El postfacio de esta edición de Los secretos de Oxford es una breve biografía de lord Peter Wimsey, actualizada (mayo de 1935) y entregada por su tío Paul Austin Delagardie.
Me ha pedido la señorita Sayers que rellene ciertas lagunas y corrija unos cuantos errores nimios que cometió al relatar la trayectoria vital de mi sobrino Peter, y voy a hacerlo con sumo gusto. Aparecer en letra impresa es la ambición de cualquiera, y al actuar como una especie de lacayo de la fama de mi sobrino, simplemente mostraré la modestia propia de mi avanzada edad.
La familia Wimsey es muy antigua -demasiado antigua, a decir verdad-. Lo único sensato que hizo el padre de Peter en toda su vida fue aunar su exhausto linaje con una estirpe anglofranca más vigorosa, la de los Delagardie. Aun así, mi sobrino Gerald (actual duque de Denver) no es sino un señor inglés con cabeza de chorlito, y mi sobrina Mary fue bastante frívola e insensata hasta que se casó con un policía y sentó la cabeza. Me alegro de poder decir que Peter ha salido a su madre y a mí. Cierto que es puro nervio y olfato, pero mejor eso que ser puro músculo sin cerebro como su padre y su hermano o un amasijo de sentimientos como el hijo de Gerald, Saint-George. Al menos ha heredado la inteligencia de los Delagardie, a modo de garantía contra el lamentable temperamento de los Wimsey.
Peter nació en 1890. Su madre andaba muy preocupada en aquella época por la conducta de su marido (Denver siempre había sido muy cargante, si bien el gran escándalo no estalló hasta el año del Aniversario), y su angustia quizá afectara al muchacho. Era un renacuajo paliducho, muy inquieto y travieso, demasiado despierto para su edad. No tenía la saludable belleza física de Gerald, pero desarrolló lo que podría llamarse un ingenio corporal: más habilidad que fuerza. Era rápido con la pelota y tenía una mano fantástica con los caballos. También tenía un valor de mil demonios, esa clase de valor inteligente que ve el riesgo antes de correrlo. Sufría terribles pesadillas de pequeño. Para consternación de su padre, creció con la pasión por los libros y la música.
Sus primeros años de colegio no fueron felices. Era un niño maniático, y supongo que es natural que sus compañeros de colegio lo llamaran Tirillas y lo trataran como una especie de número cómico. Y, por pura autoprotección, podría haber aceptado esa situación y haber degenerado en un simple bufón con el beneplácito de todos, si un profesor de deportes de Eton no hubiera descubierto que era un jugador de críquet nato, extraordinario. Naturalmente, todas sus extravagancias se consideraban ingeniosas, y Gerald fue sometido a la saludable prueba de ver que su despreciado hermano menor se convertía en un personaje más importante que él. Antes de llegar a sexto curso, Peter marcaba tendencia: deportista, estudiante, arbiter elegantiarum, nec pluribus impar. El críquet tuvo mucho que ver en ello -muchos de quienes estudiaron en Eton recordarán al Gran Tiri y su gran partido contra Harrow-, pero he de atribuirme el mérito de haberlo llevado a un buen sastre, haberle enseñado a desenvolverse por la ciudad y a distinguir el buen vino. Denver se preocupaba bien poco por él; bastante tenía con sus muchos enredos, además de dedicarse a Gerald, que por aquella época hacía méritos para convertirse en un imbécil de marca mayor en Oxford. La verdad es que Peter nunca se llevó bien con su padre; criticaba implacablemente las fechorías paternas, y la compasión que sentía por su madre ejerció un efecto destructivo sobre su sentido del humor.
Huelga decir que Denver era el último que habría soportado ver reflejados sus propios defectos en sus retoños, le costó mucho dinero sacar a Gerald del asunto de Oxford y estaba deseando dejar a su otro hijo a mi cuidado. Y así, cuando contaba diecisiete años de edad, Peter se vino conmigo por decisión propia. Era maduro para su edad y muy razonable, y yo lo traté como a un hombre de mundo. Lo dejé a cargo de alguien de confianza en París, recomendándole que mantuviera sus asuntos sobre una sólida base comercial y procurase ponerles término con buena voluntad por ambas partes y generosidad por la suya. Mi confianza en él quedó plenamente justificada. Creo que ninguna mujer ha tenido jamás motivo de queja del trato de Peter, y al menos dos de sus antiguas amantes se han casado con miembros de la realeza (una realeza un tanto oscura, he de reconocer, pero realeza al fin y al cabo). Y en eso también insisto en atribuirme el mérito que me corresponde; por bueno que sea el material con el que se tiene que trabajar, no se puede dejar al azar la educación en sociedad de un joven.
El Peter de aquella época era realmente encantador, muy franco, modesto y educado, ingenioso y alegra. En 1909 se fue con una beca a estudiar historia a Balliol, y he de confesar que allí se puso insoportable. Tenía el mundo a sus pies, y empezó a darse aires. Se volvió muy afectado, con ademanes excesivamente oxfordianos, y le dio por llevar monóculo y manifestar sus opiniones de manera demasiado abierta, dentro y fuera de la asociación de estudiantes, aunque en justicia he de decir que jamás nos miró por encima del hombro ni a su madre ni a mí. Estaba en el segundo curso cuando Denver se rompió la crisma cazando y Gerald heredó el título. Gerald demostró en la administración de la finca más sentido común y responsabilidad de lo que me esperaba; su peor error fue casarse con su prima Helen, una mojigata escuálida, consentida, una esnob de pies a cabeza. Peter y ella se odiaban cordialmente, pero él siempre podía refugiarse con su madre en Dower House.
Y entonces, durante el último año en Oxford, Peter se enamoró de una niña de diecisiete años y se olvidó enseguida de todo lo que le había enseñado. Trataba a esa chica como si fuera de muselina y a mí como a un viejo monstruo insensible y depravado que lo había incapacitado para acercarse a su delicada pureza. No negaré que formaban una pareja exquisita, todo blanco y oro, un príncipe y una princesa de claro de luz de luna, aunque habrían dado mejor la talla de lunáticos. Nadie se molestó en preguntarse, salvo su madre y yo, qué haría Peter al cabo de veinte años con una esposa sin cerebro ni personalidad, y él, por supuesto, estaba perdidamente enamorado. Por fortuna, los padres de Bárbara llegaron a la conclusión de que era demasiado joven para casarse, así que Peter terminó los estudios con el temple de un sir Eglamore que vence su primer dragón, puso el título a los pies de su dama como si fuera la cabeza del dragón y se sometió virtuosamente a un período de prueba.
Entonces estalló la guerra. Naturalmente, el muy tonto estaba loco por casarse antes de ir al frente, pero sus escrúpulos y su honradez lo derritieron como cera en manos de otras personas. Le hicieron comprender que si volvía mutilado sería una injusticia para la chica. Yo no tuve nada que ver; me alegré de las consecuencias, pero no soportaba los medios.
Le fue muy bien en Francia; era un buen oficial y los soldados le tenían cariño. Y después, ¿qué creen que ocurrió? Al volver de permiso en 1916, con el grado de capitán, resultó que la chica se había casado con un calavera recalcitrante, el comandante Nosecuántos, a quien había estado atendiendo en el hospital, y cuyo lema con las mujeres era «a por ellas rápido y luego a tratarlas mal». Fue terrible, porque la chica no había tenido valor para contárselo a Peter. Se casaron deprisa y corriendo cuando se enteraron de que Peter volvía, y al desembarcar lo único que recibió fue una carta que anunciaba el hecho consumado y le recordaba que había sido él quien la había liberado de su compromiso.
En honor de Peter, he de decir que vino inmediatamente a verme y reconoció que había sido un imbécil. «De acuerdo. Ya has aprendido la lección -dije yo-. No vayas a hacer el imbécil en el otro sentido.» Así que volvió a su trabajo, estoy seguro de que con la intención de lograr que lo mataran, pero lo único que consiguió fuer que lo ascendieran a comandante y una condecoración por una temeraria acción de espionaje tras las líneas alemanas. En 1918 lo hirieron y lo encerraron en un agujero cerca de Caudry, lo que le produjo una grave crisis nerviosa que se prolongó, de manera intermitente, durante dos años. Después se instaló en un piso de Piccadilly, con Bunter (que había sido sargento a sus órdenes y estaba y sigue estando a su servicio), y empezó a recuperarse.
No tengo inconveniente en reconocer que yo estaba preparado para casi cualquier cosa. Peter había perdido su encantadora franqueza, no confiaba en nadie, ni siquiera en su madre ni en mí, había adoptado una actitud de impenetrable frivolidad y una pose de diletante y, en definitiva, de auténtico payaso. Como tenía dinero, podía hacer lo que le viniera en gana, y yo disfrutaba burlonamente al observar los esfuerzos femeninos del Londres de la posguerra para atraerlo. «No puede ser bueno para el pobre Peter vivir como un ermitaño», me comentó con preocupación una distinguida dama bienintencionada. «Señora, si viviera así, no lo sería», repliqué yo. No; no me causaba inquietud en ese sentido, pero no podía sino considerar peligroso que un hombre con tantas aptitudes no tuviera un trabajo con el que distraerse, y así se lo hice saber.
En 1921 aconteció el robo de las esmeraldas de Attenbury. El asunto no llegó a la prensa, pero se formó un gran revuelo, incluso en aquella época de enormes revuelos. El juicio contra el ladrón fue una sucesión de escándalos, el más terrible de los cuales se produjo cuando lord Peter Wimsey se presentó como principal testigo de la acusación.
Eso le dio una verdadera mala fama. No creo que la investigación le hubiera supuesto grandes dificultades a un agente secreto experimentado, pero un «sabueso de la aristocracia» era una auténtica novedad. Denver se puso furioso; personalmente, no me importaba qué hiciera Peter, siempre y cuando hiciera algo. Me parecía que estaba más contento desde que trabajaba, y me agradaba el hombre de Scotland Yard que había conocido en el transcurso de la investigación. Charles Parker es un tipo tranquilo, sensato y distinguido, y buen amigo cuñado de Peter. Posee la valiosa cualidad de apreciar a las personas sin pretender cambiarlas.
El único problema con el nuevo pasatiempo de Peter consistía en que tenía que ser algo más que un pasatiempo si había de ser un pasatiempo propio de un caballero. No se puede ahorcar asesinos por puro entretenimiento. Su intelecto lo impulsaba hacia un lado, sus nervios hacia otro, y lo que yo me temía es que acabaran por empujarlo al abismo. Al final de cada caso, otra vez a vueltas con las antiguas pesadillas y la neurosis de guerra. Y de pronto, a Denver -precisamente a Denver, el mayor de los imbéciles, cuando más diatribas lanzaba contra las degradantes actividades policiales de Peter-, se le ocurre caer bajo la acusación de asesinato y se enfrenta a un juicio en la Cámara de los Lores, en medio de un auténtico despliegue de fuegos de artificio publicitarios al lado de los cuales las actividades de Peter parecían petardos mojados.
Peter sacó a su hermano de aquel embrollo y vi con alivio que seguía siendo lo bastante humano para emborracharse a su salud. Ahora reconoce que ese «pasatiempo» es su legítimo trabajo como aportación a la sociedad, y ha llegado a interesarse tanto por los asuntos públicos que de vez en cuando acepta pequeños encargos de carácter diplomático bajo la dirección del Ministerio de Asuntos Exteriores. Últimamente parece más dispuesto a mostrar sus sentimientos y un poco menos asustado de tener alguno que mostrar.
Por lo último que le dio fue por enamorarse de esa chica a la que libró de la acusación de haber envenenado a su amante. La chica se negó a casarse con él, como habría hecho cualquier mujer con personalidad. El agradecimiento y el humillante complejo de inferioridad no son fundamentos para un matrimonio; era una situación absurda desde el principio. En esta ocasión Peter demostró un poco de sentido común y siguió mi consejo. «Hijo mío -le dije-, lo que no era bueno para ti hace veinte años ahora sí lo es. No es a las criaturas jóvenes e inocentes a las que hay que tratar con delicadeza, sino a las que han sido heridas y tienen miedo. Empieza otra vez desde el principio… pero te aseguro que necesitarás toda la autodisciplina que hayas adquirido hasta ahora.»
Y la verdad es que lo ha intentado. Creo que no he visto a nadie con tanta paciencia. La chica es lista, es honrada y tiene personalidad, pero él tiene que enseñarle a recibir, que es mucho más difícil que aprender a dar. Creo que acabarán por encontrarse, si pueden evitar que las pasiones se adelanten a la voluntad. Sé que Peter comprende que en este caso no puede haber otro consentimiento que el libre consentimiento.
Peter tiene cuarenta y cinco años, y ya va siendo hora de que siente la cabeza. Como ven, yo he sido una de las influencias más importantes en su formación, y creo que, en líneas generales, puedo sentirme orgulloso. Es un Delagardie, con muy poco de los Wimsey, salvo (tengo que ser justo) ese hondo sentido de responsabilidad social que impide que la aristocracia terrateniente de Inglaterra sea un erial absoluto, desde el punto de vista espiritual. Tanto si sigue en su papel de detective como si no, Peter es un auténtico erudito y un auténtico caballero, y estoy deseando ver cómo se las apaña como marido y padre. Yo me estoy haciendo viejo, no tengo hijos (que yo sepa) y me gustaría ver feliz a Peter, pero como dice su madre, «Peter siempre lo ha tenido todo excepto aquellas cosas que realmente quería», y supongo que es más afortunado que la mayoría de la gente.
Paul Austin Delagardie