Capítulo 8

Contemplándolo con tiernos ojos

un emocionado latido de su corazón brotó

e interrumpió sus palabras.

Con un viejo pesar que abrió una nueva grieta

pareciole ver en el rostro del mozo

las viejas facciones de su gentil padre.

EDMUND SPENSER


– El caso es que tengo que dar una clase a las nueve. ¿Alguien puede prestarme una toga? -preguntó la señorita Pyke.

Varias profesoras estaban desayunando en el comedor del profesorado. Harriet entró a tiempo de oír la pregunta, formulada con un tono destemplado y bastante indignado.

– ¿Ha perdido la toga, señorita Pyke?

– Le dejaría la mía con mucho gusto, señorita Pyke, pero me temo que le quedaría demasiado corta -dijo la diminuta señorita Chilperic con gentileza.

– En los tiempos que corren ya no se puede dejar nada en el guardarropa del claustro -dijo la señorita Pyke-. Sé que estaba allí después de la cena, porque la vi.

– Puedo dejarle la mía, si me la devuelve antes de las diez -apuntó la señorita Burrows.

– Pídasela a la señorita De Vine o a la señorita Barton rió la decana-. No tienen clase. O a la señorita Vane… Su toga le quedará bien.

– Por supuesto -dijo Harriet con tono despreocupado- ¿También necesita birrete?

– El birrete también ha desaparecido -repuso la señorita Pyke-. No lo necesito para la clase, pero no estaría de más saber adónde han ido a parar mis pertenencias.

– Es sorprendente cómo desaparecen las cosas -dijo Harriet sirviéndose huevos revueltos-. La gente es muy descuidada. Por cierto, ¿de quién es un vestido negro estampado, de crepé, con ramilletes de amapolas rojas y verdes, delantero drapeado, escote de pico, corte en las caderas, falda y mangas con mucho vuelo de hace como tres temporadas? -Recorrió con la mirada el comedor, que se había llenado de profesoras-. Señorita Shaw, usted que tiene tan buen ojo para la ropa, ¿podría reconocerlo?

– Quizá, si lo viera -contestó la señorita Shaw-. Por su descripción, no recuerdo ninguno así.

– ¿Lo ha encontrado usted? -preguntó la administradora.

– ¿Otro capítulo del misterio? -apuntó la señorita Barton.

– Estoy segura de que ninguna de mis alumnas tiene un vestido así -dijo la señorita Shaw-. Les gusta enseñarme los vestidos que se compran. Creo que es bueno interesarse por esas cosas.

– Yo no recuerdo haber visto un vestido de esas características en la sala de profesoras -dijo la administradora.

– ¿No tenía la señorita Wrigley un vestido negro estampado de crepé? -preguntó la señora Goodwin.

– Sí -contestó la señorita Shaw-. Pero ya no está aquí, y además, el suyo era de escote cuadrado y sin corte en las caderas. Lo recuerdo muy bien.

– ¿No podría contarnos cuál es el misterio, señorita Vane? -preguntó la señorita Lydgate-. ¿O es mejor que no nos diga nada?

– Bueno, no veo razón alguna para no contarlo -respondió Harriet-. Cuando volví anoche de un baile fui a… hacer la ronda y…

– Ah!, ya me parecía a mí haber oído a alguien desde mi ventana yendo y viniendo. Y susurrando -dijo la decana.

– Sí… Es que salió Emily y me pilló. Creo que pensaba que yo era la bromista. El caso es que entré en la capilla.

Contó la historia, omitiendo el nombre del señor Pomfret y limitándose a decir que el culpable al parecer había salido por la puerta de la sacristía.

– Y el hecho es que el birrete y la toga son suyos, señorita Pyke, y que puede recogerlos cuando quiera. Lo más probable es que el cuchillo de pan se lo llevaran del comedor, o de aquí. Y la almohada… no sé de dónde la habrán sacado.

– Creo que puedo imaginármelo -dijo la administradora-. La señorita Trotman está fuera. Vive en la planta baja de Burleigh. Resultaría muy fácil colarse y apoderarse de la almohada.

– ¿Por qué está fuera Trotman? -preguntó la señorita Shaw-. No me lo había dicho.

– Su padre se ha puesto enfermo -dijo la decana-. Se marchó ayer por la tarde deprisa y corriendo.

– No comprendo por qué no me lo dijo a mí -insistió la señorita Shaw-. Mis alumnas siempre acuden a mí con sus problemas. Es terrible, pensar que tus alumnas valoran que seas comprensiva y…

– Pero usted había salido a merendar -dijo la administradora con sentido práctico.

– Le dejé una nota en su casillero -dijo la decana.

– Ah, pues no la vi -replicó la señorita Shaw-. No sabía nada, y me parece muy raro que nadie lo mencionara.

– ¿Quién lo sabía? -preguntó Harriet.

Durante la pausa que siguió, todo el mundo tuvo tiempo de pensar que resultaba tan extraño como inverosímil que la señorita Shaw no hubiera recibido la nota ni se hubiera enterado de la marcha de la señorita Trotman.

– Creo que anoche se mencionó el asunto en la mesa -dijo la señorita Allison.

– Yo cené fuera -replicó la señorita Shaw-. Voy a ver si está ahí la nota.

Harriet la acompañó; la nota, una hoja de papel doblada y guardada en un sobre sin cerrar, estaba allí.

– Pues no la había visto -dijo la señorita Shaw.

– Cualquiera podría haberla leído y vuelto a poner en su sitio -dijo Harriet.

– Sí… incluso yo, quiere decir.

– Yo no he dicho eso, señorita Shaw. He dicho cualquiera.

Volvieron juntas a la sala, con expresión sombría.

– La… la broma se perpetró entre la hora de la cena, cuando la señorita Pyke perdió su toga, y aproximadamente la una menos cuarto, cuando yo lo descubrí -dijo Harriet-. Convendría que alguien pudiera presentar una coartada a toda prueba para esas horas, sobre todo para después de las once y cuarto. Supongo que podré averiguar si algunas alumnas tenían permiso de salida hasta la medianoche. Cualquiera que entrase a esa hora podría haber visto algo.

– Yo tengo la lista -dijo la decana-. Y el conserje podría darle los nombres de quienes volvieron después de las nueve.

– Eso ayudaría bastante.

– Mientras tanto -terció la señorita Pyke, retirando su plato y enrollando la servilleta-, hay que continuar con las tareas del día. ¿Puede darme mi toga… o una toga?

Fue al Tudor con Harriet, quien le devolvió la toga y le enseñó el vestido de crepé estampado.

– No he visto jamás ese vestido, que yo recuerde -dijo la señorita Pyke-. Pero no soy precisamente muy observadora para estas cosas. Parece para una persona delgada de estatura media.

– No hay razón alguna para suponer que es de la persona que lo dejó aquí -dijo Harriet-. Lo mismo que ocurre con su toga.

– Desde luego que no -replicó la señorita Pyke. Le dirigió a Harriet una mirada extraña, rápida, con sus penetrantes ojos negros-. Pero la propietaria podría proporcionar alguna pista sobre la ladrona. ¿No sería posible, y perdóneme si me meto en su terreno, no sería posible deducir algo del nombre de la tienda en la que se compró?

– Por supuesto que sería posible, pero han quitado la etiqueta -contestó Harriet.

– Ya -dijo la señorita Pyke-. Bueno, tengo que ir a dar mí clase. En cuanto encuentre un momento libre intentaré proporcionarle el horario de mis movimientos anoche. De todos modos, mucho me temo que no resulte demasiado esclarecedor. Me fui a mi habitación después de cenar y me acosté antes de las diez y media.

Salió muy digna, con la toga y el birrete. Harriet la observó mientras se alejaba, y después sacó un papel de un cajón. El mensaje estaba pegado como de costumbre, y decía lo siguiente:


Tristius haud illis monstrum nec saevior ulla pestis et ira deum Stygiis sese extulit undis. Virginei volucrum vultus foedissima ventris proluvies uncaeque manus et pallida semper ora fame.


– Las arpías -dijo Harriet en voz alta-. Las arpías. Parece indicar cierta línea de pensamiento, pero para mí que ni Emily ni ninguna de las criadas pueden ser sospechosas de expresar sus sentimientos en hexámetros virgilianos.

Frunció el entrecejo. Las cosas se estaban poniendo feas para el claustro.


Harriet llamó a la puerta de la habitación de la señorita Cattermole, a pesar del letrero que decía, en grandes caracteres: SE RUEGA NO MOLESTAR. DOLOR DE CABEZA. Abrió la señorita Briggs con expresión angustiada y sintió alivio al ver quién era.

– Me temía que fuera la decana -dijo.

– No, de momento me he contenido. ¿Cómo está la enferma?

– No demasiado bien -respondió la señorita Briggs.

– Ya. «Su señoría se bebió el baño y volvió a acostarse.» Algo, parecido, supongo.

Se acercó a la cama y miró a la señorita Cattermole, que abrió: los ojos con un gemido. Tenía ojos de color avellana, grandes, luminosos, en un rostro regordete que debía de ser de un agradable; tono de pétalo rosa. Un montón de cabello castaño y sedoso le caía: húmedo sobre la frente, contribuyendo a darle el aspecto de un conejo de angora que se hubiera extraviado y se hubiera quedado atónito ante las consecuencias.

– ¿Qué tal? ¿Destrozada? -preguntó Harriet con simpatía.

– Fatal -respondió la señorita Cattermole.

– Merecido se lo tiene -replicó Harriet-. Si se empeña en beber como un hombre, lo mínimo que puede hacer es llevarlo como un caballero. Conocer las propias limitaciones es muy importante.

La señorita Cattermole parecía tan acongojada que Harriet se echó a reír.

– Me da la impresión de que no tiene mucha experiencia en estos asuntos. Mire; voy a traerle algo para que se recupere un poco y después hablamos.

Salió con paso enérgico y estuvo a punto de tropezar con el señor Pomfret en la entrada.

– ¿Usted por aquí? -dijo-. Le advertí de que no se admiten visitas por la mañana. Hacen ruido en el patio y va en contra de las normas.

– Yo no soy una visita -replicó el señor Pomfret, sonriendo-. He asistido a la conferencia de la señorita Hillyard sobre evolución constitucional.

– ¡Que Dios lo ayude!

– Y al verla cruzar el patio en esta dirección, me orienté hacia aquí, como la aguja hacia el norte. Oscuro, veraz y tierno es el norte. Es una cita. Prácticamente es la única que conozco, así que menos mal que encaja.

– No encaja. No soy especialmente tierna.

– Ah… Bueno. ¿Cómo está la señorita Cattermole?

– Con una resaca tremenda, como era de esperar.

– Ah… Lo siento… Pero espero que no haya habido jaleo…

– No.

– ¡Muchísimas gracias! -dijo el señor Pomfret-. Yo también tuve suerte. Un amigo mío tiene una ventana fenomenal. Tranquilidad en el frente occidental. En fin, verá… me gustaría poder hacer algo para…

– Puede hacerlo -replicó Harriet. Tiró del cuaderno que el señor Pomfret llevaba bajo el brazo y escribió algo en él-. Vaya a la farmacia a que le preparen esto y tráigalo. Desde luego, no estoy dispuesta a ir a buscar una receta para un hígado maltrecho.

El señor Pomfret la miró con respeto.

– ¿Dónde aprendió esto? -le preguntó.

– No en Oxford, y puedo asegurarle que nunca he tenido ocasión de probarlo, pero espero que sea repugnante. Y por cierto, cuanto antes se lo puedan preparar, mejor.

– Ya, ya -replicó el señor Pomfret, desolado-. No quiere verme ni en pintura, y lo comprendo, pero me gustaría que viniera a verme algún día para conocer a mi amigo Rogers. Está terriblemente arrepentido. Venga a tomar té, una copa o algo. Esta tarde, por ejemplo. Para demostrar que no nos guarda rencor.

Harriet estaba a punto de abrir la boca para decir que no cuando, al mirar al señor Pomfret, se ablandó. Tenía el encanto de un cachorro muy joven de una raza muy grande, una especie de absurda afabilidad.

– De acuerdo. Iré. Muchas gracias -dijo Harriet.

El señor Pomfret se deshizo en expresiones de júbilo y, aún vociferante, se dejó llevar hasta la verja donde, a punto de poner el pie fuera, tuvo que retroceder para dejar paso a una estudiante alta y morena que iba en bicicleta.

– ¡Hola, Reggie! -exclamó la joven-. ¿Ibas a buscarme?

– Ah, buenos días -replicó el señor Pomfret, un tanto desconcertado. Después, al ver aparecer una hermosa cabeza leonina detrás del hombro de la estudiante, añadió con más seguridad-: ¡Hola, Farringdon!

– ¡Hola, Pomfret! -exclamó el señor Farringdon.

El adjetivo «byroniano» le iba como anillo al dedo, pensó Harriet. Tenía un perfil altivo, cabellera de apretados rizos castaños, ardientes ojos marrones y boca de expresión malhumorada, y parecía menos contento de ver al señor Pomfret que el señor Pomfret de verlo a él.

El señor Pomfret presentó a Harriet al señor Farringdon, estudiante del New College, y añadió en un murmullo que, por supuesto, conocía a la señorita Flaxman. La señorita Flaxman miró fríamente a Harriet y dijo que le había encantado su charla detectivesca de la tarde anterior.

– Damos una fiesta a la seis -añadió la señorita Flaxman dirigiéndose al señor Pomfret. Se quitó la toga y la metió sin miramientos en la cesta de la bicicleta-. ¿Te apetece venir? Es en la habitación de Leo, a las seis. Tenemos sitio para Reggie, ¿no, Leo?

– Supongo que sí. De todos modos, va a haber muchísima gente -respondió el señor Farringdon con no poca descortesía.

– Entonces podemos hacer hueco para uno más -dijo la señorita Flaxman-. No hagas caso a Leo, Reggie. No sé dónde se ha dejado los buenos modales esta mañana.

El señor Pomfret debió de pensar que alguien más había olvidado los buenos modales, porque contestó con más brío del que esperaba Harriet en él:

– Lo siento, pero es que tengo un compromiso. La señorita Vane va a venir a tomar el té.

– Podemos dejarlo para otra ocasión -terció Harriet.

– No, no -dijo el señor Pomfret.

– ¿Y por qué no vienen los dos después? -preguntó el señor Farringdon-. Como dice Catherine, siempre se puede hacer hueco para uno más. -Se volvió hacia Harriet-. Espero que venga usted, señorita Vane. Nos alegraríamos mucho.

– Pues… -dijo Harriet.

En esta ocasión fue la señorita Flaxman quien adoptó una expresión de mal humor.

– Un momento… ¿Es usted la señorita Vane, la novelista…? -dijo el señor Farringdon, atando cabos-. ¡Claro! Entonces tiene que venir. ¡Cómo me van a envidiar en New College! Todos somos aficionados a la novela policíaca.

– ¿Qué le parece? -preguntó Harriet, dirigiéndose al señor Pomfret.

Era tan evidente que la señorita Flaxman no quería saber nada de Harriet, que el señor Farringdon no quería saber nada del señor Pomfret y que el señor Pomfret no quería ir, que Harriet experimentó el malvado placer del novelista por la situación absurda. Como ninguno de los allí presentes podía librarse de la situación sin incurrir en flagrante grosería, acabaron por aceptar la invitación. El señor Pomfret salió a la calle para acompañar al señor Farringdon, y a la señorita Flaxman no le quedó más remedio que acompañar a la señorita Vane al cruzar el patio.

– No sabía que conociera a Reggie Pomfret -dijo la señorita Flaxman.

– Sí, nos conocemos -replicó Harriet-. ¿Por qué no llevó anoche a casa a la señorita Cattermole? Sobre todo viendo que no se encontraba bien.

La señorita Flaxman pareció sobresaltarse.

– No tiene nada que ver conmigo -dijo-. ¿Hubo algún lío?

– No, pero ¿hizo usted algo para evitarlo? Podría haberlo hecho, ¿no cree?

– No soy el ángel de la guarda de Violet Cattermole.

– De todos modos, quizá le alegre saber que de toda esta estupidez ha salido algo bueno -dijo Harriet-. La señorita Cattermole está definitivamente libre de toda sospecha respecto a los anónimos y los demás incidentes, de modo que no sería mala idea mostrarse amable con ella, ¿no le parece?

– Se lo aseguro: a mí me da exactamente igual -replicó la señorita Flaxman.

– Sí, pero usted empezó a propagar los rumores sobre ella, y ahora que sabe la verdad, de usted depende que se acaben. Creo que es simplemente una cuestión de justicia contárselo al señor Farringdon, y si no lo hace usted, lo haré yo.

– Parece usted muy interesada en mis asuntos, señorita Vane.

– Parece que han despertado mucho interés en todo el mundo -replicó Harriet, sin rodeos-. No la culpo a usted por el malentendido que se produjo al principio, pero ahora que está aclarado, y puede usted creerme que está aclarado, estoy segura de que comprenderá que es injusto que la señorita Cattermole sea el chivo expiatorio. Usted puede hacer mucho en su curso. ¿Lo intentará?

Perpleja y molesta, y evidentemente sin saber qué postura adoptar ante Harriet, la señorita Flaxman contestó de mala gana:

– Por supuesto que me alegro, si no lo hizo ella. Me alegro mucho, y se lo diré a Leo.

– Muchas gracias -dijo Harriet.


El señor Pomfret debió de darse tanta prisa para ir como para volver, porque la receta apareció en un espacio de tiempo extraordinariamente breve, junto con un gran ramo de rosas. La pócima era muy potente, y no solo permitió a la señorita Cattermole presentarse en el comedor, sino comer. Harriet fue tras ella cuando salió y se la llevó a su habitación.

– Vamos a ver. Es usted tonta, ¿verdad? -le dijo.

Taciturna, la señorita Cattermole le dio la razón.

– ¿Qué sentido tiene todo esto? -continuó Harriet-. Ha conseguido cometer todas las faltas habidas y por haber y encima no se lo pasado bien, ¿no es así? Asistió a una reunión en la habitación de un hombre después de la cena, sin permiso, y no debieron de darle permiso, porque se coló en esa reunión. Es una falta desde el punto de vista social, además de una infracción de las normas. En cualquier caso, salió después de las nueve, sin poner sus iniciales en el cuaderno. Eso le costaría dos chelines. Volvió al colegio después de las once y cuarto sin permiso extraordinario. Otros cinco chelines. Es más; volvió después de medianoche, lo que significa otros diez chelines, aunque hubiera tenido permiso. Saltó el muro, por lo que deberían prohibirle salir, y para colmo, volvió como una cuba, por lo que deberían expulsarla. Por cierto, esa es otra infracción social. ¿Qué tiene que decir en su defensa, acusada? ¿Hay alguna razón por la que no se la deba condenar? Tome un cigarrillo.

– Gracias -dijo la señorita Cattermole con voz débil.

– Si no fuera porque con esta estupidez ha conseguido quedar libre de la sospecha de ser la loca del college, iría a la decana. Como el incidente ha tenido consecuencias útiles, estoy dispuesta a ser clemente.

La señorita Cattermole levantó la mirada.

– ¿Pasó algo mientras yo estaba fuera?

– Sí.

– ¡Oh, no! -exclamó la señorita Cattermole y estalló en llanto.

Harriet se quedó observándola unos momentos; sacó un pañuelo grande y limpio de un cajón y se lo tendió en silencio.

– Puede olvidarse de todo eso -dijo Harriet cuando los sollozos de la víctima empezaron a extinguirse-. Pero déjese de tanta tontería. Oxford no es el sitio adecuado. Puede correr detrás de los hombres cuando quiera… Bien sabe Dios que el mundo está lleno de hombres, pero desperdiciar tres años irrepetibles en la vida es absurdo. Y no es justo para con la universidad. No es justo para con las demás mujeres de Oxford. Haga tonterías, si quiere… Yo también hice tonterías en mis tiempos, como la mayoría de las personas, pero por lo que más quiera, hágalas donde no deje en mal lugar a otras personas.

Lo que Harriet logró comprender de las incoherentes frases de la señorita Cattermole fue que detestaba el college, que odiaba Oxford y que no sentía la menor responsabilidad hacia tales instituciones.

– Entonces, ¿por qué está aquí? -preguntó Harriet.

– No quiero estar aquí, y nunca lo he querido, pero mis padres se empeñaron. Mi madre es una de esas personas que se dedican a que se abran puertas a las mujeres, al trabajo y esas cosas… Y mi padre es profesor de una pequeña universidad de provincias. Han hecho tantos sacrificios y todo eso que…

Harriet pensó que probablemente la señorita Cattermole era la víctima sacrificial.

– No me importó demasiado venir aquí -continuó la señorita Cattermole-, porque estaba prometida a alguien, y él también estaba aquí, así que pensé que sería divertido y que no tendría tanta importancia lo de los absurdos exámenes para la especialidad, pero ya no estoy prometida a él, así que ¿por qué tendría que molestarme por la dichosa historia, que está más muerta que nada?

– Pues yo me pregunto por qué se molestaron en traerla a Oxford, si no quería venir y estaba prometida.

– Ah, es que ellos decían que no tiene nada que ver, que toda mujer debe recibir educación universitaria, aunque se case. Y claro, ahora piensan que es estupendo que siga en la universidad. ¡No soy capaz de hacerles comprender que la detesto! No entienden que si te crías oyendo hablar de la educación por todas partes, no quieres verla ni en pintura. Estoy harta de tanta educación.

A Harriet no le sorprendió en absoluto.

– ¿Qué le habría gustado hacer? Quiero decir, en el supuesto de que no se hubiera presentado esa complicación con su compromiso.

– Pues creo que -empezó a decir la señorita Cattermole, sonándose la nariz con aire decidido y cogiendo otro cigarrillo-, creo que me habría gustado ser cocinera. O quién sabe si enfermera, aunque creo que me habría ido mejor de cocinera, pero es que precisamente son las dos cosas sobre las que mi madre intenta convencer a la gente, que no debe limitarse a las mujeres a esos dos campos.

– La buena cocina reporta mucho dinero -dijo Harriet.

– Sí… pero no supone un avance en la educación. Además, en Oxford no hay escuela de cocina, y es que tenía que ser Oxford, o Cambridge, por la oportunidad de hacer amistades como es debido, pero resulta que yo no he hecho amigos. Todo el mundo me detesta. Bueno, a lo mejor ahora no tanto, porque esas cartas horribles…

– Por supuesto que no -la interrumpió Harriet, temerosa de un nuevo arrebato-. ¿Y la señorita Briggs? Parece muy buena persona.

– Es realmente amable, pero siempre tengo que estarle agradecida por algo. Eso me deprime, me da ganas de gritar.

– Cuánta razón tiene -dijo Harriet, para quien aquel comentario fue como un puñetazo en pleno plexo solar-. Lo sé. La gratitud es algo sencillamente nefasto.

– Y encima, ahora tengo que estarle agradecida a usted -añadió la señorita Cattermole con una franqueza apabullante.

– No tiene por qué. Lo hice por mis propios intereses tanto como por los suyos, pero voy a decirle lo que yo haría: dejar de hacer cosas para intentar impresionar, porque seguramente la pondrán en una situación en la que tendrá que sentirse agradecida. Y dejaría de ir detrás de los estudiantes, porque eso los aburre terriblemente e interrumpe su trabajo. Me metería a fondo con la historia, acabaría la especialidad y después diría: «Ya he hecho lo que vosotros queríais, y ahora voy a dedicarme a la cocina». Y no me echaría atrás.

– ¿Usted lo haría?

– Supongo que quiere que todos corran detrás de usted, como el Viejo Canguro. Pues todos corren detrás de los cocineros. Sin embargo, como ha empezado aquí con historia, más le valdría dedicarse a ella. Seguro que no se le caen los anillos. Si aprende a estudiar un tema, cualquier tema, habrá aprendido a estudiarlos todos.

– Sí. Lo intentaré -replicó la señorita Cattermole sin mucha convicción.


Harriet se marchó furiosa y abordó a la decana.

– ¿Por qué traen a esta gente aquí? ¿Para que lo pasen fatal y encima ocupen el lugar de otras personas que realmente disfrutarían de estar en Oxford? No tenemos sitio para mujeres que ni son ni nunca serán auténticas universitarias. Los colleges masculinos se pueden permitir el lujo de esos chicos bullangueros que aprueban sin pena ni gloria y aprenden a jugar para seguir jugando en los institutos privados de primaria, pero esa criatura deprimente no es ni siquiera bullanguera. Es una pobre desgraciada.

– Ya lo sé -replicó la decana, incómoda-. Pero es que las maestras y los padres son tremendos… Hacemos lo que podemos, pero no siempre podemos corregir sus errores. Fíjese en mi secretaria… Ausente porque el pesado de su hijo tiene varicela y está en esa escuela desesperante. ¡Ay, por Dios! No debería hablar así, porque es un niño muy delicado, y por supuesto, los hijos siempre son lo primero, pero es que resulta agobiante.

– Enseguida me marcho -dijo Harriet-. Es vergonzoso que tenga usted que trabajar por la tarde y vergonzoso que yo tenga que interrumpirla. A propósito, he de decirle que Cattermole tiene una coartada para el incidente de anoche.

– ¿Ah, sí? ¡Muy bien! Algo es algo, aunque supongo que eso significa que recaen más sospechas sobre nosotras, pobrecitas, pero los hechos son los hechos. ¿Qué ruido era ese en el patio anoche, señorita Vane? ¿Y quién era el joven a quien usted tutelaba? No he querido preguntarle esta mañana en la sala de profesoras, porque tenía la impresión de que no quería que lo hiciera.

– No, no quería -respondió Harriet.

– ¿Y sigue sin quererlo?

– Como dijo Sherlock Holmes en una ocasión: «Creo que debemos pedir amnistía en ese sentido».

La decana le dirigió una centelleante mirada de astucia.

– Hay que atar cabos, y yo confío en usted.

– Pero yo iba a proponerle que se colocara una hilera de pinchos en el muro del jardín de las profesoras.

– ¡Ah! -exclamó la decana-. Bueno, no quiero enterarme de las cosas, y además, la mayoría solo son un fastidio. Quieren hacerse los héroes y las heroínas. La última semana del trimestre es la peor para escalar muros. Hacen apuestas, y tienen que pagarlas antes del final. Esos chalados… Son una pesadez, pero no podemos consentirlo.

– Me imagino que no volverá a ocurrir, al menos con esta pandilla.

– Muy bien. Hablaré con la administradora sobre lo de los pinchos…, así como quien no quiere la cosa.


Harriet se cambió de vestido mientras reflexionaba sobre las incongruencias de la fiesta a la que estaba invitada. Saltaba a la vista que el señor Pomfret se pegaba a ella para protegerse de la señorita Flaxman, y el señor Farringdon para protegerse del señor Pomfret, mientras que la señorita Flaxman, que al parecer era su anfitriona, no quería ni verla. Lástima que no pudiera embarcarse en la aventura de anexionar al señor Farringdon, para completar una perfecta pescadilla que se muerde la cola, pero era demasiado mayor y demasiado joven a la vez para emocionarse con el perfil byroniano del señor Farringdon; le resultaría más divertido mantenerse como estado tapón. Sin embargo, le guardaba suficiente rencor a la señorita Flaxman por el asunto de Cattermole para ponerse un traje de chaqueta de excelente corte y un sombrero elegante pero anodino antes de dirigirse al primer punto de su agenda vespertina.

No tuvo gran dificultad para encontrar la escalera del señor Pomfret, y aún menos para encontrar al señor Pomfret. Mientras ascendía las antiguas y oscuras escaleras, pasaba junto a la puerta entornada de un tal señor Smith, la puerta cerrada a cal y canto de un tal señor Banerjee y la puerta abierta de un tal señor Hodges, que al parecer celebraba una ruidosa fiesta con un montón de amigos varones, oyó una disputa en el rellano de arriba, y de repente divisó al señor Pomfret, en el umbral de la puerta de su habitación, discutiendo con un hombre que estaba de espaldas a la escalera.

– Por mí, se puede ir al mismísimo infierno -dijo el señor Pomfret.

– Muy bien, señor -replicó el hombre de espaldas-, pero ¿y si le voy con el cuento a la señorita? Si voy y le cuento que lo he visto empujándola por el muro…

– ¡Que se vaya usted al diablo! -exclamó el señor Pomfret-. ¡Cállese de una vez!

En aquel momento Harriet llegó al último escalón y su mirada se cruzó con la del señor Pomfret.

– ¡Ah! -dijo el señor Pomfret, sorprendido. Y dirigiéndose a aquel hombre, añadió-: Lárguese, que tengo cosas que hacer. Ya volverá otro día.

– Vaya, vaya, conque todo un caballero, ¿eh, señor? -dijo aquel hombre con un tono muy desagradable.

Tras pronunciar estas palabras se dio la vuelta, y Harriet se quedó pasmada al reconocer su cara.

– ¡Pero hombre, Jukes! -dijo Harriet-. ¿Cómo usted por aquí?

– ¿Conoce usted a este tipo? -preguntó el señor Pomfret.

– Claro que sí -contestó Harriet-. Fue conserje de Shrewsbury, y lo echaron por pequeños hurtos. Espero que se haya enderezado, Jukes. ¿Cómo está su esposa?

– Bien -replicó Jukes malhumorado-. Ya volveré.

Hizo ademán de bajar la escalera, pero Harriet había puesto su paraguas de tal manera que le cortaba la retirada.

– ¡Eh, un momento! -exclamó el señor Pomfret-. Vamos a ver qué pasa aquí, ¿de acuerdo?

Estiró un brazo y atrajo con fuerza hacia el umbral a Jukes, que se resistió.

– No puede volver con esa vieja historia -dijo Jukes con desdén, mientras Harriet los seguía, cerrando la puerta de golpe-. Eso está acabado y requeteacabado, y no tiene nada que ver con el otro asuntillo que he mencionado.

– ¿De qué se trata? -preguntó Harriet.

– Este canalla ha tenido la desfachatez de venir a decirme que sí no le pago para que mantenga su asquerosa boca cerrada, informará sobre lo que ocurrió anoche.

– Chantaje -dijo Harriet muy interesada-. Es un delito grave.

– Yo no he hablado de dinero -repuso Jukes, ofendido-. Lo Único que he hecho ha sido decirle a este caballero lo que había visto y que no debía haber pasado y que me estaba dando vueltas en la cabeza. Él me dice que me vaya al infierno, así que yo se lo voy a contar a la señorita, porque me remuerde la conciencia, a ver si me entiende.

– Muy bien -dijo Harriet-. Aquí estoy. Adelante. -Jukes se quedó mirándola-. Supongo que vio anoche al señor Pomfret ayudándome a saltar el muro de Shrewsbury, porque había olvidado la llave. Y por cierto, ¿qué hacía usted ahí fuera? ¿Merodeando con intención de cometer alguna fechoría? Entonces es probable que también me viera cuando salí, le di las gracias al señor Pomfret y le pedí que viniera a ver los edificios del colegio a la luz de la luna. Si esperó lo suficiente, también vería cuando le abrí la puerta. ¿Y qué?

– Pues menudos tejemanejes, me parece a mí -contestó Jukes, desconcertado.

– Es posible -dijo Harriet-. Pero si las antiguas alumnas deciden entrar en su college de una forma heterodoxa, no veo quién Puede impedírselo. No usted, desde luego.

– No me creo ni una palabra -replicó Jukes.

– Allá usted -dijo Harriet-. La decana nos vio al señor Pomfret y a mí, así que ella sí se lo creerá. Y a usted, ¿quién lo va a creer? ¿Por qué no le ha contado a este hombre toda la historia desde el principio para tranquilizar su conciencia, señor Pomfret? Por cierto, Jukes, acabo de decirle a la decana que debería poner pinchos en ese muro. A nosotros nos vino bien, pero no es lo suficientemente alto para impedir la entrada de ladrones y otras personas indeseables. Así que no le va a servir de gran cosa seguir merodeando por allí. Recientemente han desaparecido un par de cosas de algunas habitaciones -añadió, sin faltar por completo a la verdad-. De modo que convendría poner vigilancia especial en esa carretera.

– De eso nada -dijo Jukes-. No voy a consentir que se manche mi buen nombre. Si es como usted dice, tenga por seguro que no seré yo quien ponga en apuros a una señorita como usted.

– Espero que no se le olvide -intervino el señor Pomfret-. Pero quizá le gustaría llevarse algo para recordarlo.

– ¡Nada de agresiones! -gritó Jukes, retrocediendo hacia puerta-. ¡Nada de agresiones! ¡Ni se le ocurra ponerme la mano encima!

– Como vuelva a asomar su asquerosa cara por aquí -dijo el señor Pomfret abriendo la puerta-, lo echo a patadas escaleras abajo, hasta el patio. ¿Entendido? ¡Pues largo!

Tiró de la puerta con una mano y empujó enérgicamente a Jukes con la otra. Un golpetazo y una palabrota anunciaron que la rápida salida de Jukes lo había llevado hasta la escalera.

– ¡Uf! -exclamó el señor Pomfret al regresar-. ¡Demonios! Ha sido estupendo. Ha estado usted maravillosa. ¿Cómo se le ha ocurrido?

– Saltaba a la vista. De todos modos, espero que solo sea un farol. No creo que pudiera saber quién era la señorita Cattermole, pero me pregunto cómo dio con usted.

– Debió de seguirme cuando salí, pero evidentemente no entré por esta ventana, así que… ¿cómo? ¡Ah, ya! Cuando desperté Brown, creo que sacó la cabeza y dijo: «¿Eres tú?». ¡Qué poco cuidado tiene ese tipo! Ya hablaré yo con él… Oiga, parece usted el ángel de la guarda de todo el mundo, ¿no? Es increíble que pueda estar siempre tan alerta.

La miró con ojos perrunos. Harriet se echó a reír, y en ese momento llegaron juntos el señor Rogers y el té.

El señor Rogers estaba en tercero y era alto, moreno, alegre y parecía sinceramente arrepentido.

– Esto de no parar de transgredir normas es una tontería -dijo-. ¿Por qué lo hacemos? Porque alguien dice que es divertido y te lo crees. ¿Por qué te lo crees? No lo sé. Habría que observar estas cosas con más objetividad. ¿Es algo bonito en sí mismo? No. Entonces, no lo hagamos. Por cierto, Pomfret, ¿alguien te ha propuesto lo de quitarle los pantalones a Culpepper?

– Yo estoy más que dispuesto -contestó Pomfret.

– Sí, desde luego. Es un coco, un ser repugnante, pero ¿tendría mejor aspecto sin pantalones? Vive Dios que no. Estaría mucho peor. Si hay que quitar pantalones, debe de ser a alguien que pueda exhibir las piernas… tú, por ejemplo, Pomfret.

– Atrévete y verás -replicó el señor Pomfret.

– De todos modos, quitarle los pantalones a la gente es inútil y está pasado de moda. Que no cuenten conmigo para fomentar esta manía moderna de dejar al descubierto piernas antiestéticas. No pienso participar en semejante cosa. Tengo intención de ser un personaje reformado. A partir de ahora, no consideraré sino el valor de la cosa en sí misma, indiferente a las presiones de la opinión pública.

Tras haber confesado sus pecados y haber hecho propósito de enmienda de tan simpática forma, el señor Rogers desvió airosamente la conversación hacia temas de interés general y, alrededor de las cinco, se marchó murmurando una excusa sobre el trabajo y su tutor, como si se tratara de necesidades poco delicadas. En ese momento el señor Pomfret se puso de repente todo solemne, como a veces le ocurre a un hombre muy joven cuando está a solas con una mujer mayor que él, y le explicó detalladamente a Harriet su visión del significado de la vida. Harriet lo escuchó con toda la comprensión y atención de que pudo hacer acopio, pero sintió cierto alivio cuando irrumpieron tres jóvenes para pedirle cerveza al señor Pomfret y de paso se quedaron discutiendo sobre Komisarjevski sin hacer caso a su anfitrión. El señor Pomfret parecía un poco molesto y acabó haciendo valer sus derechos sobre su invitada anunciando que era hora de irse a New College, a la fiesta de Farringdon. Sus amigos lo dejaron marchar con cierto pesar y, antes de que Harriet y su acompañante hubieran abandonado la habitación, tomaron posesión de los sillones y continuaron con la discusión.

– Muy capaz, ese Marston -dijo el señor Pomfret con afabilidad-. Está muy metido en la Sociedad Teatral de la Universidad de Oxford y pasa las vacaciones en Alemania. No entiendo cómo pueden llegar a exaltarse tanto por el teatro. A mí me gusta una buena obra, pero no entiendo todas esas cosas sobre el tratamiento estilístico y los planos de visión. Supongo que usted sí, claro.

– No tengo ni idea -replicó Harriet jovialmente-. Y yo diría que ellos tampoco. De todos modos, sí sé que no me gustan las obras en las que los actores no paran de subir y bajar escaleras, ni en las que la iluminación está dispuesta con tal arte que no se ve nada, ni en las que te pasas todo el rato preguntándote para qué van a usar el molinete simbólico del centro del escenario. Prefiero ir al Holborn Empire y divertirme de una forma vulgar y corriente.

– ¿De verdad? -dijo el señor Pomfret con expresión anhelante-. No vendría conmigo a un espectáculo en la ciudad durante las vacaciones, ¿verdad?

Harriet hizo una vaga promesa, que al parecer llenó de alborozo al señor Pomfret, y poco después se sentían como sardinas en lata en el salón del señor Farringdon, entre una multitud mixta de estudiantes empeñados en tomar jerez y galletas sin mover los codos.

Había tal gentío que Harriet no vio a la señorita Flaxman ni un solo momento. Sin embargo, el señor Farringdon logró abrirse paso, seguido por un grupo de jóvenes de ambos sexos que querían hablar sobre novela policíaca. Parecían haber leído mucho de ese género, pero de pocos más. Harriet pensó que una escuela de novela policíaca tendría muchas posibilidades de dar una buena cosecha de sobresalientes. Llegó a la conclusión de que el análisis psicológico había pasado de moda desde su época de estudiante, y comprendió instintivamente que había ocupado su lugar el ansia de acción y de lo concreto. Habían desaparecido la solemnidad prebélica y el agotamiento posbélico; lo que se deseaba en aquellos momentos era la realización enérgica de algo definido, si bien las definiciones variaban. La novela policíaca era sin duda aceptada, porque en ella se hacía algo definido, y el «qué» lo decidía cómodamente de antemano el autor. Harriet percibió que todos aquellos hombres y mujeres jóvenes empezaban a labrar un surco difícil en un terreno muy pedregoso. Sintió lástima de ellos.


Hacer algo definido. Claro que sí. Al reconsiderar la situación a la mañana siguiente, Harriet se sintió profundamente descontenta. No le gustaba en absoluto el asunto de Jukes. Suponía que no tenía nada que ver con las cartas anónimas: ¿de dónde iba a haber sacado la cita de la Eneida? Pero era un hombre rencoroso, de mente retorcida, un ladrón; no tenía ninguna gracia que se acostumbrase a rondar el colegio por la noche.

Harriet estaba sola en la sala del profesorado; todas las demás se habían ido a su trabajo. Entró la criada, con un montón de ceniceros limpios, y Harriet se acordó de repente de que sus hijas se alojaban con los Jukes.

– Annie -le dijo impulsivamente-, ¿a qué viene Jukes a Oxford cuando ha anochecido?

La mujer pareció sorprenderse.

– ¿Que viene aquí, señora? Para nada bueno, supongo.

– Me lo encontré anoche, merodeando por Saint Cross Road, en un sitio por el que fácilmente podría haberse colado. ¿Sabe si sigue siendo honrado?

– No podría decirle, señora, pero la verdad es que tengo mis dudas. Le tengo mucho afecto a la señora Jukes y no me gustaría contribuir a que tuviera más problemas. Estaba pensando que debería llevar mis niñas a otro lado. Ese hombre podría ser una mala influencia para ellas, ¿no cree?

– Sí, francamente.

– Yo sería la última persona que querría crearle dificultades a una mujer casada y respetable -añadió Annie, dejando con fuerza un cenicero sobre una mesa- y, por supuesto, está en su derecho de defender a su marido, pero lo primero son los hijos, ¿no?

– Desde luego -respondió Harriet, un tanto distraída-. Claro que sí. Ya les encontraré yo otro sitio. Me imagino que no les habrá oído ni a Jukes ni a su esposa comentar nada que haga pensar que… bueno, que estaba robando en el college o que albergaba resentimientos contra las profesoras…

– Yo no hablo mucho con Jukes, señora, y si la señora Jukes supiera algo, no me contaría nada. No estaría bien. Es su marido, y tiene que ponerse de su parte. Yo lo comprendo, pero si Jukes se está portando mal, tendré que buscar otro sitio para las niñas. Le estoy muy agradecida por habérmelo comentado, señora. Iré por allí el miércoles, que tengo la tarde libre, y aprovecharé para avisarlos. ¿Puedo preguntarle si usted le ha dicho algo a Jukes, señora?

– He hablado con él y le he dicho que si sigue rondando por aquí tendrá que vérselas con la policía.

– Me alegro de que me lo diga, señora. No está nada bien que venga aquí así como así. De haberlo sabido, no habría sido capaz de dormir. Creo que habría que pararle los pies.

– Desde luego que sí. Por cierto, Annie, ¿ha visto usted a alguien en el college con un vestido de estas características?

Harriet cogió el vestido negro estampado de la silla que estaba a su lado Annie lo examinó detenidamente.

– No, señora, no que yo recuerde. Quizá lo sepa una de las doncellas que lleva aquí más tiempo que yo. A lo mejor Gertrude, que atiende el comedor. ¿Quiere usted preguntarle?

Pero Gertrude no pudo prestar ayuda. Harriet les pidió que se llevaran el vestido e interrogaran al resto del personal. Así lo hicieron, sin ningún resultado. Tampoco con la indagación entre las alumnas se logró identificar a la propietaria del vestido, que fue devuelto sin que nadie lo hubiera reconocido ni reclamado. Un enigma más. Harriet llegó a la conclusión de que debía de ser una prenda de la autora de los anónimos, pero en tal caso, tendría que haberla llevado al college y haberla escondido hasta el momento de su teatral aparición en la capilla, porque si alguien se lo hubiera puesto en el college, resultaba prácticamente inconcebible que nadie lo reconociera.

Ninguna de las coartadas que obedientemente presentaron las profesoras era a toda prueba. Nada sorprendente; más sorprendente habría sido que lo fueran. Solo Harriet (y naturalmente el señor Pomfret) conocían la hora exacta para la que se necesitaba la coartada, y aunque muchas personas podían demostrar que tenían las espaldas cubiertas hasta medianoche, todas se encontraban virtuosamente en sus habitaciones, acostadas, o eso aseguraban, antes de la una menos cuarto. Y aunque examinaron el cuaderno del conserje y los permisos de salida nocturna y se interrogó a todas las alumnas que podrían haber estado cerca del patio a medianoche, nadie había observado conductas sospechosas con togas, almohadas ni cuchillos de pan. Delinquir era muy fácil en un sitio así. El college era demasiado grande, demasiado abierto. Aunque alguien hubiera visto una figura cruzando el patio con una almohada o, ya puestos, con sábanas, mantas y un colchón, no le habría extrañado. Alguna persona robusta y entusiasta del aire libre durmiendo a la intemperie: esa habría sido la conclusión más natural.


Irritada, Harriet fue a la Biblioteca Bodleiana y se enfrascó en sus investigaciones sobre Le Fanu. Al menos allí sabías qué investigabas.


Sentía tal necesidad de algo que la tranquilizara que por la tarde fue a Christ Church para asistir a los oficios de la catedral. Había estado de compras (entre otras cosas había adquirido una bolsa de merengues para agasajar a las alumnas que había invitado a una pequeña fiesta en su habitación horas más tarde), y hasta que se cargó los brazos de paquetes no se le ocurrió la idea de la catedral. No le quedaba de camino, pero los paquetes no pesaban demasiado. Cruzó por Carfax, contrariada por el moderno ajetreo de los coches y las complicaciones de los semáforos, y se sumó a los escasos peatones que caminaban con paso ligero por Saint Aldate y atravesaban el gran patio inacabado de Wolsey, entregados a la misma piadosa misión que ella.

Había un ambiente grato y tranquilo en la catedral. Se quedó un ratito en su asiento después de que se vaciara la nave y hasta que el organista acabó el solo. Después salió lentamente, torció a la izquierda por la tarima con la vaga idea de volver a contemplar la gran escalinata y el vestíbulo, y de repente una figura delgada con traje gris salió a tal velocidad de una puerta oscura que se topó de manos a boca con ella, estuvo a punto de derribarla y los paquetes salieron volando cada uno por su lado.

– ¡Caray! -exclamó una voz cuya inesperada familiaridad aceleró los latidos del corazón de Harriet-. ¿Le he hecho daño? Si es que voy por ahí empujando y chocándome como un abejorro en un frasco. ¡Si seré patán! Por favor, diga que no le he hecho daño, porque si no, ahora mismo voy y me ahogo en Mercurio.

Extendió el brazo con el que no sujetaba a Harriet y señaló vagamente el estanque.

– En absoluto, gracias -contestó Harriet, reponiéndose.

– Gracias a Dios. Es mi día aciago. Acabo de tener una entrevista sumamente desagradable con el vicedecano. ¿Hay algo que pueda romperse en los paquetes? ¡Mire! Se ha abierto la bolsa y se han caído los chismes esos por las escaleras. No se mueva, por favor. Quédese aquí, pensando insultos para mí, mientras yo los recojo uno por uno, de rodillas, entonando el mea culpa.

Dicho y hecho.

– Me temo que los merengues no han mejorado precisamente. -Alzó la mirada con expresión contrita-. Pero si dice que me Perdona, sacaremos otros de la cocina… ya sabe, los auténticos, especialidad de la casa y tal.

– No se moleste, por favor -dijo Harriet.

No era él, por supuesto. Era un chico de veintiuno o veintidós años como mucho, con una mata de pelo ondulado que le caía sobre la frente y un rostro hermoso e insolente, rebosante de encanto, si bien premonitoriamente débil alrededor de los curvados labios y de las cejas de arcos pronunciados, pero el color del pelo era igual… el amarillo pálido de la cebada madura, y la voz suave, arrastrada, la palabra fácil y las sílabas sincopadas, la sonrisa rápida, ladeada y, sobre todo, las manos, preciosas, sensibles, que devolvían hábilmente los «chismes» a su bolsa.

– Todavía no me ha llamado nada -dijo el joven.

– Pero creo que casi podría ponerle nombre -replicó Harriet-. ¿No es… familiar de Peter Wimsey?

– Pues sí -contestó el joven, sentándose sobre los talones-. Es mi tío, y muchísimo más complaciente que el típico judío -añadió, como si se le hubiera ocurrido una triste asociación de ideas-. ¿Nos hemos visto en alguna parte, o simplemente lo ha adivinado? No cree que soy como él, ¿verdad?

– Cuando empezó a hablar, por un momento pensé que era su tío. Sí, se parece mucho a él, en algunos sentidos.

– Pues a mi mater le partiría el alma -dijo el joven, sonriendo-. El tío Peter no goza de muchas simpatías, pero ojalá estuviera aquí. Resultaría sumamente útil en este momento, pero al parecer se ha largado a no sé sabe dónde, para variar. Es como un gato misterioso, ¿verdad? Me imagino que lo conoce… No recuerdo bien esa trivialidad sobre lo pequeño que es el mundo, pero ya me entiende. ¿Dónde está ese viejo zorro?

– En Roma, según creo.

– Cómo no. Eso significa una carta. Es terriblemente difícil resultar persuasivo por carta, ¿no le parece? O sea, hay que explicar tantas cosas, y cuando se trata de ponerlo sobre el papel, el tan celebrado encanto de la familia no funciona demasiado bien.

Le dedicó a Harriet una sonrisa franca y seductora mientras recuperaba un último penique que había salido rodando.

– ¿Me equivoco, o tiene previsto apelar a los más delicados sentimientos del tío Peter? -preguntó Harriet con cierto regocijo.

– Pues más o menos -respondió el joven-. La verdad es que es bastante humano, si lo pillas de buenas. Además, al tío Peter lo tengo bien cogido. Si ocurre lo peor, siempre puedo amenazarlo con cortarme el cuello y endilgarle las dichosas hojas de fresa.

– ¿Qué hojas de fresa? -preguntó Harriet, imaginándose que debía de ser la versión más reciente en Oxford de darle a alguien con la puerta en las narices.

– Las hojas de fresa de la corona -dijo el joven-. «El bálsamo, el cetro y la esfera.» Cuatro tiras de armiño comido por la polilla, por no hablar de ese cuartel del demonio en Denver, mohoso a más no poder. -Al ver que Harriet seguía mirándolo sin comprender, explicó-: Perdone, lo había olvidado. Me llamo Saint-George, y el jefe se olvidó de proporcionarme hermanos. Así que en el momento en que escriban decessit sine prole cuando yo pase a mejor vida, el tío Peter es el que va detrás. Desde luego, es posible que mi padre viva más años que él, pero no creo que el tío Peter sea de los que mueren jóvenes, a menos que se lo cargue unos de sus criminales favoritos.

– Algo que podría ocurrir fácilmente -dijo Harriet, pensando en el tipo de aspecto patibulario.

– Pues eso le complica las cosas -replicó lord Saint-George, moviendo la cabeza-. Cuantos más riesgos corra, más rápidamente tendrá que acatar la disciplina de los votos matrimoniales. Adiós a la libertad de soltero con el pobre Bunter en un piso de Piccadilly. Y adiós a las espectaculares cantantes vienesas. Así que, como ve, le va la vida en no dejar que me pase nada.

– Evidentemente -dijo Harriet, fascinada ante aquel nuevo enfoque.

– La debilidad del tío Peter -añadió lord Saint-George, desprendiendo cuidadosamente los merengues aplastados del papel- es su tremendo sentido del deber público. No lo parece a simple vista, pero es así. ¿Se lo damos a las carpas? No creo que sean aptos para el consumo humano. De momento se ha librado, el viejo zorro. Dice que tendrá la esposa adecuada o ninguna.

– Pero ¿y si la adecuada dice que no?

– Esa es la historia que él cuenta, pero yo no me creo ni media palabra. ¿Por qué iba a rechazar nadie al tío Peter? No es ningún bellezón y habla hasta aburrir a las ovejas, pero tiene muchísimo dinero, educación y pedigrí -Se balanceó en el borde del estanque y escudriñó sus tranquilas aguas-. ¡Mire! Una muy grande. Tiene pinta de llevar aquí desde la fundación… ¿La ha visto? La mascota del cardenal Wolsey. -Le tiró un trocito al gran pez, que lo cogió con un chasquido y volvió a sumergirse-. No sé hasta qué punto conoce a mi tío -añadió-, pero si tiene la oportunidad, podría informarle de que cuando me vio tenía muy mal aspecto, parecía angustiado e hice oscuras insinuaciones sobre el felo de se.

– Lo haré -dijo Harriet-. Le diré que apenas era capaz de arrastrarse y que se desmayó en mis brazos, aplastándome los paquetes de paso. No me creerá, pero haré lo posible.

– No… No se cree las cosas fácilmente, maldito sea. Me temo que al final tendré que escribirle y presentarle las pruebas, pero no sé por qué estoy aburriéndola con mis asuntos personales. Venga a la cocina.

El cocinero de Christ Church les dio de buena gana varios merengues del antiguo y famoso horno del colegio, y tras contemplar con admiración el enorme hogar con sus asadores relucientes y oír estadísticas sobre el número de asados y la cantidad de combustible que se consumían cada semana durante el curso, Harriet siguió a su guía hasta el patio con las debidas expresiones de agradecimiento.

– De nada -replicó el vizconde-. La verdad, no es una gran recompensa después de haberla aporreado y haber tirado sus cosas. Por cierto, ¿podría saber a quién he tenido el honor de causar tantas molestias?

– Me llamo Harriet Vane.

Lord Saint-George se quedó inmóvil y se dio una fuerte palmada en la frente.

– ¿Qué he hecho, Dios mío? Le pido perdón, señorita Vane, y suplico humildemente su clemencia. Si se entera mi tío, no me perdonará jamás, y entonces me cortaré el cuello. Acabo de darme cuenta de que he dicho todo lo que no debía decir.

– Ha sido por mi culpa -repuso Harriet al ver que parecía realmente asustado-. Debería habérselo advertido.

– La verdad es que no tendría por qué contarle cosas así a nadie. Mucho me temo que he heredado la lengua de mi tío y la falta de tacto de mi madre. Mire, olvide esas tonterías, por lo que más quiera. El tío Peter es un tipo estupendo, y tan buena persona como el que más.

– Tengo motivos para saberlo -dijo Harriet.

– Sí, supongo que sí. Por cierto… ¡Caray! Me da la impresión de que estoy metiendo la pata a fondo, pero tengo que contarle que nunca le he oído hablar de usted. Quiero decir, no es esa clase de Persona. Es mi madre, que habla de todo. Lo siento, estoy empeorando las cosas.

– No se preocupe -dijo Harriet-. Al fin y al cabo, conozco su tío… bastante bien, al menos lo suficiente para saber qué clase de persona es. Y desde luego, no voy a dejarlo a usted en evidencia.

– ¡No, por lo que más quiera! No es solo que no volvería a sacarle nada (y estoy metido en una buena), sino que te hace sentir como un gusano despreciable. Supongo que no habrá tenido que soportar la lengua larga de mi tío… No claro, pero yo preferiría que me desollaran.

– Estamos en la misma situación. Tampoco tendría yo por qué prestar oídos. Adiós… y muchas gracias por los merengues.

Harriet subía por Saint Aldate cuando la alcanzó el vizconde.

– Oiga… acabo de acordarme de una cosa, esa vieja historia que acabo de desenterrar, porque soy un imbécil…

– ¿La de la bailarina vienesa?

– No, la cantante… A mi tío le chifla la música. Olvídelo, por favor. O sea, es del año de la nana… hace seis años. Yo era un crío, y supongo que son bobadas.

Harriet se echó a reír y le dio su palabra de olvidar lo de la cantante vienesa.

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