Id a decirle a ese ocurrente ahijado mío que venga a casa.
¡No es momento para bromas!
LA REINA ISABEL
– ¡Dios mío! -exclamó la decana.
Estaba mirando interesada por la ventana de la sala del profesorado, taza en mano.
– ¿Qué ocurre? -preguntó la señorita Allison.
– ¿Quién es ese joven tan increíblemente guapo?
– Supongo que el prometido de Flaxman, ¿no?
– ¿Un joven guapo? -dijo la señorita Pyke. Se dirigió hacia la ventana-. Me gustaría verlo.
– No diga tonterías -replicó la decana-. Conozco perfectamente al Byron de Flaxman. Ese chico es rubio ceniza, y lleva blazer del House.
– ¡Ay, Dios mío! -exclamó la señorita Pyke-. Si es el mismísimo Apolo de Belvedere con pantalones de franela impecables. No parece tener compromiso. Extraordinario.
Harriet dejó su taza y se levantó de las profundidades del sillón más grande que había en la habitación.
– Quizá forma parte de esa pandilla que está jugando al tenis -aventuró la señorita Allison.
– ¿Los amigos zarrapastrosos de Cooke? ¡Por Dios!
– ¿A qué viene tanto alboroto? -preguntó la señorita Hillyard.
– Los jóvenes guapos siempre son motivo de alboroto -contestó la decana.
– Es el vizconde Saint-George -dijo Harriet, entreviendo al fin al prodigioso joven por encima del hombro de la señorita Pyke.
– ¿Otro de sus aristocráticos amigos? -preguntó la señorita Barton.
– Su sobrino -repuso Harriet sin mucha coherencia.
– ¡Ah! -exclamó la señorita Barton-. Pues no veo por qué tienen que quedarse todas mirándolo como colegialas.
Se aproximó a la mesa, se sirvió un trozo de bizcocho y miró con indiferencia por la otra ventana.
Lord Saint-George estaba en la esquina del ala de la biblioteca, con aire despreocupado, como si todo aquello fuera suyo, observando un partido de tenis entre dos estudiantes descamisados y dos jóvenes cuyas camisas se escapaban continuamente del cinturón. Cansado de aquello, se dirigió lentamente hacia el Queen Elisabeth, y al pasar delante de las ventanas observó con mirada de experto un grupo de alumnas de Shrewsbury despatarradas bajo las hayas, como un sultán que inspeccionara una partida de esclavas circasianas poco prometedoras.
¡Qué altanería! ¡Si será bruto!, pensó Harriet, y también si estaría buscándola a ella. En ese caso, que esperase, o que preguntase en la conserjería como era debido.
– ¡Vaya! -exclamó la decana-. ¡Conque ahí se había metido!
Por la puerta del ala de la biblioteca salió lentamente la señorita De Vine, y tras ella, solemne y deferente, lord Peter Wimsey. Rodearon la pista de tenis hablando con gravedad. Al verlos desde lejos, lord Saint-George se dirigió hacia ellos. Coincidieron en el sendero y se quedaron unos minutos charlando. Después se encaminaron hacia la conserjería.
– ¡Dios mío! -exclamó la decana-. Paris y Héctor raptando a Helena De Vine.
– No, no -repuso la señorita Pyke-. Paris era hermano de Héctor, no sobrino. Creo que no tenía ningún tío.
– Y hablando de tíos -dijo la decana-, ¿es verdad, señorita Hillyard, que Ricardo III…? Creía que estaba aquí.
– Y estaba aquí -dijo Harriet.
– Van a devolvernos a Helena -dijo la decana-. El sitio de Troya se ha aplazado.
Los tres volvían por el sendero. A medio camino la señorita De Vine se despidió de los dos hombres y regresó a su habitación. En aquel momento, las espectadoras de la sala del profesorado se quedaron paralizadas al contemplar algo portentoso. La señorita Hillyard apareció al pie de la escalera del comedor, se precipitó sobre tío y sobrino, les habló, apartó hábilmente a lord Peter de su acompañante y lo arrastró hacia el patio nuevo.
¡Aleluya, aleluya! -exclamó la decana-. ¿No debería ir a rescatar a su joven amigo? Han vuelto a abandonarlo.
– Podría invitarlo a una taza de té -sugirió la señorita Pyke-. Así nos entretendríamos un poco.
– Me sorprende usted, señorita Pyke -dijo la señorita Barton-. Ningún hombre está a salvo con mujeres como usted.
– ¿De qué me suena a mi esa opinión? -terció la decana.
– De uno de los anónimos -respondió Harriet.
– Si está sugiriendo que… -empezó a decir la señorita Barton.
– Lo único que sugiero es que es un tanto tópico -la interrumpió la decana.
– Era una broma -replicó con enfado la señorita Barton-, pero hay personas que no tienen sentido del humor.
Salió y cerró la puerta de golpe. Lord Saint-George había regresado y estaba sentado en la galería que llegaba a la biblioteca. Se levantó cortésmente cuando la señorita Barton pasó muy digna frente a él camino de su habitación e hizo algún comentario, al que ella respondió brevemente, pero con una sonrisa.
– Qué seductores, estos Wimsey -dijo la decana-. Siempre cortejando, a diestro y siniestro.
Harriet se rió, pero en la rápida mirada valorativa que Saint-George había dirigido a la señorita Barton volvió a ver a Peter unos momentos, Aquellos parecidos de familia la ponían nerviosa. Se acurrucó en el asiento de la ventana y se quedó observando casi diez minutos. El vizconde estaba sentado, inmóvil, fumando un cigarrillo, completamente a sus anchas. Entraron la señorita Lydgate, la señorita Burrows y la señorita Shaw y se pusieron a servir té. Después se oyeron pasos rápidos y ligeros por el sendero de grava a la izquierda.
– ¡Hola! -le dijo Harriet al caminante.
– ¡Hola! -dijo Peter-. ¡Qué casualidad! Tú por aquí. -Sonrió burlonamente-. Ven a hablar con Gerald. Está en la galería.
– Lo veo perfectamente -replicó Harriet-. Su perfil ha dado mucho que hablar.
– ¿Por qué no eres un poco amable con el pobre chico, como buena tía adoptiva?
– Nunca me ha gustado meterme donde no me llaman. Yo voy a mis cosas.
– Bueno, pero ven.
Harriet bajó del asiento y salió.
– Lo he traído aquí para ver si puede reconocer a alguien, pero parece ser que no -dijo Peter.
Lord Saint-George saludó a Harriet con entusiasmo.
– Ha pasado frente a mi otra mujer -dijo, dirigiéndose a Peter-. Pelo canoso muy mal peinado. Actitud muy seria. Vestida como de arpillera, con aire de pertenecer a alguna institución o algo. Me dirigió unas palabras.
– La señorita Barton -dijo Harriet.
– Los ojos, muy bien, la voz, fatal. No creo que sea ella. A lo mejor fue la que te cogió por banda a ti, tío. Parecía muy enjuta, como con hambre.
– ¡Hum! -dijo Peter. ¿Y la primera?
– Me gustaría verla sin gafas.
– Si te refieres a la señorita De Vine, dudo que pueda ver mucho sin ellas -dijo Harriet
– Eso es importante -dijo Peter pensativamente.
– Siento ser tan poco preciso y tal -dijo lord Saint-George, pero no es fácil reconocer un susurro y dos ojos que has visto una sola vez a la luz de la luna.
– No, se necesita mucha práctica -repuso Peter.
– Al diablo con la dichosa práctica -replicó su sobrino-. No pienso practicar semejante cosa.
– Pues como deporte no está mal. A lo mejor podrías dedicarte a eso hasta que estés en condiciones de reanudar tus juegos.
– ¿Qué tal el hombro? -preguntó Harriet.
– No va mal, gracias. El de los masajes está obrando maravillas. Ya puedo subir el brazo hasta la altura del hombro. Es muy útil… para algunas cosas.
A modo de demostración, le pasó a Harriet el brazo lesionado alrededor de los hombros y le dio un beso, con la rapidez del experto, antes de que ella pudiera zafarse.
– ¡Por Dios, criaturas! -exclamó su tío con tono lastimero-. Recordad dónde estáis.
– Pero si a mí no me puede pasar nada -replicó lord Saint-George. Soy un sobrino adoptivo, ¿no, tía Harriet?
– No justo debajo de las ventanas de la sala del profesorado -replicó Harriet.
– Pues vamos aquí a la vuelta y lo hago otra vez -dijo el vizconde, sin el menor arrepentimiento-. Como dice el tío Peter, estas cosas necesitan mucha práctica.
Estaba descaradamente empeñado en hacer sufrir a su tío, y Harriet terriblemente enfadada con él. Sin embargo, si Harriet demostraba su disgusto, le seguiría el juego. Le sonrió con desdén y pronunció la clásica reprimenda del conserje del Brasenose:
– Caballeros, no les va a servir de nada armar jaleo. El decano no va a bajar esta noche.
Estas palabras lo dejaron en silencio unos momentos. Harriet se volvió hacia Peter, que dijo:
– ¿Tienes algún encargo para Londres?
– ¿Por qué? ¿Vas a volver?
– Me voy esta noche y mañana por la mañana sigo hacia York. Espero volver el jueves.
– ¿Que te vas a York?
– Sí… tengo que ver a alguien allí, por un perro y tal.
– Ah, ya. Pues si no te viniera demasiado mal pasarte por mi casa, podrías llevarle unos cuantos capítulos del manuscrito a mi secretaria. Me fío más de ti que del correo. ¿Podrías hacerlo?
– Será un placer -contestó Wimsey con cortesía.
Harriet subió apresuradamente a su habitación a recoger los papeles y vio desde la ventana que los Wimsey estaban ajustando cuentas entre ellos. Cuando bajó con el paquete, el sobrino esperaba a la puerta del Tudor, con la cara muy colorada.
– Tengo que pedir disculpas, por favor.
– Creo que sí -repuso Harriet con expresión severa-. No se me puede deshonrar de esa forma en mi propio patio. Francamente, no puedo permitírmelo.
– Lo siento muchísimo -dijo lord Saint-George. Me he portado fatal. De verdad, solo quería molestar al tío Peter, y por si te sirve de consuelo, lo he conseguido -añadió arrepentido.
– Pórtate bien con él. Él se porta muy bien contigo.
– Seré buen chico -dijo el sobrino de Peter, recogiendo el paquete, y anduvieron un rato amigablemente hasta que Peter los alcanzó en la conserjería.
– ¡Maldito muchacho! -dijo Wimsey después de ordenar a Saint-George que se adelantase para poner en marcha el coche.
– Vamos, Peter, no te preocupes tanto por cosillas sin importancia. Solamente quería fastidiarte un poco.
– Pues es una lástima que no se le ocurra otra manera. Parece que soy una verdadera cruz para ti, y cuanto antes me largue, mejor.
– ¡Vamos, por lo que más quieras! -exclamó Harriet con irritación-. Si te vas a poner tan retorcido, desde luego que sería mejor para ti que te largaras. Ya te lo había dicho antes.
Al ver que sus mayores se retrasaban, lord Saint-George tocó un brioso «pi-po-pi-pom-pom» con la bocina.
– ¡Maldito sea una y mil veces! -exclamó Peter.
Salvó de un salto la verja y el sendero, echó de mala manera a su sobrino del asiento del conductor, cerró la portezuela del Daimler ruidosamente y salió disparado por la carretera con un rugido. Presa de un arrebato de mal humor, Harriet volvió, decidida a disfrutar de su estado de ánimo al máximo, ejercicio al que contribuyó en gran medida descubrir que el pequeño incidente de la galería había despertado enorme curiosidad entre el claustro y enterarse después de comer, por la señorita Allison, de que la señorita Hillyard, al tener noticia de ello, había hecho unos comentarios sumamente desagradables que la señorita Vane estaba en su derecho de conocer.
¡Dios mío!, pensó Harriet a solas en su habitación, ¿qué he hecho pero que miles de personas, salvo haber tenido la mala suerte de que me juzgaran y que la triste historia saliera a la luz?… Cualquiera pensaría que ya he recibido suficiente castigo… pero nadie es capaz de olvidarlo, ni un momento… Yo no puedo olvidarlo… Peter tampoco puede olvidarlo… Si Peter no fuera imbécil dejaría esto en paz… Tiene que comprender que es imposible… ¿Acaso cree que me gusta verlo sufriendo por otros?… ¿De verdad piensa que me casaría con él por el placer de verlo sufrir?… ¿No comprende que lo único que puedo hacer es mantenerme al margen?… ¿Por qué demonios se me metió en la cabeza traerlo a Oxford?… Y yo que pensaba que sería tan bonito retirarme a Oxford… para que haga «comentarios desagradables» sobre mí la señorita Hillyard, que está medio chiflada, francamente… Desde luego, aquí hay alguna chiflada… parece que eso es lo que pasa cuando te mantienes al margen del amor, el matrimonio y todos esos líos… Pues si Peter se cree que voy a «aceptar la protección de su apellido» y encima a agradecérselo, está pero que muy equivocado… En menudo embrollo se metería… Ya está metido en un embrollo espantoso si me quiere, si realmente me quiere, y no puede tener lo que quiere porque yo tuve la mala suerte de que me juzgaran por un asesinato que no cometí… De todos modos, parece que lo va a pasar fatal… Pues que lo pase fatal; es su problema… Lástima que me salvara de la horca…, probablemente a estas alturas preferiría haberme dejado en paz… Supongo que cualquier persona como es debido le estaría agradecida y le daría lo que quiere…, pero no sería agradecimiento hacerlo desgraciado… Los dos seríamos desgraciados, porque ninguno de los dos podría olvidar… Yo estuve a punto de olvidar el otro día en el río… Y había olvidado esta tarde, pero él lo ha recordado primero… ¡Maldito sea ese mocoso insolente! ¿Qué crueles pueden ser los jóvenes con los de mediana edad…! No es que yo haya sido muy amable… y yo sí sabía lo que hacía… Mejor que Peter se haya marchado…, pero ojalá no se hubiera marchado dejándome sola en este lugar odioso donde la gente se vuelve loca y escribe cartas horribles… «Cuando sin él estoy, muero hasta estar con él»… No, no puedo sentirme así… No pienso meterme en esas cosas otra vez… Me mantendré al margen… Me quedaré aquí…, donde la gente se vuelve loca… Dios mío, ¿qué he hecho yo para amargarle la vida a los demás y a mí misma? No más que miles de mujeres…
Dándole vueltas y más vueltas en la cabeza, como una ardilla enjaulada, hasta que tuvo que decirse: esto no puede ser; yo también me voy a volver loca. Más vale que me centre en el trabajo. ¿Por qué ha ido Peter a York? ¿Por la señorita De Vine? Si no hubiera perdido la calma podría haberlo averiguado, en lugar de perder el tiempo discutiendo. Voy a ver si ha escrito alguna nota en el informe.
Cogió el cuaderno de anillas, que aún estaba envuelto en el papel, con el bramante y los sellos con el emblema de los Wimsey. «A donde mi capricho me lleve»… Los caprichos de Peter lo habían llevado a meterse en numerosos problemas. Harriet rompió los sellos con impaciencia, pero se llevó una gran decepción. Peter no había subrayado nada; seguramente habría copiado lo que le interesaba. Pasó las páginas, intentando esbozar una solución, pero estaba demasiado cansada para pensar con coherencia. Y de pronto…, sí; era la letra de Peter, sin duda, pero no en una página del informe. Era el soneto inacabado… ¡y había que ser imbécil para dejar sonetos a medias mezclados con la investigación detectivesca, para que los vieran otras personas! Una tontería de colegiala, que haría sonrojarse a cualquiera. Sobre todo teniendo en cuenta que, por lo que recordaba del soneto, los sentimientos que reflejaba no se correspondían con sus emociones en aquellos momentos
Pero allí estaba, y en el ínterin había adquirido un sexteto y parecía un tanto desequilibrado, con la desgarbada letra de Harriet encima y la escritura engañosamente clara de Peter abajo, como un huso pequeño con una cabezuela grande.
Aquí, ya en casa, a resguardo de tempestades,
las diligentes manos cruzadas, plegadas la alas;
aquí, en íntimo aroma yace la rosa ondulada,
aquí se alza el sol que ni este ni oeste conoce,
por aquí no fluye la marea: hemos vuelto al fin
de la inmensidad arrojados por círculos de vértigo
al centro calmo donde el mundo en su girar
duerme sobre su eje, al corazón mismo del reposo.
Afánate con el látigo, oh, Amor
que en muelle lecho no pueda yo dormir
cual duerme de la música el reverbero,
pues si el azote disculpas, tambaleantes
caeremos, mudos y muertos, y en así muriendo
no dormiremos más nuestro dulce sueño.
Tras semejante resultado, el poeta debió de perder la calma, porque había añadido el siguiente comentario: «¡Una conclusión presuntuosa y metafísica!».
Vaya, vaya. ¡Conque ahí estaba el giro que tan infructuosamente había intentado darle al sexteto! Aquel murmullo hermoso y tranquilo que ella había compuesto transformado en restallido, y por así decirlo, obligado a dormir por la fuerza. ¡Y qué imbécil! ¿Cómo se atrevía a coger la palabra «dormir» y emplearla nada menos que tres veces, y en cada ocasión con un pie distinto, como si hacer malabarismos con el acento métrico fuera un juego de niños? Y ese último verso, tan arrastrado, pesado y somnoliento, que contradecía su sentido de tal modo que negaba su propia contracción… No era el mejor sexteto del mundo, pero si considerablemente mejor que su octava, que era escandalosa.
Pero si quería respuesta a sus preguntas sobre Peter, allí la tenía, terriblemente clara. Él no quería olvidar, ni vivir tranquilo, ni que le evitaran sufrimientos, ni quedarse al margen de nada. Lo único que quería era una especie de estabilidad central, y al parecer estaba dispuesto a aceptar lo que se le presentara, siempre y cuando le sirviera de estímulo para mantener ese precario equilibrio. Y, desde luego, si eso era lo que realmente sentía, todo lo que había dicho y hecho con respecto a ella era absolutamente coherente. «El mío es solo un equilibrio de fuerzas opuestas»… «¿Qué importa que haga un daño terrible si es un buen libro?»… «¿De qué sirve cometer errores si no los utilizas?»… «Sentirse un Judas forma parte del trabajo»… «Lo primero que hace un principio es matar a alguien»… Si esa era su actitud, saltaba a la vista que era absurdo rogarle amablemente que se mantuviera al margen por temor a llevarse un buen golpe.
Peter había intentando mantenerse al margen. «Llevo veinte años huyendo de mi mismo, y no funciona.» Ya no creía que el etíope pudiera mudar su piel por la del rinoceronte. Desde que lo conocía hacía cinco años, Harriet lo había visto despojarse de sus defensas, capa a capa, hasta que prácticamente solo quedó la verdad desnuda.
Entonces, para eso la quería. Por alguna razón, tan confusa para ella como posiblemente para él, Harriet tenía el poder de obligarlo a abandonar sus defensas. Tal vez, al verla debatirse en la trampa de las circunstancias, Peter hubiera salido deliberadamente en su ayuda. O quizá al verla debatirse le había servido de aviso de lo que le ocurriría a él si seguía encerrado en la trampa que él mismo se había tendido.
Y a pesar de todo, parecía dispuesto a dejar que ella se refugiara tras las barreras del intelecto, a condición (si, al fin y al cabo era coherente), a condición de que su válvula de escape fuera su trabajo. En realidad, Peter le ofrecía elegir entre Wilfrid y él. No reconocía que ella tenía una salida que él no tenía.
Y Harriet suponía que por eso era Petar tan morbosamente sensible a su propio papel en la comedia. Tal y como él veía las cosas, sus propias necesidades se interponían entre Harriet y su legitima válvula de escape. Por esas necesidades se veía mezclada en unos problemas que él no podía compartir, porque Harriet le negaba sistemáticamente el derecho a compartirlos. Peter no tenía la alegre disposición de su sobrino para recibir y tomar. Bruto indolente y egoísta, pensó Harriet recordando al vizconde. ¿Por qué no dejará en paz a su tío?
Por cierto, cabía la posibilidad de que Peter sencilla y humanamente tuviera celos de su sobrino, por supuesto no de su relación con Harriet, algo que habría sido absurdo y vergonzoso, sino del egoísmo juvenil que hacía posible esa relación.
Y, al fin y al cabo, Peter tenía razón. Resultaba difícil explicar la impertinencia de lord Saint-George sin que la gente diera por sentado que el vínculo de Harriet con Peter permitía semejante cosa. Era sin duda una situación muy violenta. Resultaba fácil decir: «Ah, sí, lo conocía un poco y fui a verlo cuando estaba hospitalizado por un accidente de tráfico». La verdad era que no le importaba demasiado que la señorita Hillyard pensara que con una persona de tan dudosa reputación cualquiera podía tomarse toda clase de libertades, pero sí le importaba el corolario que pudiera deducirse sobre Peter. Que tras cinco años de paciente amistad solo hubiera adquirido el derecho de quedarse de brazos cruzados mientras su sobrino hacía de las suyas lo dejaba en muy mal lugar, pero cualquier otra cosa sería falsa. Ella lo había colocado en aquella situación de imbécil, y tenía que reconocer que no se había portado nada bien.
Se acostó pensando en otra persona más que en sí misma, lo cual viene a demostrar que incluso la poesía menor puede tener su utilidad.
La noche siguiente ocurrió algo tan extraño como siniestro. A Harriet la había invitado a cenar su amiga de Somerville, para conocer a un distinguido escritor especializado en la época victoriana de quien esperaba obtener datos útiles sobre Le Fanu. Estaba en las habitaciones de su amiga, donde se habían reunido unas seis o siete personas más para hacerle los honores al distinguido escritor, cuando sonó el teléfono.
– Señorita Vane, la llaman desde Shrewsbury -dijo su anfitriona.
Harriet se excusó ante el distinguido invitado y salió a un pequeño vestíbulo donde estaba instalado el teléfono. Una voz que no reconoció respondió de la siguiente manera a su «¿Diga?»:
– ¿Es la señorita Vane?
– Sí… ¿Quién es?
– Es de Shrewsbury College. ¿Podría venir inmediatamente, por favor? Ha habido otro incidente.
– ¡Dios mío! ¿Qué ha ocurrido? ¿Podría decirme quién es?
– Es de parte de la rectora. Por favor, ¿podría usted…?
– ¿Es usted la señorita Parsons?
– No, señorita. Soy la doncella de la doctora Baring.
– Pero ¿qué ha ocurrido?
– No lo sé, señorita. La rectora me ha dicho que le pidiera que venga usted enseguida.
– Muy bien. Estaré allí dentro de diez o quince minutos. No me he traído el coche, o sea que llegaré alrededor de las once.
– Muy bien, señorita. Gracias
Se cortó la comunicación. Harriet fue a ver apresuradamente a su amiga, le explicó que la habían llamado con urgencia, se despidió y se marchó.
Había atravesado el jardín y se encontraba entre el comedor viejo y los edificios de Maitland cuando la asaltó un recuerdo absurdo. Se acordó de que Peter le había dicho en una ocasión: «Las protagonistas de las novelas policíacas se tienen merecido lo que les pasa. Cuando alguien misterioso las llama por teléfono y dice que es de Scotland Yard, nunca se le ocurre comprobar la llamada. De ahí el creciente número de secuestros».
Harriet sabía dónde estaba la cabina pública de Somerville y que probablemente podría llamar desde allí. Entró y marcó; vio que era la centralita; marcó el número de Shrewsbury, y cuando contestaron pidió que la pusieran con las habitaciones de la rectora.
Quien contestó no era la misma persona que la había telefoneado.
– ¿Es la doncella de la doctora Baring?
– Sí, señora. ¿Quién es, por favor?
«Señora»… La otra persona había dicho «señorita». Harriet comprendió por qué se había sentido un tanto inquieta por la llamada: recordó que la doncella de la rectora había dicho «señora».
– Soy la señorita Vane, desde Somerville. ¿Ha sido usted quien me ha llamado hace unos momentos?
– No, señora.
– Alguien me ha llamado en nombre de la rectora. ¿Era la cocinera o alguien de la casa?
– Creo que nadie ha llamado desde aquí, señora.
Una equivocación. A lo mejor la rectora había dejado el recado en el college y Harriet había entendido mal a la interlocutora o la interlocutora a ella.
– ¿Podría hablar con la rectora?
– La rectora no se encuentra en el colegio, señora. Ha ido al teatro con la señorita Martin. Supongo que estarán a punto de volver.
– Ya. Gracias. No tiene importancia. Debe de haber sido un error. ¿Podría devolverme la comunicación con la conserjería?
Cuando oyó la voz de Padgett preguntó por la señorita Edwards, y mientras la conectaban pensó a toda velocidad.
Todo empezaba a indicar que había sido una llamada con trampa. Pero ¿por qué demonios? ¿Qué habría ocurrido si hubiera ido inmediatamente a Shrewsbury? Como no se había llevado el coche, habría tenido que pasar por la puerta trasera, después por entre los frondosos arbustos del jardín de las profesoras… el jardín por donde la gente paseaba de noche…
– La señorita Edwards no está en su habitación, señorita Vane.
– Y supongo que todas las criadas estarán acostadas.
– Sí, señorita. ¿Quiere que le pida a la señora Padgett que vaya a ver si la encuentra?
– No… A ver si puede usted encontrar a la señorita Lydgate.
Otra pausa. ¿También la señorita Lydgate estaría fuera de su habitación? ¿Estaban fuera del colegio o de sus habitaciones todas las profesoras de fiar? Sí; la señorita Lydgate también había salido, y a Harriet se le ocurrió que, por supuesto, estarían patrullando diligentemente por el colegio antes de acostarse; pero Padgett sí estaba. Le explicó la situación lo mejor que pudo.
– Muy bien, señorita -replicó Padgett-. Sí, señorita… La señora Padgett puede quedarse en la conserjería. Voy a bajar a la puerta de atrás a echar un vistazo. No se preocupe, señorita. Si hay alguien ahí acechándola, pues lo siento por ellos. No, señorita, que yo sepa no ha habido ningún incidente esta noche, pero como pille a alguien por ahí acechándola, entones sí que se va a producir un incidente, eso se lo aseguro, señorita.
– Sí, Padgett, pero no arme mucho jaleo. Baje sin hacer ruido a ver si hay alguien rondando por ahí, pero que no lo vean. Si alguien me ataca cuando entre, venga a ayudarme, pero si no, no se deje ver.
– Muy bien, señorita.
Harriet colgó y salió de la cabina. Una débil luz brillaba en el centro del vestíbulo. Miró el reloj. Las once menos siete minutos. Iba a llegar tarde, pero la agresora, si es que era tal, la esperaría. Sabía dónde estaría la trampa, dónde debía de estar. A nadie se le ocurriría formar alboroto a la puerta de la enfermería o de la casa de la rectora, donde la gente podía oírlo y salir a ver, ni nadie se escondería debajo o detrás de los muros en aquel lado del sendero. El único sitio lógico para ocultarse era los arbustos del jardín de las profesoras, junto a la verja, a la derecha del sendero.
Estaría preparada, y eso suponía una ventaja. Además, Padgett andaría por allí cerca, pero habría un momento terrible, en el que tendría que volverse de espaldas y cerrar desde dentro la puerta trasera. Se estremeció al pensar en el cuchillo clavado en la muñeca.
Si metía la pata y la mataban…, melodramático, pero posible cuando la gente no está en sus cabales. Peter tendría razón. Quizá lo correcto sería pedir disculpas antes, por si acaso. Vio un cuaderno en el asiento de la ventana, arrancó una hoja, escribió media docena de palabras con el lápiz que llevaba en el bolso, dobló la nota, puso el nombre del destinatario y la guardó junto con el lápiz. Si pasaba algo, la encontrarían.
El conserje de Somerville le abrió la verja para salir a Woodstock Road. Tomó el camino más rápido: por la iglesia de Saint Giles, Blackhall Road, Museum Road, South Parks Road, Mansfield Road, andando deprisa, casi a la carrera. Aflojó el paso al entrar en Jowett Walk. Tenía que recuperar el aliento y el juicio.
Dobló la esquina de Saint Cross Road, llegó a la verja y sacó la llave. El corazón le latía con fuerza.
Y de repente el melodrama dio paso a una amable comedia. Un coche se detuvo detrás de ella; la decana depositó a la rectora, continuó por la entrada de servicio para estacionar su Austin, y la rectora Baring dijo afablemente.
– ¡Ah, es usted, señorita Vane! Así no tendré que buscar mi llave ¿Ha pasado una tarde agradable? La decana y yo nos hemos permitido un pequeño vicio. Lo decidimos de repente después de cenar…
Siguió por el sendero junto a Harriet, charlando con gran cordialidad sobre la obra que había visto. Harriet la dejó al llegar a la verja y declinó la invitación a tomar café y emparedados. ¿Había oído algo moviéndose entre los arbustos o eran imaginaciones suyas? De todos modos, había perdido la ocasión. Se había ofrecido como cebo, pero debido al ligero retraso a la hora de tender la trampa, la rectora la había hecho saltar involuntariamente.
Entró en el jardín, encendió la linterna y miró a su alrededor. El jardín estaba vacío. De pronto se sintió como una perfecta imbécil. Sin embargo, después de tanto lío, tenía que existir algún motivo para la llamada telefónica.
Se dirigió hacia la conserjería de Saint Cross y en el patio nuevo se encontró con Padgett.
– ¡Ah! -dijo Padgett-. Ahí mismo que estaba, señorita. -Movió la mano derecha, y Harriet creyó que llevaba algo que parecía una cachiporra-. Sentada en el banco detrás de los laureles esos al lado de la verja. Me acerqué con mucho cuidado, como si fuera una inspección nocturna, y me escondí detrás de los arbustos esos del centro, señorita. Ella no se dio cuenta de que yo estaba allí, pero cuando entraron la doctora Baring y usted hablando, se levantó y salió disparada.
– ¿Quién era, Padgett?
– Pues mire, señorita, hablando en plata, era la señorita Hillyard. Se fue al extremo del jardín y subió a sus habitaciones. Yo la seguí y la vi, y bien rápido que iba, y vi la luz encenderse en su ventana.
– ¡Ah! -exclamó Harriet-. Mire, Padgett: no quiero que diga nada de esto. Sé que a veces la señorita Hillyard se da un paseo por la noche por el jardín. Quizá la persona que me llamó la vio allí y volvió a marcharse.
– Sí, señorita. Es muy raro lo de esa llamada. No pasó por la conserjería.
– Quizá la pasaron por la centralita con otro aparato.
– No, señorita. Fui yo a verlo. Antes de acostarme, a las once, comunico con la rectora, la decana, la enfermería y la cabina pública, pero no estaban comunicadas a las once menos veinte, se lo juro, señorita.
– Entonces tuvieron que hacer la llamada desde fuera.
– Sí, señorita. La señorita Hillyard entró a las once menos diez, justo antes de que llamara usted, señorita.
– ¿Sí? ¿Está seguro?
– Lo recuerdo muy bien, señorita, porque Annie hizo un comentario sobre ella. No se pueden ni ver, Annie y ella -añadió Padgett con una risita-. La culpa es de las dos, eso es lo que yo digo, señorita, y con ese mal genio…
– ¿Qué hacía Annie en la conserjería a esas horas?
– Acababa de entrar, porque tenía medio día libre, señorita. Pasó un ratito con la señora Padgett en la conserjería.
– ¿Ah, sí? No le habrá contado nada de esta historia, ¿verdad, Padgett? No le tiene ningún aprecio a la señorita Hillyard, y para mí que es una lianta.
– No dije ni media palabra, señorita, ni siquiera a la señora Padgett, y no pudieron oírme hablar por teléfono, porque al no encontrar ni a la señorita Lydgate ni a la señorita Edwards, cuando usted empezó a contármelo, cerré la puerta del cuarto de estar. Después me asomé y le dije a la señora Padgett: «Oye, vigila tú la verja, que voy a salir un momento a darle un recado a Mullins». Así que esto es lo que se podría llamar confidencialidad, entre usted y yo, señorita.
– Pues que siga siendo confidencial, Padgett. A lo mejor son imaginaciones mías, algo absurdo. Lo de la llamada fue un embuste, sin duda, pero no hay pruebas de que se hiciera con maldad. ¿Entró alguien más entre las once menos veinte y las once?
– Eso lo sabrá la señora Padgett, señorita. Le enviaré una lista de los nombres, o si quiere venir ahora a la conserjería…
– No. Será mejor que no. Déme la lista mañana por la mañana.
Harriet fue a buscar a la señorita Edwards, de cuya discreción y sentido común tenía muy buena opinión, y le contó lo de la llamada.
– Es que si hubiera ocurrido algo, posiblemente hicieron la llamada con intención de demostrar una coartada, aunque no sé cómo -dijo-. Si no, ¿por qué intentar que yo volviera a las once? O sea, si querían que el incidente empezara a esa hora y que yo lo presenciara, la persona en cuestión ha tenido que arreglar las cosas de tal manera que pareciera que estaba en otro sitio en esos momentos, pero ¿por qué era necesario que yo fuera testigo?
– Sí… ¿y por qué dijo que ya había empezado todo cuando no era así? ¿Y por qué no iba a servir usted de testigo cuando además estaba la rectora?
– Claro, la idea era que se produjera un altercado mientras yo estaba en medio, a tiempo para que se sospechara que yo lo había provocado -replicó Harriet.
– Esto es absurdo. Todo el mundo sabe que precisamente usted no puede ser la Poltergeist.
– Pues entonces tenemos que volver a la primera idea. En teoría, yo tenía que ser la persona a la que agrediesen, pero ¿por qué no a medianoche o en cualquier otro momento? ¿Por qué tenía que volver a las once?
– ¿Y no podría ser algo ideado para que estallase a las once, mientras se establecía la coartada?
– Nadie podía saber con exactitud el tiempo que yo tardaría en volver de Somerville a Shrewsbury, a menos que esté pensando en una bomba o algo que estallaría al abrirse la verja… pero eso funcionaría igualmente en cualquier momento…
– Pero si la coartada era para las once…
– Entonces, ¿por qué no estalló la bomba? Es que simplemente no me puedo creer que fuera una bomba.
– Yo tampoco…, no, la verdad es que no -dijo la señorita Edwards-. Son simples teorías. Supongo que Padgett no vio nada sospechoso…
– Solamente a la señorita Hillyard, que estaba sentada en el jardín de las profesoras -replicó Harriet como sin darle mayor importancia.
– ¡Ah!
– Algunas noches pasea por allí. Yo la he visto alguna vez… No sé, a lo mejor se asustó por algo…
– Es posible -dijo la señorita Edwards -. Por cierto, parece que su aristocrático amigo ha vencido los prejuicios de la señorita Hillyard de una forma sorprendente. No me refiero al que la saludó a usted en el patio, sino al que vino a cenar.
– ¿Quiere hacer una novela de misterio con lo que ocurrió ayer por la tarde? -replicó Harriet sonriendo-. Creo que solo se trataba de presentarle a alguien que tiene una biblioteca en Italia.
– Eso nos contó ella -dijo la señorita Edwards. Harriet comprendió, que nada más volver la espalda, debían de haber llegado montones de cotilleos a oídos de la tutora de historia-. Pero bueno -añadió la señorita Edwards -, le prometí un trabajo sobre los grupos sanguíneos, y él todavía no ha empezado a darme la lata con eso. Es un hombre muy interesante, ¿no le parece?
– ¿Desde el punto de vista de la bióloga?
La señorita Edwards se echó a reír.
– Bueno, sí, como ejemplar de animal con pedigrí: excesivamente desarrollado pero con una gran inteligencia, un tanto nerviosa; pero no me refería a eso.
– Entonces, ¿desde el punto de vista de la mujer?
La señorita Edwards le dirigió una mirada muy sincera a Harriet.
– Supongo que desde el punto de vista de muchas mujeres.
Harriet la miró directamente a los ojos.
– No tengo información sobre ese asunto.
– ¡Ah! -exclamó la señorita Edwards-. Pero en sus novelas, se ocupa usted de los aspectos materiales más que de los psicológicos, ¿no?
Harriet no tuvo repara en reconocerlo.
– Bueno, no importa -replicó la señorita Edwards, y se despidió con brusquedad.
Harriet no acababa de comprender que significaba todo aquello. Curiosamente, jamás se había planteado qué pensaban las demás mujeres de Peter, ni él de ellas, lo cual debía de apuntar o bien a que sentía gran confianza o gran indiferencia, porque, bien pensado, Peter reunía todos los requisitos de soltero de oro.
Al llegar a su habitación, sacó la nota del bolso que había escrito deprisa y corriendo y la rompió sin volver a leerla. Solo de pensarlo se puso colorada. Las heroicidades que no salen bien constituyen la esencia misma de lo burlesco.
El jueves destacó por una pelea violenta, prolongada y completamente inexplicable entre la señorita Hillyard y la señorita Chilperic, que tuvo lugar en el jardín de las profesoras tras la comida. Después nadie fue capaz de recordar cómo ni por qué había comenzado. Alguien había revuelto un montón de libros y papeles en una de las mesas de la biblioteca, con el resultado de que una aspirante a entrar en la facultad de historia había llegado a una clase contando que le habían quitado unas notas, o que las había perdido. La señorita Hillyard, que llevaba todo el día de un humor de perros, se tomó el asunto muy a pecho, y después de pasarse la cena con cara larga, estalló indignada contra todo el mundo (no antes de que se hubiera marchado la rectora).
– Lo que no acabo de entender es por qué mis alumnas tienen que pagar por los descuidos de las demás -dijo.
La señorita Burrows replicó que no creía que sufrieran más que las demás. La señorita Hillyard adujo varios ejemplos que se remontaban a los últimos tres trimestres en lo que a varias alumnas de historia le habían interrumpido en sus estudios de una forma que parecía deliberada.
– Y teniendo en cuenta que historia es una de las especialidades más extensas y no precisamente la menos importante… -añadió.
La señorita Chilperic apuntó, y sin equivocarse, que precisamente aquel año había habido más alumnas de inglés que ningún otro año.
– Claro, faltaría más -replicó enfadada la señorita Hillyard-. A lo mejor hay dos o tres más este año… Sí, supongo que sí, pero no veo la necesidad de otra tutora de inglés, cuando yo tengo que enfrentarme sola a tantas…
Fue entonces cuando el motivo de la riña empezó a perderse en una auténtica tormenta de personalismos, en el transcurso de la cual la señorita Chilperic fue acusada de insolencia, altanería, desinterés por su trabajo, torpeza y el deseo de llamar la atención. La pobre señorita Chilperic se quedó atónita ante semejante catarata de insultos. Y la verdad es que nadie sabía qué hacer, salvo, quizá la señorita Edwards, que seguía tejiendo su suéter de hilo tranquilamente, a pesar de los pesares. Al final la agresión verbal pasó de la señorita Chilperic a su prometido, cuya beca fue sometida a mordaces críticas.
La señorita Chilperic se puso en pie, temblando.
– Señorita Hillyard, creo que debe de estar usted fuera de sus casillas -dijo-. Puede decir lo que quiera de mí, pero no voy a consentir que insulte a Jacob Peppercorn [3]. -se trabucó un poco al pronunciar tan desafortunado apellido, y la señorita Hillyard se rió sin la menor consideración-. El señor Peppercorn es un investigador extraordinario, e insisto en que… -añadió con una vocecita como de cordero a punto de ir al matadero.
– Me alegro de que diga eso -la interrumpió la señorita Hillyard-. Yo en su lugar, arreglaría las cosas con él.
– ¡Pero qué quiere usted decir! -exclamó la señorita Chilperic.
– A lo mejor la señorita Vane se lo puede explicar -replicó la señorita Hillyard, y salió de la habitación sin más.
– ¡Pero por Dios! ¿A qué se refiere? -dijo la señorita Chilperic, dirigiéndose a Harriet.
– No tengo ni la menor idea -repuso Harriet.
– No lo sé, pero me lo puedo imaginar -dijo la señorita Edwards-. Si se pone dinamita en un polvorín, no es de extrañar que se produzcan explosiones. -Mientras Harriet le daba vueltas en la cabeza a aquellas palabras, intentando relacionarlas con algo, la señorita Edwards añadió-: Si no se llega al fondo de estos problemas en el plazo de unos cuantos días, va a ocurrir algo realmente terrible. Si ahora estamos así, ¿qué será de nosotras al final del trimestre? Tendrían que haber llamado a la policía desde el principio, y si yo hubiera estado aquí, lo habría dicho. No me importaría vérmelas con un agente de policía estúpido, para variar.
Y también ella se levantó y salió muy digna, mientras las demás profesoras se quedaban boquiabiertas.