigua compañera de colegio. A continuación la estrecha calle, con sus tiendas desordenadas, pegadas unas a otras, como la calle mayor de un pueblo; habían ensanchado y mejorado un par de tramos, pero había pocos cambios reales en los que refugiarse.

El puente de Magdalen. La torre de Magdalen. Y allí, absolutamente ningún cambio; tan solo la persistencia cruel e indiferente de la obra humana. Allí había que empezar a armarse de valor en serio. Long Wall Street, Saint Cross Road. La mano de hierro del pasado aprisionándote las entrañas. La verja del college, y había que traspasarla.

Había un nuevo portero en la conserjería de Saint Cross, que oyó el nombre de Harriet sin inmutarse y lo comprobó en una lista. Ella le dio la maleta, llevó el coche a un garaje de Mansfield Lane [1] y después, con la toga colgada del brazo, pasó del patio viejo al nuevo y, por una fea entrada de ladrillo, de reciente construcción, al edificio Burleigh.

No se encontró con nadie de su época ni en los pasillos ni en la escalera. Tres condiscípulas de una promoción bastante más antigua se saludaban con efusividad infantil a la puerta de la sala de estudiantes, pero no conocía a ninguna y pasó junto a ellas sin hablar y sin que nadie le dirigiera la palabra, como un fantasma. Tras pensar un poco, reconoció la habitación que le habían asignado: en su época la ocupaba una mujer que la irritaba especialmente, que se había casado con un misionero y se había ido a China. La corta toga de la actual ocupante estaba colgada detrás de la puerta; a juzgar por los libros de las estanterías, estudiaba historia; a juzgar por sus objetos personales, era una novata con deseos de modernidad y muy poco gusto. La estrecha cama, sobre la que Harriet tiró sus cosas, estaba cubierta con una colcha de un verde chillón con un dibujo supuestamente futurista; encima había un mal cuadro de estilo neoclásico; una lámpara cromada de diseño angular y nada práctico insultaba cruelmente la mesa y el armario, que eran del college, de un estilo que solía asociarse a Tottenham Court Road, y como colofón y realce de la desarmonía, la presencia sobre la cómoda de una curiosa estatuilla o diagrama tridimensional en aluminio que guardaba bastante parecido con un sacacorchos gigantesco, con un rótulo en la base que rezaba ASPIRACIÓN. Con sorpresa y alivio, Harriet encontró tres perchas decentes en el armario. De acuerdo con las normas del college, el espejo era minúsculo y estaba colgado en el rincón más oscuro de la habitación.

Deshizo la maleta, se quitó la falda y la chaqueta, se puso la bata y fue en busca de un baño. Iba a dedicar tres cuartos de hora a cambiarse, y la instalación de agua caliente siempre había sido uno de los pequeños grandes logros de Shrewsbury. Había olvidado dónde se encontraban exactamente los baños en aquella planta, pero debían de estar a la izquierda. Una despensa, otra despensa, con avisos en las puertas: PROHIBIDO FREGAR DESPUÉS DE LAS 23 HORAS; tres retretes, también con avisos en las puertas: SE RUEGA APAGAR LAS LUCES AL SALIR; sí, y allí estaban: cuatro baños, con sus correspondientes avisos en las puertas: PROHIBIDO BAÑARSE DESPUÉS DE LAS 23 HORAS y, debajo, un desesperado apéndice: SI LAS ALUMNAS CONTINÚAN BAÑÁNDOSE DESPUÉS DE LAS 23 HORAS, SE CERRARÁN LOS BAÑOS A LAS 22.30. ES NECESARIA CIERTA CONSIDERACIÓN HACIA LAS DEMÁS PARA LA VIDA EN COMÚN. Firmado: L. MARTIN, DECANA. Harriet eligió el cuarto de baño más grande. Había otro aviso: NORMAS EN CASO DE INCENDIO, y una tarjeta con grandes mayúsculas impresas: EL SUMINISTRO DE AGUA CALIENTE ES LIMITADO. SE RUEGA NO DESPERDICIARLA. Con una sensación familiar de sometimiento a la autoridad, Harriet puso el tapón y abrió el grifo. El agua salía hirviendo, pero la bañera necesitaba urgentemente una capa de esmalte y la alfombrilla había visto días mejores.

Cuando terminó de bañarse se sintió mejor. Volvió a tener la suerte de no encontrarse con nadie conocido al regresar a su habitación. No estaba de humor para chismorreos nostálgicos en bata. Vio el nombre «Señora H. Attwood» dos puertas antes de la suya. La habitación estaba cerrada, y lo agradeció. En la puerta contigua a la suya no había nombre, pero mientras pasaba, alguien giró el pomo desde dentro, y empezó a abrirse lentamente. Harriet se refugió de un salto en su habitación y notó que le latía el corazón con una absurda rapidez.

El vestido negro le quedaba como un guante. Llevaba un pequeño canesú cuadrado, con mangas largas y ceñidas, suavizadas por un volante en las muñecas que llegaba casi hasta los nudillos. Resaltaba su figura hasta la cintura y caía hasta el suelo, sugiriendo el atuendo medieval. La tela mate pasaba inadvertida, para no eclipsar el leve brillo del popelín del ropaje académico. Colocó los pesados pliegues de la toga sobre los hombros, hacia delante, para que quedaran como una estola, serenamente. Con la muceta tuvo que pelearse un poco, hasta que recordó cómo había que colocarla a la altura del cuello para dejar al descubierto la brillante seda. Se la sujetó al pecho, sin signos visibles, para que quedara en su lugar, equilibrada, una hombrera negra y la otra carmesí. Agachándose e irguiéndose ante el absurdo espejo (saltaba la vista que la mujer que ocupaba aquellos días la habitación era muy baja), ajustó el blando birrete para que quedase plano y derecho, con un extremo hacia abajo, en medio de la frente. El espejo reflejó su cara, bastante pálida, de cejas negras que enmarcaban una nariz enérgica, demasiado ancha para resultar hermosa. Vio el reflejo de sus ojos, bastante cansados, desafiantes, unos ojos que habían visto el miedo y aún tenían una expresión cautelosa. La boca era la de quien ha sido generoso y se ha arrepentido de tanta generosidad; los anchos labios estaban apretados, para no revelar nada. Con el abundante pelo ondulado recogido bajo la tela negra, el rostro parecía dispuesto a entrar en acción. Frunció el entrecejo y se pasó las manos por la tela de la toga; después, aburrida del espejo, se volvió hacia la ventana, que daba al patio viejo, aunque más que un patio cuadrado era un jardín alargado, con los edificios del college alrededor. En un extremo habían colocado mesas y sillas sobre la hierba, a la sombra de los árboles. En el otro extremo, la nueva ala de la biblioteca, ya casi terminada, con las vigas al descubierto entre el bosque del andamiaje. Varios grupos de mujeres paseaban por el césped. Harriet se irritó al observar que la mayoría llevaba el birrete mal puesto y que una de ellas había cometido la estupidez de ponerse un vestido de color limón pálido con volantes de muselina, que quedaba ridículo bajo una toga.

Aunque, al fin y al cabo, los colores vivos son medievales, pensó. Y las mujeres no son peores que los hombres. Una vez vi al viejo Hammond en la procesión de la Encaenia con toga de doctor en música, traje de franela gris, botas marrones y corbata de lunares azules, y nadie le dijo nada.

De repente se echó a reír, y empezó a sentirse segura. Nadie puede quitarme esto. Sea lo que sea lo que haya hecho desde entonces, esto se mantiene. Becaria; licenciada; domina; senior member de esta universidad (statutum est quod Juniories Senioribus debitam et congruam reverentiam tum in privato tum in publico exhibeant); ocupo un lugar inalienable, digno de veneración.

Salió con paso firme de la habitación y llamó a la puerta al lado de la suya.


Las cuatro mujeres bajaron juntas al jardín, con lentitud, porque Mary estaba enferma y no podía andar deprisa. Y mientras caminaban, Harriet iba pensando: qué error, qué error he cometido… No debería haber venido. Mary es un cielo, como siempre, y tiene unas ganas tremendas de verme, pero no tenemos nada que decirnos. Y a partir de ahora la recordaré, siempre, como está ahora, con esa cara demacrada y esa expresión de fracaso. Y ella me recordará a mí tal y como estoy ahora, endurecida. Me ha dicho que yo daba la impresión de haber triunfado, y yo sé lo que eso significa.

Menos mal que Betty Armstrong y Dorothy Collins llevaban la conversación. Una de ellas se dedicaba a la cría de perros; la otra tenía una librería en Manchester. Saltaba a la vista que se habían mantenido en contacto, porque hablaban de cosas y no de personas, como quienes tienen intereses comunes. Mary Stokes (Mary Attwood de casada) parecía ajena a ellas, por la enfermedad, por el matrimonio, por -de nada servía cerrar los ojos a la verdad- una especie de estancamiento mental que no tenía nada que ver ni con la enfermedad ni con el matrimonio. Supongo que tenía uno de esos cerebros pequeños, como de verano, que florecen pronto y se agostan, pensó Harriet. Ahí está, mi amiga íntima, hablándome de mis libros con una especie de dolorosa admiración y cortesía. Y yo le hablo de sus hijos con una especie de dolorosa admiración y cortesía. No deberíamos haber vuelto a vernos. Es espantoso.

Dorothy Collins interrumpió sus pensamientos con una pregunta sobre los contratos de las editoriales, y la respuesta las mantuvo ocupadas hasta que salieron al patio. Por el sendero se acercaba una briosa figura que se detuvo con un grito de bienvenida.

– ¡Pero si es la señorita Vane! ¡Qué agradable verla después de tanto tiempo!

Harriet se dejó acaparar agradecida por la decana, por la que siempre había sentido gran afecto y que había tenido la gentileza de escribirle en aquellos días en los que lo que más la ayudaba eran la bondad y la jovialidad. Conscientes del respeto debido a la autoridad, las otras tres siguieron andando; ya habían presentado sus respetos a la decana.

– ¡Cuánto me alegro de que haya podido venir!

– He sido muy valiente, ¿no cree? -replicó Harriet.

– ¡Vamos, vamos! -dijo la decana. Ladeó la cabeza y contempló a Harriet con ojos brillantes, como de pájaro-. No debe pensar en eso. A nadie le importa lo más mínimo. No somos momias, como podría parecer. Al fin y al cabo, lo que de verdad cuenta es el trabajo que hace, ¿no? Por cierto, la rectora está deseando verla. Le ha encantado Las arenas del crimen. Vamos a ver si podemos alcanzarla antes de que llegue el vicerrector. ¿Cómo ve a Stokes, quiero decir, Attwood? Es que nunca me acuerdo de su apellido de casada.

– Muy mal, francamente -respondió Harriet-. En realidad, he venido para verla… pero mucho me temo que no va a servir de nada.

– ¡Ah! -exclamó la decana-. Ha dejado de crecer. Supongo. Era amiga suya, pero yo siempre he pensado que era una cabeza de chorlito. Precoz, sí, pero con poco tesón. En fin, espero que la curen… Qué pesadez de viento… No hay manera de mantener el birrete en su sitio. Usted lo lleva divinamente. ¿Cómo lo consigue? Y he observado que las dos llevamos ropa como es debido debajo de la toga. ¿Se ha fijado en Trimmer, con ese espantoso vestido amarillo canario que parece una pantalla de lámpara?

– Sí, era Trimmer, claro. ¿Qué hace?

– Ay, Dios mío, se dedica a la salud mental. La alegría, el amor y todo eso… Ah, ya decía yo que encontraríamos a la rectora aquí.

Shrewsbury College había tenido suerte con las rectoras. En los primeros tiempos, le había dado categoría una mujer de buena posición social; en la época difícil, cuando luchaba por los títulos universitarios para las mujeres, estuvo bajo la tutela de una persona muy diplomática, y ahora que había sido admitido en la universidad, su conducta era aceptada gracias a una personalidad. La doctora Margaret Baring llevaba el rojo y el gris francés con donaire. Era una magnífica figura decorativa en todos los acontecimientos públicos, capaz de aliviar con tacto el pecho herido de los irascibles y afrentados profesores del género masculino. Saludó a Harriet con gentileza y le preguntó qué le parecía la nueva ala de la biblioteca, con la que se completaría el lado septentrional del antiguo patio. Harriet elogió lo que podía verse desde allí, dijo que supondría una gran mejora y preguntó cuándo estaría terminada.

– Esperamos que antes de Pascua. Quizá la veamos a usted en la inauguración.

Harriet dijo cortésmente que le encantaría, y al ver la toga del vicerrector revoloteando a lo lejos, se retiró discretamente para unirse a la multitud de antiguas alumnas.

Togas, togas y más togas. A veces resultaba difícil reconocer a las personas al cabo de diez años o más. La de la muceta azul ribeteada de piel de conejo debía de ser Sylvia Drake… o sea, que al fin se había licenciado en literatura británica. El título de la señorita Drake había sido la irrisión del college; había tardado mucho tiempo en obtenerlo y rehacía continuamente la tesis, desesperada. Apenas recordaría a Harriet, que era mucho más joven que ella, pero Harriet la recordaba muy bien, siempre entrando y saliendo de la sala de estudiantes durante su año de residencia y charlando sobre el amor cortés del Medievo. ¡Santo cielo! Y se acercaba aquella mujer espantosa, Muriel Campshott, a recordarle que se conocían. Campshott siempre había tenido sonrisa de tonta y seguía teniéndola. E iba vestida en un tono de verde espeluznante. Preguntaría: «¿Cómo se le ocurren las tramas de sus libros?». Lo preguntó. Qué cruz de mujer. Y Vera Mollison. Preguntó: «¿Está escribiendo algo?».

– Sí, claro -respondió Harriet-. ¿Usted sigue dando clases?

– Sí… en el mismo sitio -contestó la señorita Mollison-. Pero mis actividades son minucias en comparación con las suyas.

Como no había réplica posible salvo una risa a modo de disculpa, Harriet se rió a modo de disculpa. Se produjo movimiento. La gente empezaba a trasladarse al patio nuevo, donde iba a descubrirse un reloj, y a ocupar sus puestos en el estrado de piedra que se extendía detrás de los arriates. Se oyó una voz que exhortaba con autoridad a los invitados a que dejaran paso al cortejo. Harriet lo aprovechó como excusa para desembarazarse de Vera Mollison y meterse detrás de un grupo, cuyas caras le resultaban desconocidas. Vio a Mary Attwood y sus amigas al otro lado del patio, saludándola con la mano. Ella devolvió el saludo. No tenía intención de cruzar el césped para reunirse con ellas. Quería mantenerse distante, una unidad entre la multitud oficial.

Anticipándose a su aparición en público, el reloj dio las tres detrás de unas colgaduras. La grava crujió con las pisadas. Apareció el cortejo bajo el arco, una fila de personas mayores que iban de dos en dos, ataviadas con el incongruente boato de una época más fastuosa, caminando con la actitud digna e indiferente que caracteriza las ceremonias universitarias en Inglaterra. Cruzaron el patio; subieron al estrado bajo el reloj; los profesores se quitaron las gorras y los birretes de estilo Tudor en señal de deferencia al vicerrector; las profesoras adoptaron una actitud reverencial, propia de un oficio religioso. El vicerrector empezó a hablar con voz frágil, delicada. Habló de la historia del college; aludió con elegancia a los logros que no pueden calibrarse por el mero paso del tiempo; hizo un chistecito absurdo sobre la relatividad y lo remató con una cita clásica; mencionó la generosidad del benefactor y la respetada personalidad del difunto miembro del consejo en cuya memoria se presentaba el reloj; expresó su alegría de poder descubrir el hermoso artefacto, que tanto contribuiría a la belleza del patio, patio que, si bien reciente en cuanto al tiempo, era plenamente digno de ocupar un lugar entre aquellos antiguos y nobles edificios que eran la gloria de nuestra universidad, añadió. En nombre del rector y de la Universidad de Oxford, procedía a descubrir el reloj. Acercó la mano al cordón, y del rostro de la decana se apoderó una expresión de nerviosismo, que se transformó en una sonrisa triunfal cuando cayeron las colgaduras sin catástrofes ni contratiempos. El reloj fue descubierto, unas cuantas personas de espíritu atrevido iniciaron una ovación, y la rectora, con un breve y cuidado discurso, agradeció al vicerrector su amable asistencia y sus bondadosas palabras. La manecilla dorada del reloj se movió y dio los cuartos melodiosamente. Los asistentes soltaron un suspiro de satisfacción; volvió a congregarse el cortejo, que realizó el trayecto de regreso bajo el arco, y la ceremonia concluyó felizmente.

Mezclada con el gentío, Harriet descubrió horrorizada que Vera Mollison había vuelto a aparecer, se había puesto a su lado y estaba diciendo que suponía que todos los escritores de novelas de misterio debían de sentir un gran interés personal por los relojes, porque había muchas coartadas que se basaban en los relojes y las señales horarias. Un día había ocurrido algo extraño en la escuela en la que daba clase, y creía que sería un argumento excelente para una novela policíaca, para cualquier persona lo suficientemente lista para idear tales cosas. Estaba deseando ver a Harriet para contárselo. Plantándose con firmeza en el césped del patio viejo, a considerable distancia de las mesas de los refrigerios, se puso a relatar el extraño incidente, que requería una extensa explicación preliminar. Se acercó una criada con tazas de té. Harriet se hizo con una y enseguida se arrepintió; le impediría una rápida retirada, y se vio pegada a la señorita Mollison para toda la eternidad. Con una oleada de gratitud que le levantó el ánimo, vio a Phoebe Tucker. La pobre Phoebe, con el mismo aspecto de siempre. Se excusó precipitadamente con la señorita Mollison, le rogó que le contara el incidente del reloj en un momento de más tranquilidad, se abrió paso entre un montón de togas y dijo:

– ¡Hola!

– ¡Hola! -replicó Phoebe-. Ah, eres tú. ¡Gracias a Dios! Empezaba a pensar que no había nadie de nuestro curso, excepto Trimmer y esa odiosa Mollison. Ven a por unos emparedados. Cosa rara, pero son bastante buenos. ¿Cómo te va? Estupendamente, ¿no?

– No me va del todo mal.

– Pero estás haciendo buenas cosas.

– Como tú. Vamos a buscar un sitio donde sentarnos. Quiero que me cuentes lo de la excavación.

Phoebe Tucker había estudiado historia, se había casado con un arqueólogo y la combinación parecía funcionar extraordinariamente bien. Desenterraban huesos, piedras y cerámica en rincones remotos del planeta, escribían libros y daban conferencias en sociedades eruditas. En sus ratos libres habían tenido tres risueñas criaturas, a quienes dejaban tranquilamente en manos de unos abuelos encantados, antes de volver a precipitarse sobre sus piedras y sus huesos.

– Pues acabamos de volver de Ítaca. Bob está como loco con un nuevo grupo de enterramientos y ha elaborado una teoría totalmente original y revolucionaria sobre los ritos funerarios. Está escribiendo un ensayo que contradice todas las tesis de Lambard, y yo le ayudo moderando los adjetivos y poniendo notas de disculpa a pie de página. O sea, Lambard puede ser un viejo imbécil y un retorcido, pero es más digno no decirlo tal cual. Una cortesía insulsa resulta más demoledora, ¿no crees?

– Infinitamente más demoledora.

Al fin alguien que no había cambiado ni un pelo, a pesar de los años y del matrimonio. Harriet estaba de humor para alegrarse por una cosa así. Tras un interrogatorio exhaustivo sobre los ritos funerarios, preguntó por la familia.

– Pues están cada día más graciosos. A Richard, el mayor, le fascinan los enterramientos. Su abuela se quedó horrorizada el otro día cuando lo encontró excavando, con paciencia y corrección, en el montón de basura que había recogido el jardinero, haciendo una colección de huesos. La generación de la abuela se preocupa mucho por eso de los gérmenes y la porquería. Supongo que tienen razón, pero mis retoños no están tan mal, al fin y al cabo. Así que su padre le ha regalado una vitrina para que guarde los huesos. Encima, animándolo, dijo madre. Creo que vamos a tener que llevárnoslo la próxima vez, pero la abuela se preocuparía muchísimo, pensando en que no hay alcantarillas y en lo que podrían contagiarle los griegos. Parece que los tres están saliendo bastante inteligentes, gracias a Dios. ¿Te imaginas ser madre de unos retrasados? Qué aburrimiento y qué pesadez. Sí se pudieran inventar, como los personajes de un libro, resultaría mucho más conveniente para una cabeza bien ordenada.

La conversación pasó de una forma natural a la biología, a los factores mendelianos y a Un mundo feliz, y se cortó en seco ante la aparición, de entre una multitud de antiguas alumnas, de la que había sido tutora de Harriet. Phoebe y ella se abalanzaron a saludarla al mismo tiempo. La señorita Lydgate tenía la misma actitud de siempre. Jamás parecía presentarse ningún problema moral a los ojos cándidos e inocentes de aquella gran estudiosa. De una escrupulosa integridad personal, aceptaba las irregularidades de los demás con una caridad incondicional. Como cualquier estudiante de literatura, conocía por su nombre todos los pecados del mundo, pero era dudoso que los hubiera reconocido al verlos en la vida real. Era como si una falta cometida por una persona que ella conociera se desarmara y se desinfectara por el contacto. Por sus manos habían pasado muchas jóvenes, y ella había encontrado muchas cosas buenas en todas; no cabía la posibilidad de pensar que fueran malvadas a propósito, como Ricardo III o Yago. Desgraciadas, sí; insensatas, sí, y también expuestas a unas tentaciones complejas y difíciles a las que, afortunadamente, la señorita Lydgate no había tenido que enfrentarse jamás. Si tenía noticia de un robo, un divorcio o de cosas aún peores, fruncía el entrecejo con expresión de perplejidad y pensaba en lo desdichadas que debían de haber sido aquellas personas para haber cometido tales atrocidades. Solo en una ocasión le había oído Harriet hablar de alguien que conociera en tono de absoluta reprobación: una antigua alumna suya que había escrito un libro de divulgación sobre Carlyle. «No ha realizado ninguna clase de investigación -dictaminó la señorita Lydgate-, ni ha hecho el menor esfuerzo por llegar a un juicio crítico. Se ha limitado a reproducir las habladurías de siempre sin molestarse en comprobar nada. Es un libro de tres al cuarto, una ordinariez, una chapuza. Francamente, me avergüenzo de ella.» Pero añadió: «Claro que, según tengo entendido, la pobrecilla anda muy mal de dinero».

La señorita Lydgate no dio muestras de sentirse avergonzada de la señorita Vane; al contrario: la saludó afectuosamente, le pidió que fuera a verla el domingo por la mañana, comentó su obra en términos encomiásticos y la elogió por mantener un nivel tan culto de inglés incluso en sus novelas policíacas.

– Proporciona usted mucha alegría en la sala del profesorado, y según creo, la señorita De Vine también es ferviente admiradora suya -añadió.

– ¿La señorita De Vine?

– Ah, claro, no la conoce. Es la nueva profesora del departamento de investigación. Es una persona muy agradable, y sé que quiere hablar con usted sobre sus libros. Tiene que venir para que se la presente. Está aquí desde hace tres años. Bueno, no residirá aquí hasta el próximo curso, pero vive en Oxford desde hace unas semanas y trabaja en la Biblioteca Bodleiana. Está haciendo un estupendo trabajo sobre las finanzas de la nación en la época Tudor, absolutamente fascinante incluso para personas como yo, que soy una ignorante en cuestiones de dinero. Estamos todas muy contentas de que el college decidiera ofrecerle la beca Jane Barraclough, porque es una extraordinaria especialista y lo ha pasado muy mal.

– Me parece que he oído hablar de ella. ¿No fue directora de uno de los grandes colleges de provincias?

– Sí. Fue rectora de Flamborough durante tres años, pero en realidad no era su trabajo. Demasiados asuntos de administración, aunque era estupenda para las cuestiones económicas, desde luego, pero tenía demasiadas cosas que hacer, entre su propio trabajo, dirigir doctorados y demás, y las alumnas… entre la universidad y el college acabó agotada. Es una de esas personas que siempre dan lo mejor de sí mismas, pero creo que no congenió con las demás en el plano personal. Cayó enferma y tuvo que pasar un par de años en el extranjero. Se puede decir que acaba de volver a Inglaterra. Y claro, el tener que abandonar Flamborough le supuso una gran diferencia desde el punto de vista económico, así que es bueno saber que durante los próximos tres años podrá continuar con su libro sin preocuparse por esas cosas.

– Sí, ahora me acuerdo -dijo Harriet-. Lo vi anunciado en algún sitio, en Navidad, más o menos.

– Supongo que lo vería en el anuario de Shrewsbury. Naturalmente, nos sentimos muy orgullosas de tenerla aquí. Por supuesto, debería disponer de una cátedra, pero dudo mucho que soportara la tutoría. Cuantas menos distracciones, mejor, porque es una auténtica estudiosa. Mire, allí está… Ay, qué lástima. Me temo que la ha pillado por banda la señorita Gubbins. ¿Recuerdan a la señorita Gubbins?

– Vagamente -dijo Phoebe-. Estaba en tercero cuando nosotras estábamos en primero. Una excelente persona, pero demasiado severa y una auténtica pesada en las reuniones del college.

– Es una persona muy seria, pero tiene el don de hacer que cualquier tema parezca realmente aburrido -dijo la señorita Lydgate-. Una verdadera lástima, porque es sumamente responsable y digna de confianza, pero eso no importa demasiado en el puesto que ocupa actualmente. Es la bibliotecaria de… la señorita Hillyard debe de saberlo, y según tengo entendido, está investigando sobre la familia Bacon. Trabaja mucho, pero me temo que está sometiendo a la pobre señorita De Vine a un interrogatorio, y no me parece justo en una ocasión como esta. ¿Vamos a rescatarla?

Mientras Harriet atravesaba el césped en pos de la señorita Lydgate, la invadió una terrible nostalgia. Si pudiera volver a aquel lugar tan tranquilo, donde solo contaban los logros intelectuales, si pudiera trabajar allí regular y oscuramente, con un razonamiento único, a salvo de las distracciones y el envilecimiento de agentes, contratos, editores, redactores de notas publicitarias, entrevistadores, correo de admiradores, buscadores de autógrafos y de celebridades, y competidores; suprimir los contactos personales, los resentimientos personales, las envidias personales, hincarle el diente a algo aburrido y duradero, madurar hasta alcanzar la solidez de las hayas de Shrewsbury… y entonces ser capaz de olvidarse de la destrucción y el caos del pasado o al menos verlos en proporciones más justas. Porque, en cierto sentido, no era importante. El hecho de haber amado, pecado, sufrido y haberse librado de la muerte tenía mucha menos trascendencia, en última instancia, que una nota a pie de página en una oscura publicación académica que establece la prioridad de tal o cual manuscrito o restablece un minúsculo subíndice perdido. Era la lucha cuerpo a cuerpo con la obstinada personalidad de los demás, todos ellos pugnando por ser el centro de atención, lo que hacía que los accidentes de la propia aventura personal ocuparan un lugar tan destacado en el universo.

Pero dudaba de poder apartarse del mundo hasta tal extremo. Había dado el paso de dejar atrás el paraíso de Oxford y sus grises muros hacía ya tiempo. Nadie se baña en el mismo río dos veces, ni siquiera en el Isis. No soportaría tal serenidad y tal aislamiento… o eso se decía a sí misma.

Mientras intentaba recobrar el equilibrio de sus dispersos pensamientos, le presentaron a la señorita De Vine, y solo con mirarla comprendió que era una estudiosa de una clase completamente distinta a la señorita Lydgate, por ejemplo, y la diferencia con lo que ella pudiera ser jamás resultaba aún más grotesca. Tenía enfrente a una luchadora, sin duda, pero para quien el patio de Shrewsbury era su auténtica y verdadera palestra, un soldado que no sabía de lealtades personales, que únicamente sentía obligación para con los hechos. Una señorita Lydgate, serena, ajena al mundo, podía envolverlo en un cordial calor de caridad; aquella mujer, con un conocimiento del mundo infinitamente más amplio, lo consideraría en su justo valor y lo desecharía si le resultaba incómodo. El rostro delgado, ávido, de grandes ojos grises y hundidos tras las gafas de gruesos cristales, parecía sensible e impresionable, pero tras aquella sensibilidad se escondía una mente dura e inamovible como el granito. Como directora de un college femenino debía de haber desempeñado una tarea desagradable, pensó Harriet, porque daba la impresión de haber eliminado de su vocabulario la palabra «compromiso», y toda jefatura supone compromiso. No parecía capaz de tolerar vacilaciones en las metas ni vaguedades de criterio. Si algo se interpusiera entre ella y el servicio a la verdad, lo pisotearía sin rencor pero también sin piedad, aunque se tratara de su propio prestigio. Una mujer temible a la hora de conseguir un objetivo, aún más debido a la modestia y la moderación engañosas de que haría gala al enfrentarse con cualquier asunto que no dominara. Mientras subían, iba diciéndole a la señorita Gubbins:

– Estoy completamente de acuerdo en que un historiador debería ser preciso en los detalles, pero a menos que se tomen en consideración todos los personajes y circunstancias, no se tendrán en cuenta los hechos. Las proporciones y las relaciones de las cosas son hechos, tanto como las cosas mismas, y si se malinterpretan, se falsea gravemente el conjunto.

Justo entonces, cuando la señorita Gubbins estaba a punto de protestar, con una mirada obstinada, la señorita De Vine vio a la tutora de inglés y se excusó. La señorita Gubbins tuvo que batirse en retirada. Harriet observó con pesar que tenía la piel descuidada, llevaba el pelo despeinado y un gran imperdible blanco para sujetarse la muceta al vestido.

– ¡Por Dios! -exclamó la señorita De Vine-. ¿Quién es esa joven tan desastrada? Parece realmente molesta con mi crítica del libro del señor Winterlake sobre Essex. Por lo visto, piensa que debería haber destrozado a ese pobre hombre por un error nimio de unos cuantos meses al tratar, casi de pasada, la historia temprana de la familia Bacon. No le da la menor importancia al hecho de que ese libro sea el más esclarecedor y erudito hasta la fecha, el que más aporta a la comprensión de las interacciones de dos personajes sumamente enigmáticos.

– No me cabe duda de que para ella es muy importante, porque la familia Bacon es su especialidad -replicó la señorita Lydgate.

– Es una grave equivocación ver la propia especialidad fuera del contexto de fondo. Por supuesto, habría que corregir el error, como hice yo, en una carta personal al autor, que es la forma más adecuada de realizar correcciones nimias, pero estoy segura de que el autor ha descubierto la clave de la relación de esos dos hombres, y con ello, un hecho de verdadera importancia.

– Bueno -dijo la señorita Lydgate, mostrando sus fuertes dientes en una sonrisa amistosa-, parece que ha adoptado una actitud muy dura con la señorita Gubbins. En fin. He traído a alguien que sé que está usted deseando conocer. Le presento a la señorita Harriet Vane, también una artista a la hora de contar detalles.

– ¿La señorita Vane? -La historiadora posó sus brillantes ojos miopes en Harriet, y se le iluminó la cara-. Qué maravilla. Quiero que sepa cuánto me gustó su último libro. Lo considero lo mejor que ha escrito, aunque, claro está, yo no estoy capacitada para dar una opinión desde el punto de vista científico. Hablé de él con el profesor Higgins, que es seguidor suyo, y dijo que sugería una posibilidad sumamente interesante, que no se le había ocurrido hasta entonces. No estaba seguro de que fuera a funcionar, pero piensa hacer cuanto esté en su mano para averiguarlo. Dígame, ¿con qué tuvo que trabajar?

– Pues conté con una opinión muy valiosa -contestó Harriet, sintiendo una odiosa punzada de incertidumbre y, maldiciendo al Profesor Higgins de todo corazón, añadió-: Pero claro…

En ese momento la señorita Lydgate divisó a otra antigua alumna y se marchó corriendo. Phoebe Tucker ya se había perdido de vista, y Harriet se quedó a solas con su destino. Al cabo de diez minutos, durante los cuales la señorita De Vine puso patas arriba, implacablemente, el cerebro de su víctima, le sacó los hechos a sacudidas como una criada sacude vigorosamente una alfombra para quitarle el polvo, la tunde, la orea, la restriega, la coloca en otra posición y la estira con mano firme, afortunadamente apareció la decana y se metió en la conversación.

– Gracias a Dios, el vicerrector está a punto de marcharse, y podremos quitarnos este odioso bombasí y lucir los vestidos de fiesta. ¿Por qué se nos ocurriría reclamar títulos y el enorme placer de achicharramos con la toga en días de calor? ¡Bien! ¡Ya se ido! Denme esos trastos. Voy a dejarlos en la sala común, con mi toga. ¿La suya lleva nombre, señorita Vane? ¡Estupendo! Ya tengo tres togas desconocidas en mi despacho. Las encontré por ahí tiradas a final de curso y, claro, no tengo ni idea de quiénes son las propietarias. Las muy desconsideradas parecen creer que es asunto nuestro ordenar sus absurdas cosas. Las dejan en cualquier sitio, al buen tuntún, y después se las prestan las unas a las otras, y si se multa a alguien por salir sin toga, resulta que siempre se la han robado. Y encima, siempre se las ensucian, que parecen trapos. Usan las togas para quitar el polvo y para avivar el fuego. Cuando pienso en lo que tuvo que sudar nuestra entusiasta generación para tener el derecho a llevar esas prendas… ¡y que a esas niñas no les importe nada! Parece que van vestidas de harapos, como en las ilustraciones de Pendennis… ¡Qué anticuadas! Pero para ellas, ser modernas consiste en imitar a los estudiantes varones de hace medio siglo.

– Algunas antiguas alumnas no son nada del otro mundo -dijo Harriet-. Solo hay que fijarse en Gubbins, por ejemplo.

– ¡Ay, Dios mío, esa pesada! Lo lleva todo sujeto con imperdibles. Y ojalá se lavara el cuello.

– Yo creo que es el color natural de su piel -se apresuró a decir la señorita De Vine, siempre dispuesta a situar meticulosamente los hechos a la luz justa.

– Pues debería tomar zanahorias para limpiar el organismo -replicó la decana, arrebatándole la toga a Harriet-. No, no se moleste. No tardaré nada en tirarlas por la ventana de la sala. Y no se les ocurra escaparse, porque ya no volvería a encontrarlas.

– ¿Llevo bien el peinado? -preguntó la señorita De Vine, repentinamente humana y vacilante tras despojarse del birrete y la toga.

– Se ha descolocado un poquitín -contestó Harriet, examinando el grueso moño de color gris acero del que sobresalían numerosas horquillas demasiado gastadas, como aros de cróquet.

– Siempre me pasa lo mismo -dijo la señorita De Vine, dándose unos toquecitos en el pelo-. Creo que me lo voy a cortar. Seguro que me da menos problemas.

– A mí me gusta así. Le sienta muy bien el moño. Voy a ver qué puedo hacer, ¿le parece?

– Ojalá pueda arreglarlo -dijo la historiadora, aceptando agradecida que le pusieran las horquillas debidamente-. Yo soy muy torpe con las manos. Me he dejado un sombrero en alguna parte -añadió, mirando indecisa el patio-, pero la decana ha dicho que nos quedemos aquí. Ah, gracias. Me siento mucho mejor, más segura. Ah, ahí viene la señorita Martin. La señorita Vane ha tenido la amabilidad de ejercer de peluquera para la Reina Blanca… Pero ¿no debería ponerme sombrero?

– No, ahora no -replicó la señorita Martin en tono rotundo- voy a tomar algo como es debido, y ustedes también. Tengo un hambre canina. He tenido que ir pegada al profesor Boniface, que tiene noventa y siete años y está chiflado y chocho, gritándole al oído porque está más sordo que una tapia, y estoy poco menos que desmayada. ¿Qué hora es? Me siento como el pavo de Marjory Fleming… Me importa un cuerno la reunión de antiguas alumnas. Lo único que quiero es comer y beber. Vamos a abalanzarnos sobre la mesa antes de que la señorita Shaw y la señorita Stevens le echen el guante a los últimos helados.

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