Capítulo 11

Déjame, oh, amor, que a polvo te reduces,

y tú, espíritu mío, a elevarte aspiras;

enriquécete con aquello que el orín no cubre,

lo que se marchita, pero marchitos placeres procura.

Tus rayos oculta y humíllalos

al dulce yugo donde la libertad perdura,

rompe las nubes y abre paso a la luz

que nos alumbra y para ver nos da la vista.

Sir PHILIP SIDNEY


La ciudad parecía extraordinariamente vacía y anodina; sin embargo, pasaban muchas cosas. Harriet vio a su agente y editor, firmó un contrato para una novela por entregas, se enteró del conflicto interno entre lord Gobbersleigh, propietario del periódico, y el señor Adrian Cloot, el crítico, entró de lleno en la furibunda disputa triangular entre Gargantúa Colour-Talkies Ltd., el señor Garrick Drury, actor, y la señora Snell-Wilmington, autora de Pastel de flor de la pasión, y en los detalles de la tremenda demanda por difamación contra The Daily Headline interpuesta por la señorita Sugar Toobin, y por supuesto, le interesó enormemente saber que Jacqueline Squills hacía maliciosas revelaciones sobre las costumbres y el carácter de su segundo ex marido en su nueva novela, Luz de gas.

Sin embargo, tales distracciones no lograron entretenerla. Para empeorar las cosas, se había atascado con la novela de misterio que estaba escribiendo. Tenía cinco sospechosos, convenientemente confinados en un viejo molino sin otra posibilidad de entrada o salida que un puente de tablones, y todos ellos con móviles y coartadas para un asesinato atractivo y original. En la historia no parecía haber ningún fallo importante, pero las permutaciones y combinaciones de las relaciones de las cinco personas empezaban a presentar una simetría antinatural, increíble. Los seres humanos no son así; los problemas humanos no son así; lo que realmente había era unas doscientas personas correteando como conejos por un college, haciendo su trabajo, viviendo su vida, impulsadas continuamente por motivaciones incomprensibles incluso para ellas mismas, y de repente, en mitad de todo, no un asesinato simple, comprensible, sino una locura inexplicable, sin sentido.

En todo caso, ¿cómo comprender las motivaciones y los sentimientos de otras personas cuando los propios seguían siendo un misterio? ¿Por qué esperar con irritación recibir una carta el 1 de abril y después sentirse preocupada y ofendida cuando no llega con el primer correo? Lo más probable era que la carta hubiera sido enviada a Oxford. No era nada urgente, puesto que sabía lo que contenía y cómo había que contestar, pero daba mucha rabia quedarse allí esperando.

Timbrazo. Entra la secretaria con un telegrama (probablemente sería eso). Un cablegrama farragoso e innecesario de la representante de una revista norteamericana para decir que llegaría al cabo de poco tiempo a Inglaterra y que estaba deseando hablar con la señorita Harriet Vane sobre un relato para su publicación. Cordialmente. ¿De qué demonios quería hablar aquella gente? No se escriben relatos hablando de ellos.

Timbrazo. Segundo correo. Carta con sello italiano. (Ligero retraso en la clasificación, sin duda.) Ah, gracias, señorita Bracey. Un imbécil con pésimo inglés ansioso por traducir las obras de la señorita Vane al italiano. ¿Podía informarle la señorita Vane de los libros que había escrito? Todos los traductores eran así: ni inglés, ni sentido común, ni avales. Harriet dijo brevemente lo que pensaba de ellos, le pidió a la señorita Bracey que remitiera el asunto al agente y volvió con el dictado.

– Wilfrid se quedó mirando el pañuelo. ¿Qué hacía en el dormitorio de Winchester? Con una extraña sensación de…

El teléfono. Un momento, por favor. (No podía ser; menuda estupidez comunicarse por conferencia desde el extranjero, tan cara.) ¿Diga? Sí, soy yo. ¡Ah!

Podría haberlo adivinado. Reggie Pomfret habló con un tono entre decidido y afable. ¿Querría o podría la señorita Vane soportarlo como acompañante para cenar y ver el nuevo espectáculo del Palladium? ¿Esa noche? ¿La siguiente? ¿Cualquiera? ¿Esa misma noche? El señor Pomfret apenas podía articular palabra de tanta alegría. Gracias. A colgar. ¿Por dónde íbamos, señorita Bracey?

– Con una extraña sensación de… Ah, sí, Wilfrid. Wilfrid sintió gran angustia al encontrar el pañuelo de su prometida en el dormitorio del hombre asesinado. Algo atroz. Una extraña sensación de… ¿Qué sentiría usted dadas las circunstancias, señorita Bracey?

– Supongo que pensaría que se habían equivocado en la lavandería.

– ¡Oh, señorita Bracey! Bueno… Vamos a decir que era un pañuelo de encaje. Winchester no habría podido confundir un pañuelo de encaje con uno suyo, aunque se lo enviaran de la lavandería.

– Pero ¿habría usado Ada pañuelos de encaje, señorita Vane? Porque se la presenta como una persona un tanto masculina, aficionada a los deportes y demás. Y no es como si llevara un traje de noche, porque era muy importante que apareciera con traje sastre de mezclilla.

– Cierto. Bueno… Entonces vamos a poner que el pañuelo es pequeño, pero no de encaje. Sencillo pero de buena calidad. Vamos a volver a la descripción del pañuelo… ¡Vaya por Dios! No, ya contesto yo. ¿Sí? ¿Sí? ¡Sí!… No, me va a resultar imposible. No, de verdad. ¿Ah, sí? Bueno, será mejor que les pregunte a mis agentes. Sí, eso es. Adiós. Un club que quiere un debate sobre si los genios deberían casarse. No es demasiado probable que el asunto afecte personalmente a sus miembros, así que no sé por qué se toman tantas molestias… Dígame, señorita Bracey… Ah, sí, Wilfrid. ¡Maldito Wilfrid! Qué mal está empezando a caerme ese hombre.

Antes de la hora del té, Wilfrid estaba poniéndose tan pesado que Harriet lo dejó, enfurecida, y se escapó a un cóctel literario. En la habitación en la que se celebraba hacía demasiado calor y había demasiada gente, y todos los escritores allí reunidos hablaban sobre a) los editores; b) los agentes; c) las ventas de sus propios libros; d) las ventas de los libros de los demás, y e) la increíble actuación de los seleccionadores del libro del momento por haber otorgado la efímera corona a Tortuga de imitación, de Tasker Hepplewater. Según uno de los distinguidos miembros del jurado, «…terminé este libro con las lágrimas corriéndome por la cara». El autor de El diente de la serpiente le confió a Harriet mientras tomaba una petite saucisse y una copa de jerez que debían de ser lágrimas de puro aburrimiento, pero el autor de Polvo y escalofrío dijo que no, que probablemente eran lágrimas de risa, provocadas por el involuntario humor del libro, y ¿conocía a Hepplewater? Una joven muy airada, a cuyo libro no habían prestado la menor atención, proclamó que todo el mundo sabía que aquel asunto era una farsa. El libro del momento se elegía por turnos entre la lista de cada editorial, de modo que su Ariadne Adams había quedado automáticamente excluido por el simple hecho de que su sello editorial había sido honrado con la distinción en enero. Sin embargo, alguien le había asegurado en privado que el crítico de The Morning Star había sollozado como una criatura con las últimas cien páginas de Ariadne y que probablemente lo elegiría libro de la quincena, siempre y cuando se pudiera convencer al editor para que reservase espacio publicitario en el periódico. El autor de El limón exprimido coincidía en que la publicidad estaba detrás de todo; ¿no sabían que The Daily Flashlight había intentado chantajear a Humphrey Quint para que se anunciase con ellos? Y que al negarse, le habían dicho con tono misterioso: «Bueno, señor Quint, ya sabe lo que va a ocurrir». ¿Y que desde entonces el Flashlight no le había dedicado ni una sola línea a los libros de Quint? ¿Y que cuando Quint lo hizo público en The Morning Star las ventas de sus libros se dispararon un cincuenta por ciento? Bueno, una cantidad increíble, en cualquier caso. Pero el autor de Devaneo de primavera dijo que para la gente del libro del momento lo que contaba era el tirón personal… Seguro que recordaban que Hepplewater se había casado con la hermana de la última esposa de Walton Strawberry. El autor de Un plácido día coincidía en lo del tirón, pero pensaba que en este caso era de carácter político, porque en Tortuga de imitación se hacía convincente propaganda antifascista y era bien sabido que podías meterte al viejo Sneep Fortescue en el bolsillo con un buen bofetón a los Camisas Negras.

– Pero ¿de qué trata Tortuga de imitación? -preguntó Harriet.

Sobre este punto, la mayoría de los escritores dieron vagas explicaciones, pero un joven que escribía relatos humorísticos para revistas y, por consiguiente, podía permitirse cierta tolerancia con las novelas, dijo que la había leído y que le parecía bastante interesante, solo que un poco larga. Era sobre un profesor de natación de un balneario con una obsesión tan extrema con el antinudismo tras contemplar a tantas nadadoras bellas que llega a reprimir por completo sus emociones naturales. Así que se enrola en un ballenero y se enamora de una esquimal nada más verla, porque es un hermoso fardo de prendas de ropa. Se casa con ella y se la lleva a vivir a un barrio residencial, donde la esquimal se enamora de un vegetariano nudista. Entonces el marido se vuelve un poco loco, se obsesiona con las tortugas gigantes y pasa todo su tiempo libre contemplando el tanque de las tortugas del acuario, observando los lentos monstruos mientras nadan significativamente protegidos por sus conchas. Pero desde luego tenía muchas cosas; era uno de esos libros que reflejan las reacciones del autor hacia las cosas en general. En definitiva, significativo era lo que mejor lo definía.

Harriet empezó a pensar que quizá podría reconocérsele algo incluso a la trama de La muerte entre viento y agua. Era, al menos, significativa de nada en especial.

Volvió irritada a Mecklenburg Square. Al entrar en la casa oyó el teléfono, que sonaba como un poseso en el primer piso. Subió las escaleras apresuradamente… Nunca se sabe con las llamadas telefónicas. Justo cuando estaba metiendo la llave en la cerradura, el teléfono enmudeció.

– Maldita sea -dijo.

Había un sobre en el suelo, dentro. Contenía recortes de prensa. Uno de ellos la llamaba señorita Vines y decía que se había licenciado en Cambridge; en otro se comparaba negativamente su obra con la de un escritor norteamericano de novelas de misterio; un tercero era una reseña tardía de su último libro, que desvelaba la trama; un cuarto le atribuía una novela de otra persona y aseguraba que Harriet «adoptaba una actitud deportiva ante la vida» (a saber qué significaría aquello).

– ¡Vaya día! -exclamó Harriet, muy ofendida-. ¡Primero de abril tenía que ser! Y encima tengo que ir a cenar con ese condenado estudiante para que me haga sentir la carga de una edad incalculable.

Sin embargo, y para su sorpresa, disfrutó de la cena y del espectáculo. La falta de complejidad de Reggie Pomfret resultaba reconfortante. No sabía nada de envidias literarias; no tenía opinión sobre la importancia relativa de las lealtades personales y profesionales; se reía con ganas de ocurrencias sencillas; no dejaba al descubierto sus centros nerviosos ni los de la otra persona; no empleaba palabras de doble sentido; no te desafiaba a que lo atacaras para después enroscarse bruscamente como un armadillo, presentando una suave superficie defensiva de citas irónicas; no tenía trasfondos de ningún tipo; era un joven bondadoso, no muy inteligente, deseoso de complacer a quien lo había tratado con amabilidad. A Harriet le pareció sumamente relajante.

– ¿Quiere subir un momento a tomar una copa o algo? -le preguntó Harriet a la puerta de su casa.

– Muchísimas gracias -contestó el señor Pomfret-. Si no es demasiado tarde…

Ordenó al taxista que esperase y subió pesadamente las escaleras, muy contento. Harriet abrió la puerta y encendió la luz. El señor Pomfret se agachó cortésmente para recoger la carta que había en el felpudo.

– Ah, gracias -dijo Harriet.

Lo llevó al salón y dejó que la ayudara a quitarse la capa. Al cabo de unos momentos cayó en la cuenta de que aún tenía la carta en la mano y de que su invitado y ella seguían de pie.

– Perdone. Siéntese.

– Por favor… -replicó el señor Pomfret con un gesto que daba a entender: «Léala y no se preocupe por mí».

– No es nada importante -dijo Harriet, dejando el sobre en la mesa sin miramientos-. Sé lo que es. ¿Qué quiere tomar? ¿Se sirve usted mismo?

El señor Pomfret inspeccionó cuantos refrigerios estaban a la vista y le preguntó a Harriet qué podía ofrecerle. Una vez solucionada la cuestión de las bebidas, hubo una pausa.

– Esto… ¿cómo está la señorita Cattermole? -dijo el señor Pomfret-. No he sabido prácticamente nada de ella desde… desde aquella noche en que la conocí a usted, en fin… La última vez que nos vimos me dijo que estaba trabajando mucho.

– Sí, sí. Eso tengo entendido. Tiene exámenes para pasar a segundo el próximo trimestre.

– ¡Pobrecilla! Siente gran admiración por usted.

– ¿En serio? Pues no entiendo por qué. Si mal no recuerdo, le eché un rapapolvo tremendo.

– Sí, bueno, conmigo se puso usted bastante firme, pero estoy de acuerdo con la señorita Cattermole. O sea, comparto su gran admiración por usted.

– Es usted muy amable -replicó Harriet distraídamente.

– Sí, de verdad. ¡Ya lo creo! Jamás olvidaré cómo se enfrentó a ese tipo, Jukes. ¿Sabe que se metió en un lío una semana después?

– Sí, y no me sorprende.

– No. Es un cerdo. Verdaderamente repugnante.

– Siempre lo ha sido.

– Bueno, por que el camarada Jukes pase una buena temporada a la sombra. No ha estado nada mal el espectáculo de esta noche, ¿verdad?

Harriet empezaba a cansarse del señor Pomfret y a desear que se marchara, pero habría sido una monstruosidad no portarse cortésmente con él. Hizo un gran esfuerzo por hablar con interés y vivacidad sobre la función a la que él tan amablemente la había llevado y lo logró hasta el extremo de que pasaron casi quince minutos hasta que el señor Pomfret se acordó del taxi que esperaba y se marchó, muy animado.

Harriet cogió la carta. Ahora que era libre para abrirla, no sentía el menor deseo de hacerlo. Le había estropeado la noche.


Querida Harriet:

Envío mi petición con la implacable regularidad de los inspectores de Hacienda, y probablemente dirás, al ver los sobres: «¡Oh, Dios mío! Ya sé qué es esto». La única diferencia es que, tarde o temprano, hay que prestar atención a los impuestos.

«¿Quieres casarte conmigo?» Empieza a parecer una de esas frases de una farsa, que resulta aburrida hasta que se repite lo suficiente y después te ríes más cada vez que la dicen.

Debería escribirte esa clase de palabras que queman el papel en el que se escriben, pero las palabras así no solo consiguen ser inolvidables, sino también imperdonables. De todos modos, tú quemarás el papel, y preferiría que no hubiera nada en él que no pudieras olvidar si lo desearas.

Bueno, ya está. No te preocupes.


Mi sobrino (en quien, por cierto, pareces haber fomentado una diligencia extraordinaria) me alegra en mi exilio con oscuras indirectas sobre tu participación en una historia peligrosa e incómoda en Oxford, sobre la cual ha dado su palabra de honor de no contar nada. Espero que esté equivocado, pero sé que si te traes algo entre manos, ni el peligro ni la incomodidad te echarán atrás, y Dios no quiera que sea así. Sea lo que sea, te deseo lo mejor.

No puedo tomar mis propias decisiones en este momento, ni sé adónde iré a continuación ni cuándo regresaré; espero que pronto. Entretanto, ¿podría albergar la esperanza de saber de vez en cuando que te va bien?

Tuyo, más que mío,

PETER WIMSEY


Tras leer la carta, Harriet comprendió que no podría descansar hasta haberla contestado. La amargura y la tristeza de los párrafos iniciales se explicaban fácilmente con los dos últimos. Peter probablemente pensaba (no podría evitar pensarlo) que, tras tantos años de conocerlo, Harriet había acabado por confiar no en él, sino en un muchacho al que doblaba la edad y que encima era su sobrino, a quien ella conocía desde hacía solo dos semanas y del que tenía pocas razones para fiarse. Peter no hacía comentarios ni preguntas; eso empeoraba las cosas. Y para mayor generosidad, se abstenía de ofrecerle ayuda y consejo, porque podría haberla molestado. Reconocía que ella tenía el derecho de correr los riesgos que quisiera. «Ten mucho cuidado.» «Detesto la idea de que te veas metida en algo desagradable.» «Ojalá pudiera estar allí para protegerte…» Cualquiera de estas frases habrían expresado la reacción masculina normal. Ni un hombre entre diez mil diría a la mujer amada, o a cualquier mujer: «… ni el peligro ni la incomodidad te echarán atrás, y quiera Dios que no sea así». Eso equivalía a admitir la igualdad, algo que Harriet no se esperaba de él. Si Peter concebía el matrimonio en esos términos, habría que revisar el problema a una nueva luz, pero parecía bastante improbable. Para adoptar semejante postura y mantenerla, Peter no tendría que ser un hombre, sino un milagro, pero había que aclarar inmediatamente el asunto de Saint-George. Harriet escribió con rapidez, sin pararse a pensar demasiado.


Querido Peter:

No, no lo veo posible, pero gracias de todos modos. Sobre el asunto de Oxford… Debería habértelo contado hace tiempo, pero no es mi secreto. No debería habérselo contado a tu sobrino, pero se había enterado de algo y tuve que confiarle el resto para evitar que metiera la pata sin querer. Ojalá pudiera contártelo a ti. Me alegraría que me ayudaras, y si me dan permiso para ello, lo haré. Es bastante desagradable, pero no peligroso, o eso espero. Gracias por no decirme que salga corriendo. Es el mejor cumplido que me has hecho.

Espero que tu caso, o lo que sea, vaya bien. Debe de ser difícil para que te lleve tanto tiempo.

HARRIET


Lord Peter Wimsey leyó esta carta sentado en la terraza de un hotel que daba a los Jardines Pincianos, que estaban bañados por un sol radiante. Le dejó tan estupefacto que estaba leyéndola por cuarta vez cuando se dio cuenta de que la persona que estaba de pie a su lado no era el camarero.

– ¡Mi querido conde! Perdóneme. ¡Qué modales! Estaba en las nubes. Haga el favor de sentarse conmigo. Servitore!

– Le ruego que no se disculpe. Es culpa mía, por haberle interrumpido, pero temiendo que anoche pudiera haber complicado la situación…

– Es una tontería hablar tanto y hasta tan tarde. Los adultos actúan como niños cansados a quienes se les ha permitido quedarse despiertos hasta medianoche. Reconozco que estábamos todos muy quisquillosos, sobre todo yo.

– Usted es siempre la gentileza personificada. Por eso he pensado que unas palabras con usted a solas… Los dos somos personas razonables.

– Conde, conde, espero que no haya venido para convencerme de nada. Me resultaría muy difícil negarme. -Wimsey dobló la carta y la guardó en su cartera-. Hace un sol radiante y estoy de humor para cometer errores por exceso de confianza.

– Entonces aprovecharé el buen momento.

El conde apoyó los codos sobre la mesa y se inclinó hacia delante, con las yemas de los pulgares juntas, las yemas de los meñiques juntas, sonriente, irresistible. Se despidió al cabo de cuarenta minutos, aún sonriente, habiendo cedido, sin darse cuenta, bastante más de lo que había obtenido, y habiendo contado con diez palabras más de lo que le habían contado a él con mil.


Pero, naturalmente, Harriet no sabía nada de este paréntesis. Aquel mismo día, por la noche, estaba cenando sola y un poco deprimida en Romano's. Estaba a punto de terminar cuando vio a un hombre que, mientras salía del restaurante, le dirigía un vago gesto, como si la hubiera reconocido. Era cuarentón, con calvicie incipiente, de rostro terso, expresión ausente y bigote oscuro. Harriet no pudo situarlo durante unos momentos; después, sus andares indolentes y su impecable traje le recordaron una tarde en Lord's. Le sonrió, y él se acercó a su mesa.

– ¡Hola, buenas! Espero no incordiar. ¿Cómo va el trabajo?

– Muy bien, gracias.

– Estupendo. Había pensado en venir a pasar el rato, pero me daba miedo que no se acordara de mí o que me considerase un pesado.

– Por supuesto que me acuerdo de usted. Es el señor Arbuthnot, el honorable Frederick Arbuthnot, y es amigo de Peter Wimsey. Lo conocí en el partido entre Eton y Harrow hace dos años, está usted casado y tiene dos hijos. ¿Cómo están?

– Tirando, gracias. ¡Qué cabeza tiene usted! Sí, menuda tarde de calor. No entiendo por qué tienen que arrastrar a unas mujeres indefensas hasta esos sitios para que se aburran mortalmente mientras un puñado de chicos juegan el partido de desempate con sus antiguas corbatas. Es una broma. Usted se portó divinamente, lo recuerdo.

Harriet replicó pausadamente que disfrutaba con un buen partido de críquet.

– ¿En serio? Yo pensaba que era por cortesía. Para mi gusto es demasiado lento, pero la verdad es que nunca se me ha dado muy bien, al contrario que a Peter, que es capaz de ponerse atacado de los nervios pensando en que él podría haberlo hecho mucho mejor.

Harriet le ofreció café.

– No sabía yo que a nadie le diera un ataque nervios en Lord's. Pensaba que eso no se hacía.

– Bueno, el ambiente no recuerda precisamente a la final de copa, pero hasta los ancianitos más afables pueden ponerse a veces un poco criticones. ¿Le apetece un brandy? Camarero, dos copas de brandy. ¿Está escribiendo más libros?

Conteniendo la rabia que siempre desata esta pregunta en el escritor profesional, Harriet reconoció que sí.

– Debe de ser maravilloso saber escribir -dijo el señor Arbuthnot-. A veces pienso que yo podría inventar una buena historia, si tuviera cabeza para ello. Sobre las cosas tan extrañas que ocurren, ya me entiende. Tratos raros y esas cosas.

Un borroso recuerdo de algo que había dicho Wimsey en una ocasión iluminó el laberinto mental de Harriet. El dinero. En eso consistía la relación entre ambos. Por lerdo que fuera en otros aspectos, el señor Arbuthnot tenía olfato para el dinero. Sabía siempre qué iba a hacer ese misterioso producto; era de lo único que sabía, y era por instinto. Cuando las cosas estaban a punto de subir o bajar, sonaba una campanilla en lo que Freddy Arbuthnot llamaba su cabeza y él actuaba obedeciendo a la señal sin poder explicar por qué. Peter tenía dinero, y Freddy comprendía el dinero; ese debía de ser el interés y el vínculo de confianza recíprocos que explicaban una amistad por lo demás inexplicable. Harriet admiraba la extraña red de intereses que une a la mitad masculina de la humanidad formando un apretado panal, cada una de cuyas celdas solo está en contacto por uno de sus lados con la siguiente pero, aun así, constituye un tejido consistente y adherente.

– El otro día apareció una historia curiosa -añadió el señor Arbuthnot-. Un asunto de lo más misterioso. Para mí no tiene ni pies ni cabeza, y al bueno de Peter le habría encantado. Por cierto, ¿qué tal está Peter?

– Hace tiempo que no lo veo. Está en Roma. No sé qué hace allí, pero supongo que lleva algún caso.

– No. Supongo que ha abandonado su país por el bien de su país. Normalmente es por eso. Espero que consigan dejar las cosas tranquilas. Las divisas andan un poco inquietas.

El señor Arbuthnot parecía casi inteligente.

– ¿Y qué tiene que ver Peter con las divisas?

– Nada, pero si algo estalla, afectará a las divisas.

– Me suena a chino. ¿Cuál es el trabajo de Peter en todo esto?

– El Ministerio de Asuntos Exteriores. ¿No lo sabía?

– No tenía ni idea. No es un destino permanente, ¿no?

– ¿Quiere decir en Roma?

– En el Ministerio de Asuntos Exteriores.

– No, pero a veces se lo llevan cuando creen que lo necesitan. Se lleva bien con la gente.

– Comprendo. Me pregunto por qué nunca lo habrá mencionado.

– Pero si no es ningún secreto. Lo sabe todo el mundo. Probablemente pensó que a usted no le interesaría. -El señor Arbuthnot dejó en equilibrio la cucharilla sobre la taza con expresión abstraída-. Yo le tengo un enorme cariño al bueno de Peter -fue su siguiente contribución, un tanto irrelevante-. Es de muy buena pasta. La última vez que lo vi me dio la impresión de que no andaba muy bien… En fin, tengo que marcharme.

Se levantó con cierta brusquedad y se despidió.

Harriet pensó en lo humillante que resulta dejar en evidencia la propia ignorancia.

Diez días antes del comienzo del trimestre, Harriet ya no soportaba Londres. El toque final se lo dio ver asqueada un avance de La muerte entre viento y agua que incluía una nota publicitaria excepcionalmente exagerada. Empezó a sentir una terrible nostalgia de Oxford y el Estudio de Le Fanu, libro que jamás tendría valor publicitario, pero sobre el que algún estudioso quizá comentaría con moderación algún día: «La señorita Vane trata el tema con agudeza y precisión». Llamó a la administradora, se enteró de que podía alojarse en Shrewsbury y regresó inmediatamente al mundo académico.

En el college no había nadie, salvo ella, la administradora, la tesorera y la señorita Barton, que desaparecía a diario en la cámara Radcliffe y solo se dejaba ver durante las comidas. También estaba la rectora, pero en su propia casa.

Abril tocaba a su fin, frío y caprichoso, pero con la promesa de buenas cosas venideras, y la ciudad presentaba la belleza retraída y discreta que la envuelve en la época de vacaciones. No resonaba un clamor de voces jóvenes entre sus ancestrales piedras; el tumulto de raudas bicicletas se apaciguaba en el estrecho paso del Turl; en Radcliffe Square, la cámara dormía como una gata al sol, y solo despertaba de vez en cuando con las lentas pisadas de un profesor; incluso en High Street, el estruendo de coches y autobuses parecía disminuir y decrecer, pues aún no habían llegado las vacaciones estivales; bateas y piraguas, recién puestas a punto para el trimestre de verano, empezaban a apuntar por el Cherwell como los esmaltados brotes del castaño de Indias, pero aún no se agolpaban las embarcaciones en la brillante cuenca; las melodiosas campanas elevaban su canto en torres y agujas, hablando del rápido paso del tiempo en una paz eterna, y la Great Tom, con sus ciento una campanadas nocturnas, solamente llamaba a los grajos de la pradera de Christ Church.

Las mañanas en la Bodleiana, adormilada entre los marrones desteñidos y el dorado deslustrado de la biblioteca Duke Humphrey, olfateando el leve olor a moho del cuero que se deterioraba lentamente, oyendo tan solo el discreto tip-tap de los pasitos de roedor sobre el suelo acolchado; las largas tardes remontando el Cher en una canoa de balancín, notando el áspero beso de las espadillas en las palmas de las manos desacostumbradas, escuchando el clinc-clonc, rítmico y placentero, de los escálamos; observar el juego muscular de los robustos hombros de la administradora a cada golpe de remo mientras el cortante viento de primavera pegaba la fina blusa de seda contra ellos o, si el día era más cálido, avanzar rápidamente en una canoa bajo los muros del Magdalen, por el canal del King's Mill, pasando por la isla de Mesopotamia hasta la zona de Parson's Pleasure; después volver, con la mente relajada y el cuerpo desentumecido y vigoroso, a preparar tostadas en la chimenea, y después, por la noche, la lámpara encendida y la cortina corrida, el aleteo de la página al volverse y el suave rascar de la pluma sobre el papel, únicos sonidos que rompían el silencio absoluto entre las campanadas de los cuartos. De vez en cuando Harriet sacaba la carpeta de los anónimos y le echaba un vistazo; sin embargo, a la luz de aquella lámpara solitaria, incluso los feos garabatos impresos parecían inofensivos e impersonales, y el deprimente problema, menos importante que determinar la fecha de una primera edición o resolver una interpretación objeto de controversia.

En aquel melodioso silencio recuperó algo que estaba dormido y sofocado desde los días de inocencia de su época estudiantil. La voz cantarina, ahogada hacía tiempo bajo la presión de la lucha por la existencia y acallada por aquel desdichado y extraño contacto con la pasión física, empezó a balbucear unas notas vacilantes. En su mente soñadora nadaban grandes frases de oro que surgían de la nada y llevaban a la nada, como la enorme y lenta carpa en el agua fría del estanque de Mercurio. Un día subió la colina de Shotover y se sentó a contemplar las agujas de la ciudad, en lo más profundo, abismales, que brotaban de la hondonada de la cuenca del río, inverosímilmente remotas, maravillosas, como las torres de Tir-nan-Og bajo las grandes olas verdes. Tenía sobre las rodillas el cuaderno de anillas con las notas sobre el escándalo de Shrewsbury, pero su corazón no estaba en aquella sórdida investigación. En sus oídos resonaba un pentámetro suelto, como un eco salido de la nada…, siete pies…, un pentámetro y medio:


A ese centro calmo donde el mundo en su girar

duerme sobre su eje…


¿Lo había compuesto ella o lo recordaba? Le resultaba conocido, pero en el fondo de su alma sabía con certeza que era suyo, y le resultaba conocido únicamente porque era inevitable y correcto.

Abrió el cuaderno por otra página y anotó aquellas palabras. Se sentía como el hombre de una historia de Punch: «Bonito baño, Liza. ¿Y ahora qué hacemos con él?». ¿Verso blanco?… No… Formaba parte de la octava de un soneto…, le daba la sensación de que era un soneto. ¡Pero la rima…! ¿Plegadas? ¿Ondulada? Tanteó con la rima y la métrica, como un músico toqueteando las teclas de un instrumento largo tiempo abandonado.

Después, tras muchos intentos fallidos y espacios en blanco, volviendo una y otra vez a lo mismo, rellenando y tachando, empezó a escribir otra vez, con la profunda convicción de que, tras tan amargas andanzas, había regresado a su sitio.


Y, al fin en casa…


el centro, el corazón del laberinto…


Y, al fin, en casa, lejos de la tempestad,

detenidos nuestros pasos… nuestro rumbo…

las manos cruzadas y plegadas las alas…


Aquí, ya en casa, a resguardo de tempestades,

las diligentes manos cruzadas, plegadas las alas;

aquí, en íntimo aroma yace la rosa ondulada,

aquí se alza el sol que ni este ni oeste conoce,

aquí la marea no llega: hemos vuelto al fin,

de la inmensidad arrojados por círculos de vértigo

al centro calmo donde el mundo en su girar

duerme sobre su eje, al corazón mismo del reposo.


Sí, algo tenía, aunque el metro se interrumpía monótonamente, y el sonido de «cruzadas-plegadas» no acababa de gustarle. Los versos se tambaleaban y daban bandazos torpemente entre sus manos, incontrolables, pero a pesar de los pesares, era una octava.

Y allí parecía acabar. Había llegado al final y no tenía nada más que decir. No se le ocurría ningún giro para el sexteto, ningún estrambote, ningún cambio de talante. Escribió un par de versos, toda indecisa, y los tachó. Si no surgía el giro correcto por sí mismo, era inútil forzarlo. Tenía la imagen, la del mundo dormido como una gran peonza sobre su eterno huso, y lo que pudiera añadir a esa imagen no sería sino simple versificación. A lo mejor salía algo un buen día. Había reflejado su estado de ánimo en el papel, y esa es la liberación que buscan todos los escritores, incluso los peores, como los seres humanos buscan el amor y, una vez encontrada, se sumergen felices en los sueños y dejan de afligirse.

Cerró el cuaderno, escándalo y soneto incluidos, y empezó a bajar lentamente por el empinado sendero. A medio camino se topó con un pequeño grupo que subía: dos niñas rubísimas al cuidado de una mujer cuyo rostro le resultó al principio vagamente familiar. Cuando se aproximaron, cayó en la cuenta de que era Annie, un tanto extraña sin la cofia y el delantal, de paseo con sus hijas.

Como era su obligación, Harriet las saludó y les preguntó dónde estaban viviendo.

– Hemos encontrado un sitio muy bueno en Headington, gracias, señora. También estoy yo allí, pasando las vacaciones. Estas son mis hijas. Beatrice y Carola. Saludad a la señorita Vane.

Harriet estrechó la mano a las niñas con actitud seria, les preguntó cuántos años tenían y qué tal les iba.

– Qué bien que las tenga tan cerca.

– Sí, señora. No sé qué haría sin ellas. -La mirada de orgullo y dicha era de un posesivo que casi daba miedo. Harriet vislumbró una pasión básica que prácticamente olvidó nada más reconocerla y que atravesó centelleante la serenidad del estado de ánimo creado por su soneto como un meteoro ominoso.

– Son todo lo que tengo… ahora que he perdido a su padre.

– Oh, Dios mío, sí -replicó Harriet, un tanto incómoda-. ¿Cuándo… cuánto tiempo hace, Annie?

– Tres años, señora. Lo empujaron a ello. Decían que había hecho algo que no debía, y eso le preocupaba terriblemente. Jamás le hizo daño a nadie, y la obligación fundamental de un hombre es para con su esposa y su familia, ¿no cree? De buena gana me habría muerto de hambre con él y habría trabajado hasta dejarme la piel con tal de mantener a mis hijas, pero él no pudo soportarlo. El mundo es muy cruel con quien quiere abrirse camino, y con tanta competencia.

– Sí que lo es -replicó Harriet.

Beatrice, la mayor, miraba a su madre con unos ojos demasiado inteligentes para sus ocho años. Más valía pasar a otro tema de conversación que no tuviera nada que ver con los posibles errores e iniquidades del marido. Harriet murmuró que las niñas debían de ser un gran consuelo para ella.

– Sí, señora. No hay nada como tener a tus hijos. Por ellos merece la pena vivir. Beatrice es la viva imagen de su padre, ¿verdad, cielo? Antes me daba pena no haber tenido un chico, pero ahora me alegro. Es difícil criar a los chicos sin padre.

– ¿Y qué van a hacer Beatrice y Carola cuando sean mayores?

– Pues señora, espero que sean buenas muchachas, buenas esposas y madres… Para eso las voy a criar.

– Yo quiero tener una motocicleta cuando sea mayor -dijo Beatrice, agitando sus rizos con firmeza.

– No, no, cielo. Hay que ver las cosas que dicen, ¿verdad?

– Claro que sí -insistió Beatrice-. Voy a tener una motocicleta y un garaje.

– No digas tonterías -la interrumpió su madre con cierta brusquedad-. No debes decir esas cosas. Eso es trabajo de chicos.

– Pero hoy en día hay muchas chicas que hacen trabajo de chicos -intervino Harriet.

– Pues no deberían, señora. No está bien. Bastantes problemas tienen los chicos para encontrar trabajo. No le meta esas ideas en la cabeza, por favor, señora. Beatrice, si te metes a hacer tonterías en un garaje y te pones toda fea y sucia, no encontrarás marido.

– Es que no quiero -replicó Beatrice, muy segura.

Annie parecía irritada, pero se echó a reír cuando Harriet se rió.

– Ya lo comprenderá algún día, ¿no, señora?

– Es lo más probable -contestó Harriet.

Si aquella mujer mantenía la opinión de que lo más importante era encontrar marido a toda costa, no tenía sentido discutir. Y Harriet casi había adquirido la costumbre de rehuir las conversaciones que recayeran sobre los hombres y el matrimonio. Se despidió amablemente y siguió andando, un poco desanimada, pero no mucho. O te gustaba hablar sobre esos temas o no. Y cuando había terribles fantasmas acechando en tu interior, esqueletos que no te atrevías a mostrar a nadie, ni siquiera a Peter…

Bueno, precisamente a Peter menos que a nadie. Y al fin y al cabo, no había hueco para él entre las grisáceas piedras de Oxford. Él representaba Londres, el mundo rápido, ruidoso, inquieto y endiablado de la tensión y la barahúnda. Allí, en el centro calmo (sí, ese verso era bueno, sin duda), no tenía sitio. Apenas había pensado en él durante toda una semana.

Y después empezaron a llegar las profesoras, animadas tras sus actividades de las vacaciones y dispuestas a aceptar la carga del trimestre más riguroso, pero también el más bonito. Harriet las observaba, preguntándose cuál de aquellos alegres rostros ocultaría un secreto. La señorita De Vine había estado en una antigua ciudad flamenca, haciendo consultas en una biblioteca en la que se conservaba una excepcional correspondencia familiar sobre las condiciones comerciales entre Inglaterra y Flandes bajo el reinado de Isabel. Tenía la cabeza llena de estadísticas sobre la lana y la pimienta, y costaba trabajo conseguir que pensara en lo que había hecho el último día del trimestre anterior. Desde luego, había quemado algunos papeles, y entre ellos podía haber periódicos; por supuesto, jamás leía The Daily Trumpet y no podía arrojar ninguna luz sobre el periódico mutilado que habían encontrado en la chimenea.

La señorita Lydgate (tal y como se esperaba Harriet) había conseguido desbaratar por completo sus pruebas en el transcurso de unas semanas. Estaba contrita. Había pasado un largo fin de semana, sumamente interesante, con el profesor Nosecuántos, gran autoridad en materia de métrica griega, que le había hecho observar ciertos errores en varios párrafos y había arrojado una luz completamente nueva sobre los argumentos del capítulo siete. Harriet exhaló un gemido de desesperación.

La señorita Shaw había llevado a cinco alumnas suyas a una reunión de lectura, había visto cuatro obras de teatro nuevas y se había comprado un conjunto veraniego fascinante. A la señorita Pyke le había resultado apasionante ayudar al conservador de un museo provincial a reunir los fragmentos de tres vasijas decoradas y varias urnas funerarias que se habían encontrado en un prado de Essex. La señorita Hillyard estaba encantada de haber vuelto a Oxford; había tenido que pasar un mes en casa de su hermana, asistiéndola en el parto, y al parecer, cuidar de su cuñado le había agriado el carácter. Por otra parte, la decana había estado ayudando en la boda de una sobrina y el asunto le había resultado muy gracioso. «Una de las damas de honor se equivocó de iglesia y apareció cuando ya había acabado todo, y estábamos por lo menos doscientas personas apretadas en una habitación con capacidad para cincuenta. Solamente tomé media copa de champán y ni siquiera un trocito de tarta, así que el estómago golpeaba la columna vertebral. El novio perdió el sombrero en el último momento… ¡Y no se lo van a creer! ¡Todavía hay gente que regala latas para galletas!» La señorita Chilperic había ido con su prometido y la hermana de este a varios sitios muy interesantes para estudiar escultura doméstica medieval. La señorita Burrows había pasado la mayor parte del tiempo jugando al golf. También llegaron refuerzos en la persona de la señorita Edwards, la tutora de ciencias, que acababa de volver tras un trimestre de permiso. Era una mujer joven y dinámica, cuadrada de cara y de hombros, cabello a lo paje y actitud de no soportar estupideces. La única que faltaba era la señora Goodwin, cuyo hijo (un niño muy desdichado) había contraído el sarampión inmediatamente después de volver a la escuela y requería de nuevo los cuidados de su madre.

– Por supuesto, no puede evitarlo, pero es un fastidio, precisamente al principio del trimestre de verano -dijo la decana-. Si yo lo hubiera sabido, podría haber vuelto antes.

– ¿Y qué se puede esperar, si le da trabajo a viudas con hijos? -intervino la señorita Hillyard con seriedad-. Hay que estar preparadas para estas continuas interrupciones. Y por alguna razón, las preocupaciones domésticas siempre se anteponen al trabajo.

– Bueno, en caso de enfermedad grave, hay que dejar el trabajo a un lado -replicó la decana.

– Pero todos los niños pasan el sarampión.

– Sí, pero es que este niño no es muy fuerte. Su padre tenía tuberculosis, el pobre… de eso murió, y si el sarampión degenera en neumonía, como ocurre con frecuencia, las consecuencias pueden ser graves.

– Pero ¿ha degenerado en neumonía?

– Temen que pueda ocurrir. Lo ha agarrado muy fuerte, y como es una criaturita tan nerviosa, es natural que quiera estar con su madre. Y además, ella tendrá que estar en cuarentena.

– Cuanto más tiempo se quede con su hijo, más tiempo tendrá que estar en cuarentena.

– Desde luego, es una pena -dijo la señorita Lydgate gentilmente-. Pero si la señora Goodwin se hubiera aislado y hubiera vuelto con la mayor rapidez posible, como se ofreció a hacer, con mucha valentía, habría sufrido una angustia terrible.

– Muchas de nosotras tenemos que sufrir angustia de una u otra forma -replicó la señorita Hillyard con acritud-. Yo he estado muy angustiada por mi hermana. Tener el primer hijo a los treinta y cinco siempre crea una situación angustiosa, pero si hubiera dado la casualidad de que se hubiera producido durante el curso, tendría que haber sido sin mi ayuda.

– Siempre resulta difícil decidir qué obligación es la más importante -dijo la señorita Pyke-. Es una cuestión personal. Supongo que, al traer hijos al mundo, se acepta cierta responsabilidad hacia ellos.

– No lo niego -replicó la señorita Hillyard-. Pero si la responsabilidad doméstica tiene preferencia sobre la responsabilidad pública, habría que darle el trabajo a otra persona.

– Pero hay que dar de comer y vestir a los hijos -terció la señorita Edwards.

– Sin duda, pero la madre no debería ocupar un puesto de interna.

– La señora Goodwin es una secretaria excelente -dijo la decana-. Yo lamentaría perderla. Y preferiría pensar que podemos ayudarla en la situación tan difícil en que se encuentra.

La señorita Hillyard perdió la paciencia.

– Aunque no lo reconocerán jamás, lo cierto es que aquí todo el mundo tiene complejo de inferioridad respecto a las mujeres casadas y los hijos. A pesar de lo que dicen sobre la independencia y la carrera, en el fondo todas ustedes están convencidas de que deberíamos rebajarnos ante cualquier mujer que haya satisfecho sus funciones animales.

– Eso es completamente absurdo -dijo la administradora.

– Supongo que es natural pensar que las mujeres casadas tienen una vida más plena -empezó a decir la señorita Lydgate.

– Y más útil -le espetó la señorita Hillyard-. ¡Fíjense en lo mimados que están los «nietos de Shrewsbury»! ¡Fíjense en lo contentas que se ponen ustedes cuando se casan las antiguas alumnas! Es como si dijeran: «¿Lo ven? Al fin y al cabo, la educación no nos incapacita para la vida real». Y cuando una estudiante con un futuro académico realmente brillante lo tira todo por la borda para casarse con un coadjutor, ustedes dicen, sin pensárselo dos veces: «¡Qué lástima! Pero, desde luego, su vida es lo más importante».

– ¡Yo jamás he dicho una cosa así! -exclamó la decana, indignada-. Yo siempre digo que son unas perfectas imbéciles por casarse.

– No me importaría que dijeran claramente que las inquietudes intelectuales son solamente una segunda alternativa -continuó la señorita Hillyard, sin hacerle caso-. Pero fingen ponerlas en primer lugar en teoría, mientras que en la práctica se avergüenzan.

– No hay por qué acalorarse tanto -interrumpió la señorita Barton a la señorita Pyke, que protestaba airada-. Al fin y al cabo, es posible que algunas de nosotras hayamos decidido no casarnos, y si me disculpan, tengo que decir que…

Ante una frase tan funesta, siempre preludio de algo imperdonable, Harriet y la decana entraron de lleno en la discusión.

– Si tenemos en cuenta que estamos dedicando nuestra vida… -Ni siquiera para un hombre es siempre fácil…

Precisamente por la viveza de su reacción común chocaron sus buenas intenciones. Las dos se callaron al unísono y se pidieron perdón mutuamente, y a continuación intervino la señorita Barton, ya sin control:

– No es conveniente ni convincente mostrar tanta animadversión hacia las mujeres casadas. Es el mismo prejuicio, sin fundamento alguno, que la llevó a retirar a esa criada de su escalera y…

– Me opongo a ese trato de privilegio -dijo la señorita Hillyard, subiendo el tono-. No veo razón para tolerar la negligencia en el deber porque una criada o una secretaria sea viuda con hijos. No veo razón alguna por la que haya que darle a Annie una habitación propia en el ala del servicio y ponerla a cargo de todo un corredor, cuando criadas que llevan aquí más tiempo que ella tienen que conformarse con una habitación compartida. No…

– Pues yo pienso que se merece cierta consideración -dijo la señorita Stevens-. Una mujer acostumbrada a tener una casa bonita…

– Me parece muy bien pero, en cualquier caso, no fue precisamente mi falta de consideración lo que permitió que sus queridas criaturas quedaran a cargo de un delincuente común.

– Yo siempre estuve en contra -dijo la decana.

– Entonces, ¿por qué cedió? Porque la pobre señora Jukes es una mujer tan buena y tiene una familia que mantener. Había que mostrarle consideración y compensarla por haber sido lo suficientemente imbécil para casarse con un sinvergüenza. ¿Qué sentido tiene fingir que antepone los intereses del college cuando duda dos trimestres en despedir a un conserje deshonesto porque le da lástima su familia?

– En eso estoy completamente de acuerdo con usted -dijo la señorita Allison-. En esos casos, el college debe ser lo primero.

– Siempre debe ser lo primero. La señora Goodwin tendría que comprenderlo y renunciar a su puesto de trabajo si no puede cumplir con sus obligaciones como es debido. -Se levantó-. Al fin y al cabo, quizá sea mejor que se haya marchado. Quizá recuerden que, la última vez que estuvo fuera, no recibimos cartas anónimas ni se cometió ninguna fechoría.

La señorita Hillyard dejó su taza de café y salió muy digna de la habitación. Todo el mundo parecía incómodo.

– ¡Hay que ver! -exclamó la decana.

– Aquí pasa algo, y muy malo -dijo la señorita Edwards, sin andarse con rodeos.

– Tiene tantos prejuicios… -dijo la señorita Lydgate-. Yo siempre he pensado que es una lástima que no se haya casado.

La señorita Lydgate tenía una forma especial de expresar con palabras lo que podría comprender un niño, cosas que otras personas no decían, o las decían de otra manera.

– Pues francamente, pobre del hombre que se casara con ella -intervino la señorita Shaw-. Pero a lo mejor estoy mostrando demasiada consideración hacia el sexo masculino. Es que casi te da miedo abrir la boca.

– ¡La señora Goodwin! ¡La última persona en la que se podría pensar! -exclamó la administradora.

Se levantó muy enfadada y salió. La señorita Lydgate fue detrás de ella. La señorita Chilperic, que parecía muy preocupada pero no había hecho ningún comentario, también se marchó, diciendo en voz baja que tenía trabajo. La habitación fue vaciándose poco a poco, hasta que Harriet y la decana se quedaron a solas.

– La señorita Lydgate es tremenda. Siempre da en el clavo -dijo la señorita Martin-. Y es que salta a la vista que es mucho más probable que…

– Muchísimo más probable -la interrumpió Harriet.


El señor Jenkyn era un profesor jovencito y simpático a quien Harriet había conocido el trimestre anterior en una fiesta al norte de Oxford, precisamente donde se había encontrado con Reginald Pomfret. Residía en el Magdalen y daba la casualidad de que era uno de los supervisores. También por casualidad, Harriet le había dicho algo sobre la ceremonia del Primero de Mayo en el Magdalen y él le prometió que le enviaría una invitación para la torre. Al ser científico y hombre de mente escrupulosamente exacta, recordó su promesa, y la invitación llegó a su debido tiempo.

No iba a asistir ningún miembro del claustro de Shrewsbury. La mayoría había ido en otras ocasiones. No así la señorita De Vine, pero aunque le habían ofrecido una entrada, su corazón no resistiría las escaleras. También había alumnas con invitación, pero Harriet no las conocía. De modo que salió ella sola, mucho antes del amanecer, tras haber concertado una cita con la señorita Edwards para dar un paseo en canoa por el Isis antes de desayunar.


El coro había cantado el himno. El sol había salido, rojo y furibundo, proyectando un leve rubor sobre los tejados y las agujas de la ciudad que empezaba a despertar. Harriet se asomó al pretil y contempló la belleza desgarradora de la calle mayor en curva, apenas alterada aún por el estruendo de los vehículos de motor. La torre empezó a balancearse bajo sus pies con el balanceo de las campanas. Allá abajo empezó a deshacerse y a dispersarse el grupito de ciclistas y peatones. El señor Jenkyn subió, dijo unas palabras amables y añadió que tenía que marcharse corriendo para ir a bañarse con un amigo en Parson's Pleasure, pero Harriet no tenía por qué darse prisa… ¿podría arreglárselas ella sola para bajar?

Harriet se echó a reír y le dio las gracias, y él se despidió en las escaleras. Harriet fue al lado este de la torre. Desde allí se veían el río y el puente de Magdalen, con sus bateas y canoas, entre las que distinguió la robusta figura de la señorita Edwards, con un jersey de un naranja muy vivo. Era maravilloso estar tan por encima del mundo, con un mar de sonido debajo y un océano de aire encima, la humanidad reducida a las proporciones de un hormiguero. Sí, todavía se arracimaban unas cuantas personas en la torre…, sus compañeros de aquel santuario al aire libre, igualmente embelesados ante tanta belleza…

¡Por todos los santos! Pero ¿qué quería hacer aquella chica?

Harriet se abalanzó hacia la joven que estaba apoyando una rodilla en la mampostería y colocándose entre dos almenas.

– ¡Cuidado! -gritó-. No haga eso. Es peligroso.

La muchacha, una criatura delgada, de piel muy blanca, con expresión asustada, desistió de inmediato.

– No, si solo quería asomarme.

– Pues no haga tonterías. Podría marearse. Venga, bájese de ahí. A la dirección del Magdalen le resultaría sumamente desagradable que alguien se cayera de aquí. A lo mejor tendrían que prohibir que se subiera.

– Lo siento muchísimo. No lo había pensado.

– Pues hay que pensar. ¿Hay alguien con usted?

– No.

– Yo voy a bajar. Venga conmigo.

– Muy bien.

Harriet bajó delante de la muchacha por la oscura espiral. No tenía pruebas de nada, sino simple curiosidad, la suficiente para hacerle pensar. La muchacha tenía un acento un tanto ordinario, y Harriet la habría incluido en la categoría de dependienta de una tienda de no haber sido porque las invitaciones para la torre normalmente se limitaban a los universitarios y sus amigos. Podía ser una alumna con beca, y además, a lo mejor le estaba dando demasiada importancia a aquel incidente.

Estaban atravesando el campanario, con un clamor insistente, impertinente. A Harriet le recordó algo que le había contado Peter Wimsey hacía unos años, un día en el que, solo gracias a la inquebrantable decisión de seguir hablando él, logró evitar que acabara en pelea una lamentable excursión. Era algo sobre un cadáver en un campanario, y una inundación y las grandes campanas propagando la alarma por tres condados.

El ruido de las campanas fue apagándose a medida que Harriet avanzaba, y también el recuerdo, pero se había detenido un momento en el difícil descenso, y la chica, quienquiera que fuese, se había adelantado. Cuando llegó al pie de las escaleras y salió a la clara luz del día, vio la delgada figura atravesar disparada el pasadizo y salir al patio. Dudó si debía perseguirla o no. La siguió desde lejos, observó que torcía hacia la ciudad y de repente se encontró poco menos que en los brazos del señor Pomfret, que bajaba del Queen's con un traje de franela gris zarrapastroso y una toalla al brazo.

– ¡Hola! -dijo el señor Pomfret-. ¿Viene de saludar al amanecer?

– Sí. No ha sido un amanecer muy bueno, pero el saludo sí.

– Yo creo que va a llover, pero he dicho que iba a bañarme y voy a bañarme.

– Pues igual que yo. He dicho que voy a remar, y voy a remar -replicó Harriet.

– ¿No somos dos héroes? -dijo el señor Pomfret.

La acompañó hasta el puente de Magdalen, lo llamó desde una canoa un amigo irritado, que dijo que llevaba esperando media hora, echó a andar río arriba, rezongando que nadie lo quería y que sabía que iba a llover.

Harriet encontró a la señorita Edwards, quien, al oír lo de la chica dijo:

– En fin, supongo que podría haberle preguntado cómo se llama, pero no sé qué se podría hacer. No sería una de las nuestras, ¿no?

– No la he reconocido, y creo que ella a mí tampoco.

– Entonces probablemente no lo es. De todos modos, es una lástima que no averiguase su nombre. La gente no debería hacer cosas así. Es una falta de consideración. ¿Qué prefiere, proa o popa?

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