Del ruido y el miedo al incendio os libra,
de asesinatos, Benedicite.
De toda desgracia que ahuyentar pueda
vuestro placentero sueño de noche,
piadosamente os protege y de vosotros
aleja el trasgo, mientras dormís.
ROBERT HERRICK
– ¡Ay, señorita!
– Sentimos molestarla, señora.
– Por Dios, Canje, ¿qué pasa?
Cuando llevas despierta en la cama más de una hora pensando en cómo reconstruir un Wilfrid sin infligir una feroz mutilación a la trama de tu novela y acabas de sumirte en un agitado sueño poblado de duques embalsamados, resulta muy desagradable que te devuelvan bruscamente a la vigilia dos criadas en bata, nerviosas y medio histéricas.
– Ay, señorita, la decana nos ha dicho que viniéramos a contárselo. Menudo susto nos hemos llevado Annie y yo. Por poco lo pillamos.
– ¿Qué?
– Lo que sea, señorita. En el aula de ciencias, señorita. Lo vimos allí. Es horrible.
Harriet se incorporó aturdida.
– Y se ha ido, señorita, y el destrozo que ha hecho, y a saber qué andará tramando, así que teníamos que contárselo a alguien.
– Por lo que más quiera, Canje, cuéntemelo. Siéntense, las dos, y empiecen por el principio.
– Pero señorita, ¿no deberíamos ir a ver qué ha pasado? Por la ventana del cuarto oscuro, por ahí ha salido, y en este mismo momento igual está matando gente. Y la habitación cerrada, con la llave dentro… podría haber un cadáver, y todo lleno de sangre.
– No digan tonterías -replicó Harriet, pero de todos modos se levantó de la cama y buscó sus zapatillas-. Si alguien está gastando otra broma, tenemos que intentar detenerlo, pero no hablemos de sangre y cadáveres. ¿Adónde ha ido?
– No lo sabemos, señorita.
Harriet miró a la corpulenta Carde, que tenía la cara contraída y los ojos desorbitados, como a punto de un ataque de histeria. Harriet nunca había considerado a la jefa de criadas demasiado digna de confianza y atribuía su rebosante energía al hipertiroidismo.
– ¿Y dónde está la decana?
– Esperando a la puerta del aula de ciencias, señorita. Dijo que viniéramos a por usted…
– Está bien.
Harriet se guardó la linterna en el bolsillo de la bata y echó bruscamente a las criadas.
– Ahora cuéntenme rápidamente qué ha pasado y no hagan ruido.
– Pues, señorita, viene Annie y me dice…
– ¿Cuándo fue eso?
– Pues hace como un cuarto de hora, señorita, más o menos.
– Sí, aproximadamente, señora.
– Yo estaba en la cama, durmiendo, sin imaginarme nada ni nada, cuando viene Annie y me dice: «¿Tienes las llaves, Carrie? Pasa algo raro en el aula de ciencias». Así que voy y le digo a Annie…
– Un momento. Deje que Annie cuente lo suyo primero.
– Bueno, señora, conoce el aula de ciencias, en la parte trasera del patio nuevo, y sabrá que se puede ver desde nuestra ala. Me desperté como a la una y media, miré por la ventana y vi luz en el aula. Así que pensé, qué raro, con lo tarde que es. Y vi una sombra en la cortina, como si alguien anduviera allí dentro.
– Entonces, ¿las cortinas estaban echadas?
– Sí, señora, pero son unas cortinas beis, y vi la sombra con toda claridad. Así que me quedé mirando un rato, la sombra desapareció pero seguía la luz encendida, y pensé que era raro. De modo que fui a despertar a Canje y le dije que me diera las llaves para ir a ver, por si acaso algo andaba mal. Y ella también vio la luz, y le dije: «Ay, Carrie, vente conmigo, que no quiero ir sola». Así que Carric se vino conmigo.
– ¿Fueron por el comedor o por el patio?
– Por el patio, señora. Pensamos que sería más rápido. Pasamos por el patio y por la verja de hierro, intentamos mirar por la ventana, pero estaba cerrada y con las cortinas echadas.
Ya habían salido del edificio Tudor; a su paso por los corredores, les dio la impresión de que todo estaba tranquilo, y tampoco parecía que ocurriera nada raro en el patio viejo. El ala de la biblioteca estaba a oscuras, salvo una lámpara encendida, la ventana de la señorita De Vine, y la débil iluminación del pasadizo.
– Al llegar a la puerta del aula de ciencias, resulta que estaba cerrada, con la llave puesta, porque me agaché a mirar por la cerradura y no vi nada. Y entonces me di cuenta de que la cortina no estaba echada del todo sobre la puerta… es que tiene paneles de cristal, ¿sabe usted, señora?, así que miré por la abertura y vi algo todo de negro, señora. Y dije: «¡Ah, ahí está!», y Carrie dice: «Déjame ver», y me dio un empujón, así que me di un golpe contra la puerta, y se conoce que quien andaba por allí se asustó, porque se apagó la luz.
– Sí, señorita -confirmó Carrie, angustiada-. Y le dije: «¡Cuidado!», y de repente se oyó un golpetazo espantoso…, una cosa horrorosa, y más golpes, y yo me puse a gritar: «¡Ay, que viene a por nosotras!».
– Y le dije a Carrie: «¡Vete corriendo a por la decana! ¡Lo tenemos aquí dentro!». Así que Canje se fue a por la decana y oí a quien estuviera allí dentro moviéndose un poco y después ya no pude aguantar más.
– Y entonces vino la decana y estuvimos esperando un poco, y dije: «¡Aay! ¿Creen que estará ahí con el cuello cortado?», y dice la decana: «¡Si seremos tontas! Se habrá ido por la ventana». Y yo digo: «Pero si todas las ventanas tienen barrotes». Y la decana dice: «La ventana del cuarto oscuro, por ahí habrá salido». La puerta del cuarto oscuro también estaba cerrada con llave, así que salimos corriendo y vaya si la ventana no estaba abierta de par en par. Así que dice la decana: «Vayan a buscar a la señorita Vane». Y aquí que hemos venido, señorita.
Habían llegado al extremo oriental del patio nuevo, donde las esperaba la señorita Martin.
– Lo siento, pero nuestra amiga ha desaparecido -dijo la decana-. Tendríamos que habernos dado más prisa y pensar en esa ventana. Yo he dado una vuelta por este patio, y no veo que pase nada. Esperemos que ese ser haya vuelto a la cama.
Harriet examinó la puerta. Efectivamente, estaba cerrada por dentro, y la cortina no cubría por completo los paneles de cristal, pero dentro todo estaba oscuro y en silencio.
– ¿Y qué hace ahora Sherlock Holmes? -preguntó la decana.
– Creo que deberíamos entrar -contestó Harriet-. Supongo que no tendrán unos alicates, ¿no? Bueno, es igual. Rompemos el cristal, y punto.
– No vaya a cortarse.
¿Cuántas veces su detective, Robert Templeton, habría destrozado puertas para descubrir el cadáver del financiero asesinado? Con la ridícula sensación de estar representando un papel, Harriet apoyó un pliegue de su bata contra el panel y le asestó un fuerte puñetazo. Se quedó atónita al comprobar que el cristal se rompía hacia dentro, como era lo normal, con el acompañamiento de un leve tintineo. Y además… un pañuelo o una bufanda alrededor de la mano y la muñeca para protegerlas y no dejar más huellas dactilares en la llave y el picaporte. La decana fue solicita a buscarle tan útiles prendas, y al fin abrieron la puerta.
Lo primero que buscó Harriet a la luz de la linterna fue el interruptor. Estaba en la posición de apagado, y lo accionó con el asa de la linterna. Ante sus ojos apareció toda la habitación.
Era un espacio casi vacío, incómodo, con un par de mesas alargadas, varias sillas y una pizarra. La denominaban el aula de ciencias en parte porque la señorita Edwards daba clases allí de vez en cuando sin necesidad de gran aparato, pero fundamentalmente porque un benefactor, ya muerto y bien muerto, había dejado al college cierta cantidad de dinero, además de libros científicos, moldes de anatomías, retratos de científicos difuntos y cajas de cristal llenas de muestras geológicas, añadiendo al legado, ya de por sí molesto, la condición de que todos aquellos chismes se guardaran en una sola habitación. Por lo demás no había nada en la estancia especialmente indicado para el estudio científico, salvo que comunicaba con un retrete que tenía fregadero. De vez en cuando lo usaban las aficionadas a la fotografía como cuarto oscuro, y así lo llamaban.
En cuanto encendieron la luz quedó a la vista la causa de los golpetazos. Habían tirado la pizarra al suelo y desplazado unas cuantas sillas, como si alguien, abriéndose paso precipitadamente en la oscuridad, se hubiera tropezado con los muebles. Lo más interesante de la habitación era una serie de objetos sobre una de las mesas. Había una página de periódico desplegada, con un bote de pegamento y un pincel dentro, parte de un bloc y la tapa de una caja de cartón llena de letras recortadas, además de varios mensajes formulados en el estilo ya conocido de la autora de los anónimos y pegados de la forma habitual, mientras que una obra artística a medio terminar había caído al suelo, lo que venía a demostrar que a la autora la habían interrumpido en plena faena.
– ¡Así que aquí es donde lo hace! -exclamó la decana.
– Sí -dijo Harriet-. Y me pregunto por qué, aquí tan a la vista. ¿Por qué no en su habitación? Oiga, decana, no toque eso, si no le importa. Será mejor que lo dejemos todo como está.
La puerta del cuarto oscuro estaba abierta. Harriet entró y examinó el fregadero y la ventana de arriba, también abierta. Las huellas en el polvo mostraban claramente que alguien se había encaramado al alféizar.
– ¿Qué hay fuera, debajo de esta ventana?
– Un sendero de piedra. No creo que vaya a encontrar gran cosa ahí.
– No, y da la casualidad de que únicamente se puede ver algo desde esas ventanas del cuarto de baño del corredor. Es prácticamente imposible que nadie viera salir a la persona en cuestión. Si tenía que preparar las cartas en un aula, este es el mejor sitio. ¡En fin! Me parece que de momento no podemos hacer más. -Harriet se volvió bruscamente hacia las dos criadas-. Annie, usted dice que vio a esa persona.
– No es que la viera, señora, no es que la reconociera. Llevaba algo negro y estaba en la mesa al otro lado de la habitación, de espaldas a la puerta. Pensé que estaba escribiendo.
– ¿No le vio la cara cuando se levantó y atravesó la habitación para apagar la luz?
– No, señora. Le dije a Carrie lo que estaba viendo y Canje también quiso verlo y le dio un golpe a la puerta, y justo cuando le estaba diciendo que no hiciera ruido, se apagó la luz.
– ¿Y usted no vio nada, Carrie?
– Pues es que ni lo sé, señorita, de lo aturullada que estaba. La luz sí que la vi, pero después no vi nada más.
– A lo mejor fue a gatas hasta la luz -terció la decana.
– Así debió de ser, decana. ¿Podría sentarse a la mesa en la silla que está un poco retirada para que compruebe qué se ve desde la puerta? Después, cuando llame al cristal, ¿puede levantarse y quitarse de mi vista lo más rápido posible, ir hasta el interruptor y apagar la luz? Annie, ¿la cortina está más o menos como estaba o la he descolocado al romper el cristal?
– Creo que está igual, señora.
La decana entró y se sentó. Harriet cerró la puerta y miró por la abertura de la cortina, por el lado de los goznes, lo que le permitió ver la ventana, los extremos de las dos mesas y el sitio donde antes estaba la pizarra, bajo la ventana.
– Eche un vistazo, Annie ¿Estaba así?
– Sí, señora, solo que la pizarra estaba en su sitio, claro.
– Bien… Haga lo mismo que hizo entonces. Dígale a Carrie lo que le dijo, y Canje, llame usted a la puerta y haga lo que hizo antes.
– Sí, señora. Dije: «¡Ahí está! ¡Ya la tenemos!», y me eché atrás así.
– Sí, y yo dije: «¡Ay, Dios! ¡Vamos a echar un vistazo!», y después tropecé con Annie y di un golpe… así.
– Y yo dije: «Cuidado… La has fastidiado».
– Y yo: «Vaya» o algo parecido, y me asomé pero no vi a nadie.
– ¿Ahora sí ve a alguien?
– No, señorita, y estaba intentando ver algo cuando de repente se apagó la luz.
Se apagó la luz.
– ¿Cómo se ha apagado? -preguntó la decana con desconfianza, con la boca casi pegada al agujero del cristal.
– Una actuación perfecta. Justo a tiempo -dijo Harriet.
– En cuanto he oído llamar a la puerta he ido corriendo hacia la derecha y he seguido a gatas contra la pared. ¿Me han oído?
– Nada. Lleva zapatillas, ¿no?
– Tampoco oímos a la otra, señorita.
– También debía de llevar zapatillas. Bueno, supongo que eso ya está solucionado. Deberíamos dar una vuelta por el college para comprobar que todo va bien y volver a la cama. Ustedes pueden marcharse, Carrie… La señorita Martin y yo nos encargamos de todo.
– Muy bien, señorita. Vamos, Annie, aunque no sé cómo vamos a poder dormir…
– ¡Ya está bien de jaleo!
Una voz indignada anunció la llegada de una alumna en pijama, sumamente enfadada.
– A ver si se enteran de que algunas queremos descansar un rato. Este corredor es un… Ah, perdón, señorita Martin. ¿Ocurre algo?
– Nada en absoluto, señorita Perry. Lamento haberla molestado. Alguien se ha dejado encendida la luz en el aula y hemos venido a ver si todo estaba en orden.
La alumna se marchó, con una sacudida de la despeinada cabeza que daba a entender lo que pensaba del asunto. También se marcharon las dos criadas, y la decana se volvió hacia Harriet.
– ¿A qué viene lo de reconstruir el crimen?
– Quiero averiguar si Annie podía realmente haber visto lo que dice que vio. Esta gente a veces deja volar su imaginación. Si no le importa, voy a cerrar estas puertas y a llevarme las llaves. Me gustaría tener una segunda opinión.
– ¡Ajá! -exclamó la decana-. ¿El exquisito caballero que me besó los pies en Saint Cross Road, diciendo «Vera incessu patuit decana»?
– Sí, le pega mucho. En fin, decana, tiene usted unos pies muy bonitos. Yo también me he fijado.
– Sí, los alaban -dijo la decana con cierto aire de suficiencia-, pero raramente en un lugar tan público ni a los cinco minutos de conocerme. Le dije a su señoría: «Joven, es usted un hombre muy estúpido». Y él contestó: «Hombre, sin duda, y a veces lo bastante estúpido para ser joven». «Vamos, levántese, por favor; aquí no puede ser joven», le dije, y él dijo, muy cortés: «Lamento haber actuado como un farsante. No tengo ninguna excusa que ofrecerle, de modo que, ¿me perdona?». Así que lo invité a cenar.
Harriet negó con la cabeza.
– Mucho me temo que es usted demasiado sensible al cabello rubio y la delgadez. Eso, en los delgados es sentido del humor, mientras que en los corpulentos es simple impertinencia.
– Podría haber resultado sumamente impertinente, pero la verdad es que no. Me interesa saber qué opina de los acontecimientos de esta noche. Vamos a ver si han pasado más cosas raras.
Pero no observaron nada fuera de lo común.
Harriet telefoneó al Mitre antes del desayuno.
– Peter, ¿podrías venir esta mañana en lugar de a las seis?
– Dentro de cinco minutos, donde y cuando quieras. «Si ella se lo pide, irán descalzos a Jerusalén, a la gran corte de Cham, a las Indias Orientales, en busca de un pájaro para su sombrero.» ¿Ha pasado algo?
– Nada preocupante; solo unas cuantas pruebas in situ, pero puedes terminarte los huevos con beicon.
– Estaré en la conserjería de Jowett Walk dentro de media hora.
Peter llegó en compañía de Bunter y de una cámara fotográfica. Harriet los llevó a las habitaciones de la decana y les contó la historia, con ayuda de la señorita Martin, que le preguntó a Wimsey si quería entrevistar a las dos criadas.
– De momento, no. Parece que ustedes ya han hecho todas las Preguntas necesarias. Iremos a echar un vistazo a la habitación. Según tengo entendido, no se puede acceder a ella si no es por este pasillo. Dos puertas a la izquierda… habitaciones de alumnas, supongo. Y una a la derecha. Y lo demás son cuartos de bario y cosas. ¿Cuál es la puerta del cuarto oscuro? ¿Esta? A la vista de la otra Puerta… así que no hay otra posible salida que la ventana. Comprendo. ¿La llave del aula estaba dentro y la cortina tal y como está ahora? ¿Seguro? Muy bien. ¿Pueden darme la llave?
Abrió la puerta y miró dentro.
– Saca una fotografía de esto, Bunter. Tienen unas puertas muy bonitas en este edificio, y encajan bien. Roble, sin pintura ni cera.
Sacó una lupa del bolsillo y examinó concienzudamente el interruptor de la luz y el picaporte.
– ¿De verdad va a descubrir huellas dactilares?
– Claro que sí -contestó Wimsey-. No nos servirán de nada, pero impresionan al espectador e inspiran confianza. El aislante, Bunter. Ahora comprobará qué arraigada está la costumbre de sujetar las puertas para abrirlas -añadió mientras echaba rápidamente el polvo blanco sobre el marco de la puerta y el picaporte. Apareció una sorprendente cantidad de huellas superpuestas por encima de la cerradura cuando sopló sobre el polvo sobrante-; De ahí la magnífica y anticuada institución de la chapa de protección. ¿Puedo coger una silla del cuarto de baño? Ah, gracias, señorita Vane, pero no quería decir que la trajera usted.
Prosiguió con los soplidos hasta la parte de arriba de la puerta y el borde superior del marco.
– No esperará encontrar huellas dactilares ahí arriba, ¿no? -preguntó la decana.
– Nada me sorprendería más, pero se trata de un simple despliegue de eficacia y meticulosidad. Pura cuestión de rutina, como dicen los policías. La felicito: este college no tiene ni una mota de polvo. Bueno, ya está. Ahora tendremos que forzar la vista con la puerta del cuarto oscuro y hacer lo mismo que aquí. ¿La llave? Gracias. ¿Lo ven? Aquí hay menos huellas. De esto deduzco que normalmente se llega a la habitación por el aula, lo que probable, mente explica también el polvo en la parte superior de la puertas Siempre se descuida uno con alguna cosilla, ¿no? Sin embargo, el linóleo está honorablemente limpio y abrillantado. ¿Debo ponerme de rodillas y andar por el suelo en busca de huellas de pies? Es fatal para los pantalones y raramente resulta útil. Mejor examinemos la ventana. Sí… salta a la vista que alguien ha salido por ahí, pero eso ya lo sabíamos. Se encaramó al fregadero y tiró ese vaso de precipitados sobre el escurridero.
– Pisó el fregadero y dejó una mancha húmeda en el alféizar de la ventana, pero ahora está seca, claro -dijo Harriet.
– Sí, pero eso demuestra que salió por aquí y en ese momento, aunque prácticamente no hace falta demostrarlo. Otra salida no hay. No es como el problema de la habitación herméticamente cerrada y un cadáver. ¿Has acabado ahí, Bunter?
– Sí, milord. He tomado tres fotografías.
– Con eso debería ser suficiente. No estaría de más que limpiaran esas puertas -añadió, dirigiéndose sonriente a la decana-. Es que, verá, aunque identificáramos todas las huellas dactilares, serían de personas que estaban en su perfecto derecho de haber pasado por aquí. Y además, nuestra posible culpable es lo suficientemente lista, como todo el mundo hoy en día, para haberse puesto guantes.
Examinó el aula con ojo crítico.
– ¡Señorita Vane!
– ¿Sí?
– En esta habitación hay algo que la ha inquietado. ¿Qué es?
– No hace falta que lo diga.
– No; estoy seguro de que pensamos lo mismo, pero dígaselo a la señorita Martin.
– Cuando la autora de los anónimos apagó la luz, debía de estar cerca de la puerta y salió por el cuarto oscuro. Entonces, ¿por qué tiró la pizarra, que no está entre las dos puertas?
– Exactamente.
– ¡Ah, pero eso no es nada! -exclamó la decana-. En una habitación a oscuras te puedes despistar. Una noche se me fundió el flexo y al intentar buscar el interruptor de la pared, me di de narices contra el armario.
– ¡Eso es! -dijo Wimsey-. La gélida voz del sentido común cae sobre nuestras conjeturas como agua fría sobre cristal caliente y las hace añicos. Simplemente fue a tientas junto a la pared. Debía de tener alguna razón para volver al centro de la habitación.
– Se habría dejado algo en una de las mesas.
– Eso es más probable, pero ¿qué? Algo reconocible.
– Un pañuelo o lo que hubiera usado para aplastar las letras al pegarlas.
– Vamos a suponer que fuera eso. Me imagino que estos papeles siguen tal y como los encontraron. ¿Han comprobado si el pegamento estaba húmedo?
– Solo he tocado este que está sin terminar en el suelo, y se ve cómo lo hizo. Puso una línea de pegamento de un extremo a otro del papel y pegó las letras. El renglón sin terminar estaba pegajoso; pero no húmedo, y es que no entramos hasta cinco o diez minutos después de que ella se marchara.
– ¿No han tocado ninguno más?
– Pues no.
– Me pregunto cuánto tiempo estaría aquí. Había terminado buena parte, pero a lo mejor podemos averiguarlo de otra manera. -Cogió la tapa de la caja que contenía las letras sueltas-. Cartón basto. No creo que tengamos que molestamos en buscar huellas dactilares en esto, ni en averiguar de dónde ha salido: podría ser de cualquier sitio. Casi había terminado la faena; solo quedan un par de docenas de letras, y muchas son «q», «z», «k» y otras consonantes poco útiles. Me pregunto cómo tendría que terminar este mensaje.
Recogió el papel del suelo y le dio la vuelta.
– Dirigido a usted, señorita Vane. ¿Es esta la primera vez que recibe tal honor?
– La primera vez… desde la primera vez.
– ¡Ah! «No me haga reír si se cree que me va a pillar, usted, que es una…» Bueno, hay que añadir el epíteto, con las letras de la caja. Si tiene un vocabulario suficientemente amplio, quizá descubra cuál iba a ser.
– Pero lord Peter… -Hacía tanto tiempo que Harriet no lo llamaba por su título que le dio vergüenza, pero agradeció el trato de cortesía de Peter-. Lo que me gustaría saber es por qué vino a esta habitación.
– Ahí está el misterio, ¿no?
Había una lamparita en la mesa, y Wimsey encendía y apagaba la luz despreocupadamente.
– Perdón, milord.
– Dime, Bunter.
– ¿Esto aportaría algo a la investigación?
Bunter se metió debajo de la mesa y se levantó con una horquilla negra y alargada en la mano.
– ¡Santo cielo Bunter! Si esto parece sacado de un libro de historia. ¿Cuántas personas utilizan estos chismes?
– Unas cuantas, en los días que corren -dijo la decana-. Se han vuelto a poner de moda los moños. Yo me las pongo, pero son de bronce. Y también algunas alumnas, y la señorita Lydgate… pero creo que las suyas también son de bronce.
– Yo sé quién las usa negras y con esta forma -dijo Harriet-. Una vez tuve el honor de ponerle una.
– La señorita De Vine, por supuesto. Siempre la Reina Blanca. Y por supuesto, las va dejando caer por todas partes, pero yo diría que ella es precisamente la única persona de todo el college que ni por casualidad entraría en esta habitación. No da clases ni conferencias y jamás utiliza el cuarto oscuro ni consulta libros científicos.
– Cuando la vi anoche estaba trabajando -dijo Harriet.
– Pero ¿la vio? -se apresuró a replicar Wimsey.
– Lo siento, qué tonta soy. Lo que quería decir es que tenía encendido el flexo, junto a la ventana.
– No se puede establecer una coartada basándose en un flexo -dijo Wimsey-. En fin, voy a tener que ponerme a cuatro manos, o eso parece.
Fue la decana quien recogió una segunda horquilla, en el sitio donde te puedes esperar encontrarla: en un rincón junto al fregadero del cuarto oscuro. Se sentía tan satisfecha de su labor detectivesca que casi se olvidó de lo que suponía aquel descubrimiento, hasta que la angustiada exclamación de Harriet se lo hizo comprender de golpe.
– Todavía no hemos identificado con toda seguridad las horquillas -dijo Peter para animarla-. Es una pequeña tarea para la señorita Vane. -Recogió los papeles-. Me los voy a llevar para completar el informe. Supongo que no habrá un mensaje para nosotros en la pizarra, ¿no?
Levantó el encerado, en el cual solo había unas fórmulas químicas escritas con tiza, con la letra de la señorita Edwards, y volvió a colocarlo en el caballete, al otro extremo de la ventana.
– ¡Un momento! -exclamó Harriet de repente-. Ya sé por qué se marchó por ahí. Tenía intención de salir por la ventana del aula, pero se olvidó de los barrotes, y cuando corrió la cortina y los vio se acordó del cuarto oscuro y salió corriendo, tiró la pizarra y chocó con las sillas. Debía de estar entre la ventana y el caballete, porque la pizarra y el caballete se cayeron hacia delante y no hacia atrás, hacia la pared.
Peter la miró pensativo; después volvió al cuarto oscuro y bajó y subió el marco, que se deslizó con suavidad, casi en silencio.
– Si este edificio no tuviera tan buena construcción -le dijo a la decana, casi con tono acusador-, alguien habría oído esta ventana y habría salido corriendo para pillar a tiempo a la buena señora, pero lo que me extraña es que Annie no oyera el ruido del vaso al caer al fregadero…, aunque si lo oyó probablemente pensaría que era algo en el aula, una de las cajas de cristal o vaya usted a saber qué. ¿Usted no oyó nada al llegar?
– Absolutamente nada.
– Entonces debió de salir mientras Carrie la sacaba a usted de la cama. Y supongo que nadie la vio salir.
– He preguntado a las tres alumnas cuyas ventanas dan a esa pared, y no vieron nada -dijo Harriet.
– Bueno, podría preguntarle a Annie por el vaso de precipitados, y también preguntarles a las dos si al pasar vieron si la ventana del cuarto oscuro estaba abierta o cerrada. Supongo que no se fijarían, pero nunca se sabe.
– ¿Y eso qué importancia tiene? -preguntó la decana.
– No demasiada, pero si estaba cerrada, corroboraría la idea de la señorita Vane sobre la pizarra. Si estaba abierta, eso nos daría a entender que tenía planeada la retirada en esa dirección. Se trata de saber si nos encontramos ante una persona miope o hipermétrope… mentalmente, quiero decir. Y también podría preguntar si alguna de las otras mujeres del ala del servicio vio la luz en el aula, y en ese caso, cuándo.
Harriet se rió.
– Eso lo puedo contestar yo ahora mismo. Ninguna. Si la hubieran visto, habrían venido corriendo a contárnoslo. Estoy completamente segura de que la aventura de Annie y Carrie ha sido la comidilla del ala de servicio esta mañana.
– Totalmente cierto -replicó su señoría.
Se hizo un silencio. El aula no parecía ofrecer más campo de investigación. Harriet propuso a Wimsey dar una vuelta por el college.
– Estaba yo a punto de decirlo, si tiene tiempo.
– La señorita Lydgate me espera dentro de media hora para atacar de nuevo la Prosodia -dijo Harriet-. No puedo dejarlo, porque la pobrecilla anda muy agobiada de tiempo y de repente se le ha ocurrido añadir otro apéndice.
– ¡Oh, no! -exclamó la decana.
– ¡Oh, sí! Pero podríamos echar un vistazo a los campos de batalla más importantes.
– Lo que más me gustaría ver son el comedor, la biblioteca y el paso de uno a otra, la entrada del edificio Tudor, con la antigua habitación de la señorita Barton, la situación de la capilla con respecto a la entrada trasera y el sitio donde, con la ayuda de Dios, se puede saltar el muro, y el paso desde el Queen Elizabeth hasta el patio nuevo.
– ¡Dios santo! -exclamó Harriet-. ¿Se ha pasado toda la noche leyendo el informe?
– ¡Chitón! Lo que pasa es que me he despertado muy temprano, pero que no se entere Bunter, porque si no, se va a preocupar. «Hombres hay que han muerto, y se los han comido los gusanos», pero no por madrugar. Como se suele decir, no por mucho madrugar amanece más temprano.
– Eso me recuerda que tengo unos cuantos casos esperando en mi habitación en estos momentos, y no creo que Dios los ayude -dijo la decana-. Tres que han llegado tarde sin permiso, dos con gramófonos en los jardines y un vehículo contrario a las normas. Volveremos a vernos en la cena, lord Peter.
Salió a paso vivo para encararse con las infractoras, y Peter y Harriet se quedaron a solas para hacer la visita. Por los comentarios de Peter, Harriet no pudo deducir mucho de lo que pensaba; le pareció que estaba abstraído, sin prestar demasiada atención al asunto que se traían entre manos.
– En fin, supongo que ya no tendréis demasiados problemas por la noche -dijo al fin Peter, cuando llegaron a la conserjería de Jowett Walk, donde había dejado el coche.
– ¿Por qué?
– Pues porque las noches son cada vez más cortas y los riesgos muy grandes… De todos modos… ¿te ofenderías si te pidiera… si te sugiriese que tomaras ciertas precauciones?
– ¿Qué precauciones?
– No voy a ofrecerte un revólver para que lo pongas debajo de la almohada, pero tengo la impresión de que a partir de ahora tú y al menos otra persona podríais estar en peligro. A lo mejor son imaginaciones mías, pero si esa bromista está un poco asustada y algo la ha frenado…, y creo que debe de estar asustada, el siguiente incidente, cuando se produzca, podría ser grave…
– Bueno, sabemos por ella misma que simplemente me considera rara -replicó Harriet.
Al parecer, a Wimsey le llamó la atención algo que había en el salpicadero y dijo, dirigiéndose al coche, no a Harriet:
– Sí, pero sin vanidad ninguna, ojalá fuera tu marido, tu hermano o tu amante o cualquier cosa que no soy.
– ¿Quieres decir que porque tú estés aquí representas un peligro… para mí?
– Supongo que me creo demasiado importante.
– Pero no te impediría perjudicarme a mí.
– A lo mejor ella no lo tiene muy claro.
– Bueno, no me importa correr el riesgo, si acaso lo es. Y no veo por qué sería menor si tú fueras pariente mío.
– Habría una excusa inocente para mi presencia aquí, ¿no?… No pienses que intento aprovecharme de la situación. Como habrás notado, observo las formalidades con sumo cuidado. Solo quiero advertirte de que a veces resulta peligroso conocerme.
– Vamos a aclarar esto, Peter. Piensas que el hecho de que tú estés aquí pone nerviosa a esa persona y que podría intentar tomarla conmigo. Y estás intentando decirme, con mucha delicadeza, que podría ser más seguro que disimuláramos tu interés.
– Más seguro para ti.
– Sí, aunque no sé por qué lo piensas, pero sabes perfectamente que preferiría morirme a fingir algo tan bochornoso.
– ¿Tanto?
– Y que tú preferirías verme muerta que abochornada.
– Probablemente esa es otra forma de egoísmo, pero estoy a tu entera disposición.
– Por supuesto, si eres un aliado tan peligroso, podría decirte que te marcharas.
– Puedo imaginarte rogándome que me marche y deje un trabajo sin hacer.
– Mira, Peter, te aseguro que preferiría morirme a fingir nada ante ti o sobre ti, pero creo que exageras. Normalmente no te asustas tanto.
– Sí, y con mucha frecuencia, pero si soy solo yo quien corre peligro, me lo puedo permitir. Cuando se trata de otras personas…
– Tú, por instinto, esconderías a las mujeres y los niños bajo el ala.
– Bueno, no puedes suprimir tus instintos naturales -reconoció Wimsey de mala gana-, ni siquiera si tu razón y tus intereses te dicen lo contrario.
– Es una lástima, Peter. Deja que te presente a una buena mujercita a quien le guste que la protejan.
– Perdería el tiempo conmigo. Además, me engañaría continuamente, con la mejor intención del mundo, por mi propio bien, y yo no lo soportaría. Me niego a que me maneje diplomáticamente alguien que debería ser mi igual. Si quiero alguien a mi cargo que sea diplomático, lo contrato, y lo despido si se pone demasiado diplomático. No me refiero a Bunter. Él me apoya continuamente con el jarro de agua fría de la crítica silenciosa. No lo protejo; él me protege y mantiene un criterio independiente… No obstante, sin atreverme a ser protector, ¿puedo sugerirte que actúes con cierta prudencia? Te lo digo sinceramente: no me gusta la obsesión de tu amiga por los cuchillos y los estrangulamientos.
– ¿Hablas en serio?
– Por una vez…
Harriet estuvo a punto de decirle que se dejara de tonterías, pero recordó lo que le había contado la señorita Barton sobre unas manos fuertes que la aferraban por detrás. Quizá fuera cierto. La idea de recorrer los largos pasillos por la noche le pareció de repente muy desagradable.
– Muy bien. Tendré cuidado.
– Creo que sería conveniente. Bueno, tengo que irme. Volveré a tiempo de aguantar la mesa de autoridades en la cena. ¿A las siete?
Harriet asintió. Peter había interpretado al pie de la letra la orden de ir a verla «esta mañana en lugar de a las seis». Fue a enfrentarse con las pruebas de la señorita Lydgate, un tanto perpleja.