Unos dicen que es la juventud tu falta,
otros que la licencia.
Unos dicen que es la juventud tu gracia,
y el gentil galanteo.
Unos y otros gracia y faltas aman,
pues tus faltas en gracias mudas.
WILLIAM SHAKESPEARE
A primera vista podría parecer que, en un acontecimiento presenciado por tantas personas y que había durado casi una hora (es decir, contando desde la primera alarma en el Tudor hasta la reinstalación del último fusible), resultaría fácil encontrar coartada para todas las personas inocentes. No fue así en la práctica, debido sobre todo a que los seres humanos se niegan tercamente a quedarse donde los ponen. Fue precisamente el exceso de testigos lo que creó la dificultad, porque parecía muy probable que la culpable se hubiera mezclado con la multitud una y otra vez al amparo de la oscuridad. Pudieron establecerse algunas coartadas sin dejar lugar a dudas: Harriet y la decana estaban juntas cuando se apagaron las luces en el ángulo noreste del patio nuevo; la rectora no había abandonado su casa hasta después de que empezara el alboroto, como podía atestiguar su personal de servicio; de los dos conserjes podían responder sus respectivas esposas, y en realidad jamás se había sospechado de ellos, puesto que se habían producido incidentes en anteriores ocasiones mientras se encontraban en sus puesto, y también la enfermera y su ayudante habían estado juntas todo el tiempo. La señorita Hudson, la alumna a la que se había considerado una «posible», estaba en una reunión tomando café cuando comenzaron los problemas y quedaba libre de sospecha; para gran alivio de Harriet, la señorita Lydgate también estaba en el Queen Elizabeth, disfrutando de la hospitalidad de una fiesta de las de tercer curso y acababa de levantarse para despedirse, comentando que se le había hecho más tarde de lo habitual, cuando se apagaron las luces. Quedó atrapada entre la muchedumbre y, en cuanto pudo liberarse, fue precipitadamente a su habitación a rescatar las pruebas.
Otros miembros del claustro se encontraban en una posición menos afortunada. El caso de la señorita Barton era interesante y misterioso. Según contó ella misma, estaba trabajando cuando arrancaron los fusibles del Tudor. Tras intentar encender el interruptor de la pared, miró por la ventana, vio una figura que corría por el patio y salió inmediatamente tras ella. La figura la esquivó en dos ocasiones al rodear el Burleigh, y de repente se abalanzó sobre ella por detrás; la lanzó contra la pared «con una fuerza extraordinaria» y le tiró la linterna que llevaba en la mano. Sin darle tiempo a recobrarse, quien la había atacado apagó las luces del Burleigh y desapareció. La señorita Barton no pudo dar una descripción de la persona en cuestión, salvo que llevaba «algo oscuro» y que corría muy deprisa. No le había visto la cara. La única prueba de esta historia era que, efectivamente, la señorita Barton presentaba una gran magullara en un lado de la cara, que según ella, se había hecho cuando la lanzaron contra una esquina del edificio. Se quedó tumbada unos momentos tras recibir el golpe, y mientras tanto la algarabía había llegado al patio nuevo. Efectivamente, allí se la había visto unos segundos con un par de alumnas. Después corrió a buscar a la decana, encontró su habitación vacía, volvió a salir a todo correr y se quedó con Harriet y las demás en la escalera oeste.
La historia de la señorita Chilperic era igualmente difícil de probar. Cuando en el Tudor se oyó el grito de «¡Ahí va!», ella fue una de las primeras en salir corriendo, pero, al no tener linterna y estar demasiado excitada para darse cuenta de por dónde iba, tropezó, se cayó por las escaleras de la terraza y se torció ligeramente un pie. Por eso se había retrasado en llegar al lugar de los hechos. Estaba entre la multitud del Queen Elizabeth, que la arrastró por el pórtico y entró directamente en los edificios del patio nuevo. Creyó oír pasos a su derecha, y había empezado a seguirlos cuando se apagaron las luces y, como no conocía bien el edificio, dio vueltas, confusa, hasta que al fin encontró la salida al patio. Al parecer, nadie recordaba haber visto a la señorita Chilperic después de que hubiera abandonado el Tudor; era esa clase de persona.
La tesorera se había quedado trabajando en la contabilidad del trimestre. Las luces de su edificio fueron las últimas en apagarse, y sus ventanas daban a la carretera y no al patio, de modo que no se enteró de nada hasta que el incidente ya estaba muy avanzado. Cuando la envolvió la oscuridad, fue a las habitaciones de la administradora (o eso dijo), que estaban enfrente, ya que las piezas de repuesto para la electricidad estaban allí. La administradora no estaba ni en su dormitorio ni en su despacho, pero cuando la señorita Allison salía de donde la había estado buscando, ella apareció en el sitio donde estaban los fusibles, salió a su vez y anunció que el cajetín había desaparecido. Entonces la tesorera y la administradora habían ido al patio y se habían mezclado con las demás.
La explicación que dio la señorita Pyke de sus movimientos era la más increíble. Vivía una planta más arriba que la tesorera y estaba trabajando en un artículo para los anales de una sociedad académica. Cuando se fue la luz dijo: «¡Vaya, hombre!», encendió un par de velas de las que guardaba para tales situaciones de emergencia y siguió trabajando tranquilamente.
La señorita Burrows afirmaba que estaba bañándose cuando fallaron las luces del edificio Burleigh y que, por una extraordinaria coincidencia, al salir precipitadamente de la bañera se dio cuenta de que se había dejado la toalla en el dormitorio. Como no tenía cuarto de baño propio, se vio obligada a ir a tientas por el pasillo, con la bata pegada al cuerpo chorreante, hasta su dormitorio, donde se secó y se vistió en medio de la oscuridad. Tardó un rato sorprendentemente largo y cuando se reunió con el resto del grupo, ya había acabado la diversión. Ninguna prueba, salvo la innegable presencia de agua jabonosa en un cuarto de baño de la planta en la que vivía.
Las habitaciones de la señorita Shaw estaban encima de las de la administradora, y su dormitorio daba a Saint Cross Road. Se acostó y se quedó dormida enseguida, porque estaba muy cansada, y no se enteró de nada hasta que todo hubo acabado. Lo mismo contó la señora Goodwin, que había regresado al college aquel mismo día, agotada tras ejercer de enfermera. Con respecto a la señorita Hillyard y la señorita De Vine, que vivían encima de la señorita Lydgate, no se les había apagado la luz y, como sus ventanas daban a la carretera, no se habían enterado de nada y atribuyeron un leve ruido en el patio al natural deseo de fastidiar de las alumnas.
Hasta después de que Padgett llevara unos cinco minutos esperando en vano junto a la ratonera, Harriet no hizo lo que debería haber hecho antes: un recuento completo del claustro. Las encontró en los sitios en los que, según lo que contaron posteriormente sobre sus movimientos, deberían haber estado, pero reunirlas a todas en una habitación con luz y mantenerlas allí no resultó tarea fácil. Localizó a la señorita Lydgate en su habitación y fue a buscar a las demás; les pidió que fueran a la habitación de la señorita Lydgate y que se quedaran allí. Entretanto llegó la rectora, que habló con las alumnas y les rogó que se quedaran tranquilamente donde estaban. Por desgracia, justo cuando se pensaba que podía comprobarse el paradero de todo el mundo, apareció una persona demasiado curiosa que se separó del resto del grupo y se puso a dar vueltas por el patio viejo anunciando con voz entrecortada lo que había pasado en el comedor. De inmediato volvió el caos. Las profesoras que iban mansamente como corderitos al redil perdieron la cabeza y se precipitaron hacia la oscuridad con las alumnas. La señorita Burrows gritó: «¡La biblioteca!», Y salió disparada, mientras que la administradora, gritando angustiada por las pertenencias del colegio, corrió tras ella. La decana ordenó: «¡Deténganlas!», y aplicándose la orden, la señorita Pyke y la señorita Hillyard salieron a toda prisa y desaparecieron. En medio de la confusión, todo el mundo se perdió como unas veinte veces, y cuando se volvieron a instalar los fusibles y por fin se reunió todo el grupo y se contaron sus integrantes, ya se había perpetrado el desaguisado.
Resulta sorprendente lo mucho que se puede hacer en pocos minutos. Harriet conjeturó que probablemente fuera el comedor el primero en sufrir los destrozos, al encontrarse en un ala independiente, donde los ruidos no habrían llamado demasiado la atención; todo lo ocurrido podría haberse hecho en un par de minutos. Desde que se extinguieron las primeras luces en el Tudor hasta las últimas en el patio nuevo transcurrieron menos de diez minutos. La tercera parte del incidente, la más larga, cuando se produjeron los destrozos en las habitaciones de los edificios a oscuras, había durado entre quince y treinta minutos.
La rectora pronunció un discurso ante todo el college después dé la capilla: volvió a pedir discreción encarecidamente, rogó a la culpable que se diese a conocer y prometió que se tomarían todas las medidas posibles para identificarla en caso de que no confesara.
– No tengo intención de imponer restricción ni castigo algunos sobre el college en conjunto por los actos de una sola persona irresponsable -dijo la doctora Baring-. Ruego a cualquiera que tenga alguna sugerencia o que pueda presentar alguna prueba respecto a la identidad de esta estúpida bromista que venga a vernos a la decana o a mí y nos lo comunique con absoluta confidencialidad.
Añadió unas palabras sobre la solidaridad del college y salió con gesto grave, con la toga revoloteando a su espalda.
Los cristaleros ya estaban reparando los cristales de las ventanas afectadas. En el comedor, la administradora colocaba tarjetas nuevas en lugar de los retratos cuyo cristal estaba roto: «Retrato de la señorita Matheson. Directora, 1899-1912. Retirado para limpieza». Estaban barriendo el patio viejo para deshacerse de las piezas de vajilla destrozada. El college estaba empeñado en presentar un rostro sereno al mundo.
El descubrimiento de un escrito consistente en «¡JA! ¡JA!» y un epíteto grosero pegado en el espejo de la sala del profesorado poco antes del almuerzo no contribuyó a levantar los ánimos. Al parecer, la sala había estado vacía desde las nueve de la mañana. Al entrar a la hora del almuerzo con las tazas de café, la doncella fue la primera en verlo, y ya se había secado por completo. La administradora, que había echado en falta su bote de pegamento tras los acontecimientos de la noche anterior, lo encontró perfectamente colocado en el centro de la repisa de la chimenea.
El ambiente en el claustro tras este suceso sufrió un sutil cambio. Se afilaron las lenguas; empezó a desgastarse el barniz de imparcialidad y a notarse la desazón de la sospecha; solo la señorita Lydgate y la decana, al haber probado su inocencia, permanecieron impasibles.
– Parece que la suerte se le vuelve en contra otra vez, señorita Barton -observó la señorita Pyke con mordacidad-. Tanto en el asunto de la biblioteca como en este último incidente, usted fue la primera en llegar, pero por desgracia algo le impidió atrapar a la culpable.
– Sí, es lamentable -replicó la señorita Barton-. Si la próxima vez también se llevan mi toga, el sabueso del colegio empezará a oler a gato encerrado.
– Señora Goodwin, debe de resultarle muy duro volver aquí, con tantos disgustos como hemos tenido, precisamente cuando necesitaba descansar -dijo la señorita Hillyard-. Espero que su hijito esté mejor. Es una verdadera lástima, porque durante todo el tiempo que ha estado fuera no se ha producido ni un solo incidente.
– Sí, un verdadero fastidio -replicó la señora Goodwin-. La Pobre desgraciada que hace estas cosas debe de ser una demente. Por supuesto, este tipo de problemas suelen producirse en comunidades célibes o prácticamente célibes. Supongo que es una especie de compensación, a falta de otras emociones.
– Por supuesto, el gran error consistió en no permanecer todas juntas -dijo la señorita Burrows-. Como es natural, yo quería comprobar si había ocurrido algo en la biblioteca… pero si no hubieran salido tantas personas disparadas detrás de mí…
– Lo que a mí me preocupaba era el comedor -intervino la administradora.
– Ah, pero ¿llegó al comedor? Yo la perdí de vista en el patio.
– Esa era precisamente la catástrofe que intentaba evitar cuando salí detrás de usted -dijo la señorita Hillyard-. Le grité que se detuviera. Tuvo que oírme.
– Había demasiado ruido para oír nada -replicó la señorita Stevens.
– Yo fui a la habitación de la señorita Lydgate en cuanto pude vestirme, al comprender que todo el mundo debía de estar allí -dijo la señorita Shaw-. Pero es que no había nadie. Pensé que me había equivocado e intenté buscar a la señorita Vane, pero era como si se la hubiese tragado la tierra.
– Pues debió de tardar usted una eternidad en vestirse -replicó la señorita Burrows-. Cualquiera podría haber dado tres vueltas al colegio en el tiempo que tarda usted en ponerse las medias.
– Pues al parecer alguien lo hizo -dijo la señorita Shaw.
– Están empezando a ponerse rebeldes -dijo Harriet a la decana.
– ¿Y qué se puede esperar de esas majaderas? Si anoche se hubieran quedado quietecitas donde estaban, podríamos haber solucionado el problema. No es culpa de usted. No podía estar en todas partes a la vez. ¿Se puede pedir disciplina a las alumnas cuando un montón de profesoras de mediana edad actúan como una bandada de gallinas en una situación de crisis? ¿Quién es ese que mantiene una conversación a voces con alguien de una ventana del último piso? Ah, creo que el novio de Baker. Bueno, supongo que hay que observar la disciplina. ¿Puede darme el teléfono de la casa? Gracias. No sé cómo vamos a evitar que este último acontecimiento… ¡Ah, Martha! Salude a la señorita Baker de parte de la decana, por favor, y dígale que tenga la amabilidad de recordar la norma sobre las visitas matutinas… Y las alumnas están muy enfadadas porque alguien está destruyendo sus objetos personales. Creo que incluso están preparando una reunión, y es injusto para las pobres criaturas consentir que sospechen unas de otras, pero ¿qué podemos hacer? ¡Gracias a Dios, es la última semana del trimestre! No estaremos cometiendo un error espantoso, ¿verdad? Tiene que ser una de nosotras, no una alumna o una criada.
– Parece que hemos eliminado a las alumnas… a menos que se trate de una conspiración de dos de ellas. Podría ser. Hudson y Cattermole. Pero con respecto a las criadas… Supongo que ya puedo enseñarle esto. ¿Podría citar a Virgilio una de las criadas?
– No -contestó la decana mientras examinaba el pasaje de las arpías-. No, no parece muy probable. ¡Ay, Dios mío!
La respuesta a la carta de Harriet llegó a vuelta de correo.
Mi querida Harriet:
Eres sumamente amable al tomarte tantas molestias por mi descortés sobrino. Mucho me temo que el incidente te haya dado una impresión pésima de los dos.
Le tengo mucho cariño al muchacho y, como tú dices, es simpático, pero se deja arrastrar fácilmente y, en mi opinión, mi hermano no lo maneja como es debido. Teniendo en cuenta sus expectativas, a Gerald le restringen demasiado el dinero, y naturalmente, él piensa que tiene derecho a cualquier cosa sobre la que pueda poner las manos encima. Sin embargo, tiene que aprender a distinguir entre la indolencia y la falta de honradez. Yo me he ofrecido a aumentar su asignación, pero en su casa no ha sido bien recibida mi propuesta. Sé que sus padres piensan que les estoy robando su confianza, pero si yo me negara a ayudarlo, el muchacho recurriría a otra persona y se metería en problemas aún mayores. Aunque no me gusta la situación de «Tu amigo es Codlin, no Short» en la que me han puesto, pienso que es mejor que acuda a mí que a un extraño. Yo lo llamo orgullo de familia; podría ser simple vanidad, pero sé que es tribulación del espíritu.
Te aseguro que, hasta la fecha, siempre que le he confiado algo a Gerald jamás me ha defraudado. Se aviene a ciertos lemas, pero no se aviene a una disciplina en la que se alternen indulgencia y severidad. Francamente, no sé quién lo haría.
Te pido excusas una vez más por molestarte con nuestros asuntos familiares. ¿Qué demonios estás haciendo en Oxford? ¿Te has retirado del mundo para dedicarte a la vida contemplativa? Ahora no intentaré disuadirte, pero trataré el asunto contigo, como de costumbre, el 1 del próximo abril.
Afectuosamente y con toda gratitud,
P.D.B.W.
Olvidaba decirte una cosa: gracias por contarme lo del accidente y por tranquilizarme sobre las consecuencias. No tenía ninguna noticia al respecto… Como dice James Forsyte: «A mí nadie me cuenta nada». Le escribiré unas amables líneas.
– ¡Pobrecito Peter! -dijo Harriet.
Esa frase probablemente merece ser incluida en la antología de los grandes acontecimientos.
Cuando Harriet fue a visitar a lord Saint-George para despedirse de él, lo encontró mucho mejor de aspecto, pero con expresión angustiada. Con un montón de papeles esparcidos por la cama, daba la impresión de estar intentando enfrentarse a sus asuntos y conseguir únicamente complicarse aún más la vida. Se animó considerablemente al ver a Harriet.
– ¡Vaya! Es usted precisamente la persona que me hacía falta. Yo no tengo cabeza para estas cosas, y estas espantosas facturas se me caen todo el rato de la cama. Soy capaz de escribir mi nombre bastante bien, pero con lo demás me despisto. Estoy seguro de que les he pagado a esas bestias por partida doble.
– Vamos a ver si puedo ayudarle.
– Esperaba que me lo dijera. Me encanta sentirme un poco mimado. No entiendo cómo se pueden ir acumulando las cosas de esta manera. Es que en estos sitios te estafan, pero algo tienes que comer, ¿no?, y ser socio de algunos clubes y jugar a algo. Desde luego, el polo sale un poco caro, pero eso prácticamente se ha acabado. No, en serio, no es nada. Por supuesto, el problema fue ir por ahí con esa pandilla en las vacaciones. Madre se cree que son estupendos porque son solteros de oro, pero la verdad es que son gente de mucho cuidado. No daría crédito si acabaran en la cárcel, y con ellos su niñito del alma. La penosa degeneración de la aristocracia rural y esas cosas. Solemne reprimenda del docto juez. Es que me atrasé un poquito con las cosas en Año Nuevo y no he vuelto a ponerme al día. Me da la impresión de que el tío Peter va a llevarse un pequeño susto. Por cierto; ha escrito. Esto le pega más.
Le lanzó la carta.
Querido Jerry:
De todas las desazones que pudieran haber amargado la vida de los sufridos parientes, tú eres con mucho la peor. Deja en paz ese maldito Alfa antes de que te mates, por lo que más quieras; por extraño que parezca, aún conservo ciertos vestigios de afecto por ti. Espero que te quiten el carnet de conducir de por vida, y también espero que te encuentres fatal. Probablemente sea así. Deja de preocuparte por el dinero.
Voy a escribirle a la señorita Vane para agradecerle su amabilidad contigo. Es una persona cuya buena opinión tengo en muy alta estima, de modo que sé compasivo con mis sentimientos, como hombre y como tío.
Bunter acaba de encontrar tres hebras de plata entre el oro, y está verdaderamente apesadumbrado. Me ruega que te presente sus respetuosas condolencias, y aconseja un masaje del cuero cabelludo (para mí, quiero decir).
Cuando puedas, envía unas líneas para informar de tu evolución a tu pesaroso y cada día más decrépito tío.
P. W.
– Recogerá toda una cosecha de hebras de plata cuando se dé cuenta de que no he pagado el seguro -dijo el vizconde con crueldad, mientras recogía la carta.
– ¿Cómo?
– Afortunadamente no hay ningún otro afectado, y la policía no estaba en el lugar de los hechos, pero supongo que recibiré noticias de Correos por el puñetero poste de telégrafos. Si tengo que presentarme ante los jueces y se entera el jefe, se enfadará. Va a costar un poco arreglar el coche. Yo tiraría ese maldito trasto, pero es que papá me lo regaló en uno de sus arrebatos de generosidad. Y por supuesto, prácticamente lo primero que me preguntó cuando salí de debajo del coche fue si el seguro estaba en orden, y como yo no me encontraba en condiciones de discutir, le dije que sí. Con tal de que no aparezca en la prensa lo del seguro, todo bien… solo que la reparación va a ser un buen pellizco en el total de la factura del tío Peter.
– ¿Y es justo que él tenga que pagar por eso?
– Totalmente injusto -repuso lord Saint-George alegremente-. El jefe tendría que pagar el seguro. Es como el viejo de las Termópilas: nunca hace nada como es debido. Si a eso vamos, no es justo que el tío Peter pague por todos los caballos que se caen cuando uno apuesta por ellos, ni por todas las asquerosas cazafortunas con las que uno tiene que cargar… Tendré que agruparlo bajo el epígrafe de «Varios». Y él dirá: «¡Ah, claro! Sellos de correos, llamadas telefónicas y recaderos». Y entonces yo perderé la cabeza y diré: «Bueno, tío…». Detesto esas frases que empiezan con «Bueno, tío». Me da la impresión de que se repiten una y otra vez y no llevan a ninguna parte.
– No creo que le pida detalles si usted no se los da. ¡Ya está! He ordenado todas estas facturas. ¿Quiere que le escriba los cheques y usted los firma?
– Si no le importa… No, no preguntará nada. Se quedará tranquilamente, con expresión inocente, hasta que yo se lo cuente. Supongo que es así como sonsaca a los delincuentes. No es un rasgo demasiado agradable. ¿Tiene esa nota de Levy? Eso es lo principal. Y hay una carta de un tipo llamado Cartwright, bastante importante. Me prestó algo en un par de ocasiones. ¿A cuánto dice que asciende?… ¡Tonterías! No puede ser tanto… Vamos a ver… Bueno, supongo que tiene razón…, y Archie Campbell… es mi corredor de apuestas… ¡Dios! ¡Qué gentuza! No deberían soltar a esas pobres bestias. ¿Y estos asuntillos sueltos? Se las arregla usted maravillosamente con estas cosas. ¿Lo sumamos todo y vemos qué pasa? Si me desmayo, pulse el timbre y vendrá la enfermera.
– No se me da bien la aritmética. Será mejor que lo compruebe. Parece increíble, pero no consigo que me salga menos.
– Vamos a añadir… digamos ciento cincuenta por la reparación del coche, y ya veremos. Pero ¿qué demonios tenemos aquí?
– «El retrato de un tonto de remate» -repuso Harriet sin poder contenerse.
– Un tipo increíble, ese Shakespeare. Siempre con la palabra adecuada para cada ocasión. Sí, desde luego; esto tiene el aspecto de «Bueno, tío». Claro, me dan la asignación trimestral a finales de mes, pero están las vacaciones y el trimestre siguiente. Y, por supuesto, tendré que ir a casa y ser buen chico; no puedo seguir así. El jefe me dio más o menos a entender que yo tendría que pagar al médico, pero no me di por aludido. Mi madre culpa de todo al tío Peter.
– ¿Y por qué demonios?
– Por darme mal ejemplo conduciendo a lo loco. Es un poco bruto, pero claro, nunca tiene tan mala suerte como yo.
– ¿Podría ser mejor conductor?
– Eso es un poco cruel, mi querida Harriet. ¿Te importa que te llame Harriet?
– Pues sí, bastante.
– Pero es que no puedo seguir llamando «señorita Vane» a una persona que conoce todos mis espantosos secretos. Quizá sería mejor que me acostumbrase a decir «tía Harriet»… ¿Eso qué tiene de malo? No puedes negarte a ser mi tía adoptiva. Mi tía Mary se ha vuelto de lo más hogareño y no puede dedicarme tiempo, y las hermanas de mi madre son la personificación de las arpías. Soy un incomprendido y huérfano de tías a todos los efectos prácticos.
– No te mereces tener ni tíos ni tías, en vista de cómo los tratas. ¿Tienes intención de terminar con estos cheques hoy mismo? Porque si no, tengo otras cosas que hacer.
– Muy bien, sigamos desnudando a un santo para vestir a otro. Ejerces una influencia estupenda sobre mí. Dedicación absoluta al deber. Si me apretaras las clavijas, al final podría resultar que no soy tan mal chico.
– Firma, por favor.
– Pero no pareces muy dispuesta. ¡Pobre tío Peter!
– El tío Peter será pobre cuando hayas acabado con esto.
– A eso me refiero. Cincuenta y tres, diecinueve, cuatro… Hay que ver cómo se fuma la gente tus cigarrillos, y estoy seguro de que mi criado pilla la mitad. Veintiséis, doce, ocho. Diecinueve, siete, dos. Cien libras vistas y no vistas. Treinta y una, catorce. Doce, nueve, seis. Cinco, quince, tres. ¿Qué es eso que cuentan sobre fantasmas campando por sus respetos en Shrewsbury?
Harriet dio un respingo.
– ¡Maldita sea! ¿Cuál de esas fierecillas te lo ha contado?
– A mí no me lo ha contado nadie. No les doy alas a las estudiantes. Buenas chicas seguro que son, pero un poco asquerositas. Hay un chaval de mi misma escalera que hoy me ha contado algo… Vaya; se me olvidaba que me ha dicho que no dijera nada. ¿Qué pasa? ¿Y a qué viene tanto secreto?
– ¡Por Dios, y eso que les hemos pedido que no digan nada! No piensan en lo mucho que perjudican estas cosas al college.
– Pero no es más que una broma, ¿no?
– Me temo que es algo más que eso. Vamos a ver, si te explico el porqué de tanto secreto, ¿prometes no contarlo?
– Bueno, ya sabes que me voy un poco de la lengua -replicó lord Saint-George con franqueza-. No soy muy de fiar.
– Tu tío dice que sí lo eres.
– ¿El tío Peter? ¡Dios santo! Se ha vuelto loco o algo así. Qué lástima, ese cerebro tan brillante destrozado. Claro, ya no es tan joven… Pareces muy seria.
– Es terrible, de verdad. Pensamos que el problema lo está causando alguien que no está bien de la cabeza. No una alumna… pero, por supuesto, no se lo podemos decir a ellas, sobre todo porque no sabemos quién es.
El vizconde la miró sin dar crédito.
– ¡Dios del cielo! ¡Debe de ser espantoso para ti! Entiendo lo que quieres decir, que una cosa así no debe andar de boca en boca. Bueno, yo no pienso decir ni media palabra… de verdad que no. Y si alguien lo menciona, adoptaré una expresión reconcentrada de falta de interés. ¿Sabes una cosa? A lo mejor he visto a tu fantasma.
– ¿La conoces?
– Sí. Al menos, conocí a alguien que no parecía real. Me asustó un poco. Eres la primera persona a la que se lo cuento.
– ¿Cuándo fue? Cuéntamelo.
– A finales del trimestre pasado. Yo estaba fatal de dinero e hice una apuesta con alguien a que entraba en Shrewsbury y… -Guardó silencio y miró con aquella sonrisa que le era tan asombrosamente propia y ajena-. ¿Qué sabes de eso?
– Si te refieres a la parte del muro junto a la puerta privada, le van a poner pinchos. De los giratorios.
– Ah, se sabe todo. Bueno, no era la mejor noche, francamente, con luna llena y demás, pero parecía la última oportunidad de llevarme esas diez libras, así que me metí allí, en el trocito de jardín que hay.
– El jardín de las profesoras. Ya.
– Ya. Sí, bueno, yo iba a largarme cuando alguien salió de detrás de un arbusto y me agarró. Estuvo a punto de salírseme el corazón por la boca, y yo lo único que quería era salir por piernas.
– ¿Cómo era aquella persona?
– Iba de negro y llevaba algo también negro alrededor de la cabeza. Solo pude verle los ojos, y eran espeluznantes. Así que dije: «¡Ay, Dios!», y ella dijo: «¿A cuál de ellas quieres?», con una voz repugnante, como pegamento. En fin, no resultó agradable, y desde luego, no lo que yo me esperaba. No digo que sea buen chico, pero en aquel momento no eran esas mis intenciones. Así que le dije: «No quiero nada de eso. Simplemente había hecho una apuesta a que no me pifiarían, y como me han pillado, me marcho y usted perdone». Y ella dijo: «Sí, márchate. Asesinamos a los chicos guapos como tú, les arrancamos el corazón y nos lo comemos». Y yo: «¡Dios santo! ¡Qué repulsivo!». No me hizo ninguna gracia.
– ¿Te lo estás inventando?
– De verdad que no. Después dijo: «El otro también era rubio». Y yo: «No me diga, ¿en serio?». Y ella dijo algo, no recuerdo qué… Me dio la impresión de que tenía una expresión como hambrienta, no sé si me entiendes… y bueno, resultaba muy incómodo, así que dije: «Perdone, pero será mejor que me vaya», y me solté (esa mujer tenía una fuerza extraordinaria en las muñecas) y subí el muro de un tirón.
Harriet lo miró, pero él parecía completamente serio.
– ¿Qué estatura tenía?
– Yo diría que como tú, o un poco más baja. De verdad, estaba tan asustado que no pude fijarme en demasiados detalles. No creo que la reconociera si volviera a verla. No me dio la impresión de que fuera una jovencita, y prácticamente no puedo decirte nada más.
– ¿Y dices que has guardado silencio, que no le has contado a nadie esta historia tan extraordinaria?
– Sí. No me pega nada, ¿verdad?, pero es que había algo extraño… no sé. Si se lo hubiera contado a cualquiera de los muchachos, se habrían partido de la risa, y no tiene nada de divertido. Por eso no dije nada. Además, no me parecía bien.
– Me alegro de que no quisieras que se rieran.
– No. El chico tiene buenos sentimientos. Y no hay nada más. Veinticinco, once, nueve… ese maldito coche se traga el aceite y la gasolina, como todas las máquinas grandes. Lo del seguro va a ser muy delicado. Querida tía Harriet, por favor, ¿tengo que seguir con esto? Me deprime.
– Puedes dejarlo hasta que yo me marche y entonces escribir todos los cheques y los sobres tú mismo.
– Negrera. Me voy a echar a llorar.
– Te daré un pañuelo.
– Eres la mujer menos femenina que he conocido en mi vida. El tío Peter cuenta con todas mis simpatías. ¡Mira esto! Sesenta y nueve, quince… cuenta rendida… No sé de qué iba.
Harriet no replicó; se limitó a extender cheques.
– Y no parece que haya mucho en Blackwell's. Una insignificancia de seis con doce.
– «Una pizca de pan para esta intolerable cantidad de jerez».
– Esa manía de las citas, ¿se te ha pegado del tío Peter?
– No pongas más cargas sobre los hombros de tu tío.
– ¿Tienes que restregármelo por las narices? Casi no hay nada de la bodega. Lo de beber mucho se está pasando de moda. ¿No es estupendo? Naturalmente, el jefe tiene el detalle de regalar un par de botellas de vez en cuando. ¿Te gustó el Niersteiner del otro día? Detalle del tío Peter. ¿Cuántas cosillas más de este tipo quedan?
– Unas cuantas.
– ¡Huy! ¡Cómo me duele el brazo!
– Si estás demasiado cansado…
– No, no. Puedo arreglármelas.
Harriet dijo al cabo de media hora:
– Ya está todo.
– ¡Gracias a Dios! Ahora dime cosas bonitas.
– No; tengo que marcharme. De camino echaré al correo estas cartas.
– Pero ¿te vas? ¿Así, sin más?
– Sí, me voy a Londres.
– Qué envidia. ¿Vendrás el próximo trimestre?
– No lo sé.
– ¡Vaya por Dios! Bueno, dame un beso de despedida.
Como no se le ocurrió ninguna forma de negarse que no provocara un comentario capaz de atacarla de los nervios, Harriet accedió reposadamente. Estaba a punto de marcharse cuando apareció la enfermera para anunciar otra visita. Era una joven, vestida con la máxima estupidez que dictaba la moda del momento, sombrero ladeado, como borracho, y uñas pintadas de morado brillante, que se acercó exclamando con tono compasivo:
– ¡Ay, Jerry, cielo! ¡Es absolutamente terrible!
– ¡Por Dios, Gillian! -dijo el vizconde sin demasiado entusiasmo-. ¿Cómo te has…?
– ¡Pobrecito! No pareces muy contento de verme.
Harriet huyó y se encontró a la enfermera en el pasillo, colocando un montón de rosas en un cuenco.
– Espero no haber cansado demasiado a su paciente con esos asuntos.
– Me alegro de que haya venido a ayudar. Estaba muy preocupado. ¿A que son preciosas las rosas? La señorita las ha traído de Londres. Tiene muchas visitas, pero no es de extrañar, ¿verdad? Es un encanto, ¡y las cosas que le dice a la hermana! Es que no puedes ponerte seria. ¿No le parece que tiene mucho mejor aspecto? El señor Whybrow ha hecho un trabajo estupendo con la herida de la cabeza. Ya le ha quitado los puntos… ¡y casi ni se le va a notar! Gracias a Dios, porque es tan guapo…
– Sí, es un joven muy apuesto.
– Ha salido a su padre. ¿Conoce usted al duque de Denver? Él también es muy apuesto. No diría yo que la duquesa sea guapa; más bien elegante. Tenía mucho miedo de que su hijo pudiera quedar desfigurado de por vida, y es que habría sido una verdadera lástima, pero el señor Whybrow es un cirujano excelente. Ya verá como se pone bien. La hermana está encantada… Le decimos que casi se ha enamorado del número quince. A todas nos va a dar lástima decirle adiós… Nos mantiene muy animadas.
– Ya me lo imagino.
– Y cómo le toma el pelo a la enfermera jefe. Diablillo descarado, así es como lo llama, pero no deja de reírse con sus cosas. ¡Vaya por Dios! Vuelve a llamar la diecisiete. Supongo que quiere una cuña. Sabe dónde está la puerta, ¿no?
Harriet se marchó, con la sensación de que debía de resultar muy gravoso ser tía de lord Saint-George.
– Naturalmente, si ocurriera algo durante las vacaciones… -dijo la decana.
– Lo dudo mucho -la interrumpió Harriet-. No hay suficientes espectadoras. Me imagino que de lo que se trata es de dar un espectáculo público, pero si ocurriese otro incidente, se reducirían las posibilidades.
– Sí; la mayoría de los miembros del claustro estarán fuera. El próximo trimestre, entre la directora, la señorita Lydgate y yo fuera de sospecha definitivamente, debería resultarnos más fácil vigilar. ¿Qué va a hacer?
– No lo sé. Estaba pensando en volver a Oxford una temporada, a trabajar. Este sitio te atrapa. Está tan poco comercializado… Creo que estoy demasiado agitada, y necesitaría un poco de sosiego.
– ¿Por qué no prepara un doctorado de literatura?
– Sí, sería bastante divertido, aunque me temo que no aceptarían a Le Fanu, ¿no? Tendría que ser algo más aburrido. Me vendría bien un poco de aburrimiento. Hay que seguir escribiendo novelas para ganarse el pan, pero me gustaría hincarle el diente a algo realmente académico y sustancioso, para variar.
– Bueno, de todos modos espero que venga aquí a pasar parte del trimestre. No puede dejar sola a la señorita Lydgate hasta que esas pruebas estén en manos del impresor.
– Casi me da miedo dejarla suelta estas vacaciones. No está contenta con el capítulo sobre Gerard Manley Hopkins; piensa que a lo mejor lo ha atacado desde un ángulo completamente erróneo.
– ¡Oh, no!
– Me temo que es ¡oh, sí!… En fin, ya me las arreglaré. Y con lo demás… bueno, ya veremos qué pasa.
Harriet se marchó de Oxford justo después del almuerzo. Mientras estaba colocando la maleta en el coche, se le acercó Padgett.
– Perdone, señorita, pero la decana piensa que le gustaría ver esto, señorita. Lo han encontrado esta mañana en la chimenea de la señorita De Vine, señorita.
Harriet miró la hoja de periódico medio quemada y arrugada. Habían recortado letras de los anuncios.
– ¿Está aquí todavía la señorita De Vine?
– Se ha marchado en el tren de las diez y diez, señorita.
– Gracias, Padgett. Voy a quedarme con esto. ¿Suele leer la señorita De Vine The Daily Trumpet?
– No diría yo que sí, señorita. Me parece más probable The Times o The Telegraph, pero lo puede averiguar fácilmente.
– Cualquiera podría haber tirado esto a la chimenea, claro está. No demuestra nada, pero me alegro mucho de haberlo visto. Buenos días, Padgett.
– Buenos días, señorita.