Mi triste pesar se aliviará
cuando mis pensamientos desvele,
pues no podrás sino afligirte
cuando mis penas te cuente.
No hay nada que a ese amigo,
el de corazón sin dobleces,
los secretos pensamientos no podamos
enviar y a buen recaudo dejar,
y tu leal consejo
mi penoso estado templará,
pues en otro caso, la triste aflicción
a su antojo en mujer me mudará.
MICHAEL DRAYTON
– Deben comprender que es imposible seguir así -dijo Harriet-. Tienen que recurrir a la ayuda de expertos y arriesgarse a las consecuencias. Cualquier escándalo es preferible a un suicidio y una investigación judicial.
– Creo que tiene razón -dijo la rectora.
En el salón de la doctora Baring solo se encontraban la señorita Lydgate, la decana y la señorita Edwards. Habían renunciado a los valientes esfuerzos de fingir seguridad en sí mismas. Los miembros del claustro evitaban mirarse directamente a los ojos y medían sus palabras. Ya no había ni enfado ni desconfianza. Lo que había era miedo.
– No creo que los padres de la chica vayan a quedarse de brazos cruzados -añadió Harriet implacablemente-. Si hubiera conseguido ahogarse, ya tendríamos aquí a la policía y a los periodistas. La próxima vez, la tentativa podría tener éxito.
– La próxima vez… -empezó a decir la señorita Lydgate.
– Habrá una próxima vez -la interrumpió Harriet-. Y podría no ser suicidio, sino claro asesinato. Les dije al principio que no consideraba adecuadas las medidas, y ahora les digo que me niego a seguir compartiendo la responsabilidad. Lo he intentado y he fracasado, en todas las ocasiones.
– ¿Y qué podría hacer la policía? -preguntó la señorita Edwards-. Vinieron una vez, cuando lo de los robos, ¿recuerda, rectora? Montaron un alboroto y detuvieron a quien no debían. Fue un asunto muy engorroso.
– Creo que la policía no es lo más conveniente -dijo la decana, volviéndose hacia Harriet-. Su idea era una empresa de detectives privados, ¿no?
– Sí, pero si alguien sugiere algo mejor…
Nadie tenía ninguna sugerencia realmente práctica. Continuó la conversación, hasta que al final:
– Señorita Vane, creo que su idea es la mejor -dijo la rectora-. ¿Podría ponerse en contacto con esas personas?
– Muy bien, rectora. Voy a llamar por teléfono a la dirección de esa empresa.
– Será usted discreta…
– Por supuesto -replicó Harriet. Empezaba a perder la paciencia; le parecía que ya había pasado el momento de la discreción-. Verá, si traemos a alguien, tendremos que darle carta blanca -añadió.
Evidentemente, era una advertencia desagradable, pero había que reconocer que también necesaria. Harriet preveía innumerables restricciones que obstaculizarían la investigación, y las dificultades que acompañarían a una autoridad dividida. La policía no tenía que rendir cuentas a nadie salvo a sí mismos, pero los detectives privados estaban obligados a acceder más o menos a lo que les pidieran quienes les pagaban. Miró a la doctora Baring y pensó si la señorita Climpson o cualquiera de sus subordinadas sería capaz de hacerse valer frente a tan imponente personalidad.
– Y ahora tengo que enfrentarme con los Newland -le dijo la decana mientras atravesaban el patio-. No es lo que más me apetece en el mundo. Estarán terriblemente afectados, los pobres. El padre es un funcionario de segunda categoría, y la carrera de su hija lo es todo para ellos. Además de lo personal, les supondrá un golpe tremendo si fracasa en los exámenes. Son muy pobres y trabajan mucho, y se sienten tan orgullosos de ella…
La señorita Martin hizo un gesto de desconsuelo, se irguió y se dispuso a acometer su tarea.
La señorita Hillyard, con toga, se dirigía a una de las aulas. Parecía ojerosa y atormentada, pensó Harriet. Lanzaba miradas a derecha e izquierda, como si pensara que la seguían.
Por una ventana abierta de la planta baja del Queen Elizabeth se oía la voz de la señorita Shaw, que estaba dando clase:
– También podrían haber utilizado una cita del ensayo De la Vanité. Recuerden el párrafo: Je me suis couché mille fois chez moi, imaginant qu'on me trahirait et assomerait cette nui-là…, su morbosa preocupación por la idea de la muerte y su…
La maquinaria académica seguía funcionando. La administradora y la tesorera estaban a la entrada de sus despachos, con las manos llenas de papeles. Debían de estar hablando de alguna cuestión económica. Se miraban con reserva y hostilidad; parecían dos perros huraños encadenados juntos y obligados a llevarse bien, aunque a regañadientes, por una reprimenda de su amo.
La señorita Pyke bajó por la escalera y pasó junto a ellas sin dirigirles la palabra. Después pasó por la tarima junto a Harriet, también sin dirigirle la palabra. Llevaba la cabeza alta y desafiante. Harriet entró y se dirigió a la habitación de la señorita Lydgate. Sabía que estaba dando clase; podría utilizar su teléfono sin que la molestaran. Pidió una conferencia a Londres.
Un cuarto de hora más tarde colgaba el auricular con el ánimo por los suelos. No entendía por qué tenía que haberla sorprendido que la señorita Climpson se hubiera ausentado por «encontrarse ocupada con un caso». Le parecía vagamente monstruosa que tuviera que ser así, pero así era. ¿Deseaba hablar con otra persona? Harriet preguntó por la señorita Murchison, la única otra persona de la empresa a la que conocía personalmente. La señorita Murchison se había marchado hacía un año para casarse. Harriet se lo tomó casi como una ofensa personal. No le apetecía volcar todos los detalles del problema de Shrewsbury en los oídos de una perfecta desconocida. Dijo que enviaría una carta, colgó y se sentó, sintiéndose extrañamente impotente.
Está muy bien adoptar una postura firme y precipitarse al teléfono, decidida a «hacer algo» sin tardanza; los demás no se cruzan de brazos esperando a lo que más convenga, ni siquiera a nosotros, que somos tan interesantes e influyentes. Harriet se rió de su propia irritación. Había decidido actuar inmediatamente, y estaba furiosa porque una empresa tenía sus propios asuntos que atender. Sin embargo, era imposible esperar más. La situación empezaba a convertirse en una pesadilla. El rostro de la gente se había distorsionado y había adoptado una expresión taimada de la noche a la mañana; los ojos estaban llenos de temor, las palabras más inocentes cargadas de sospecha. En cualquier momento podía sobrevenir otra atrocidad y llevárselo todo por delante.
De repente le dieron miedo todas aquellas mujeres: horti conclusi, fontes signati, estaban todas encerradas, aisladas tras unos muros que a ella la dejaban fuera. Sentada allí a la clara luz de la mañana, contemplando el prosaico teléfono de la mesa, comprendió el pavor ancestral de Artemisa, la diosa de la luna, la virgen cazadora, cuyas flechas son plagas y muerte.
Entonces pensó que era una idea absurda recurrir a la ayuda de otro hatajo de solteronas; aunque lograra localizar a la señorita Climpson, ¿cómo iba a explicarle el asunto a aquella virgen anciana y seca? Solo con ver los anónimos probablemente sentiría ganas de vomitar y no alcanzaría a comprender el problema. En este sentido, Harriet no le hacía justicia a la señora; la señorita Climpson había visto muchas cosas extrañas en el transcurso de sesenta y tantos años de vida en casas de huéspedes, y estaba tan libre de represiones y complejos como podría estarlo cualquier otro ser humano, pero lo cierto era que el ambiente de Shrewsbury empezaba a sacar de quicio a Harriet. Lo que necesitaba era alguien con quien no tuviera que morderse la lengua, alguien que ni mostrara ni experimentara sorpresa ante ninguna manifestación de las rarezas humanas, alguien a quien conociera y en quien pudiera confiar.
Había muchísimas personas en Londres, hombres y mujeres, para quienes hablar de las aberraciones sexuales era algo cotidiano, pero la mayoría no eran muy dignas de confianza. Ejercitaban la normalidad hasta que les salían bultos por todas partes, como los músculos de los forzudos profesionales, y no parecían ni mucho menos normales. Y no paraban de hablar, a voz en grito. Su rozagante salud mental asustaba al común de los mortales desequilibrados. Repasó mentalmente varios nombres, pero no dio con ninguno que pudiera servirle.
– La verdad es que no sé si necesito un médico o un detective -le dijo al teléfono-. Pero necesito a alguien.
Pensó, y no era la primera vez, que ojalá hubiera localizado a Peter Wimsey. Naturalmente, no era la clase de caso que él hubiera podido investigar debidamente, pero a lo mejor conocía a la persona idónea. Al menos a él no le habría sorprendido nada, no se habría escandalizado por nada: tenía demasiada experiencia del mundo. Y era de absoluta confianza. Pero no estaba. Había desaparecido en el mismo momento en el que ella tuvo noticia del asunto de Shrewsbury; era como si lo hubiera hecho a propósito. Al igual que lord Saint-George, empezaba a pensar que Peter no tenía derecho a desaparecer justo cuando se lo necesitaba. El hecho de que ella llevara cinco años negándose airadamente a contraer más obligaciones con Peter Wimsey no tenía ningún peso en aquellos momentos; de buena gana habría contraído obligaciones con el mismísimo diablo si hubiera tenido la certeza de que el príncipe de las tinieblas era un caballero cortado por el mismo patrón que Peter, pero Peter estaba tan fuera de su alcance como Lucifer.
¿Tanto? Tenía el teléfono al lado. Podía hablar con Roma con la misma facilidad que con Londres, si bien resultaría una pizca más caro. Probablemente se debía tan solo a la modestia económica de la persona cuyos ingresos eran fruto exclusivo del trabajo lo que daba mayor trascendencia a llamar a alguien a otro país que a otra ciudad. De todos modos, no pasaría nada por mirar la última carta de Peter y buscar el número de teléfono de su hotel. Salió rápidamente y se topó con la señorita De Vine.
– ¡Oh! -exclamó la profesora-. Venía a buscarla. Creo que debería ver esto.
Le tendió un trozo de papel; las letras impresas le resultaron odiosamente familiares.
TU TURNO SE ACERCA
– Está bien que te avisen -dijo Harriet, con una ligereza que no sentía-. ¿Dónde, cuándo y cómo?
– Se ha caído de un libro que estoy usando -contestó la señorita De Vine, parpadeando tras las gafas-. Hace un momento.
– ¿Cuándo fue la última vez que usó el libro?
– Eso es lo más curioso -dijo la señorita De Vine, parpadeando otra vez-. Que no lo utilicé yo. Se lo llevó anoche la señorita Hillyard, y me lo ha devuelto la señora Goodwin esta mañana.
Teniendo en cuenta lo que había dicho la señorita Hillyard de la señora Goodwin, no le extrañó demasiado que la hubiera elegido a ella para que le hiciera los recados, pero en ciertas circunstancias la elección puede ser acertada.
– ¿Está segura de que ayer no estaba el papel?
– No lo creo. Consulté varias páginas y supongo que lo habría visto.
– ¿Se lo dio directamente a la señorita Hillyard?
– No. Lo dejé en su casillero antes del comedor.
– Es decir, que se lo podría haber llevado cualquiera.
– Pues sí.
Para desesperarse. Harriet se apoderó del papel y siguió su camino. Ya ni siquiera estaba claro a quién iba dirigida la amenaza, y mucho menos quién la enviaba. Recogió la carta de Peter y se dio cuenta de que ya había tomado una decisión. Había dicho que llamaría a la dirección de la empresa y eso haría. Si bien él no era técnicamente el director, sin duda era el cerebro. Pidió la conferencia. No sabía cuánto tardaría pero dejó instrucciones en la conserjería para que cuando la pusieran la buscaran y la encontraran a toda costa. Se sentía terriblemente agitada.
La siguiente noticia fue que había estallado una pelea espantosa entre la señorita Shaw y la señorita Stevens, que normalmente eran muy amigas. Tras enterarse de las peripecias de la noche anterior, la señorita Shaw había acusado a la señorita Stevens de haber asustado a la señorita Newland, que por eso había caído al río, y la señorita Stevens acusó a su vez a la señorita Shaw de haberse aprovechado de los sentimientos de la chica hasta el extremo de haberle provocado un ataque de nervios.
La siguiente alteración del orden corrió a cargo de la señorita Allison. Harriet ya lo había descubierto el trimestre anterior. La señorita Allison tenía la manía de contarle a todo el mundo lo que otros habían dicho de ellos. Candorosa, se le ocurrió contarle a la señora Goodwin las insinuaciones que había dejado caer la señorita Hillyard. La señora Goodwin se enfrentó a la señorita Hillyard, y hubo una escena sumamente desagradable, en la que la señorita Allison, la decana y la pobre señorita Chilperic, que tuvo que participar en la discusión por una desdichada casualidad, se pusieron de parte de la señora Goodwin y en contra de la señorita Pyke y la señorita Burrows, a quienes, aunque pensaban que los comentarios de la señorita Hillyard eran desafortunados, les molestaba que se pusiera en entredicho la soltería como tal. Este desagradable incidente tuvo lugar en el jardín de las profesoras.
Por último, la señorita Allison contribuyó a exacerbar los ánimos al contarle la historia con todo lujo de detalles a la señorita Barton, que fue toda indignada a decirles a la señorita Lydgate y a la señorita De Vine lo que pensaba de la psicología de la señorita Hillyard y la señorita Allison.
No resultó una mañana placentera.
Entre las casadas (o a punto de casarse) y las solteras, Harriet se sentía como el murciélago de Esopo entre las aves y las bestias, extraña consecuencia de que sus correrías se hubieran hecho públicas, pensó. La comida fue muy tensa. Al llegar al comedor, bastante tarde, vio que la mesa de autoridades se había dividido en bandos opuestos, con la señorita Hillyard en un extremo y la señora Goodwin en otro. Encontró una silla vacía entre la señorita De Vine y la señorita Stevens y se divirtió arrastrándolas, a ellas y a la señorita Allison, que estaba al otro lado de la señorita De Vine, a una conversación sobre moneda e inflación. Harriet no sabía nada sobre ese tema, pero naturalmente ellas sabían mucho, y su diplomacia tuvo recompensa. Empezaron a participar más personas en la conversación; la mesa presentaba un aspecto menos sombrío ante las alumnas allí reunidas, y la señorita Lydgate sonreía con satisfacción. Todo iba bien cuando una criada, inclinándose entre la señorita Allison y la señorita De Vine, murmuró un recado.
– ¿De Roma? -dijo la señorita De Vine-. ¿Quién será?
– ¿Que llaman de Roma? -dijo la señorita Allison con voz estridente-. Ah, supongo que uno de sus corresponsales. Debe de tener mejor posición económica que la mayoría de los historiadores.
– Creo que es para mí -dijo Harriet, y añadió, dirigiéndose a la criada-: ¿Está segura de que han dicho De Vine y no Vane?
La criada no estaba segura.
– Si la está esperando, será para usted -dijo la señorita De Vine.
La señorita Allison hizo un comentario mordaz sobre los escritores de fama internacional, y Harriet abandonó la mesa, ruborizándose terriblemente y enfadada consigo misma por ello.
Mientras se dirigía a la cabina pública del Queen Elizabeth, adonde habían derivado la conferencia, intentó preparar mentalmente lo que iba a decir. Unas breves palabras de disculpa; unas breves palabras más a modo de explicación y a continuación, pedir consejo: ¿en manos de quién debía ponerse el caso? Sin duda, no presentaba ninguna dificultad.
La voz de Roma hablaba muy bien en inglés. No creía que lord Peter Wimsey se encontrara en el hotel, pero se informaría. Una pausa, durante la cual Harriet oyó pasos yendo y viniendo al otro lado del continente. Después, de nuevo la voz, melosa y contrita.
– Su señoría se marchó de Roma hace tres días.
¡Ah! ¿Sabían con qué destino?
Iría a informarse. Otra pausa, y voces hablando en italiano. Después, la misma voz:
– Su señoría se dirigía a Varsovia.
– ¡Ah! Muchísimas gracias.
Y eso fue todo.
Ante la idea de llamar a la embajada británica en Varsovia, a Harriet le faltó valor. Colgó el auricular y volvió a subir. No parecía que hubiera ganado mucho adoptando una postura firme.
Viernes por la tarde. Las crisis siempre se producían durante el fin de semana, cuando no había correo. Si escribía entonces a Londres y contestaban a vuelta de correo, lo más probable era que no pudiera actuar hasta el lunes. Si escribía a Peter, podía haber servicio de correo aéreo, pero ¿y si no estaba en Varsovia? A lo mejor ya se había ido a Bucarest o a Berlín. ¿Podía llamar al Ministerio de Asuntos Exteriores y preguntar por su paradero? Porque si la carta le llegaba el fin de semana y él enviaba un telegrama, no perdería tanto tiempo. No estaba muy segura de ser capaz de tratar con Asuntos Exteriores. ¿Había alguien que pudiera hacerlo? ¿Y el honorable Freddy?
Tardó un poco en localizar al honorable Freddy Arbuthnot, pero finalmente dio con él, por teléfono, en unas oficinas de Throgmorton Street. Le resultó de enorme ayuda. El honorable Freddy no tenía ni idea de dónde estaba el bueno de Peter, pero daría todos los pasos necesarios para averiguarlo, y si Harriet quería enviarle una carta a su casa (a la de Freddy), él se encargaría de que se la remitieran a Peter a la mayor brevedad posible. Ninguna molestia. Encantado de poder ser útil.
Así que Harriet escribió la carta y la despachó inmediatamente, con el fin de que llegara a Londres con el primer reparto el sábado por la mañana. Era un breve resumen del caso y acababa de la siguiente manera:
¿Puedes decirme sí crees que podrían hacerse cargo las ayudantes de la señorita Climpson, y en su ausencia, quién es la persona más competente? Si no, ¿puedes recomendarme a alguien? Quizá debería ser un psicólogo, no un detective. Sé que cualquiera que recomiendes será de fiar. ¿Te importaría enviarme un telegrama en cuanto recibas esta nota? Te quedaría eternamente agradecida. Estamos todas muy nerviosas, y mucho me temo que pueda ocurrir algo grave si no hacemos frente a la situación rápidamente.
Esperaba que la última frase no revelara tan a las claras lo desesperada que estaba.
He llamado a tu hotel en Roma y me han dicho que te habías ido a Varsovia. Como no sé dónde podrías estar ahora, le he pedido al señor Arbuthnot que te remita esta carta por mediación del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Sonaba un poco a reproche, pero no podía evitarlo. Lo que realmente quería decir era: «Ojalá estuvieras aquí y me dijeras qué tengo que hacer», pero pensó que eso le haría sentirse incómodo, ya que, evidentemente, no podía estar allí. Sin embargo, no pasaría nada por preguntarle: «¿Cuándo crees que volverás a Inglaterra?». Y con esta frase terminó la carta y la envió.
– Y para colmo de males, viene ese hombre a cenar -dijo la decana.
«Ese hombre» era el doctor Noel Threep, persona muy respetable e importante, profesor de un distinguido college y miembro del consejo por el que se regía Shrewsbury. No era infrecuente recibir amigos y benefactores de este porte en el colegio, y por lo general en la mesa de autoridades se alegraban de su presencia, pero el momento no era precisamente el más favorable. Sin embargo, el compromiso se había contraído a principios del trimestre y era imposible aplazar la visita del doctor Threep. Harriet dijo que podía ser algo bueno, porque contribuiría a que profesoras y autoridades se distrajeran de sus problemas.
– Esperemos que así sea -dijo la decana-. Es un hombre muy agradable, y su conversación muy interesante. Es economista político.
– ¿Duro o blando?
– Duro, creo.
La pregunta no se refería a la tendencia política o económica del doctor Threep, sino a la pechera de sus camisas. Harriet y la decana habían empezado una colección de pecheras, la primera de las cuales era la del «novio» de la señorita Chilperic. Era extraordinariamente alto y delgado, y de pecho hundido; para resaltar este defecto, siempre llevaba camisa de etiqueta con jaretas, sin almidonar, que le hacía parecer (según la decana) una cáscara de melón. A modo de contraste, había un profesor de química, tan eminente como voluminoso, de otra universidad, que se había presentado con una pechera de extraordinaria rigidez que destacaba como la pechuga de una paloma, sobresaliendo sin control y dejando al descubierto una extensa zona de la camisa a ambos lados. Una tercera variedad de camisa bastante corriente entre los doctos era la que se escapaba del botón central y se abría por el medio. Un día absolutamente inolvidable llegó un famoso poeta a dar una conferencia sobre sus métodos de composición y el futuro de la poesía, y con cada gesticulación (y gesticulaba mucho) el chaleco pegaba un brinco y asomaba una franja de la camisa, adornada con una pequeña lengüeta, como un conejo, por encima de la cinturilla de los pantalones. En aquella ocasión Harriet y la decana hicieron todo un papelón.
El doctor Threep era un hombre corpulento, simpático y hablador que a primera vista no presentaba ninguna fisura que permitiera la crítica sartorial, pero no llevaba sentado a la mesa ni tres minutos cuando Harriet comprendió que estaba destinado a ser una de las piezas más destacadas de la colección. La pechera saltaba. Cuando se encorvaba sobre el plato, cuando se volvía para pasarle la mostaza a alguien, cuando se inclinaba cortésmente para oír lo que decía su vecina de mesa, la pechera de la camisa saltaba con un alegre estallido como cuando se abre una botella de refresco de jengibre. El estruendo del comedor parecía más fuerte de lo normal, de modo que los estallidos resultaban inaudibles más allá de unos cuantos asientos a la derecha y a la izquierda del doctor Threep, pero la rectora y la decana, sentadas a su lado, sí los oían, y Harriet, enfrente, también los oía y no se atrevía a mirar a la decana. El doctor Threep era demasiado fino, o quizá le diera demasiada vergüenza, para hacer alusión al asunto; siguió hablando impertérrito, elevando cada vez más la voz para hacerse oír por encima del barullo de las estudiantes. La rectora fruncía el entrecejo.
– … las excelentes relaciones entre los colleges femeninos y la universidad -dijo el doctor Threep-. De todos modos…
La rectora llamó a una criada, que fue inmediatamente a la mesa de las de los primeros cursos y después a las demás, con el recado de costumbre:
– Saludos de parte de la rectora, que les quedaría muy agradecida si hicieran menos ruido.
– Perdone, doctor Threep. No le he oído bien.
– De todos modos -repitió el doctor Threep, con un estallido y una inclinación de cabeza-, resulta curioso observar que perduran vestigios de los antiguos prejuicios. Ayer, sin ir más lejos, el vicerrector me enseñó una carta anónima de una vulgaridad extraordinaria que le habían enviado por la mañana…
El ruido del comedor iba apagándose poco a poco; era como la calma que precede a la tempestad.
– … con las acusaciones más absurdas, y curiosamente, contra el claustro de este college en concreto. Acusaciones de asesinato, ni más ni menos. El vicerrector…
Harriet se perdió las siguientes palabras; estaba observando cómo, mientras la voz del doctor Threep resonaba en el relativo silencio, todas las cabezas de la mesa se volvían bruscamente hacia él, como movidas por alambres.
– … pegadas sobre papel, algo muy ingenioso. Yo le dije: «Mi buen vicerrector, dudo que la policía pueda hacer gran cosa. Seguramente es obra de algún chiflado inofensivo». Pero ¿no es curioso que ideas tan absurdas existan y persistan a estas alturas?
– Sí, verdaderamente curioso -dijo la rectora sin apenas despegar los labios.
– De modo que desaconsejé la intervención de la policía… al menos de momento, pero le dije que le plantearía el asunto a usted, puesto que se mencionaba Shrewsbury. Naturalmente, respeto su opinión.
Las profesoras estaban como hechizadas, y en aquel momento, el doctor Threep, doblegándose a las decisiones de la rectora, estalló. Fue una explosión tan ruidosa y violenta que resonó de un extremo a otro de la mesa, y el bochorno minúsculo fue devorado por el mayúsculo. La señorita Chilperic prorrumpió de repente en carcajadas estruendosas, nerviosas.
Harriet nunca llegó a recordar con claridad cómo acabó la cena. El docto Threep, fue a tomar café con la rectora, y Harriet terminó en la habitación de la decana, entre la risa y la inquietud.
– Es realmente serio -dijo la señorita Martin.
Tremendo. «Le dije al vicerrector…»
– ¡Pum!
– No, en serio, ¿qué vamos a hacer?
– «Respeto su opinión».
– ¡Pum!
– No entiendo por qué hacen eso las camisas. ¿Y usted?
– No tengo ni idea. Y yo que tenía la intención de ser tan ingeniosa. Por fin hay un hombre entre nosotras, me dije. Voy a observar las reacciones de todo el mundo… ¡y pum!
– No sirve de nada observar las reacciones ante el doctor Threep -replicó la decana-. Todas están demasiado acostumbradas a él. Y además, tiene como media docena de hijos, pero va a ser muy embarazoso si el vicerrector…
– Mucho.
El sábado amaneció nublado y frío.
– Creo que va a haber tormenta -dijo la señorita Allison.
– Todavía es demasiado pronto para eso -objetó la señorita Hillyard.
– En absoluto -replicó la señora Goodwin-. Yo he visto muchas tormentas en mayo.
– Desde luego, se nota electricidad en la atmósfera -añadió la señorita Lydgate.
– Estoy de acuerdo con usted -dijo la señorita Barton.
Harriet había dormido mal. En realidad, se había pasado la mitad de la noche deambulando por el college, pendiente de alarmas imaginarias. Cuando al fin se acostó, tuvo un sueño muy pesado: intentaba tomar un tren con el continuo estorbo de un enorme equipaje que trataba de meter inútilmente en unas maletas indómitas y nebulosas. Por la mañana pasó grandes apuros con las pruebas del capítulo de la señorita Lydgate sobre Gerald Manley Hopkins, tan indómito como las maletas y casi igualmente nebuloso. A ratos, mientras desligaba el sistema rítmico característico de Gerald Manley Hopkins del sistema rival de escansión de la señorita Lydgate (que requería cinco alfabetos y una serie de signos taquigráficos), pensaba en si Freddy Arbuthnot habría logrado hacer lo que había prometido y si ella debía dejar las cosas como estaban o hacer algo más, y en tal caso, ¿qué? Por la tarde ya no pudo aguantar más y salió, bajo un cielo amenazante, a pasear por Oxford, a ser posible hasta agotarse. Echó a andar por High Street y se detuvo unos momentos ante el escaparate de una tienda de antigüedades, donde había un juego de ajedrez de marfil tallado que despertó en ella un afecto absurdo. Incluso jugueteó con la idea de entrar sin más a comprarlo, pero sabía que sería demasiado caro. Era chino, y cada pieza consistía en un nido de bolitas giratorias, delicadas como encaje. Sería agradable tenerlas entre los dedos, pero descabellado comprarlas. Ni siquiera jugaba bien al ajedrez y, además, no se podría jugar a gusto con piezas como aquellas. Venció la tentación y siguió andando. Había otra tienda llena de objetos de madera adornados con los escudos de los colegios: sujetalibros, plumas en forma de remo que parecían de difícil manejo, pitilleras, tinteros e incluso polveras. ¿Mejoraría el arreglo facial el hecho de que fueran testigos los leones del Oriel o los vencejos del Worcester? ¿Te recordaría durante el proceso de transformación que tu prometido se encontraba entre los ciervos del Jesus o que el piadoso pelícano del Corpus nutría a un hermano tuyo? Cruzó la calle para no pasar ante el Queen's (no le habría extrañado que el señor Pomfret saliera de repente, y prefería evitar un encuentro con él) y se dirigió hacia el otro extremo. Libros y grabados, fascinantes en la mayoría de los casos, pero no lo suficientemente apasionantes para retener su atención largo tiempo. Togas, vistosas pero demasiado académicas para su estado de ánimo Una farmacia. Una papelería con más baratijas universitarias, en esta ocasión de vidrio y cerámica. Una tienda de artículos de fumador, con más escudos de armas en ceniceros y latas de tabaco. Una joyería, con escudos de colegios en cucharas, broches y servilleteros. Empezó a aburrirse de tanto escudo y torció por una calle lateral hasta Merton Street. Si en algún sitio podía haber paz, sería en aquel callejón inalterado y adoquinado; pero la paz se lleva dentro, no se encuentra en las calles, por antiguas y hermosas que sean. Entró a Merton Grove por la verja de hierro, atravesó el Dead Man's Walk, siguió por el Broad Walk de Christ Church y dobló por el sendero en el que el New Cut se topa con el Isis. Y allí se quedó horrorizada cuando una voz muy conocida la llamó. Por intervención especial de todas las potencias del mal, allí estaba la señorita Schuster-Slatt, cuya presencia en Oxford Harriet había olvidado felizmente hasta entonces, escoltando a un grupo de norteamericanos deseosos de información. La señorita Vane era la persona más indicada para contárselo todo. ¿Sabía a qué college pertenecía cada barcaza? Esas cabecitas azules y doradas tan monas, ¿eran grifos o fénix, y había tres como símbolo de Trinity College o era simple coincidencia? Y aquello, ¿eran los lirios de Magdalen? En tal caso, ¿por qué estaba pintada la W en toda la barcaza y qué significaba? ¿Por qué tenía el escudo del Pembroke la rosa inglesa y el cardo escocés? Las rosas de New College, ¿también eran inglesas? ¿Por qué se llamaba «New» cuando era tan antiguo y por qué no podía decirse simplemente «New» sino «New College»? ¡Ah, mira, Sadie! ¿Eso que vuela son gansos? ¿Cisnes? ¡Qué interesante! ¿Había muchos cisnes en el río? ¿Era verdad que todos los cisnes de Inglaterra eran propiedad del rey? ¿Era un cisne lo que había en aquella barca? Ah, un águila. ¿Por qué unas barcazas tenían mascarón de proa y otras no? ¿Celebraban fiestas los chicos en las barcazas? ¿Podía explicar la señorita Vane esas carreras a topetazos?, porque con la descripción de Sadie nadie la había entendido. ¿Era aquella la barcaza de la universidad? Ah, la barca del University College. ¿Era el University College donde se daban todas las clases?
Y así sucesivamente, por todo el sendero, por el largo paseo arriba hasta llegar a los edificios Meadow y dar una vuelta por Christ Church, desde el comedor hasta la cocina, desde la catedral hasta la biblioteca, desde el estanque de Mercurio hasta la campana Great Tom, mientras el cielo iba encapotándose por momentos y la atmósfera se hacía más opresiva, hasta que Harriet, que había empezado el paseo con la sensación de tener el cráneo como lleno de lana, acabó con un dolor de cabeza enloquecedor.
La tormenta aguantó hasta después de la cena, salvo algunas amenazas gruñonas de truenos. A las diez en punto recorrió el cielo el primer relámpago, como un reflector, recortando en azul violáceo tejados y copas de árboles contra la oscuridad, y a continuación un trueno hizo temblar las paredes. Harriet abrió la ventana de par en par y se asomó. Había un olor dulce a lluvia inminente. Otro estrepitoso destello; una ráfaga de viento y a continuación el impetuoso susurro del torrente de agua, el gorgoteo de las alcantarillas desbordadas y por último, la tranquilidad.